Dijo Bayrd Still, un pionero en el estudio del fenómeno de la Frontera, que «el Oeste americano es uno de los asuntos de estudio más apasionantes de nuestro tiempo». El historiador francés Georges-Albert Astre, en su Universo del western, bucea dentro de esta idea: «El western es una de las pasiones contemporáneas más universales. Los innumerables amantes del cine del Oeste en todo el mundo encuentran en él la materialización de una sorprendente mitología, el desarrollo más o menos suntuoso, más o menos esotérico, de un cierto ceremonial: la celebración de una fiesta ritual en la que se consume, en el reencuentro con la libertad de los grandes espacios, una visión irrisoria de las civilizaciones occidentales».
Se puede ir un poco más allá en la búsqueda del fondo de esta pasión, que nos proporciona, en forma de vivencia personal, el paso de la frontera de la Edad Media a la Edad Moderna y que configura algo semejante a un transcurso que está al alcance de la capacidad de medida de un reloj de bolsillo: la idea de que en un universo consumado y cerrado sobre sí mismo todavía es posible cruzar la línea que los puntos sin retorno dibujan en los secretos mapas de los sueños. El simple vadeo de un río cuya otra orilla sigue inexplorada o la cabalgada libre sobre una planicie ilimitada son configuraciones imaginarias en las que una remota frontera histórica se convierte en una cercana frontera mental. Un hombre común, sobre el galope de un caballo, se encarama envuelto por una nube de polvo en el estribo de un tren en marcha que vulnera con su humeante asma blasfema la indiferencia de la llanura: un traslado amable y violento de edad en edad, eso es un western.
Es conocida la encrucijada que dibujó André Bazin en la cartografía de las leyendas de ese tiempo: «El western es el encuentro de una mitología con un medio de expresión». Marshall McLuhan estrechó un poco más el nudo corredizo al decir que «el western es el pasaje de las conexiones lineales a la configuración». Según esto, componen lo que llamamos western miles de filmes —entre los que se encuentran muchos de los peores de la historia del cine y algunos de los mejores— en los que aquel encuentro mitológico enunciado por Bazin puede contemplarse simultáneamente como idealización de una materia despojada de espíritu; como compensación imaginaria de carencias primordiales de nuestra época; y, finalmente, como sistema interpretativo de un mundo que un día fue hoguera, pero cuyo fuego hoy solo humea recuerdos invertebrados y cuyas viejas fuentes para interpretarlo se están secando. Una nueva fuente, con las aguas casi intactas, es el western.
Sobre el sudario lunar de un desierto, un oscuro jinete, convertido en un perfil donde hombre y caballo se funden en una entidad zoológica autónoma, cabalga parsimoniosamente, inclinado hacia delante por el peso de una tarea que no tiene principio ni final, una tarea que está herida por la melancolía. La imagen nos hace dueños de la luz irradiada por un antiguo arquetipo, que ha ido esta vez a aposentarse en el interior de un filme realizado en 1960 por Budd Boetticher, Estación Comanche (Comanche Station). Dos forajidos siguen de lejos al primer jinete y hablan entre sí:
BILLY: ¿En qué piensa ese hombre, Lane?
LANE: Coby es un tipo raro. Anda siempre por ahí, solo, detrás de no se sabe qué y siempre en territorios comanches. Se dice que a quien busca es a su mujer. Se la quitaron los indios hace ya muchos años y cuando se entera de que a alguien le han quitado la suya se echa al camino y él es siempre quien la encuentra.
Un drama íntimo, pero vislumbrado desde rudas e insalvables distancias psíquicas, a través del perfil pétreo y bárbaro de un hombre fundido en un caballo contra la pantalla deslumbradora de un escenario donde todos los caminos están todavía por trazar: eso es un western.
JOHNNY GUITAR: No he venido a buscar camorra, señor Lonergan.
BART LONERGAN: Llámeme Bart, los amigos me llaman Bart.
JOHNNY GUITAR: Como usted quiera, señor Lonergan.
Esta socarrona conversación pertenece a una película que señala uno de esos aludidos puntos sin retorno en la historia —mucho más enrevesada que la de cualquier otro conjunto de películas agrupadas bajo encasillamiento de género— del cine del Oeste norteamericano. Su título es Johnny Guitar y fue realizada en 1953 por un cineasta, Nicholas Ray, cuya vida se urdió sobre una tupida trama de infortunios, discurrió a lo largo de una cadena de tormentas íntimas y se mantuvo hasta el final herida por la necesidad de esconder su terca búsqueda de originalidad en una industria de mercancías efímeras, que le pedía, como parte inseparable de su trabajo, la muerte de su pasión por la inmortalidad. Esa misma industria, al homogeneizar mediante la producción en serie los relatos del Oeste, abrió, sin pretenderlo —o pretendiendo lo contrario—, los caminos de la originalidad del western.
La conversación de Johnny Guitar arriba reproducida resultaría incomprensible de no estar incardinada en el choque de las imágenes de dos hombres corpulentos, sucios e irónicos que, acodados en la barra de una cantina y enmascarados detrás de una costra de sudor sobre el polvo, se observan mutuamente con insolencia y recelo. Sterling Hayden y Ernest Borgnine, detrás de esas palabras, cargan la pantalla con electricidad contenida, con tensa hostilidad acumulada en sus gestos y se presiente que uno puede morir un instante después a manos del otro. Nada más que esto, un presentimiento de muerte aplazada que brota como una zona agazapada del enfrentamiento entre dos hombres cargados de ironía mortal; un explosivo silencio hablado que puede estallar repentinamente, con un solo paso irremediable más allá del juego de las miradas, de los galleos y los circunloquios verbales y físicos: esto es un western.
Un miserable Erostrato de aldea, el aprendiz de asesino que Henry King propone como opción reptil a la imagen alobada y ennoblecida por el cansancio del viejo forajido de El pistolero (The Gunfighter, 1951), realizada por Henry King, dice desde su rastrero abismo:
PISTOLERO: De manera que ese es Johnny Ringo, ¿eh? ¿Y un tipo así es el que os mete miedo, hijos de perra? ¿Es que no veis en su cara que está destinado a morder el polvo?
El chulo se refiere al patético personaje que se arrastra sobre los andares largos y desgarbados de Gregory Peck, un viejo pistolero taciturno que regresa a su primera madriguera abandonada. El pronóstico se cumplirá y el viejo proscrito «morderá el polvo». El contenido literario de esta frase es pobre e inelegante; pero, pronunciada aquí, adquiere un poder referencial tan intenso que por sí sola reconstruye en la memoria una imagen de gran precisión y elegancia, una imagen cinematográfica pura, solo posible en un western.
En la aldea de Tascosa, en las primeras horas de la tarde, el sheriff McKey dormita en el porche de su oficina. Su ayudante le despierta con grandes voces:
AYUDANTE: Sheriff, la viuda de Gómez va a tener un niño.
MCKEY: Dele mi enhorabuena a Gómez.
AYUDANTE: Pero, sheriff, Gómez murió hace más de un año.
MCKEY: Siempre dije que Gómez es uno de esos tipos que sigue dando guerra después de muerto.
En esta escena inicial de Dos cabalgan juntos (Two Rode Together, 1961), John Ford y James Stewart —uno detrás y otro delante de la cámara— solo pretendieron hacer un chiste aldeano, pero en él hablan como si tal cosa de un hombre que sigue dando guerra después de muerto y eso es lo que con gallardía épica se dijo hace diez solemnes siglos de héroes tan encumbrados como el Cid. Nos encontramos, por consiguiente, ante la formulación de un mito épico o aspirante a tal, sin aparato literario envolvente, un mito nacido ayer o que está naciendo ahora. Estos mitos directos, sin retórica ni lejanía, leyendas surgidas de una prosaica cotidianeidad hostigada por la amenaza de lo excepcional, son los signos básicos del lenguaje del western.
El origen de estos signos hay que buscarlo en un rincón de aquel encuentro, enunciado por Bazin, entre una ya existente mitología del Oeste y un nuevo lenguaje, el cine, para expresarla. El western surgió como documento, antes que como ficción. El primer filme del Oeste que puede considerarse ficción procede del año 1903, su título es El gran robo del tren (The Great Train Robbery) y no lo hizo un hombre de cine sino un periodista llamado Edwin S. Porter, que quiso reconstruir en él, en forma de reportaje filmado, un suceso real ocurrido unas semanas antes. Pero con anterioridad a esta relativa ficción argumental, dos casas de filmación, la Edison y la Biograph, habían realizado entre 1894 y 1903 algo más de sesenta películas documentales sobre el Oeste, en las que se puede descubrir la práctica totalidad del aparato iconográfico del western, el conjunto todavía invertebrado de su futura sintaxis, capturado por aquellas arcaicas imágenes tal como se manifestaron históricamente y sin necesidad de reconstrucciones de laboratorio.
