Infancia
1879-1896

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Maja, con tres años,
junto a Albert Einstein, con cinco.
Tardó en aprender a hablar. «Mis padres estaban tan preocupados —recordaría más tarde— que consultaron a un médico.» Aun después de haber empezado a utilizar palabras, en algún momento a partir de los dos años, desarrolló una rareza que llevó a la criada de la familia a llamarle der Depperte (el atontado) y a otros miembros de su familia a calificarle de «casi retrasado». Cada vez que tenía algo que decir, primero lo ensayaba consigo mismo, murmurándolo en voz baja hasta que le sonaba lo bastante bien como para pronunciarlo en voz alta. «Cada frase que decía —recordaría su respetuosa hermana pequeña—, independientemente de lo rutinaria que fuera, la repetía para sus adentros, moviendo los labios.» Resultaba muy preocupante, añadía. «Tenía tal dificultad con el lenguaje, que los que le rodeaban temían que nunca aprendiera.»[1]
Su lento desarrollo iba de la mano de una descarada rebeldía frente a la autoridad, que llevó a uno de sus maestros a enviarle a casa y a otro a hacer reír a la historia al declarar que nunca llegaría a nada. Esos rasgos harían de Albert Einstein el santo patrón de los alumnos desaplicados en todas partes.[2] Pero también ayudaron a convertirle —o al menos eso dedujo más tarde— en el genio científico más creativo de los tiempos modernos.
Su arrogante desprecio por la autoridad le llevó a cuestionar la opinión general de tales maneras que a los bien entrenados acólitos de la academia jamás se les pasaron por la cabeza. Y en cuanto a la lentitud de su desarrollo verbal, Einstein llegaría a creer que esta le había permitido observar con admiración fenómenos cotidianos que otros daban por sentados. «Cuando me pregunté cómo había sido que yo concretamente hubiera descubierto la teoría de la relatividad —explicó Einstein en cierta ocasión—, la respuesta parecía residir en la circunstancia siguiente. El adulto ordinario nunca se molesta en ocupar su cabeza en los problemas del espacio y el tiempo. Son cosas en las que ya ha pensado de niño. Pero yo me desarrollé tan lentamente que no empecé a preguntarme por el espacio y el tiempo hasta que ya había crecido. En consecuencia, profundicé más en el problema de lo que lo habría hecho cualquier niño normal.»[3]
Los problemas de desarrollo de Einstein probablemente se han exagerado, quizá incluso por parte de él mismo, puesto que disponemos de algunas cartas de sus devotos abuelos en las que se afirma que era exactamente tan inteligente y simpático como cualquier otro nieto. Sin embargo, a lo largo de toda su vida Einstein padeció una forma leve de ecolalia, que le llevaba a repetirse frases a sí mismo dos o tres veces, especialmente si le divertían. Y en general prefería pensar en imágenes, sobre todo en sus famosos experimentos mentales, como la idea de observar relámpagos desde un tren en marcha o experimentar la gravedad estando dentro de un ascensor que cae. «Rara vez pienso en palabras para nada —le diría más tarde a un psicólogo—. Me viene una idea, y puede que trate de expresarla en palabras después.»[4]
Einstein descendía, por parte de ambos progenitores, de comerciantes y vendedores ambulantes judíos que durante al menos dos siglos habían llevado vidas modestas en poblaciones rurales de Suabia, en el sudoeste de Alemania. Con el paso de las generaciones se habían ido asimilando —o al menos eso creían— en la cultura alemana que tanto amaban. Aunque judíos por designio cultural e instinto familiar, apenas manifestaban interés en la religión judía o en sus rituales.
Einstein despreciaría constantemente el papel que había desempeñado su legado familiar a la hora de modelar la persona en la que se convirtió. «La exploración de mis ancestros —le diría a un amigo más adelante— no lleva a ningún sitio.»[5] Esto no es del todo cierto. Tuvo la fortuna de nacer en un linaje familiar inteligente y de mente independiente que valoraba la educación, y sin duda su vida se vería afectada, de forma tan hermosa como trágica, por la pertenencia a un legado religioso que contaba con una tradición intelectual distintiva y un historial de nómadas y extranjeros. Obviamente, el hecho de que le tocara ser judío en la Alemania de principios del siglo XX le hizo ser aún más extranjero, y aún más nómada, de lo que él hubiera querido; pero también eso sería parte integrante de su persona y del papel que desempeñaría en la historia del mundo.
El padre de Einstein, Hermann, nació en 1847 en la aldea suaba de Buchau, cuya próspera comunidad judía apenas empezaba a disfrutar del derecho de seguir cualquier vocación. Hermann mostraba «una marcada inclinación por las matemáticas»,[6] y su familia pudo enviarle a un instituto de secundaria situado a 120 kilómetros al norte de Stuttgart. No pudieron permitirse, sin embargo, enviarle a ninguna universidad, y en cualquier caso la mayoría de ellas estaban cerradas para los judíos, de modo que regresó a casa, a Buchau, para dedicarse al comercio.
Unos años después, en el contexto de una emigración generalizada de los judíos de la Alemania rural a los centros industriales producida a finales del siglo XIX, Hermann y sus padres se trasladaron a 56 kilómetros, a la población —más próspera— de Ulm, que de manera profética ostentaba como lema el de Ulmenses sunt mathematici («los ulmenses son matemáticos»).[7]
Allí se convirtió en socio de una empresa de colchones de plumas de un primo suyo. Era «extremadamente amable, apacible y prudente», recordaría su hijo más tarde.[8] Con una amabilidad que rayaba en la docilidad, Hermann se revelaría como un empresario inepto y siempre muy poco habilidoso en asuntos financieros. Pero su docilidad le hacía especialmente apto para ser un genial hombre de familia y un buen marido para una mujer de voluntad fuerte. A los veintinueve años de edad se casó con Pauline, once años más joven que él.
El padre de Pauline, Julius Koch, había amasado una considerable fortuna como comerciante de cereales y proveedor de la corte real de Württemberg. Pauline heredó su carácter práctico, pero atemperó su predisposición adusta con un ingenio burlón rayano en el sarcasmo y una risa que podía resultar tan contagiosa como hiriente (dos rasgos que transmitiría a su hijo). La unión de Hermann y Pauline fue feliz en todos los sentidos, y su fuerte personalidad encajaba «en completa armonía» con la pasividad de su esposo.[9]
Su primer hijo nació a las once de la mañana del viernes 14 de marzo de 1879, en Ulm, que recientemente se había incorporado, junto al resto de Suabia, al nuevo Reich alemán. Inicialmente, Pauline y Hermann habían planeado llamar al niño Abraham, por su abuelo paterno. Pero, según explicaría el propio Einstein, al final les pareció que el nombre sonaba «demasiado judío»,[10] de modo que mantuvieron la inicial y decidieron llamarle Albert.
