Los judíos se las vieron negras en el siglo XVII porque la época de las guerras de religión no era liberal en las ideas ni en la práctica, con pocas excepciones, como la mancomunidad polacolituana y Transilvania bajo soberanía otomana. Cuando los católicos eran perseguidos en tierras protestantes, y viceversa, cuando católicos y ortodoxos se enfrentaban en Europa oriental, ¿qué podían esperar los judíos? El siglo XVIII, por más que lo llamemos el Siglo de las Luces, tardó en mejorar su situación: en los últimos años, cuando el Habsburgo José II tomó las primeras medidas de lo que se llamaría «la emancipación», los protestantes de Prusia, guiados por Lessing, empezaron a admirar a Mendelssohn, y cuando Mirabeau y el abate Grégoire, inspirados por ciertos prusianos, propusieron al rey Luis XVI la emancipación para solucionar lo que no tardaría en llamarse «la cuestión judía», precisamente a consecuencia de la emancipación. Pero Voltaire, d’Holbach y Federico II están ahí para justificar la afirmación de Joseph de Maistre, según la cual el «antijudaísmo fue una de las tesis favoritas del siglo XVIII».1
La Francia revolucionaria declaró que los judíos eran ciudadanos como todos los demás en 1791. Prusia los emancipó, parcialmente, en 1812. Al momento de su creación, Bélgica siguió el modelo francés. Dinamarca, en 1849. El Reino Unido otorgó progresivamente derechos a sus judíos entre 1849 y 1858, pero la entrada a las universidades tardó hasta 1871 y Nathaniel de Rothschild tuvo que esperar hasta 1885 para ser el primer judío en la Cámara de Lores. En el Imperio de los Habsburgo, las reformas se sucedieron entre 1840 y 1867. En Alemania, los judíos recibieron los derechos políticos entre 1869 y 1871, pero no pudieron entrar a la oficialidad en el ejército y tampoco en la alta administración sino hasta la primera guerra mundial. En Italia, el Reino de Piamonte tomó la delantera y extendió la igualdad a los judíos al realizar la unidad italiana, entre 1859 y 1870. Bulgaria y Serbia hicieron lo mismo en 1878 y 1879, respectivamente. A finales del siglo XIX, sólo Rumania y el Imperio zarista mantenían a los judíos aparte.
La emancipación, para los propios judíos, fue una revolución que dividió la comunidad al cambiar totalmente su estatus en el seno de la sociedad global. Los judíos recorrieron rápidamente, incluso más rápidamente, el camino común de la modernización, fenómeno que Marx y Engels pintaron de manera magistral en las primeras páginas del Manifiesto comunista, en 1848. La «sinagoga», denunciada por los filósofos del siglo XVIII como la conservación de todos los arcaísmos y del fanatismo, pasó en poco más de cincuenta años a ser el caballo de Troya de una modernización destructora de toda religión.
Porque el reconocimiento de los derechos religiosos y cívicos de los judíos, al igual que la destrucción simbólica y más que simbólica de los muros de los guetos –primero por los ejércitos franceses– aumentaba la visibilidad de los judíos. No tenían ya derechos particulares ni privilegios ni estatuto de inferioridad. Ahora bien, hasta entonces el judaísmo se había concebido a sí mismo como religión y como pueblo. De repente, la sociedad global trataba su religión como cualquier otro culto, pero no quería saber nada de la otra mitad de su identidad: el pueblo debía fundirse en las democracias occidentales o esperar su emancipación en los países que no habían adoptado el concepto moderno de ciudadanía y seguían funcionando sobre los «etnos», como el millet del Imperio otomano, utilizando en el mismo sentido los vocablos de «raza», «comunidad religiosa», «pueblo» y «nación», aunque no en el sentido racial y racista de cierto darwinismo que estaba por venir.