La simultaneidad entre el suceso y su conversión en mito era —como observa el ensayista francés especializado en el género J. L. Rieupeyrout— una práctica generalizada en todo el siglo XIX norteamericano. Un caso entre millares: unos años antes de la llegada del cine al estado de Montana, los miembros de la cámara de comercio de una ciudad llamada Deadwood decidieron considerar vivo a un pistolero conocido como Deadwood Dick. No es que dicho pistolero hubiera muerto, sino que nunca había existido: era producto de la imaginación de un novelista, Edward L. Wheeler, que así llamó al protagonista de ochenta de sus novelas de vaqueros y forajidos. Tal práctica mitologizadora se intensificó velozmente con la llegada del cine a aquel vasto escenario, un escenario que no hubo que reconstruir con la escayola de las fábricas de fantasías, pues el original estaba allí, esperando a las cámaras con sus rasgos primordiales intactos para ellas. En efecto, en 1940, James Horne, un especialista en westerns de serie, realizó para la Columbia un serial de quince episodios sobre la vida y hazañas de Deadwood Dick. Y el mecanismo generador de aquellos signos básicos se cerró de esta manera sobre sí mismo.
Hay definiciones excesivamente rotundas de lo que es un western y no deja de ser paradójico que el vicio definidor se aplique con esa radicalidad precisamente a un conjunto de filmes que, como tal conjunto, ofrece hacia fuera la evidencia oblicua de lo indefinible. Es posible que la acusada diferenciación argumental y la fuerza identificadora que en esta clase de películas tienen los tipos, los escenarios, los paisajes y las situaciones que les ponen en relación contribuya a ello, pero lo cierto es que como en las figuritas amorfas, que se resisten a cualquier intento de definición, de los tests psicológicos, cada uno tiende a ver en el western lo que de antemano quiere ver, y esto le complica las cosas al regusto por su definición.
El cine del Oeste predispone a la radicalidad en los juicios, sobre todo si son denostadores. Las películas que habitualmente se agrupan bajo el genérico western —que incluye a muchas que pueden considerarse westerns solo cogidas por los pelos y en cambio excluye a otras que son monumentos escondidos del género— componen, más que ninguna otra conjunción convencional de ellas, una serie de relatos, por lo general de trazado argumental sencillo, en los que la variedad se alcanza como consecuencia del ajuste previo de cada uno de esos relatos a un modelo preexistente. Este modelo ha experimentado a lo largo de ocho décadas un proceso de cristalización arrítmico, en oleadas o en fases, lo que le ha permitido enriquecerse con infinidad de variaciones. Todas estas variaciones del modelo son válidas a condición de que respeten lo inmutable, y es esto lo que complica las cosas, porque no resulta fácil identificar qué es lo inmutable en un conjunto tan variado y dispar de filmes. El western existe, está ahí, pero su naturaleza es difusa, no entra en el cerco de las sentencias sumarias y, como le ocurre a la evidencia del agua, se resiste a dejarse atrapar por las garras de los definidores. Porque realmente existe como género, el western se presta a ser negado o afirmado de manera rotunda, de tal manera que cada filme del Oeste puede medirse con relación a una totalidad; pero es esta totalidad, como enunciación abstracta de aquella condición inmutable, la que se escurre de entre las garras de las simplificaciones.
El cine del Oeste expulsa hacia sus contempladores una impresión de equivalencia con algunas ceremonias sociales muy arraigadas. Esto quiere decir que, desde hace casi un siglo, forma parte de la memoria cotidiana de multitudes humanas, como cualquier ritual de convivencia. Al igual que en estos rituales, en el western, la repetición de un patrón ceremonial preexistente no solo excluye la sensación de variedad, sino que la presupone, ya que la identidad reiterada de cada filme es una parte esencial de su originalidad, una singularidad tanto más difícil de alcanzar cuanto más vulnerables son las leyes a que ha de sujetarse. El western —que aparentemente es un juego arbitrario en el que se combinan formas fílmicas sencillas— encubre en realidad enrevesados diseños de precisión casi algebraica, que fueron elaborados a lo largo de infinidad de aportaciones moleculares que, filme a filme, gesto a gesto, signo a signo, han ido, lenta y laboriosamente, construyendo sus ecuaciones y sus leyes, de tal manera que si la materia del western es una persistente irracionalidad histórica, la forma que da sentido a esa materia es en cambio un seco puñetazo de lógica o, si se quiere, de alta racionalidad imaginaria.
De esto podemos extraer algo que a primera vista parece irrelevante, pero que si se observa con detenimiento adopta los perfiles saledizos de un inesperado relieve. La argumentación, muy común, que pretende negar la verdad de las películas del Oeste por la circunstancia —en parte real y en parte no— de que «todas son la misma», es una verdad ingenua, porque es precisamente en esa circunstancia donde reside una buena parte del poder de convicción de estas películas. El cine del Oeste tiene condición y cualidad de rito y todo rito es por fuerza repetitivo. Para Joseph McBride, un crítico cinematográfico que ha estudiado con ingenio y agudeza la obra fordiana, «John Ford era un hombre muy complejo que expresaba sentimientos en ideas extremadamente complejas con la mayor sencillez. El recurso de John Ford para aumentar el significado de lo cotidiano es el ritual. Piénsese en las interminables ceremonias que conforman el tejido de sus películas. Una persona implicada en un ritual celebra la solemnidad de sus propias acciones y al mismo tiempo está celebrando algo más allá de su propia persona. El ritual se hace más visible cuando percibimos que los personajes lo están improvisando como reacción ante una crisis, de tal manera que, al hacer un ritual espontáneo, Ford se burla de la convención y apela al sentido de una comprensión tribal». O, en palabras escuetas del propio John Ford: «Todo forma parte de un modelo».
Los instantes que identifican ese modelo son ritos fijados en las leyes no escritas de la memoria: el vadeo de un río por una caravana de pioneros; el esforzado arranque de esta con la proa orientada hacia una pradera ilimitada; la caza sin cuartel de un hombre por otro hombre; la muerte legislada por oscuros códigos innombrables en las calles polvorientas de un poblado acosado por la soledad en medio de una inmensa pradera; la irrupción de un vaquero sediento en el enrarecido y humeante interior de una cantina; la estampida de las reses enloquecidas por el desencadenamiento de una tempestad; el ataque circular de los indios aborígenes a los carromatos de unos voraces y míseros colonos que traen de Europa la loca idea de la parcelación de las tierras; la emboscada horizontal de una partida de guerreros indios a una diligencia desbocada; la gallarda y cautelosa entrada de un forastero en la calle vertebral de una aldea fronteriza no señalada por ningún mapa: estos y otros instantes necesarios para la identificación del modelo de que Ford hablaba, son siempre idénticos a sí mismos en lo esencial, repeticiones con aroma litúrgico de los innumerables pasos que configuran, como un intrincado tejido, el itinerario de esta misa pagana que llamamos western.
Cuando alguien entra en un cine o enciende un televisor para contemplar una película del Oeste sabe por adelantado qué va a ver o qué quiere ver. La variabilidad de cada filme, los márgenes que lo inmutable deja abiertos para ser ocupados por la originalidad de cada narración, hay que buscarla en la forma de oficiar el rito, de tal manera que en ella quepa lo imprevisto pero no lo imprevisible: una ceremonia tiende, abstraída de su origen y decantada por el paso del tiempo, a implantar un código y a crear mediante él una ortodoxia, pero cuando se sumerge en el tiempo evoluciona, experimenta mutaciones, genera una heterodoxia que es reconocible como tal cuando se le compara, a la manera de Ford, con un modelo fuente, cuya transparencia original puede ser vulnerada, ensuciada. De esta manera, cuando el western afirma un universo, deja como una grieta la puerta abierta para su negación. De ahí su capacidad creadora de libertad.
Esta es otra de las causas que hacen fáciles frente al cine del Oeste los juicios esquemáticos y radicales en exceso. El western genera fieles y adversarios, pero escasean frente a él los indiferentes; repele o fascina, pero raramente resbala sobre la piel de la receptividad. El esquematismo se origina en la existencia de una alternativa como la enunciada, que pone a estos filmes en relación con el enigma de las actitudes religiosas frente a realidades profanas, pues en la fascinación que despierta un rito de naturaleza civil hay siempre un trasfondo religioso. ¿Por qué una afirmación fílmica, aparentemente tan simple, desencadena un mecanismo de contradicción tan complejo? ¿Sobre qué recovecos de la respuesta discurre la paradoja de que el rechazo al western sea, cuando se produce, un rechazo fascinado?
Una respuesta amplia caería en estrechez. La más usada de estas aclaraciones amplias es la que se apoya en la simplicidad del cine del Oeste, sin detenerse a pensar que hay algo no simple en el hecho de que tal simplicidad es un cálculo genérico, un rasgo que abarca al western como totalidad, pero no a todas y cada una de estas películas que esta totalidad abarca. Cineastas muy complejos han descendido a la simplicidad del western con toda su carga a cuestas: Erich von Stroheim, David Wark Griffith, John Huston, Elia Kazan, George Stevens, William Wyler, Sidney Pollack, Nicholas Ray, Howard Hawks, John Ford, Arthur Penn, Fritz Lang, Joseph L. Mankiewicz, King Vidor, Tom Gries, Robert Aldrich, Budd Boetticher, William Wellman, Samuel Fuller, Walter Hill, Buster Keaton, Francis Ford Coppola, Charles Chaplin, Otto Preminger, Robert Parrish, Douglas Sirk, Anthony Mann, Raoul Walsh, Henry King, Michael Curtiz, Henry Hathaway, David Miller, Edward Dmytryk, Sam Peckinpah, Delmer Daves, George Cukor, Richard Brooks, por citar algunos nombres sonoros, y esa su carga de complejidad ha cabido holgadamente en la sencillez del rito. De ahí que la elementalidad del western no excluya su enrevesamiento, sino que este enrevesamiento es una parte de su equipaje natural.