En 1880, justo un año después del nacimiento de Albert, la empresa de colchones de plumas de Hermann se fue a pique y este se trasladó a Munich siguiendo el consejo de su hermano Jakob, que había abierto allí una compañía de suministro eléctrico y de gas. A diferencia de Hermann, Jakob, el más joven de cinco hermanos, había podido recibir una educación superior y había obtenido el título de ingeniero. Mientras ambos competían por conseguir contratos para suministrar generadores y luz eléctrica a los municipios del sur de Alemania, Jakob se hacía cargo de la parte técnica, mientras que Hermann aportaba un mínimo dominio del arte de la venta, además —y quizá lo más importante— de diversos préstamos procedentes de la familia de su esposa.[11]
Pauline y Hermann tuvieron un segundo y último hijo en noviembre de 1881, esta vez una niña, a la que llamaron Maria, pero que, en cambio, durante toda su vida empleó su diminutivo, Maja. Cuando le mostraron a Albert a su nueva hermana por primera vez, le hicieron creer que se trataba de una especie de maravilloso juguete del que podía disfrutar. Su respuesta fue observarla y luego exclamar: «Sí, pero ¿dónde están las ruedas?».[12] Puede que no fuera una pregunta especialmente perspicaz, pero sí mostraba que durante su tercer año los problemas de lenguaje de Einstein no le impidieron hacer algunos comentarios memorables. A pesar de algunas riñas infantiles, Maja habría de convertirse en la compañera espiritual más íntima de su hermano.
Los Einstein se establecieron en un confortable hogar con grandes árboles y un elegante jardín, en un barrio residencial de Munich, para llevar lo que habría de ser, al menos durante la mayor parte de la infancia de Albert, una respetable existencia burguesa. Munich había sido arquitectónicamente renovada por el rey loco Luis II (1845-1886) y ostentaba un montón de iglesias, galerías de arte y salas de conciertos que favorecían las obras de uno de sus residentes, Richard Wagner. En 1882, justo después de que llegaran los Einstein, la ciudad tenía unos trescientos mil habitantes, el 85 por ciento de ellos católicos y el 2 por ciento judíos, y fue la sede de la primera exposición eléctrica de Alemania, con motivo de la cual se introdujo el alumbrado eléctrico en las calles de la ciudad.
El jardín trasero de la casa de Einstein solía estar lleno de niños, algunos de los cuales eran primos suyos, pero él temía sus bulliciosos juegos, así que «se ocupaba de cosas más tranquilas». Una institutriz le apodaba el «Padre Aburrido». En general era un solitario, una tendencia que afirmaría apreciar durante toda su vida, aunque en su caso se trataba de una clase de desapego especial que se entrelazaba con cierto gusto por la camaradería y el compañerismo intelectual. «Desde el principio se mostraba inclinado a separarse de los niños de su edad y a entregarse a sus ensueños y a sus cavilaciones», diría Philipp Frank, durante largo tiempo colega científico suyo.[13]
Le gustaba hacer rompecabezas, erigir complejas estructuras con su juego de construcciones, jugar con una máquina de vapor que le había dado su tío y construir castillos de naipes. Según Maja, Einstein era capaz de construir castillos de naipes de hasta catorce pisos. Aun rebajando un poco los recuerdos de una hermana pequeña que sin duda se sentía impresionada por la fama de su hermano, probablemente hay mucho de verdad en su afirmación de que «era evidente que la persistencia y la tenacidad formaban ya parte de su carácter».
También era propenso, al menos de pequeño, a coger rabietas. «En tales momentos su rostro se volvía completamente amarillo, la punta de su nariz adquiría un color blanco como la nieve, y perdía completamente el control de sí mismo», recordaría Maja. En cierta ocasión, a los cinco años de edad, cogió una silla y se la arrojó a su tutor, que salió corriendo y no volvió jamás. La cabeza de Maja se convirtió en el objetivo de varios objetos contundentes. «¡Hace falta tener un buen cráneo —diría ella más tarde bromeando— para ser la hermana de un intelectual!» A diferencia de su persistencia y su tenacidad, a la larga consiguió superar su mal genio.[14]
Empleando el lenguaje de los psicólogos, la capacidad de sistematización del joven Einstein (es decir, de identificar las leyes que gobiernan un sistema) era muy superior a su capacidad de empatía (esto es, de percibir y preocuparse por lo que sienten otros seres humanos), lo que ha llevado a algunos a preguntarse si podría haber exhibido leves síntomas de algún trastorno del desarrollo.[15] Sin embargo, es importante señalar que, pese a sus maneras distantes y ocasionalmente rebeldes, no cabe duda de que tenía capacidad para hacer amigos íntimos y para sentir empatía tanto con sus colegas como con la humanidad en general.
Los grandes despertares que acontecen en la infancia no suelen conservarse en la memoria. Pero en el caso de Einstein, cuando tenía cinco o seis años tuvo una experiencia que no solo alteraría su vida, sino que también quedaría grabada para siempre en su mente, y en la historia de la ciencia.
Un día que estaba enfermo en la cama, su padre le trajo una brújula. Posteriormente recordaría que al examinar sus misteriosos poderes se emocionó tanto que temblaba y sentía escalofríos. El hecho de que la aguja magnética se comportara como si estuviera bajo la influencia de algún campo de fuerza oculto, en lugar de hacerlo según el familiar método mecánico derivado del tacto o del contacto, le produjo un sentimiento de asombro que le motivaría a lo largo de toda su vida. «Todavía recuerdo —o al menos creo que recuerdo— que aquella experiencia me causó una profunda y duradera impresión», escribiría en una de las numerosas ocasiones en las que relataría el incidente. «Detrás de las cosas tenía que haber algo profundamente oculto.»[16]
«Es una historia muy representativa —señala Dennis Overbye en su libro Einstein enamorado—: el joven que tiembla ante el orden invisible que subyace a la caótica realidad.» La historia se relata también en la película El genio del amor, en la que Einstein, interpretado por Walter Matthau, lleva la brújula colgada del cuello, y constituye el argumento de un libro infantil titulado Al rescate de la brújula de Albert, de Shulamith Oppenheim, cuyo suegro había escuchado el relato de boca de Einstein en 1911.[17]
Tras haberse sentido hipnotizado por la lealtad de la aguja de la brújula a un campo invisible, Einstein desarrollaría durante toda su vida una especial devoción por las teorías de campos como forma de describir la naturaleza. Las teorías de campos emplean cantidades matemáticas —como números, vectores o tensores— para describir cómo las condiciones de un punto dado del espacio afectan a la materia o a otro campo. Así, por ejemplo, en un campo gravitatorio o electromagnético hay fuerzas que pueden actuar sobre una partícula que se halle en un punto dado, y las ecuaciones de una teoría de campo describen cómo dichas fuerzas cambian a medida que uno se desplaza por ese campo. El primer párrafo de su gran artículo de 1905 sobre la relatividad especial empieza con una consideración de los efectos de los campos eléctricos y magnéticos; su teoría de la relatividad general se basa en ecuaciones que describen un campo gravitatorio, y al final de su vida Einstein seguía garabateando tenazmente nuevas ecuaciones de campo con la esperanza de que estas pudieran constituir la base para una teoría del todo. Como ha señalado el historiador de la ciencia Gerald Holton, Einstein consideraba que «el concepto clásico de campo [constituía] la mayor contribución al espíritu científico».[18]
Su madre, consumada pianista, también le hizo un regalo aproximadamente en la misma época, un regalo que Einstein conservaría también durante toda su vida: dispuso que a partir de entonces Albert tomara clases de violín. Al principio le irritaba la mecánica disciplina de la instrucción. Pero después de escuchar las sonatas de Mozart, la música se convirtió para él en algo tan mágico como emotivo. «Creo que el amor es mejor maestro que el sentido del deber —diría—, al menos para mí.»[19]
Pronto interpretaría duetos de Mozart con su madre acompañándole al piano. «La música de Mozart es tan pura y hermosa que yo la veo como un reflejo de la belleza interior del propio universo», le diría más tarde a un amigo, y añadiría: «Evidentemente, como toda gran belleza, su música era pura simplicidad», una observación que hacía patente su visión de las matemáticas y la física además de la de Mozart.[20]
Pero la música no era una mera diversión. Antes al contrario, le ayudaba a pensar. «Cada vez que sentía que había llegado al final del camino o que afrontaba un reto difícil en su trabajo —explicaría su hijo Hans Albert—, solía refugiarse en la música y ello solía resolver todas sus dificultades.» Así, el violín le resultaría útil en los años en que vivió solo en Berlín lidiando con la relatividad general. «A menudo tocaba el violín en la cocina hasta altas horas de la noche, improvisando melodías mientras reflexionaba sobre complicados problemas —recordaría un amigo—. Luego, de repente, en plena interpretación, anunciaba con excitación: “¡Lo tengo!”. Como si fuera una inspiración, la respuesta al problema solía venirle en medio de la música.»[21]
Es posible que su aprecio por la música, y especialmente por Mozart, reflejara su gusto por la armonía del universo. Como señalaba Alexander Moszkowski, que en 1920 escribió una biografía de Einstein basada en conversaciones con él: «La música, la naturaleza y Dios se entrelazaron en él formando un conjunto de sentimientos, una unidad moral, cuyo rastro jamás se desvanecería».[22]
A lo largo de toda su vida, Albert Einstein conservaría la intuición y la impresionabilidad de un niño. Jamás perdería su capacidad de asombro ante la magia de los fenómenos de la naturaleza —campos magnéticos, gravedad, inercia, aceleración, rayos de luz— que tan comunes parecen a los adultos. Conservaría la capacidad de albergar dos pensamientos a la vez en su mente, de sentirse perplejo cuando estos se contraponían, y de maravillarse cuando era capaz de intuir que había una unidad subyacente. «Las personas como tú y como yo jamás envejecemos —le escribió a un amigo, ya más avanzada su vida—. Nunca dejamos de permanecer como niños curiosos frente al gran misterio en el que hemos nacido.»[23]
En años posteriores, Einstein solía explicar un viejo chiste sobre un tío agnóstico que era el único miembro de su familia que acudía a la sinagoga. Cuando le preguntaban por qué lo hacía, el tío solía responder:
—¡Ah! ¡Nunca se sabe!