Un ejemplo de este enrevesamiento: se ha dicho innumerables veces que, en el rito del western, la mujer no tiene cabida más que como sombra de sí misma, que este es un género solo de hombres. De ser así, esto sí que equivaldría a una simplificación del juego imaginario y atentaría contra su capacidad para representar el juego humano, que quedaría reducido al esquema de un esquema: el estereotipo de la mujer atrincherada contra la avidez masculina. El personaje de Budd Boetticher que Randolph Scott interpreta en Estación Comanche, proclama sin cubrirse las espaldas:
SCOTT: No he tenido suerte con las mujeres, excepto con aquella chica de Sonora que me dijo que quería casarse conmigo. Pero resultó que se lo dijo también a todo el mundo, menos a su marido, que después quería levantarme la tapa de los sesos. Desde entonces compruebo siempre la marca del ganado antes de meterme en otro corral.
Y el juez de La dama de la frontera (Frontier Gal, 1945), película realizada por Charles Lamont, dice mientras observa a Ivonne de Carlo:
JUEZ: ¡Bonita yegua! Merece un buen establo.
El símil de la mujer-vaca o de la mujer-yegua no aparece tan solo en estas dos películas, sino en infinidad de ellas. Hiere por dentro a toda la historia del género, que, sobre todo en su fase primitiva, fue misógino sin ningún pudor. No obstante, infinidad de westerns nos demuestran que esta misoginia no siempre existe y cuando está en las pantallas no es en condición de hecho simple, sino en funciones de bastidor, un bastidor donde se tejen algunas de las complejidades mayores del juego entre hombres y mujeres.
Bastaría con evocar algunas de las madres y esposas de las ficciones elaboradas por John Ford para extraer de ellas una inversión del tópico de la mujer atrincherada, pues las particularidades que adquieren las formas de agresión femenina en el entrecruzamiento de violencias del western no son en absoluto elementales, sino todo lo contrario. El personaje Vienna (Joan Crawford) —del que su amigo Tom dice admirado: «Nunca he conocido a una mujer tan hombre como ella»— explica así en Johnny Guitar su adaptación al medio y, como consecuencia de ello, su presencia y su comportamiento masculinos:
VIENNA: En el Oeste, ser hombre es cómodo.
Y, más adelante:
GUITAR: ¿A cuántos hombres has olvidado?
VIENNA: A tantos como mujeres tú recuerdas.
En esta representación de la cotidianeidad, la mujer es depositaria de una forma externa de incomodidad de vivir, pero, precisamente por eso, ha aprendido un sentido igualmente extremo de la supervivencia y, derivado de él, un instinto diferenciado de lucha, por lo que la supervivencia incómoda de la mujer cristaliza aquí en la singularidad de unos caracteres femeninos endurecidos por la adquisición no natural —o, si se quiere, cultural— de formas de supervivencia extrañas al varón y que compensan, en forma de otra capacidad de agresión, la comodidad de este. En Tierras lejanas (The Far Country, 1955), de Anthony Mann, Ruth Roman devuelve a James Stewart la misma bofetada que Nancy Gates recibió de Randolph Scott en Estación Comanche:
JAMES STEWART: ¿Por qué no se fía de los hombres?
RUTH ROMAN: Porque una vez me fié de uno.
Y, más adelante:
RUTH ROMAN: ¿Quieres que cometamos la locura de confiar el uno en el otro?
En la mujer del Oeste se produce una mutación en la frontera de lo biológico: masculinización hacia fuera como estrategia de conservación de su condición femenina hacia dentro, lo que, en esencia, es el mismo mecanismo de adaptación de la mujer a una sociedad industrializada por hombres y de la que la mujer westerniana es un signo precursor insumiso, astuto y desgarrado. Joan Crawford y Mercedes McCambridge, las dos fieras antagonistas de Johnny Guitar, ilustran esta mutación, nada simple, sino incluso tortuosa. Cuando el pistolero bailarín Dancing Kid propone a Vienna que huya con él, del sanguinario desierto en que sobreviven, a la dorada California, obtiene esta respuesta:
DANCING KID: ¿Te ayudo a hacer el equipaje?
VIENNA: Tiré los baúles cuando llegué a este lugar.
En el western, el hombre transita y la mujer se queda, pero su atrincheramiento, lejos de ser un hecho simple, lleva dentro el complejo signo del asentamiento. Este manantial, como en todo movimiento poético de tipo épico, hace de ella, en una gigantesca empresa de colonización, portadora de la tinta del registro de la propiedad rural usurpada, el germen inconmovible del espíritu de la colonia, de la retaguardia de la batalla. Elia Kazan y Raoul Walsh, a través de Jo Van Fleet en Río salvaje (Wild River, 1960) y Un rey para cuatro reinas (The King and Four Queens, 1956), respectivamente, expresan las últimas consecuencias de la decisión de Vienna de tirar sus baúles, equivalente a la de Hernán Cortés de quemar sus naves o a la de Pizarro de crear el extremo enloquecido de todo espíritu de conquista: la idea de que en todo itinerario violento hay un punto sin retorno. En Un rey para cuatro reinas, Clark Gable pregunta al cantinero del poblado —en la cantina o saloon de un western convergen los hilos de la información y el estallido final de los cortocircuitos provocados por esos hilos— por qué camino se va al rancho de la vieja McDade:
CANTINERO: ¿Adónde se dirige, forastero?
GABLE: A Wagon Mount.
CANTINERO: Le invito a un trago, amigo. Puede ser el último de su vida.
La señora McDade (Jo Van Fleet) es, según Gable, «una vieja con mérito, una jugadora que apostó tres veces y perdió otras tres. Le queda una sola carta y va a jugar fuerte». McDade perdió a balazos, uno a uno, a sus tres hijos, y, a medida que estos morían, ella asumía su vacío, sus funciones, incluso sus armas, como una esponja que absorbe y recompone las carencias que la muerte deposita a su lado. En el western la mujer tiene una poderosa existencia como zona oculta y como presencia perturbadora. Un personaje de Budd Boetticher expone a sus compañeros de travesía de desierto en Estación Comanche la conveniencia de eliminar a la mujer que llevan cautiva antes de adentrarse en la zona de viaje sin vuelta, de punto sin retorno:
FORAJIDO: Las mujeres no son buenas. Una mujer es solo una mujer.
Esta frase, mezquina y tautológica, es, no obstante, producto de una afinada lógica utilitaria si se tiene en cuenta la situación en la que es pronunciada: una mujer es solo una mujer, un animal humano con menos recursos que su contraparte para extraer supervivencia de la situación natural a que ha sido arrastrada; o, de otra manera, un ser incompleto, que rompe la naturalidad de esa situación y la vuelve artificial, agravada por un factor no previsto en las reglas de un juego al que no ha sido llamada y del que en realidad ha sido excluida de antemano. En El jugador (Tennessee’s Partner, 1955), de Allan Dwan, dos jugadores, John Payne y Ronald Reagan, entran en debate:
PAYNE: ¿Casarme yo? ¡Imposible!
REAGAN: ¿Por qué?
PAYNE: Porque tendría que casarme con una mujer.
REAGAN: ¿Y qué tienen de malo las mujeres?
PAYNE: Que se comportan como mujeres.
Es, más o menos, lo mismo que Randolph Scott intenta explicar a su compañera de itinerario en el filme de Budd Boetticher Cabalgada en el desierto (Ride Lonesome, 1959):
CARRIE: Yo sé cuidar de mí misma.
BRIGADE: Si fuera usted mi mujer, no tendría necesidad de saberlo.
CARRIE: ¿Por qué?
BRIGADE: Porque no estaría usted aquí. Este no es lugar para una mujer.
Aunque ese —el ámbito inabarcable y hostil del western— no sea «lugar para ella», la mujer está allí, y el hecho de que, como dice el forajido de Estación Comanche, perplejo por la presencia de la cautiva —una presencia que rompe en pedazos su estrategia animal de supervivencia—, «no es natural este sitio para ella», su queja, como la más pausada de Ben Brigade, expresa la intensidad del poder transgresor que la mujer, en cuanto algo no natural añadido a la naturaleza, posee en el western. Más que un ramplón estorbo, una mujer es en el marco del western una carencia y, por consiguiente, un factor de agitación en un tránsito cuyo itinerario natural no ha previsto la presencia de tal artificio. Esto, que puede interpretarse de muchas maneras, en ningún caso puede ser considerado como una simplificación, sino justamente como todo lo contrario: los filmes del Oeste suelen ser relatos lineales, pero su linealidad es de esas superficies llanas que ocultan subsuelos rugosos.