Por su parte, los padres de Einstein eran «completamente irreligiosos» y tampoco sentían ninguna necesidad de cubrirse las espaldas. Ni seguían el kosher ni acudían a la sinagoga, y el padre de Einstein calificaba los rituales judíos de «supersticiones antiguas».[24]
Consecuentemente, cuando Albert cumplió los seis años y tuvo que ir a la escuela, a sus padres no les preocupó lo más mínimo que cerca de casa no hubiera ninguna que fuera judía. En lugar de ello, asistió a la gran escuela católica del barrio, la Petersschule. Siendo el único judío entre los setenta estudiantes de su clase, Einstein siguió el curso normal de religión católica, de la que acabó disfrutando inmensamente. De hecho, sus estudios de religión iban tan bien que incluso ayudaba a sus compañeros de clase.[25]
Un día, su profesor llevó a la clase un largo clavo. «Los clavos con los que Jesús fue clavado en la cruz eran como este», les dijo.[26] Sin embargo, Einstein diría más tarde que no había sentido discriminación alguna por parte de los profesores. «Los maestros eran liberales y no hacían ninguna distinción basada en la confesión», escribiría. El caso de sus compañeros, en cambio, era muy distinto. «Entre los niños de la escuela elemental predominaba el antisemitismo», recordaría.
El hecho de ser objeto de burla en el camino de ida y vuelta a la escuela basándose en «características raciales de las que los niños eran extrañamente conscientes» ayudó a reforzar la sensación de ser un extraño, algo que le acompañaría durante toda su vida. «Las agresiones físicas e insultos en el camino a casa desde la escuela eran frecuentes, pero en su mayor parte no demasiado crueles. No obstante, sí lo fueron lo bastante como para consolidar, aun en un niño, la vívida sensación de ser un extraño.»[27]
Cuando cumplió los nueve años, Einstein pasó a una escuela de secundaria situada cerca del centro de Munich, el Luitpold Gymnasium, conocido por ser una institución progresista que hacía hincapié en las matemáticas y la ciencia tanto como en el latín y el griego. Además, la escuela le proporcionó un maestro para impartirles formación religiosa a él y a otros niños judíos.
Pese al secularismo de sus padres, o quizá precisamente a causa de él, Einstein desarrolló de manera repentina un apasionado fervor por el judaísmo. «Era tan ferviente en sus sentimientos, que por propia iniciativa observaba puntualmente las escrituras religiosas judías», recordaría su hermana. No comía cerdo, seguía las leyes de la alimentación kosher y respetaba el sabbath, todo ello bastante difícil de realizar dado que el resto de su familia tenía una falta de interés rayana en el desprecio por tales manifestaciones. Incluso componía sus propios himnos para glorificar a Dios, que cantaba para sus adentros mientras volvía andando de la escuela a casa.[28]
Existe la idea ampliamente extendida sobre Einstein de que siendo estudiante suspendía las matemáticas, una afirmación que, a menudo acompañada de la frase «como todo el mundo sabe», aparece en montones de libros y miles de sitios web destinados a consolar a los estudiantes que no rinden demasiado. Incluso llegó a aparecer en la célebre columna periodística estadounidense de Robert Ripley «¡Lo creas o no!».
Por desgracia, aunque la infancia de Einstein ofrece a la historia numerosas y jugosas ironías, esta no es una de ellas. En 1935, un rabino de Princeton le mostró a Einstein un recorte de la columna de Ripley en la que aparecía este titular: «El más grande matemático viviente suspendía las matemáticas». Einstein soltó una carcajada: «Jamás he suspendido las matemáticas —replicó, haciendo honor a la verdad—. Antes de los quince años ya dominaba el cálculo diferencial y el cálculo integral».[29]
De hecho, fue un maravilloso estudiante, al menos desde el punto de vista intelectual. En la escuela elemental era el primero de su clase. «Ayer Albert trajo sus notas —le explicaba su madre a una tía cuando él tenía siete años—. Ha vuelto a ser el primero.» En la escuela de secundaria le disgustaba el aprendizaje mecánico de lenguas como el latín y el griego, un problema exacerbado por lo que más tarde diría que era su «mala memoria para las palabras y los textos». Pero aun en esos cursos, Einstein siguió sacando constantemente notas altas. Años después, cuando Einstein celebraba su quincuagésimo cumpleaños y circulaban historias sobre lo mal que le había ido al genio en secundaria, el que por entonces era director de la escuela tuvo la feliz idea de publicar una carta en la que revelaba lo buenas que en realidad habían sido sus notas.[30]
En cuanto a las matemáticas, lejos de fracasar, Einstein estaba «muy por encima de las exigencias de la escuela». A los doce años de edad, recordaría su hermana, «sentía ya predilección por resolver complicados problemas de aritmética aplicada», y además decidió ver si podía dar un salto adelante aprendiendo geometría y álgebra por sí mismo. Sus padres le compraron los libros de texto antes de tiempo para que pudiera estudiarlos durante las vacaciones de verano. No se limitó a aprender las demostraciones de los libros, sino que abordó las nuevas teorías tratando de demostrarlas por sí mismo. «Se olvidaba de jugar y de sus compañeros de juego —añadía su hermana—. Durante días interminables permanecía sentado y solo, inmerso en la búsqueda de una solución, sin ceder hasta que la había encontrado.»[31]
Su tío Jakob Einstein, el ingeniero, le introdujo en las delicias del álgebra. «Es una divertida ciencia —le explicaba—. Cuando no podemos atrapar al animal al que queremos dar caza, lo llamamos x temporalmente y continuamos la caza hasta que lo tenemos en el saco.» Luego, recordaría Maja, pasó a plantear al chico retos aún más difíciles, «siempre con afectuosas dudas sobre su capacidad de resolverlos». Cuando Einstein triunfaba, como hacía invariablemente, él «se sentía inundado de una gran felicidad, y ya entonces era consciente de la dirección en la que le llevaba su talento».
Entre los conceptos que le planteó el tío Jakob se hallaba el teorema de Pitágoras (la suma de los cuadrados de los catetos de un triángulo rectángulo es igual al cuadrado de su hipotenusa). «Después de muchos esfuerzos logré “demostrar” este teorema basándome en las semejanzas entre triángulos», recordaría Einstein. Una vez más pensaba en imágenes. «Me pareció “evidente” que las relaciones entre los lados de los triángulos rectángulos habían de venir completamente determinadas por uno de los ángulos agudos.»[32]
Maja, con el orgullo de la hermana pequeña, calificó la demostración de Einstein del teorema de Pitágoras de «nueva y enteramente original». Aunque quizá resultara nueva para él, es difícil imaginar que el planteamiento de Einstein, que seguramente resultaba similar a los planteamientos estándar basados en la proporcionalidad de los lados de triángulos semejantes, fuera completamente original. En cambio sí demostraba la apreciación del joven Einstein de que pueden derivarse elegantes teoremas de axiomas simples, y también el hecho de que no había peligro alguno de que suspendiera las matemáticas. «Cuando era un chico de doce años, me emocionaba ver que era posible encontrar la verdad solo mediante el razonamiento, sin la ayuda de ninguna experiencia externa —le diría años después a un reportero de un periódico escolar de Princeton—. Cada vez me convencía más de que se podía comprender la naturaleza como una estructura matemática relativamente simple.»[33]
El mayor estímulo intelectual de Einstein provenía de un estudiante de medicina pobre que solía cenar con su familia una vez a la semana. Existía la antigua costumbre judía de invitar a un estudiante religioso necesitado de compartir la comida del sabbath; los Einstein modificaron esa tradición y, en lugar de ello, invitaron a un estudiante de medicina todos los jueves. Se llamaba Max Talmud (más tarde, cuando emigró a Estados Unidos, cambió su apellido por Talmey) y sus visitas comenzaron cuando él tenía veintiún años y Einstein diez. «Era un chico agradable de cabello oscuro —recordaría Talmud—. En todos aquellos años jamás le vi leer literatura liviana. Ni tampoco le vi nunca con compañeros de clase o con otros chicos de su edad.»[34]
Talmud le trajo libros de ciencia, incluida una colección popular ilustrada que llevaba por título Libros populares sobre ciencias naturales, «una obra que leí con ininterrumpida atención», diría Einstein. Los veintiún pequeños volúmenes estaban escritos por Aaron Bernstein, quien hacía especial hincapié en las interrelaciones entre biología y física, y describía con gran lujo de detalles los experimentos científicos que se realizaban en la época, especialmente en Alemania.[35]
En la sección inicial del primer volumen, Bernstein trataba de la velocidad de la luz, un tema que era evidente que le fascinaba. De hecho, volvía a él repetidamente en los volúmenes posteriores, incluidos once artículos sobre el tema solo en el octavo volumen. A juzgar por los experimentos mentales que Einstein emplearía más tarde a la hora de crear su teoría de la relatividad, parece que los libros de Bernstein ejercieron cierta influencia.
Así, por ejemplo, Bernstein pedía a sus lectores que se imaginaran que viajaban en un tren a gran velocidad. Si se disparara una bala a través de la ventana, su trayectoria no sería perpendicular al movimiento del tren, sino que formaría un cierto ángulo con este, dado que el tren habría recorrido cierta distancia desde el momento en que la bala entraba por una ventana hasta que salía por otra ventana del otro lado. De modo similar, dada la velocidad de la Tierra a través del espacio, podría decirse lo mismo de la luz que pasa a través de un telescopio. Lo asombroso —decía Bernstein— era que los experimentos mostraban el mismo resultado independientemente de lo rápido que se moviera la fuente de luz. En una frase que, dada su relación con las famosas conclusiones posteriores de Einstein, pareció causarle una gran impresión, Bernstein declaraba: «Dado que todas las clases de luz resultan tener exactamente la misma velocidad, bien puede afirmarse que la ley de la velocidad de la luz es la más general de todas las leyes de la naturaleza».
En otro volumen, Bernstein llevaba a sus jóvenes lectores en un viaje imaginario a través del espacio; el medio de transporte era la onda de una señal eléctrica. Sus libros celebraban las alegres maravillas de la investigación científica e incluían pasajes tan exuberantes como el siguiente, que trataba de la acertada predicción de la posición del nuevo planeta Urano: «¡Loada sea esta ciencia! ¡Loados sean los hombres que la hicieron! ¡Y loada sea la mente humana, que ve con mayor agudeza que el ojo humano!».[36]
Bernstein, como le ocurriría a Einstein más tarde, estaba ansioso por unir todas las fuerzas de la naturaleza. Así, por ejemplo, después de analizar cómo todos los fenómenos electromagnéticos, como la luz, podían considerarse ondas, especulaba con la posibilidad de que pudiera ocurrir lo mismo con la gravedad. Había una unidad y una simplicidad —escribía Bernstein— que subyacían a todos los conceptos aplicados por nuestras percepciones. La verdad, en ciencia, consistía en descubrir teorías que describieran esta realidad subyacente. Más adelante Einstein recordaría la revelación, y la actitud realista que esto infundió en él de joven: «Allí fuera estaba ese enorme mundo, que existe independientemente de nosotros los seres humanos, y que se alza ante nosotros como un grande y eterno enigma».[37]
Años después, cuando se encontraron en Nueva York durante la primera visita de Einstein a la ciudad, Talmud le preguntó qué pensaba de la obra de Bernstein, vista retrospectivamente. «Un libro muy bueno —le respondió—. Ha ejercido una gran influencia en toda mi evolución.»[38]
Talmud también ayudó a Einstein a seguir explorando las maravillas de las matemáticas al proporcionarle un libro de texto de geometría dos años antes de que le tocara aprender esta materia en la escuela. Más tarde, Einstein se referiría a él como «el sagrado librito de geometría» y hablaría de él con admiración: «Había allí aseveraciones, como, por ejemplo, la intersección de las tres alturas de un triángulo en un punto, que, aunque en absoluto evidentes, no obstante podían probarse con tal certeza que cualquier duda parecía estar fuera de lugar. Esta lucidez y certeza me causaron una impresión indescriptible». Tiempo después, en una conferencia pronunciada en Oxford, Einstein señalaría: «Si Euclides no es capaz de suscitar vuestro entusiasmo juvenil, entonces es que no habéis nacido para ser pensadores científicos».[39]
Cuando llegaba Talmud cada jueves, Einstein se deleitaba enseñándole los problemas que había resuelto aquella semana. Al principio Talmud podía ayudarle, pero no pasó mucho tiempo sin que se viera superado por su discípulo. «Después de un breve período, unos pocos meses, había resuelto el libro entero —recordaría Talmud—. A partir de ese momento se dedicó a las matemáticas superiores ... Pronto el vuelo de su genio matemático era tan alto que ya no pude seguirle.»[40]
Así, el asombrado estudiante de medicina pasó a introducir a Einstein en la filosofía. «Le recomendé a Kant —recordaría—. En aquella época todavía era un niño, tenía solo trece años, pero las obras de Kant, incomprensibles para los mortales corrientes, parecían estar claras para él.» Durante un tiempo, Kant se convirtió en el filósofo favorito de Einstein, y su Crítica de la razón pura le llevaría a la larga a ahondar también en David Hume, en Ernst Mach y en la cuestión de qué es lo que puede conocerse de la realidad.