JOHNNY GUITAR: ¿Por qué te odia tanto Emma?
VIENNA: Dancing Kid anda detrás de mí y ella está enamorada de él.
JOHNNY GUITAR: ¡Pero si ayer tarde quería colgarle!
VIENNA: Kid le hace sentirse mujer. Esto la perturba.
Ritos como el western echan raíces cuando mezclan una parte de esoterismo y otra de transparencia —duplicidad que engloba a la mujer y, por contagio de su poder de perturbación, al hombre— sin que esta simultaneidad de contrarios derive en una contradicción sino que, por el contrario, deduzca armonía de ellos y extraiga de su choque recíproco una chispa sagrada. Escribió el crítico cinematográfico francés Bernard Dort, en un ensayo sobre la evolución del western publicado en la revista especializada francesa Cinema 70 que «el western es un equivalente actual de las novelas de caballerías. Su héroe, el fulgurante cowboy del siglo XX, es una réplica exacta del bravo caballero andante del siglo XIII. De esta manera la presencia en él de lo sagrado es lo que explicaría el placer que nos causa y la fascinación que ejerce sobre nosotros».
La palabra sagrado debe tomarse como sinónimo de maravilloso, capturado ahora, casi en nuestras manos, y destinado a un mundo de donde ha sido expulsado, como lo fue del Paraíso, por una espada de hierro ardiente. Los lazos que el hombre actual tiene con estos relatos elementales —una especie altamente diferenciada del cine de acción, que es el que convoca a más apretadas masas de espectadores en todo el mundo— son del tipo de los del náufrago con una balsa: los últimos vínculos con la poesía simple de la última guerra simple declarada por los hombres, la guerra a zarpazos contra las laderas de una montaña no escalada; a galope contra el espacio abierto de una pradera no atravesada; a golpes de remo contra las turbulencias de un río no remontado; a ideas contra una naturaleza no dividida y todavía no degradada. El destino es el único aliado del guerrero en esta empresa. En Horizontes lejanos (Bend of the River, 1952), de Anthony Mann, oímos el siguiente diálogo:
ARTHUR KENNEDY: ¿Tiene rifles tu gente?
JAMES STEWART: Sí.
KENNEDY: ¿Sabe usarlos?
STEWART: No.
KENNEDY: ¿Con qué piensas, en ese caso, atravesar Big Horn?
STEWART: Con suerte.
O, al revés, en Johnny Guitar:
ANDREWS: Sus enemigos son fuertes, Vienna. Más fuertes que yo. Le deseo buena suerte.
VIENNA: Gracias, señor Andrews, pero no creo en la buena suerte. Lo que necesito son fusiles.
La complejidad de estos aparentemente sencillos relatos cinematográficos procede de una peculiaridad que podemos descubrir fácilmente en lo más hondo de ellos. Cuando exploramos en el interior de estos westerns profundos hay algo en ellos que nos impide detenernos en el lado deportivo e ingenuo de esa última guerra simple que representan; y, sin que nos demos cuenta de ello, las garras de nuestra exploración penetran en turbios recovecos, en turbulencias secretas, algunas muy duras y amargas, que se mueven bajo la aparente simplicidad de esa guerra. Es entonces cuando tal simplicidad se transforma en un asunto complejo y difícil de transitar con un equipaje analítico común, pues en los westerns profundos se invierten las reglas del rito y esta inversión da lugar a que el festejo elemental de la última guerra simple adquiera esquinadas capacidades para expresar rasgos no simples de la identidad de nuestro tiempo.
Por ejemplo, la exaltación de la naturaleza, connatural a las reglas elementales del género, adquiere en el western profundo los perfiles de un negro poema sobre la degradación de esa misma naturaleza exaltada, que si inicialmente era ofrecida como un escenario limpio, repentinamente se ensucia. La idea, formulada por algunos analistas del género a raíz de la irrupción en las tradiciones westernianas del vitriolo de los filmes de la generación de Sam Peckinpah, de que hay un cine del Oeste sucio como punta crítica de la evolución de un género nacido limpio —y en ello nos detendremos más adelante—, es exacta si se toma la evolución del western en su orden cronológico, que a veces es más un desorden. Pero si, por encima de este orden o desorden cronológico, penetramos en los vericuetos del western profundo, esa suciedad se nos manifiesta no como una adquisición final adherida al crepúsculo del género, sino como un adjetivo permanente de este, que existe en él, y persiste cuando menos como amenaza, desde su aurora.
Recordemos la limpieza de la imagen westerniana, la teatralidad soñada de su escenario, la irreal —cuando no superreal— transparencia de sus colosales decorados; reconstruyamos la presión del horizonte en Nevada Smith (1966) o en Del infierno a Texas (From Hell to Texas, 1958), ambas de Henry Hathaway, uno de los maestros del western que alcanza más afinados instantes de participación del paisaje en la metáfora nuclear del relato. Solo John Ford y Anthony Mann pueden llegar a tanta perfección en la incursión del horizonte físico en los acordes del poema. La luz es, en estos filmes citados, como lo es también en El gran combate (Cheyenne Autumn, 1964), de Ford, y Tierras lejanas, de Mann, un deslumbramiento, es decir, una luz repentina y excesiva, similar a esa extraña sensación de cercanía que produce lo infinitamente distante en los cuentos infantiles. En Raíces profundas (Shane, 1953), de George Stevens; en Flecha rota (Broken Arrow, 1950), de Delmer Daves, y en tantos otros filmes de las zonas abruptas y hondas del género, la cegadora luminosidad del espacio se origina no solo en la fotogenia que lo ilimitado adquiere cuando es capturado como límite, sino también en que ese deslumbrador escenario arrastra consigo toda una teoría cinematográfica de la naturaleza: la consideración de esta como un inexplicable foco luminoso de oscuridad. La pradera, el desierto, el espacio esencial del western, dibuja en la retina del espectador una imagen de horizontalidad que no es únicamente geográfica, sino que adquiere en la pantalla una inesperada vertiente moral: la imagen de una rectitud que se proclama inocente pero que no obstante participa en el debate sobre una oscura culpa; y esta culpa es, como veremos con algún detenimiento más adelante, el cieno que reposa bajo el manantial transparente de la aventura del Oeste.
En el western el paisaje es más que un simple decorado: es una forma de existencia dramática de la naturaleza, cuya punta extrema hay que buscarla en los filmes del Oeste de Howard Hawks, y en especial uno de ambiente africano, Hatari! (1962) en el que tenemos ocasión de participar en la última guerra natural desencadenada por el hombre, una lucha cuya felicidad se agota en su ejercicio. Hawks —evoquemos Río Rojo (Red River, 1948), Río de sangre (The Big Sky, 1952), Río Bravo (1958), y sus dos westerns tardíos, Eldorado (1966) y Río Lobo (1970)— es dueño del secreto que identifica el dominio sobre la naturaleza con el deporte. La intensa y al mismo tiempo expansiva vida de sus personajes obedece a que su creador les hace moverse sobre las leyes de una existencia concebida como juego. Hay por tanto en sus filmes fascinación en grado insuperable, ya que en ellos nos muestra que es todavía posible para los hombres identificar sin dolor fines con medios y que, por consiguiente, el adulto puede aún jugar. Pero en ese juego hay otro lado de perfiles borrosos, y este habitáculo corroe por dentro el optimismo inicial de la aventura westerniana e incrusta en el revés de esa aventura el gesto taciturno de un pesar, lo que otorga calidades crepusculares a aquella naturaleza auroral, no dividida, no degradada. El western es, con frecuencia a su pesar, el poema de esa división y de esa degradación: la ruptura de la tierra con su condición de tierra y su conversión en territorio.
La razón de este ocultamiento hay que buscarla —como veremos más adelante— en una innombrable pulsión genocida, que sirve de bastidor subterráneo al western y que obliga a la racionalidad de sus relatos a soportar el peso de un sangriento fardo heredado de colosales e insoportables dimensiones. El historiador W. Jacobs, en su Expolio del indio norteamericano, expone sucintamente el itinerario de esta catástrofe histórica sobre la que el western construye sus contenidos optimistas: «Cuanto más penetró el filo de la colonización blanca en las tierras aborígenes, el sistema europeo de propiedad de la tierra fue provocando mutaciones irreversibles en las vidas de los pueblos nativos. Los indios concebían la tierra de modo muy diferente a los colonos europeos. Estos eran con frecuencia fugitivos del sistema de la propiedad agraria vigente en sus países de origen e iban al Oeste norteamericano con la fiera determinación de hacer suya una parcela de tierra. Pero el indio consideraba que la tierra no está sujeta a ventas ni a propiedad individual». De otra manera: el hombre blanco, para narrar su esfuerzo de conquista del Oeste, construyó un edificio idílico con barro amasado en las cenizas de un túmulo funerario.