El contacto de Einstein con la ciencia le produjo una súbita reacción contra la religión a los doce años de edad, justo cuando tendría que haber estado preparándose para el ritual del bar mitzvá. Bernstein, en sus volúmenes de ciencia popular, había reconciliado la ciencia con la inclinación religiosa. Como él mismo señalaba: «La inclinación religiosa radica en la vaga conciencia que reside en los humanos de que toda la naturaleza, incluyendo en ella a los propios humanos, no constituye en absoluto un juego accidental, sino una obra legítima, de que hay una causa fundamental de toda la existencia».
Einstein se aproximaría más tarde a esos mismos sentimientos. Pero por entonces su alejamiento de la fe fue radical. «A través de la lectura de libros científicos populares, pronto llegué a la convicción de que una gran parte de las historias de la Biblia no podían ser ciertas. La consecuencia de ello fue una orgía positivamente fanática de libre pensamiento acompañado de la impresión de que el estado engaña intencionadamente a la juventud con mentiras; aquella fue una impresión aplastante.»[41]
A consecuencia de ello, Einstein evitaría los rituales religiosos durante todo el resto de su vida. «Surgió en Einstein una aversión a la práctica ortodoxa de la religión judía o de cualquier religión tradicional, así como a la asistencia a servicios religiosos, y jamás ha vuelto a perderla», señalaría más tarde su amigo Philipp Frank. No obstante, de la etapa religiosa de su juventud sí conservó una profunda reverencia por la armonía y la belleza de lo que él denominaba la mente de Dios tal como se expresaba en la creación del universo y sus leyes.[42]
La rebelión de Einstein contra el dogma religioso tuvo un profundo efecto en su opinión general sobre el saber recibido. Le imbuyó de una reacción alérgica contra toda forma de dogma y autoridad, que habría de afectar tanto a su actitud política como a su ciencia. «El recelo frente a toda clase de autoridad surgió de esta experiencia, una actitud que ya nunca me ha vuelto a abandonar», diría más tarde. De hecho, fue esta sensación de comodidad sintiéndose inconformista lo que definiría tanto su ciencia como su pensamiento social durante el resto de su vida.
Posteriormente lograría zafarse de esa contradicción con una gracia que en general resultaría encantadora una vez que fue aceptado como un genio. Pero no le ocurría lo mismo cuando era solo un estudiante descarado en una escuela de secundaria de Munich. «Se sentía muy incómodo en la escuela», diría su hermana. Consideraba repugnante el estilo de enseñanza: aprendizaje de memoria, impaciencia frente al cuestionamiento... «El tono militar de la escuela, el entrenamiento sistemático en el culto a la autoridad que se suponía que acostumbraba a los alumnos a la disciplina militar a temprana edad, resultaba particularmente desagradable.»[43]
Incluso en Munich, donde el espíritu bávaro engendraba un planteamiento vital menos reglamentado, había prendido esta prusiana glorificación de lo militar, y a muchos de los niños les gustaba jugar a ser soldados. Cuando desfilaban las tropas, acompañadas de pífanos y tambores, los niños se lanzaban a la calle para unirse al desfile y marchar a paso militar. Pero Einstein no. En cierta ocasión, al observar aquel despliegue se puso a llorar. «Cuando crezca, no quiero ser como esos pobres», les dijo a sus padres. Como él mismo explicaría más tarde: «Cuando una persona puede obtener placer en marchar al ritmo de una pieza de música, eso basta para hacer que la desprecie. Se le ha dado su gran cerebro solo por error».[44]
La aversión que sentía por cualquier clase de reglamentación hizo que su educación en la escuela de secundaria de Munich resultara cada vez más fastidiosa y polémica. El aprendizaje mecánico que allí se practicaba —se quejaría— «parecía muy similar a los métodos del ejército prusiano, donde se alcanzaba una disciplina mecánica mediante la ejecución repetida de órdenes sin sentido». En años posteriores, Einstein compararía a sus maestros con los miembros del ejército. «Los maestros de la escuela elemental me parecían sargentos de instrucción —diría—, y los de la escuela de secundaria, tenientes.»
En cierta ocasión le preguntó a C. P. Snow, el escritor y científico inglés, si conocía el término alemán Zwang. Snow admitió que sí; significaba constricción, compulsión, obligación, coerción. ¿Y por qué quería saberlo? Einstein le respondió que en su escuela de Munich había librado su primera batalla contra la Zwang, y ello había contribuido a definirle desde entonces.[45]
El escepticismo y cierta resistencia a la opinión general se convertirían en un rasgo distintivo de su vida. Como él mismo proclamaba en una carta a un amigo paterno en 1901: «Una fe insensata en la autoridad es el peor enemigo de la verdad».[46]
A lo largo de sus seis décadas de trayectoria científica, ya fuera liderando la revolución cuántica, más tarde, oponiéndose a ella, esta actitud contribuyó a configurar toda la obra de Einstein. «Su temprano recelo frente a la autoridad, que jamás le abandonó del todo, habría de revelarse de una importancia decisiva —diría Banesh Hoffmann, que fue colaborador de Einstein en sus años posteriores—. Sin él no habría podido desarrollar la poderosa independencia de mente que le dio el coraje necesario para cuestionar las creencias científicas establecidas y, de ese modo, revolucionar la física.»[47]
Este desdén por la autoridad no le granjeó precisamente las simpatías de los «tenientes» alemanes que le enseñaban en su escuela. Como resultado, uno de sus profesores proclamó que su insolencia le convertía en una persona molesta en clase. Cuando Einstein insistió en que él no había cometido ninguna ofensa, el maestro le replicó: «Sí, es verdad, pero se sienta usted ahí en la última fila y sonríe, y su mera presencia erosiona el respeto que me debe la clase».[48]
El malestar de Einstein entró en una espiral que le condujo a la depresión, o quizá más aún a una crisis nerviosa, cuando el negocio de su padre sufrió un repentino revés. Fue un colapso bastante precipitado. Durante la mayor parte de sus años escolares, la compañía de los hermanos Einstein había sido un éxito. En 1885 tenía doscientos empleados, y fue la que suministró el primer alumbrado eléctrico para la Oktoberfest de Munich. En los años siguientes ganó el concurso para proveer de electricidad al municipio de Schwabing, un barrio de Munich de diez mil habitantes, utilizando motores de gas para impulsar unas dobles dinamos que habían diseñado los propios Einstein. Jakob obtuvo seis patentes por diversas mejoras en arcos voltaicos, disruptores automáticos y contadores eléctricos. Su empresa empezaba a rivalizar con Siemens y otras compañías eléctricas entonces florecientes. Para disponer de más capital, los dos hermanos hipotecaron sus casas, pidieron prestados más de 60.000 marcos al 10 por ciento de interés, y se endeudaron fuertemente.[49]
Pero en 1894, cuando Einstein tenía quince años, la compañía se fue a pique después de perder los concursos para iluminar la parte central de Munich y otros lugares. Sus padres y su hermana, junto con el tío Jakob, se trasladaron al norte de Italia —primero a Milán y luego a la cercana Pavía—, donde los socios italianos de la compañía creían que podría haber terreno fértil para una empresa más pequeña. Su elegante residencia fue derribada por un promotor inmobiliario para construir un bloque de pisos. A Einstein lo dejaron en Munich, en casa de un pariente lejano, para que pudiera completar los tres años de escuela que le quedaban.
No está claro si Einstein, en aquel triste otoño de 1894, fue realmente obligado a la fuerza a dejar el Luitpold Gymnasium, o si solo se le invitó cortésmente a que lo abandonara. Años después recordaría que el profesor que había declarado que su «presencia erosiona el respeto que me debe la clase» había pasado a «expresar el deseo de que yo abandonara la escuela». Una temprana biografía escrita por un miembro de su familia diría que había sido por decisión propia: «Albert estaba cada vez más resuelto a no permanecer en Munich, e ideó un plan».
Aquel plan consistía en recibir una carta del médico de la familia, el hermano mayor de Max Talmud, en la que certificaba que sufría de agotamiento nervioso. La utilizó para justificar su ausencia de la escuela en las vacaciones de Navidad de 1894, de las que ya no regresó. En lugar de ello, cogió un tren que cruzó los Alpes rumbo a Italia e informó a sus «alarmados» padres de que jamás volvería a Alemania. En cambio, les prometió que estudiaría por su cuenta e intentaría que le admitieran en una escuela técnica de Zurich al otoño siguiente.
Quizá hubo otro factor más en su decisión de abandonar Alemania. De haber permanecido allí hasta cumplir los diecisiete, para lo que le faltaba poco más de un año, se le habría requerido para su incorporación al ejército, una perspectiva que, según su hermana, «contemplaba con espanto». Así, además de anunciar que no volvería a Munich, no tardaría en pedirle ayuda a su padre para renunciar a su ciudadanía alemana.[50]
Einstein pasó la primavera y el otoño de 1895 viviendo con sus padres en su piso de Pavía y ayudando en la empresa familiar. Mientras tanto pudo familiarizarse con el funcionamiento de los imanes, las bobinas y la electricidad inducida. El trabajo de Einstein impresionó a su familia. En cierta ocasión, el tío Jakob tenía problemas con ciertos cálculos para una nueva máquina, de modo que Einstein se puso a trabajar en ello. «Después de que mi ingeniero ayudante y yo nos hubiéramos estado devanando los sesos durante días, aquel jovenzuelo lo resolvió todo en sólo quince minutos —le explicó Jakob a un amigo—. Ya oirás hablar de él.»[51]
Enamorado de la sublime soledad que se halla en las montañas, Einstein hacía largas caminatas que duraban varios días por los Alpes y los Apeninos, incluyendo una excursión de Pavía a Génova para ver al hermano de su madre, Julius Koch. Adondequiera que viajaba en el norte de Italia, se sentía encantado por la gracia y la «delicadeza» no germánicas de la población. Su «naturalidad» —recordaría su hermana— contrastaba con los «autómatas espiritualmente quebrados y mecánicamente obedientes» de Alemania.
Einstein había prometido a su familia que estudiaría por su cuenta para entrar en la escuela técnica local, el Politécnico de Zurich.[*] De modo que adquirió los tres volúmenes de la física avanzada de Jules Violle y anotó profusamente sus ideas en los márgenes. Sus hábitos de trabajo mostraban su habilidad para concentrarse, tal como recordaría su hermana. «Incluso en medio de un grupo nutrido y ruidoso, él era capaz de retirarse al sofá, coger lápiz y papel en la mano, disponer la escribanía precariamente en el apoyabrazos, y sumergirse tan completamente en un problema que la conversación de las numerosas voces le estimulaba antes que perturbarle.»[52]
Aquel verano, a los dieciséis años de edad, escribió su primer ensayo sobre física teórica, que tituló «Sobre la investigación del estado del éter en un campo magnético». El tema era importante, puesto que la noción del éter desempeñaría un papel fundamental en la trayectoria de Einstein. En aquella época, los científicos concebían la luz simplemente como una onda, y, en consecuencia, daban por supuesto que el universo debía de contener una sustancia omnipresente, aunque invisible, capaz de experimentar ondulaciones y propagar así las ondas, del mismo modo que el agua era el medio que, con sus ondulaciones, propagaba las ondas en el océano. Denominaban «éter» a dicha sustancia, y Einstein (al menos por entonces) se contentaba con ese supuesto. Como señalaba en su ensayo, «una corriente eléctrica genera algún tipo de movimiento transitorio en el éter circundante». El artículo, de catorce párrafos y escrito a mano, se hacía eco del libro de texto de Violle, así como de algunas de las noticias aparecidas en las revistas de divulgación científica acerca de los recientes descubrimientos de Heinrich Hertz sobre las ondas electromagnéticas. En él, Einstein proponía experimentos que podrían explicar «el campo magnético formado en torno a una corriente eléctrica». Ello resultaría interesante —sostenía— «debido a que la exploración del estado elástico del éter en este caso nos permitiría echar un vistazo a la enigmática naturaleza de la corriente eléctrica».
Aquel estudiante que había abandonado la escuela de secundaria admitía con franqueza que se limitaba a hacer unas cuantas sugerencias sin saber adónde podrían conducir. «Dado que carecía por completo de los materiales que me habrían permitido ahondar en el tema más profundamente que limitándome a meditar sobre él —escribía—, ruego que no se interprete tal circunstancia como señal de superficialidad.»[53]
Envió el artículo a su tío Caesar Koch, un comerciante que vivía en Bélgica, que era uno de sus parientes preferidos y, ocasionalmente, también un mecenas financiero. «Es bastante ingenuo e imperfecto, como cabría esperar de un joven como yo», confesaba Einstein con fingida humildad. Y añadía que tenía la intención de matricularse en el Politécnico de Zurich al otoño siguiente, pero que le preocupaba el hecho de estar por debajo de la edad mínima exigida. «Tendría que tener al menos dos años más.»[54]
Para ayudarle a sortear el requisito de la edad, un amigo de la familia escribió al director del Politécnico pidiéndole que hiciera una excepción. Puede deducirse el tono de la carta por la respuesta del director, que expresaba su escepticismo frente a la posibilidad de admitir a aquel «supuesto “niño prodigio”». Pese a ello, se le permitió a Einstein realizar el examen de ingreso, y en octubre de 1895 cogió el tren rumbo a Zurich, «con una comprensible sensación de inseguridad».
Obviamente superó con facilidad la sección del examen que versaba sobre matemáticas y ciencia, pero no ocurrió lo mismo con la sección general, que incluía partes de literatura, francés, zoología, botánica y política. El profesor titular del departamento de física del Politécnico, Heinrich Weber, sugirió que Einstein se quedara en Zurich y asistiera a sus clases como oyente. Pero en lugar de ello, Einstein decidió, por consejo del director del instituto, dedicar un año a prepararse en la escuela cantonal de la aldea de Aarau, situada a 40 kilómetros al oeste de Zurich.[55]
Era aquella una escuela perfecta para Einstein. La enseñanza se basaba en la filosofía de un reformador pedagógico suizo de principios del siglo XIX, Johann Heinrich Pestalozzi, que creía en el método de alentar a los estudiantes a visualizar imágenes. También consideraba importante alimentar la «dignidad interior» y la individualidad de cada niño. Pestalozzi predicaba que había que permitir a los estudiantes llegar a sus propias conclusiones, empleando una serie de pasos que se iniciaban con las observaciones prácticas y luego pasaban a las intuiciones, el pensamiento conceptual y las imágenes visuales.[56] Incluso era posible aprender —y comprender realmente— las leyes de las matemáticas y de la física de ese modo. Se evitaba el aprendizaje a base de repeticiones, la memorización y los datos impuestos a la fuerza.