Hay estremecedores documentos que hablan del grito de la tierra ante la amenaza blanca de romper su condición de tierra, su totalidad bárbara e ingobernable, y esposarla con la categoría jurídica domesticada de parcela o de territorio. Uno de estos documentos procede del año 1885 y ha sido adoptado como una Biblia por las ideologías ecologistas contemporáneas. Se trata de un mensaje oral —transcrito posteriormente en actas burocráticas y depositado en los archivos de la Secretaría de Asuntos Indios de Washington— enviado en el año 1855 por el jefe Seattle, de la tribu suwamish, al entonces presidente de los Estados Unidos, en contestación a la oferta de este de comprarle sus territorios a la tribu. Dice así:
El gran jefe blanco envió palabra de que desea comprar nuestra tierra ... Nosotros consideramos su oferta porque sabemos que de no hacerlo así el hombre blanco puede venir con pistolas a quitárnosla. El gran jefe Seattle dice: ¿cómo intentar comprar o vender el cielo, el calor de la tierra? La idea nos resulta extraña. Si no es nuestra la frescura del aire o el destello del agua, ¿cómo pueden comprárnoslas? Cada pedazo de esta tierra es sagrado para mi pueblo, cada aguja de pino, cada ribera arenosa, cada niebla entre los bosques oscuros es santo en la memoria y la vivencia de mi gente. Sabemos que el hombre blanco no entiende nuestras razones, que para él una porción de tierra es la misma que la siguiente. La tierra no es su hermana sino su enemiga y cuando la ha conquistado se retira de ella. Deja atrás la sepultura de su padre, no le importa. Y olvida también el lugar donde nació su hijo. Su apetito de tierra hará que la devore y deje un desierto a su espalda. La sola vista de sus ciudades llena de pánico los ojos del piel roja. Pero quizás esto es porque el piel roja es un salvaje y no lo entiende. No existe un lugar pacífico en las ciudades del hombre blanco. Ningún lugar para oír las hojas en primavera o el susurro del vuelo de los insectos. Pero quizás porque yo soy un salvaje, no logro entenderlo. Pero ¿para qué vivir si el hombre no pude oír el adorable lamento del chotacabras o el argumento de las ranas en la noche alrededor de una charca ... Si decidiera aceptar la compra de nuestra tierra lo haría con una condición: que el hombre blanco tratase a las bestias de esta tierra como a sus hermanos. Yo soy un salvaje y no entiendo cómo el humo del caballo de hierro puede ser más importante que el búfalo ... Porque cuando los búfalos sean exterminados, los caballos salvajes amansados, la esquina secreta del bosque pisada, ¿dónde estará la maleza? Se habrá ido. ¿Dónde estará el águila? Se habrá ido. Pero decid adiós a volar y a cazar y la esencia de la vida comenzará a extinguirse ... Si les vendemos nuestra tierra, ámenla como nosotros la hemos amado, pues ni siquiera el hombre blanco está exento del destino común.
El jefe indio conocía bien a los usurpadores de la tierra: los padeció. ¿Qué otra cosa podía decir un apacible indio de un ave rapaz que inscribía entre sus refranes de anochecer este feroz proverbio?: «¿Por qué voy a preocuparme por mis descendientes si ellos nada hicieron por mí?». Los geógrafos Raymond F. Dassman y Carl Sauer afirman que lo ocurrido en California entre 1850 y 1910 fue una catástrofe ecológica de tales proporciones «que solo puede ser comparada con la extinción posglacial de algunas especies». Tal fue la huella que dejó el hombre blanco tras la riada del oro, pero no era esta una excepción, y menos aún para los ojos del jefe Seattle, sino la derivación natural de órdenes como la siguiente: «Los objetivos inmediatos son la total destrucción y desarticulación de los campamentos indios. Debe considerarse esencial arruinar sus cosechas e impedir que vuelvan a sembrar sus campos». La firmó, con su puño y letra, un hombre de rostro bondadoso llamado George Washington.
Hay claustrofobia en la encerrona del espacio abierto. En la aventura del western, el hombre blanco rompe la unidad sagrada del paisaje, vulnera y pisotea lo que, en Moby Dick, Herman Melville llamó «el oscuro lado indio de la naturaleza» y, en sus mismas palabras parabólicas, se adueña, poseído por una locura enloquecida, del «lado oscuro de la tierra». Un proverbio de los indios cheyennes dice que «Dios duerme en el corazón de las piedras, respira dentro de las plantas, sueña en los animales y despierta en el hombre». De ahí que, desde el punto de vista de la tierra, es decir, desde el oscuro lado indio de la naturaleza, la aventura blanca en el espacio del western sea fatalmente una aventura blasfema, una tarea que dejaron incumplida dioses olvidadizos y durmientes, cuya vigilia ha sido usurpada por hombres de otra piel y de otro mundo que en su itinerario deicida transportan —de nuevo la metáfora de Melville— «armas como cálices asesinos» para celebrar su ceremonia de conquista y de profanación.
Escribe Georges-Albert Astre que el western «hace revivir una y otra vez el instante privilegiado y peligroso en que, sobre un continente nuevo, vuelve a comenzar la experiencia primera de los hombres. Es el instante en que se construye la primera ciudad en que se nombra al primer juez y al primer policía, en que Caín debe ser castigado por sus semejantes y no solo por el ojo de Dios». Y grita Melville, desde la otra orilla del universo que ocupó el jefe Seattle: «¿Desviarme? El camino hacia mi propósito fijo tiene raíles de hierro, por cuyo surco mi espíritu está preparado para correr. ¡Sobre gargantas sin sondar, a través de las entrañas de las montañas saqueadas, bajo los cauces de los torrentes, yo me precipito sin desvío! Nada es obstáculo, nada es viraje para el camino de hierro».
En El valle del destino (Valley of Decision, 1945), de Tay Garnett, alguien proclama: «Los Estados Unidos se están extendiendo a lo largo de tres mil kilómetros. Se tienden raíles y se saca el hierro de las entrañas de la tierra. ¿No es eso poesía?». Menos optimista es el personaje que Lee Marvin interpreta en el filme de Robert Aldrich El emperador del norte (The Emperor of the North Pole, 1973):
MARVIN: Hubo un tiempo en que los estercoleros eran acogedores, pero ahora la basura de este país se ha convertido en una porquería ... ¡Ese maldito tren! Ponlo patas arriba y mírale las tripas para verle la marca. Leerás dentro: fabricado en el infierno.
El hombre blanco trae a la tierra intacta el «poema de la civilización». Pero este poema, en el escenario del western —otra vez Melville—, no es otra cosa que la poesía de «los estados avanzados de la barbarie»; o, si se quiere, de las tripas metálicas de un caballo de hierro fabricado en el infierno. El hombre blanco, cuando lucha por la tierra lucha contra ella, cuando funda la primera ciudad inventa al primer incendiario y al nombrar al primer juez designa al primer reo. Este desgarramiento es otro acorde inmutable de la ceremonia del western: convierte a la tierra aliada en territorio hostil o, de otra manera, provoca una mutación en lo que conquista. Dijo John Ford: «Los hombres blancos nunca se sintieron tan incómodos como aquí, donde el auténtico paisaje en su auténtica belleza se nos enfrenta un poco diabólico y burlón». Y añade Joseph McBride, comentando las palabras del cineasta: «Ese diabólico e irónico paisaje es, para Ford, algo más que un lugar real, es un campo de batalla moral, un estado mental, cuya belleza recuerda a las teorías de los poetas decadentes sobre la estética de lo inútil, porque es al mismo tiempo un final muerto y un valor último, el lugar perfecto para el acto gratuito, cuyo horizonte, más allá de la sociedad, apunta a lo eterno». Desde esa eternidad vulnerada se entiende mejor la antigua costumbre practicada por los indios navajos de no dejar rastro en los lugares donde acampaban. Esta costumbre fue meticulosamente descrita a mediados del pasado siglo por una mujer colona, Willa Cather, en un relato titulado Death Comes for the Archbishop. El comportamiento de los indios navajos fue interpretado por los colonos y exploradores como un síntoma de la felonía y del espíritu instintivamente traidor del indio, pero en realidad se trataba, como observa Lewis Jacobs, de un rasgo de religiosidad profunda, de origen inmemorial y no belicoso, inscrito en los mandatos instintivos de su conducta frente a la naturaleza, pues lo que el navajo buscaba al borrar sus huellas y deslizarse sigilosamente delante de ellas, no era preparar una emboscada sino desvanecerse en la infinitud del paisaje para encontrar en él su identidad divina, su conexión ancestral con la eternidad. Nada de esto hay en los escasos alcances del pistolero Bull (Arthur Hunnicut) de Eldorado, de Hawks, cuando suelta, junto con su compañero de banda Mississippi (James Caan), la siguiente perorata a su jefe Thornton, que interpreta John Wayne:
MISSISSIPPI: Thornton, Nelse MacLeod acaba de irse del pueblo.
BULL: ¡Ten mucho cuidado, Thornton! Tengo entendido que MacLeod es medio indio: puede que lo que intente es que creamos que se ha ido. Me pica la nuca. Siempre que se acerca un tiroteo, me pica la nuca. Es el mismo cosquilleo que me producían los comanches cuando estaban cerca y yo no podía verlos.