A Einstein le gustaba Aarau. «Se trataba a los alumnos como individuos —recordaría su hermana—, se hacía más hincapié en el pensamiento independiente que en la acumulación de conocimientos, y los jóvenes veían al profesor no como una figura de autoridad, sino, al igual que el propio estudiante, como un hombre con una personalidad claramente definida.» Era lo opuesto a la educación alemana que tanto había odiado Einstein. «Cuando lo comparaba con mis seis años de escolarización en un autoritario colegio alemán —diría más tarde Einstein—, me daba cuenta claramente de lo superior que resulta una educación basada en la libre acción y la responsabilidad personal a otra basada en una autoridad externa.»[57]
La comprensión visual de los conceptos, enfatizada por Pestalozzi y sus seguidores en Aarau, se convertiría en un significativo aspecto del genio de Einstein. «La comprensión visual constituye el único medio esencial y verdadero de enseñar a juzgar las cosas correctamente», escribía Pestalozzi, y «el aprendizaje de los números y el lenguaje debe subordinársele categóricamente».[58]
No resulta sorprendente, pues, que fuera en aquella escuela donde Einstein emprendiera por primera vez el experimento de pensamiento visualizado que contribuiría a hacer de él el mayor genio científico de su época, tratar de imaginarse cómo sería viajar con un rayo de luz. «En Aarau hice mis primeros experimentos de pensamiento, bastante infantiles, que tenían una relación directa con la teoría especial —le diría más tarde a un amigo—. Si una persona pudiera perseguir una onda luminosa con la misma velocidad de la luz, tendría una disposición de onda que podría ser completamente independiente del tiempo. Obviamente, tal cosa es imposible.»[59]
Esa clase de experimentos mentales visualizados (Gedankenexperiment) se convertiría en un rasgo distintivo de la trayectoria de Einstein. A lo largo de los años imaginaría en su mente cosas tales como rayos que caen y trenes en movimiento, ascensores que se aceleran y pintores que caen, escarabajos ciegos bidimensionales arrastrándose por ramas curvadas, así como toda una serie de artilugios destinados a determinar, al menos en teoría, la posición y velocidad de vertiginosos electrones.
Mientras estudió en Aarau, Einstein se alojó en casa de una maravillosa familia, los Winteler, cuyos miembros formarían parte de su vida durante largo tiempo. Estaba Jost Winteler, que enseñaba historia y griego en la escuela; su esposa, Rosa, a la que Einstein no tardaría en llamar Mamerl, o «mamá», y sus siete hijos. Su hija Marie se convertiría en la primera novia de Einstein; otra de las hijas, Anna, se casaría con su mejor amigo, Michele Besso, y su hijo Paul se casaría con la amada hermana de Einstein, Maja.
«Papá» Winteler era un progresista que compartía la alergia de Einstein al militarismo alemán y al nacionalismo en general. Su abierta franqueza y su idealismo político ayudarían a conformar la filosofía social de Einstein. Como su mentor, Albert se convertiría en un defensor del federalismo mundial, el internacionalismo, el pacifismo y el socialismo democrático, con una fuerte devoción por la libertad individual y la libertad de expresión.
Y lo que es más importante: bajo el cálido abrazo de la familia Winteler, Einstein se hizo más seguro y amigable. Aunque seguía dándoselas de solitario, los Winteler le ayudaron a florecer emocionalmente y a abrirse a la relación íntima. «Tenía un gran sentido del humor, y a veces reía de buena gana», recordaría Anna, la hija del matrimonio. Por las tardes a veces estudiaba, «pero lo más frecuente era que se sentara en torno a la mesa con la familia».[60]
Einstein se había convertido en un apuesto adolescente que poseía, en palabras de una mujer que le conocía, «un aspecto masculino y atractivo del tipo que hacía estragos a finales de siglo». Tenía un cabello oscuro y ondulado, ojos expresivos, frente despejada y un porte elegante. «La mitad inferior de su rostro podía corresponderse muy bien con la de una persona sensual con un montón de razones para amar la vida.»
Uno de sus compañeros de escuela, Hans Byland, escribiría más tarde una llamativa descripción del «insolente suabo» que tal impresión causaba: «Seguro de sí mismo, con su sombrero de fieltro gris echado hacia atrás sobre su espeso y negro cabello, caminaba enérgicamente dando grandes zancadas arriba y abajo, con el rápido, casi podría decirse desenfrenado ritmo del espíritu incansable que lleva todo un mundo en sí mismo. Nada escapaba a la aguda mirada de sus grandes y brillantes ojos marrones. Quienquiera que se acercara a él se sentía cautivado por su personalidad superior. La mueca burlona de su boca carnosa con el labio inferior saliente desalentaba a los palurdos a confraternizar con él».
Especialmente —añadía Byland—, el joven Einstein tenía un ingenio descarado que a veces llegaba a intimidar: «Afrontaba el espíritu mundano como un sonriente filósofo, y su ingenioso sarcasmo castigaba sin misericordia toda vanidad y artificialidad».[61]
Einstein se enamoró de Marie Winteler a finales de 1895, justo unos meses después de haberse instalado en casa de sus padres. Acababa de terminar magisterio, y vivía en casa mientras esperaba una plaza en una aldea cercana. Ella acababa de cumplir los dieciocho; él todavía tenía dieciséis. El romance emocionó a ambas familias. Cuando Albert y Marie le enviaron una felicitación de Año Nuevo a la madre de él, esta respondió afectuosamente: «Su pequeña carta, querida señorita Marie, me ha llenado de una inmensa alegría».[62]
En el mes de abril, cuando se hallaba de nuevo en Pavía por las vacaciones de primavera, Einstein escribió a Marie la que sería su primera carta de amor conocida:
Cariño mío:
Muchas, muchas gracias, cariño, por tu encantadora cartita, que me ha hecho inmensamente feliz. Fue maravilloso poder estrechar contra mi corazón un trocito de papel que antes habían contemplado dos ojitos tan queridos para mí y sobre el que se habían deslizado arriba y abajo dos encantadoras y delicadas manitas. Ahora me doy cuenta, mi pequeño ángel, del significado de la nostalgia y de la añoranza. Pero el amor da una gran felicidad, muy superior al dolor que produce la nostalgia...
Mi madre también te lleva en el corazón a pesar de que todavía no te conoce; solo le he dado a leer dos de tus encantadoras cartitas. Y siempre se ríe de mí porque ya no me siento atraído por las chicas que se suponía que tanto me encantaban en el pasado. Tú significas más para mi alma de lo que antes significaba el mundo entero.