Hay un gramo de verdad cuando se dice que el western es el último acto de inocencia de una edad culpable, pero hay otro gramo de verdad cuando se añade que en él algo se escapa, como un secreto malhumorado, del cerco idílico de la idea de pureza. No todo es transparente en una poesía de la elementalidad capaz de guardar como una tela de araña inesperados entresijos sombríos: la impureza entra en esta poesía de la pureza con inquietante familiaridad. El crítico cinematográfico italiano Pio Baldelli, en un largo estudio publicado por la revista francesa Cinema 70 y dedicado a la serie de filmes del Oeste que en los años sesenta se realizaron en Italia y España —pero sin perder de vista nunca las reglas clásicas del género—, dice que «el cine del Oeste proporciona una satisfacción a la infancia del espectador adulto», lo que indica que hay algo en estas inocentes películas con vocación de cobertura de antiguas carencias enquistadas en el crecimiento incompleto del hombre contemporáneo, una especie de poder balsámico sobre zonas extremadamente delicadas de su identidad que le han sido amputadas del recuerdo. Observa el crítico francés F. Truchaud en su estudio sobre Nicholas Ray la facilidad con que entra en el cine del Oeste el gesto telúrico de la poesía dramática shakespeariana. Por su parte, Georges-Albert Astre deduce con buena lógica de este estudio la importancia que los símbolos oscuros, las zonas innombrables, tienen en el western y afirma que «tales símbolos convierten en rito, en representación indirecta, a una sexualidad que la censura social impide expresar en toda su vehemencia. El western, que durante mucho tiempo fue (y en las series de televisión sigue siendo) un género de consumo eminentemente familiar, está en realidad atestado de imágenes que son equivalencias del acto sexual, con frecuencia sin que sus realizadores se den perfecta cuenta de este mecanismo». Y, más adelante, con mayor radicalidad: «Frente al advenimiento de la edad industrial, a la desvitalización y a las alteraciones que lleva consigo el reino de la anti-naturaleza, el hombre del western es un semidiós que restablece el equilibrio y hace revivir en el fondo del inconsciente a los símbolos más antiguos, a los rituales precristianos, a las creencias inmemoriales».
Lo que, según esto, arrastra a la gente a participar en el juego del western es la tendencia del espectador adulto a identificarse no tanto con actos que expresen la idea de pureza, como con actos violentos formalmente bellos y con actos aparentemente asexuados pero que encubren pulsiones eróticas sofocadas. La inocencia de estos filmes tiene por tal causa una contrapartida culpable: alimentan una oculta demanda de nostalgia de barbarie, de sexo inexplícito y de violencia formalizada; un tipo de añoranza, de erotismo y de violencia que son requeridos por la sensibilidad de millones de hombres que se sienten acosados por la presión amorfa de las sociedades industriales contemporáneas y que tienden a buscar en la pantalla imágenes compensadoras de esa presión, lo que descubre en la médula del cine del Oeste un mecanismo anímico liberador respecto de inhibiciones muy arraigadas, muy profundas y más generalizadas de lo que a primera vista parece. El western, que se manifiesta como un ejercicio pagano de vulneración blasfema de lo sagrado, es siempre un sueño y, con frecuencia, una pesadilla de libertad. Contó Jonas Mekas, legendario cineasta norteamericano de origen letón, uno de los fundadores de la escuela del cine underground neoyorquino, en su Diario de Cine, el 17 de febrero de 1960: «Siempre puede encontrarse una película del Oeste cuando se va a la calle 42. El Times Square Theatre, que solo exhibe westerns, siempre está lleno, de día y de noche. Gente triste y solitaria, generalmente gente mayor. Es como un asilo de ancianos y todos ellos son hombres. El western les hace compañía. Se sientan allí, en medio de esa poesía majestuosa desplegada en la pantalla y sueñan».
En el western, la mujer, el indio y la tierra son sujetos pasivos o, si se quiere, adjetivaciones perturbadoras de un equilibrio donde solo el hombre blanco es sustantivo. Dos forajidos, Sam Boone y su socio Wid, un sórdido chacal con el olfato atado a las huellas de la fiera, que Pernell Roberts y James Coburn interpretan en Cabalgada en el desierto, intercambian opiniones en un alto de su travesía del desnudo pellejo desértico:
WID: Mira, Sam, señales de guerra. Hay un tratado con los mescaleros, ¿no?
SAM BOONE: Palabras en un papel.
WID: Ahora nos llevamos bien con ellos.
SAM BOONE: Yo conocí una vez a un hombre que se llevaba bien con su mujer, hasta que un día ella se lo cargó de un tiro.
WID: ¿Por qué lo mató?
SAM BOONE: Se despertó de mal humor. Los mescaleros a veces se despiertan también de mal humor.
WID: Nosotros no les hemos hecho nada.
SAM BOONE: ¿Tú crees, Wid? Somos blancos. ¿Te parece poco? Pues esto basta.
¿Por qué es fascinador un sueño que deriva en pesadilla de libertad si el repliegue de los actos nostálgicos genera tristeza? Hay algunas peculiaridades de la libertad soñada por el western que pueden dar algunas pistas para penetrar en este enigma. El forajido y fugitivo Sam Boone de Cabalgada en el desierto expone a Ben Brigade, el pétreo y lacónico cazador de recompensas que interpreta Randolph Scott, su compleja situación personal con esta desarmante precisión:
SAM BOONE: ¡Brigade!
BEN BRIGADE: ¿Qué quieres?
SAM BOONE: Dijiste que hace falta un buen motivo para estar en esta tierra.
BEN BRIGADE: Lo dije.
SAM BOONE: Pues tienes razón. ¿Sabes que han puesto por todas partes un cartel de captura para Billy John?
BEN BRIGADE: ¿Qué cartel?
SAM BOONE: Está pegado en todos los árboles de aquí a Río Bravo. Dice que la ley del territorio concederá amnistía a quien entregue a Billy John al sheriff de Santa Cruz. ¿Sabes que Wid y yo tardamos una semana en averiguar qué es amnistía? Un tipo que vendía biblias nos lo explicó: significa que si un tipo como yo entrega a un tipo como Billy John, a él lo colgarán y a mí me dejarán libre.
BEN BRIGADE: ¿Y qué?
SAM BOONE: ¿No te das cuenta, Ben? Significa que un hombre se interpone entre yo y mi libertad.
El forajido Boone es un hombre inteligente. En la vasta galería de criminales del cine del Oeste hay infinidad de ellos que han llegado a esta oscura condición precisamente por su espíritu lúcido. La libertad a que se refiere el forajido Boone es un tanto especial, porque, incluso en sentido físico, puede decirse de ella que está ahí, al alcance de su mano, como lo está la culata de su revólver: media entre la libertad y su tenaz buscador nada más que una pequeña concentración de energía, el disparo de un Colt formalmente sancionado por un cartel encabezado por la palabra mágica wanted, se busca. El poder fascinador del western se manifiesta con rara intensidad en la singularidad de algunos de sus hombres malos: el forajido, el outlaw, el hombre que está fuera de la ley, encarna una ambición inconfesable de los hombres que están dentro de ella, su predisposición innata para dejarse subyugar por la potencia estética del crimen.
El asesinato es, en el western, el supremo acto libre porque es el que está más rígidamente formalizado y, por consiguiente, ritualizado. «Un hombre se interpone entre yo y mi libertad.» En esta tremenda sentencia, el forajido Sam Boone concentra su energía emocional en un disparo soñado que conduce —a la manera de Melville, sin virajes, a través del itinerario de una moral rectilínea— a la luz: la libertad es la supresión del otro concebido como obstáculo. Fascina en la figura del outlaw esa magnética condición que le permite influir en su destino mediante su violencia. Recordemos nuevamente al forajido Boone: tiene detrás de él una larga galería de maestros en la historia del cine del Oeste. Uno de ellos es el fratricida James Stewart de Winchester 73 (1950), de Anthony Mann, al que un tesón inconmovible, mineral, le hace seguir —otra vez esa moral rectilínea, sin curvas ni virajes, extraída de la metáfora del caballo de hierro— las huellas de su Caín particular, de su hermano parricida, Stephen McNally, asesino de su propio padre:
MILLARD MITCHELL: ¿Por qué sigues en esto?
JAMES STEWART: Mi padre me enseñó a cazar.
MILLARD MITCHELL: Pero no a cazar hombres.
JAMES STEWART: No veo la diferencia. Él me enseñó a cazar a mí, pero a él no le enseñaron a protegerse de los que disparan por la espalda. Tengo prisa porque todo esto acabe de una vez y yo pueda volver a ser una buena persona.
El arquetipo del bandido homicida es, como veremos más adelante, una de las fuentes torrenciales de la fascinación del western e inclina a este hacia el lado de la más compleja de las mitologías románticas, la que presagiaron Schiller y Hegel alrededor del oscuro signo del bandido. Clark Gable, el viejo, cansado y amargo asesino de caballos de Vidas rebeldes (The Misfits, 1961), de John Huston, descubre un aspecto terrible de esta oscura reencarnación romántica en el hombre del Oeste y afirma con frialdad:
CLARK GABLE: Cuanto menos se mata, más terrible parece.
Y otro forajido, exterminador inmisericorde de búfalos y de hombres, el bestial cazador de bestias que Robert Taylor interpreta en El último cazador (The Last Hunt, 1955), de Richard Brooks, redondea la parábola:
ROBERT TAYLOR: Cuanto más se mata, más hombre se es. La guerra es lo natural. La paz es solo una tregua. Matar es la mejor prueba de que uno sigue vivo.
Matar —la suprema negación— es en el western la forma por excelencia de afirmar. En la infancia insatisfecha de todo espectador adulto hay nostalgia de crimen. El asesino de caballos de Vidas rebeldes o el de búfalos y hombres de El último cazador poseen una antigua sabiduría: el asesinato, como el oro, es terrible porque es escaso.
La civilización —en cuanto estado avanzado de la barbarie— trae consigo la escasez de crimen y enriquece de manera refleja la violencia formal e incluso formalista del western. Este es, probablemente, menos violento en sí mismo que en la conciencia de sus espectadores, precisamente porque en él, la muerte, al estar exenta de prohibición moral como consecuencia de su ritualización, se incorpora a los rincones escondidos de la vida cotidiana, desde los más sagrados a los más rutinarios. En una escena de Los siete magníficos (The Magnificent Seven, 1960), de John Sturges, dos pistoleros, interpretados por Yul Brynner y Steve McQueen, se encuentran en medio de la calle de un poblado:
MCQUEEN: ¿De dónde viene, forastero?
BRYNNER: Del Norte. Y usted, ¿adónde va?
MCQUEEN: A la deriva. ¿De qué ciudad viene?
BRYNNER: De Dodge. ¿Y usted?
MCQUEEN: De Tombstone. ¿Hay tiroteos en Dodge?
BRYNNER: Los hay. ¿Y en Tombstone?
MCQUEEN: También.
BRYNNER: En todas partes es lo mismo. Se trata solo de saber disparar. Nada importante.
El western está lleno de encuentros sin norte. En El forastero (The Westerner, 1940), de William Wyler, el famoso juez Roy Bean (Walter Brennan) encuentra al pistolero errante Cole Hardin (Gary Cooper):
WALTER BRENNAN: ¿De dónde viene, forastero?
GARY COOPER: De ningún sitio en particular.
BRENNAN: ¿Y adónde se dirige?
COOPER: A ningún sitio en particular. Todos los sitios son buenos para pasar de largo.
Y, en Las aventuras de Jeremiah Johnson (Jeremiah Johnson, 1972), de Sidney Pollack, en la que Robert Redford interpreta a un legendario trampero solitario:
JEREMIAH: ¿Adónde vas, Ben?
BEN: Al mismo sitio que tú, Jeremiah: no lo sé.
En los altos de un vasto itinerario que no tiene lugar de salida ni de entrada, los hombres del camino beben, hablan, duermen, comen y matan. El contenido del homicidio no genera culpa, porque se agota en su forma. Y es la forma de matar lo que fascina, no la muerte como tal. Todo punto culminante de un western lo constituye, tras una tensa traslación escénica, un homicidio legislado, un duelo. Randolph Scott (Coby) caza de espaldas al pistolero que interpreta Claude Atkins (Lane), que a su vez le persigue para matarle. Estamos otra vez en los escenarios de la película Estación Comanche:
SCOTT: ¡No te vuelvas, Lane! ¡Tira el rifle!
ATKINS: ¿Recuerdas, Coby, que te dije que tenía un plan para ti?
SCOTT: Lo recuerdo.
ATKINS: Todavía lo tengo.
SCOTT: ¡Te he dicho que no te vuelvas, Lane!
ATKINS: Me volveré, Coby. Dispararé contra ti, te mataré, te quitaré la mujer y el dinero será todo para mí.
SCOTT: No lo hagas, Lane. Tendré que matarte.
ATKINS: Es estúpido. (Se vuelve. Scott dispara y Atkins cae.)
SCOTT: ¿Qué es estúpido, Lane?
ATKINS: Morir así. (Muere.)
En el cine del Oeste, todo duelo posee una rígida estructura ceremonial e incluso con mucha frecuencia ceremoniosa, y esto vuelve a acercarlo de nuevo a las mitologías románticas más profundas. En el filme En nombre de la ley (Lawman), un western de escasa entidad realizado por Michael Winner en el año 1971, Robert Ryan le dice a Burt Lancaster:
RYAN: Su muerte me quitaría problemas, Maddox, pero no soporto que disparen a nadie por la espalda.
LANCASTER: Jamás desenfundé el primero. Sin las reglas uno no es nadie.
O, en Johnny Guitar:
JOHNNY GUITAR: ¿Serías capaz de dispararme por la espalda?
DANCING KID: ¿Delante de Vienna? Ella no me perdonaría nunca una falta de educación como esa.
La muerte de la banda de cuatreros Clanton a manos del sheriff Wyatt Earp, su hermano Virgil Earp y John Doc Hollyday en Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946), de John Ford; la del tahúr a sueldo que interpreta Anthony Quinn a manos de Joel McCrea en Unión Pacífico (Union Pacific, 1939), de Cecil B. DeMille; la de Elisha Cook a manos de Jack Palance y la de este a manos de Alan Ladd en Raíces profundas; son instantes elegidos en una interminable cadena de ellos que pone de manifiesto la supremacía del signo de la muerte en el vocabulario de estos poemas vitalistas. Así se desvela desde otro ángulo la engañosa inocencia del western: los filmes que lo conforman son capaces de representar el mal como realidad bella. De esta manera, la coartada de la pureza y la elementalidad del discurso de estos relatos cinematográficos se desvanecen detrás de las sombras mortales de la hermosura que crean. La mujer, el indio, la tierra, adjetivadas por la diabólica sustantivación del varón, contemplan desde el fondo de su incomodidad cómo el homicidio es elevado, por carecer de contenido mortal, a la condición de acto hermoso, ejemplar e incluso estimulante. En El forastero, el famoso juez Roy Bean, personaje protagonista de muchos westerns y que aquí interpreta Walter Brennan, juzga y sentencia así:
JUEZ BEAN: Se te acusa, muchacho, del peor de los crímenes, matar a un novillo.
ACUSADO: Le juro, juez, que apuntaba a un hombre, pero fallé el tiro y le di sin querer al novillo.
JUEZ BEAN: Mala suerte, amigo. Que Dios te acoja en su seno. ¡Ahorcadle!
El ganadero y patriarca Burl Ives, en Horizontes de grandeza (The Big Country, 1958), también de Wyler, interroga a sus hijos:
BURL IVES: ¿Que os han espantado el ganado? ¿Y seguís vivos? ¿No sabéis que una vaca vale más que todos vosotros?
El ganadero Glenn Ford monta en cólera al ver que el hombre que acaba de contratar es Brian Donlevy, un viejo pistolero conocido suyo. Estamos en una escena de Cowboy, realizada por Delmer Daves en 1958:
GLENN FORD: ¡Pedí un vaquero, no un pistolero!
BRIAN DONLEVY: Ahora soy vaquero. Prefiero el ganado a los hombres.
En Dos cabalgan juntos, de Ford, el comandante del fuerte que interpreta John McIntire pregunta al sheriff McKey, encarnado por James Stewart:
JOHN MCINTIRE: ¿No va a ayudarles, McKey? Esos colonos le están esperando como a un Moisés en el desierto, un Moisés que libere a sus hijos del cautiverio comanche.
JAMES STEWART: Pues si quieren un Moisés les costará quinientos dólares por barba.
JOHN MCINTIRE: ¿Así valora usted siempre la vida humana, sheriff?
JAMES STEWART: No siempre, mi coronel. Depende de cómo esté el mercado.
Pero si en el western la vida es un simple valor de cambio y el precio de la muerte lo fija el mercado, morir es por fuerza un acto sin contenido, del que solo importa la fascinación de su formulación visual. La muerte es una pura forma y, en concreto, una pura forma cinematográfica. Walter Brennan, el viejo buscador de oro de Tierras lejanas pregunta a su amigo James Stewart, que acaba de abatir de un balazo a un pistolero desconocido:
WALTER BRENNAN: ¿Por qué no vas?
JAMES STEWART: ¿Adónde?
WALTER BRENNAN: A ver quién es.
JAMES STEWART: ¿Para qué?
En Lanza rota (Broken Lance, 1954), de Edward Dmytryk, el fiscal pregunta al amargo patriarca Spencer Tracy:
FISCAL: ¿Sabe usted quién es Ramírez?
SPENCER TRACY: No.
FISCAL: ¿No recuerda al hombre que mandó ahorcar?
SPENCER TRACY: No le pregunté cómo se llamaba.
Dos pistoleros disparan simultáneamente sobre otros dos, que están en el lado contrario de la calle. John Wayne y Kirk Douglas interpretan a los homicidas. Estamos en Ataque al carro blindado (The War Wagon, 1967), de Burt Kennedy:
KIRK DOUGLAS: Lo siento, Jackson, el mío cayó primero.