Luego, la madre de Einstein añadía una posdata: «Aunque no he leído la carta, le envío cordiales saludos».[63]
Aunque le gustaba la escuela de Aarau, Einstein resultó ser un estudiante irregular. Su informe de admisión señalaba que necesitaba clases de refuerzo en química, y que había «grandes lagunas» en sus conocimientos de francés. Mediado el curso, todavía se le pedía que «siguiera con las clases particulares de francés y química», y «la queja con respecto al francés todavía sigue en vigor». Su padre se mostró optimista cuando Jost Winteler le envió el informe de mitad de curso: «No todas sus partes cumplen mis deseos y expectativas —escribió—, pero con Albert me he acostumbrado a ver notas mediocres junto con otras muy buenas, y, en consecuencia, no me siento desconsolado por ello».[64]
La música seguía siendo una pasión para él. En su clase había nueve violinistas, y su profesor señalaba que en general sufrían de «algunas dificultades dispares en el dominio de la técnica del arco». Pero a la vez se elogiaba concretamente a Einstein: «Un estudiante, apellidado Einstein, incluso destacó por su interpretación de un adagio de una sonata de Beethoven con una profunda comprensión». En un concierto celebrado en la iglesia local, se eligió a Einstein como primer violín para interpretar una obra de Bach. Su «tono encantador e incomparable ritmo» impresionaron al segundo violinista, que le preguntó: «¿Que cuentas los compases?». «¡De ninguna manera! —repuso Einstein—. Lo llevo en la sangre.»
Su compañero de clase Byland recordaría a Einstein tocando una sonata de Mozart con tal pasión —«¡Qué ardor había en su interpretación!»— que le parecía estar oyendo al propio compositor interpretándola por primera vez. Al escucharle, Byland se dio cuenta de que la apariencia bromista y sarcástica de Einstein era una coraza para proteger un alma interior más blanda: «Era una de esas personalidades divididas que saben cómo proteger, con un exterior erizado de espinas, el delicado ámbito de su intensa vida personal».[65]
El desprecio de Einstein por las autoritarias escuelas y la atmósfera militarista de Alemania le llevó a querer renunciar a su ciudadanía alemana, una idea reforzada todavía más por Jost Winteler, que despreciaba toda forma de nacionalismo e imbuyó en Einstein la creencia de que las personas debían considerarse únicamente ciudadanos del mundo. De ahí que le pidiera a su padre que le ayudara a tramitar su renuncia a la ciudadanía alemana, que se haría efectiva en enero de 1896, con lo que Einstein se convertiría temporalmente en un apátrida.[66]
Aquel mismo año Einstein se convirtió también en una persona sin afiliación religiosa. En la solicitud de renuncia a la ciudadanía alemana, su padre había escrito —presumiblemente a instancias del propio Einstein—, «sin confesión religiosa». Sería una declaración que Albert reiteraría unos años después al solicitar la residencia en Zurich, y en varias ocasiones más durante las dos décadas siguientes.
Su rebelión frente al ardiente judaísmo de su infancia, junto con sus sentimientos de desapego con respecto a los judíos de Munich, le habían distanciado de su tradición. «La religión de los padres, tal como yo la encontré en Munich durante la instrucción religiosa y en la sinagoga, me repelía antes que atraerme —le explicaría más tarde a un historiador judío—. Los círculos burgueses judíos que pude conocer en mis años de juventud, con su opulencia y su falta de sentimiento comunitario, no me ofrecieron nada que pareciera tener valor.»[67]
Años más tarde, y a partir de su exposición al virulento antisemitismo de la década de 1920, Einstein empezaría a recuperar su identidad judía. «Aunque no hay nada en mí que pueda calificarse de “fe judía” —afirmaría—, estoy contento de pertenecer al pueblo judío.» Posteriormente haría esa misma observación de otras formas más llamativas. «El judío que abandona su fe —diría en cierta ocasión— se halla en una situación parecida a la del caracol que abandona su concha, sigue siendo un caracol.»[68]
Su renuncia al judaísmo en 1896 debe interpretarse, pues, no como una clara ruptura, sino como parte de una evolución vital de sus sentimientos con respecto a su identidad cultural. «En aquel momento yo ni siquiera habría entendido lo que podía significar abandonar el judaísmo —le escribiría a un amigo un año antes de su muerte—. Pero era plenamente consciente de mi origen judío, aunque no comprendería hasta más tarde el significado pleno de la pertenencia al ámbito judaico.»[69]
Einstein terminó su año en la escuela de Aarau de una forma que habría parecido impresionante para cualquiera que no fuera uno de los grandes genios de la historia, obteniendo las segundas mejores notas de su clase (lamentablemente, el nombre del chico que superó a Einstein no ha pasado a la historia). En una escala del uno al seis, donde el seis representaba la puntuación más alta, Albert obtuvo cinco o seis en todas sus asignaturas de ciencia y matemáticas, así como en historia e italiano. Su peor nota fue la de francés, donde obtuvo un tres.
Esto le hacía apto para realizar una serie de exámenes, escritos y orales, que le permitirían, si los aprobaba, entrar en el Politécnico de Zurich. En su examen de alemán hizo un somero resumen de una obra de Goethe, y sacó un cinco. En matemáticas tuvo un pequeño lapsus, calificando a un número de «imaginario» cuando tenía que haber puesto «irracional», pero pese a ello sacó una nota alta. En el examen de física llegó tarde y lo terminó antes de tiempo, completando una prueba de dos horas en tan solo una hora y cuarto; sacó la máxima nota. En conjunto obtuvo una puntuación de 5,5, la más alta de los nueve estudiantes que se examinaban.
La única asignatura en la que no obtuvo tan buenos resultados fue el francés. No obstante, su ensayo, de tres párrafos, paradójicamente es la parte de todos sus exámenes que más interesante resulta para nosotros. El tema era Mes projets d’avenir (Mis planes de futuro). Aunque su francés no era demasiado memorable, sí lo eran sus ideas personales:
Si tengo la suerte de aprobar mis exámenes, me matricularé en el Politécnico de Zurich. Estaré allí cuatro años estudiando matemáticas y física. Supongo que seré profesor de esas ramas de la ciencia y optaré por la parte teórica de dichas ciencias.
He aquí las razones que me han llevado a este plan. Son, sobre todo, mi talento personal para el pensamiento abstracto y matemático ... También mis deseos me han llevado a la misma decisión. Ello resulta bastante natural, pues todo el mundo desea hacer aquello para lo que tiene talento. Además, me atrae la independencia que ofrece la profesión de la ciencia.[70]
En el verano de 1896, la compañía eléctrica de los hermanos Einstein volvió a quebrar, esta vez debido a que fracasaron a la hora de obtener los derechos de explotación del agua necesarios para construir un sistema hidroeléctrico en Pavía. La sociedad se disolvió de manera amistosa, y Jakob se incorporó a una gran empresa como ingeniero. Pero Hermann, cuyo optimismo y orgullo tendían a superar siempre a su prudencia, insistió en abrir de nuevo otra empresa dinamoeléctrica, esta vez en Milán. Albert dudaba tanto de las perspectivas de su padre, que acudió a sus parientes para sugerirles que no le financiaran de nuevo, pero estos lo hicieron.[71]
Hermann confiaba en que un día su hijo se uniría a él en el negocio, pero lo cierto es que Albert se sentía muy poco atraído por la ingeniería. «Al principio yo suponía que sería ingeniero —le escribiría posteriormente a un amigo—, pero la idea de tener que gastar mi energía creadora en cosas que hicieran la vida cotidiana práctica cada vez más refinada, con una sombría ganancia de capital como objetivo, se me hacía intolerable. ¡El pensamiento, por sí mismo, como la música!»[72] Y con esa idea partió hacia el Politécnico de Zurich.