JOHN WAYNE: Lamento contradecirte, Lomax. El tuyo cayó primero porque el mío era más alto.
En Quiero a este hombre (Honky Tonk, 1941), de Jack Conway, Clark Gable es un pícaro jugador de ventaja que ha de vérselas con la cara hosca de un sheriff que quiere hacer méritos, acodado frente a él en la barra del saloon:
CLARK GABLE: ¿Quiere, sheriff, que juguemos a un nuevo juego?
«SHERIFF»: ¿Cómo se llama?
CLARK GABLE: Ruleta rusa.
«SHERIFF»: ¿Cómo se juega?
CLARK GABLE: Uno de los dos se mata.
«SHERIFF»: ¿Y el otro?
CLARK GABLE: El otro se ríe.
«SHERIFF»: Juego. Me gusta reír.
En El sheriff de Dodge City (Gunfight at Dodge City, 1958), de Joseph M. Newman, Bat Masterson (Joel McCrea) ve a un muchacho con un revólver en la mano:
MASTERSON: Deja ese revólver, chico. Usa el rifle: sirve para matar búfalos. Lo que se mata con un 45 tiene menos valor.
En Los profesionales (The Professionals, 1966), realizada por Richard Brooks, el pistolero Lee Marvin contrata al pistolero Burt Lancaster:
LEE MARVIN: Tengo un trabajo para ti. No perderás los pantalones, aunque sí tal vez la vida. Pero eso ¿qué importa?
En El último tren de Gun Hill (Last Train from Gun Hill, 1959), de John Sturges, el sheriff que interpreta Kirk Douglas llega a un villorrio para atrapar al hijo de un cacique que ha violado y asesinado a su mujer, una muchacha india. Douglas se acerca al cantinero del poblado:
KIRK DOUGLAS: Busco a Rick Belden. ¿Le conoces?
CANTINERO: No. Tal vez se ha equivocado usted de ciudad.
KIRK DOUGLAS: No me he equivocado de ciudad, sino de informador.
CANTINERO: Aquí todos somos iguales, sheriff.
KIRK DOUGLAS: En ese caso será un alivio suprimir a unos cuantos.
CANTINERO: Yo no le diría a usted dónde está Rick Belden ni aunque estuviera a su espalda.
KIRK DOUGLAS: Ya veo que Belden tiene buenos amigos aquí. CANTINERO: Los tiene.
KIRK DOUGLAS: ¿Y ningún enemigo?
CANTINERO: Sí, muchos.
KIRK DOUGLAS: ¿Dónde están?
CANTINERO: A las afueras del pueblo, en el cementerio.
En estas lacónicas muestras, elegidas entre millares, se esconde una refinada sabiduría acerca de la muerte cinematográfica. Reconocer o no el rostro o el nombre de un hombre abatido no tiene sentido, ni objeto y, por consiguiente, carece de lógica cinematográfica; es decir, de encuadre. Se le ve caer y esto basta: ahí acaba su interés fílmico. La muerte en el western tiene siempre existencia capturada en planos generales, solo raramente en planos medios y, muy raramente, en primeros planos; no es un suceso aislable del cerco del escenario en que tiene lugar ya que pertenece a una totalidad de la que es inseparable. Observar la cara de un asesinado no es un asunto relativo al western. Dice Bernard Dort: «El western no admite la realidad de la muerte. Los duelos y asesinatos, cuando no son matanzas colectivas, no nos ponen en presencia de la muerte. Los hombres caen, pero lo mismo si es en plano general que en detalle, no mueren. Las muertes no sirven más que para subrayar la enormidad de la empresa. La muerte no existe como realidad fisiológica».
Es legendario el encuentro entre el senador que interpreta John Carradine y el periodista que encarna Edmond O’Brien al final de El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962), de John Ford:
JOHN CARRADINE: ¿Acaso considera usted que para representar a este territorio es un mérito haber matado a un hombre?
EDMOND O’BRIEN: ¿Desde cuándo es matar a un hombre matar a Liberty Valance?
En El último pistolero (The Shootist), que Donald Siegel realizó en 1978, el personaje J. B. Brooks (John Wayne) mantiene esta idílica conversación con un moribundo que ha caído abatido por un balazo en medio de una planicie despoblada:
PISTOLERO: (Moribundo.) No pensarás dejarme morir aquí, Brooks...
JOHN WAYNE: Por supuesto que sí.
PISTOLERO: Eres un asesino.
JOHN WAYNE: No recuerdo haber matado a nadie que no lo mereciera.
El plano medio que en Pasión de los fuertes, otro de sus grandes westerns, John Ford dedica a John Doc Hollyday (Victor Mature) cuando cae abatido en el legendario tiroteo del O. K. Corral de Tombstone, durante el arreglo de cuentas entre el clan de los Earp y el de los Clanton; el que Howard Hawks dedica al pistolero Nelse MacLeod (Christopher George) cuando cae abatido por Cole Thornton (John Wayne) en Eldorado, o el que Nicholas Ray dedica al agonizante Tom (John Carradine) en Johnny Guitar, son de esa clase de excepciones que apuntalan la norma. Christopher George muere distante, con frialdad profesional, mientras reconoce que Thornton-Wayne no le ha dejado opción por su mayor rapidez; Mature desaparece por la parte inferior del plano, como si se sumergiera, y deja que el paisaje que hay a sus espaldas ocupe su puesto en la pantalla, sin un gesto. Es la muerte de una estatua, un signo humano esculpido en nube y roca, de la misma índole que la muerte elíptica del personaje Hatfield, que interpreta John Carradine, en La diligencia, de John Ford (The Stagecoach, 1939): aquí es su elegante mano, agarrada a un revólver, la que cae en el mismo abismo inferior del plano que la captura y que no enjuicia moral o psicológicamente el suceso, sino que lo enuncia como tal suceso, como cierre de un acorde. Y si el mismo Carradine en Johnny Guitar muestra de cerca a la cámara su rostro no es para ofrecer el contenido de su muerte, sino para sellar armónicamente el de su vida: Carradine sonríe feliz porque otros le observan y este pobre diablo se siente centro de un suceso, en lugar de eterno espectador de los actos ajenos:
CARRADINE: (Apuntando con su revólver a los linchadores.) ¡Podéis llevaros a Turkey. ¡Pero no se os ocurra tocar a Vienna!
MCIVERS: ¡Tira ese revólver, Tom!
CARRADINE: No, mientras uno solo de vosotros siga aquí dentro. (Emma desenfunda y dispara sobre Tom, hiriéndole mortalmente.)
VIENNA: (Inclinándose dolorosamente sobre Tom.) ¿Por qué lo has hecho, Tom?
CARRADINE: Tú habrías hecho lo mismo por mí. Fíjate: todos me miran. ¡Es la primera vez que soy importante! (Muere.)
La propia víctima despoja a su muerte de contenido y acepta la ley de su forma. Fascina en el homicida del western su desprecio por la vida, mezclado con su escrupuloso respeto por las formas codificadas para suprimirla. Matar no es indigno; indigno es matar por la espalda. En un mundo que ha consumido incontables cuerpos filosóficos destinados a descifrar el contenido de la muerte, este vaciamiento es un saludable acto de burla y la muerte, así despojada, es devuelta a su reducto ceremonial trágico, perdido en el laberinto de los orígenes del teatro, donde era aceptada de antemano por sus elegidos. El western, más que una bastarda épica del pasado, es una misteriosa, oculta y genuina tragedia del presente.
En un ensayo de 1964, Las aventuras de la tragedia, el filósofo francés André Gluksmann afirma que «la grandeza del western [procede de que sus héroes viven] el instante que sus decisiones responden a la escisión de la historia, [ese instante] en que, con la limpieza de un experimento de laboratorio, una civilización pone a prueba sus fundamentos: el instante de la instauración de la ley. Esta misma era la situación de la tragedia griega: una vez que ha acabado la conquista y Agamenón ha vuelto, se trata de que la ley política, representada por Orestes y los dioses apolíneos, triunfe sobre los antiguos lazos de sangre hechos furor y violencia, que representan Clitemnestra y las hijas de la noche. El coro antiguo, con sus terrores y su sabiduría pasiva, representa, como los ciudadanos del Oeste, una colectividad capaz de aprovecharse de las leyes, pero no de implantarlas: una colectividad épica que se ha convertido en conciencia espectadora de sus héroes. Entonces, como en Edipo Rey, la máquina infernal se pone en marcha y el avance épico se invierte en movimiento trágico».
El lugar poético del western es el instante oscuro, trágico y compulsivo de donde procedemos los hombres de hoy, el instante exacto de nuestro parto histórico. En el filme Young Billy, Young, realizado en 1969 por Burt Kennedy, el nuevo sheriff Ben Kane (Robert Mitchum) llega al poblado para hacerse cargo del orden y recibe a John Beham, alcalde de la localidad:
JOHN BEHAM: Esta ciudad no está preparada para la ley, sheriff.
BEN KANE: Le doy de plazo hasta el amanecer para prepararse.