A lo largo del siglo, en el marco de la «explosión demográfica» euro pea y angloamericana, se dio un notable crecimiento numérico de los judíos. De menos de dos millones en 1813, la población judía pasó a catorce millones en 1913, con dos grandes bloques: seis millones y medio en el Imperio zarista; tres millones y medio en Estados Unidos; un millón en Austria y Hungría; quinientos mil en el Imperio alemán; cien mil en Francia y en el Reino Unido; treinta mil en Italia. Este crecimiento demográfico, el éxodo rural, las migraciones desde Oriente hacia Occidente, así como la emancipación acompañada por la «modernización» de la sociedad global, llevaron a muchos judíos a una ruptura radical con los usos y costumbres de la comunidad, ghetto o shtetl. Francia inauguró la marcha, mientras que Rusia la terminó en 1917. Esto provocó conflictos dolorosos tanto para salir de la comunidad como para entrar en la sociedad.2
¿Cuáles eran las soluciones? La conversión al cristianismo, adoptada por el padre de Marx. Un vago deísmo acompañado o no por una observancia mitigada de la ley. Vivir el judaísmo como una «confesión» comparable a las Iglesias, es decir, una adhesión puramente personal. Esto es lo que hace el judaísmo «reformado» sobre el modelo del protestantismo liberal y del ateísmo, militante o no, con abandono de toda referencia religiosa. El Estado francés sólo conocía ciudadanos de confesión católica, protestante o israelita. En el Este de Europa la masa siguió lejos de estos intentos, sólo pedía paz y dignidad, perseverando en su ser; y cuando se las negaban tomaba el camino del Oeste, hacia Viena y Berlín, París y Nueva York. En Europa occidental, la laicización de la comunidad judía progresó rápidamente, pero la identidad judía se conservó en la mayoría de los casos. El asunto no fue un problema para el Estado liberal hasta que se encontró con la competencia del nacionalismo y del socialismo. El nacionalismo francés, en su versión universalista, quiso integrar al judío como a cualquier inmigrante; en sus versiones alemana o rusa, el nacionalismo predicó la existencia de un genio nacional, hijo de la lengua, la raza, la tierra. En el primer caso, el judío debía asimilarse, autoborrarse, lo que muchos hicieron con gusto; en el segundo caso, con la mejor voluntad del mundo, la integración era imposible porque, tarde o temprano, la nación que apenas realiza su unidad orgánica, elimina los cuerpos extranjeros, considerados residuos del pasado, de una historia infeliz. Para Dostoyevski hasta hay un Cristo ruso, y para ciertos alemanes, un cristianismo alemán purificado de su origen judío. Mientras que el nacionalismo contractual a la francesa liberó a los judíos de la judeofobia cristiana, el nacionalismo orgánico la despertó, la transformó y le dio una nueva virulencia, con elementos de lucha de clases y de la legitimación científica del racismo. En ese caso, no había más salida que emigrar hacia Francia, Inglaterra o América, o lanzarse a la lucha política para fundirse en el universalismo progresista: republicanos y liberales en Francia, socialistas en Alemania y Austria, pero revolucionarios en la Rusia autocrática de las leyes antisemitas y del antisemitismo de masa. La última solución, cuando se experimentan los límites de la asimilación, a partir de 1896, fue el sionismo de Theodor Herzl: dar un Estado, un territorio al pueblo judío.
La era moderna es la era judía, afirma Yuri Slezkine. Y añade: «La modernización significa que todos se vuelven urbanos, móviles, alfabetos, articulados, intelectualmente intricados y flexibles en cuanto a ocupación».3 Modernización significa pasar de la afectividad a la neutralidad afectiva, del particularismo al universalismo, sin tomar en cuenta el costo del tránsito de la Gemeinschaft a la Gesellschaft, sostiene Talcott Parsons. No entiende el dolor causado por la secularización y su operación quirúrgica: separación de la Iglesia y del Estado (el trauma católico), separación de la religión y del pueblo (el trauma judío), separación a la hora de la disolución de los clanes, de las solidaridades de la familia extendida, del éxodo rural, de la migración continental y transcontinental. Hubo muchas formas de resistencia a esta «modernización» que liberaba y promovía al individuo en el marco de una cultura cívica, pero lo lanzaba al mismo tiempo a la «muchedumbre solitaria». Marx, Freud, Herzl, de cierta manera, se opusieron a la modernidad y lo mismo los jesuitas antisemitas de la Civiltà Cattolica.4 Bien lo dice Slezkine: «La época judía fue también la época del antisemitismo. Por su entrenamiento mercurial, los judíos eran excelentes en las profesiones fuentes de estatus y poder en el Estado moderno, pero por su pasado mercurial, eran extranjeros tribales que no pertenecían al Estado moderno. Esto creó un “problema judío” totalmente nuevo». En la sociedad tradicional, los judíos y los otros vivían en mundos separados, definidos por papeles económicos diferentes; sus necesidades y desprecio mutuo se fundaban en la reproducción permanente de esta diferencia. «Ahora que estaban moviéndose en los mismos espacios sin volverse intercambiables», sigue Slezkine,
el desprecio mutuo crecía en proporción inversa de su necesidad mutua […]. Cuanto más alemanes o húngaros se volvían los judíos, más visibles se volvían como élite y más odiados como extranjeros tribales («escondidos» y por lo tanto más temibles) […]. El «problema judío» no era sólo el problema que varios (ex) cristianos tenían con los judíos, sino el problema que varios (ex) judíos tenían con su judeidad.5
Lo que llamamos cómodamente Antiguo Régimen descansaba en los países latinos sobre el principio de la catolicidad. La Revolución francesa y sus hermanas marcan la salida de tal sistema por una ruptura violentísima que engendra una sociedad y una cultura fundadas en el principio de laicidad. La sociedad moderna se levanta contra la institución monárquica y sin la institución católica. A la Revolución se opone vigorosamente, durante mucho tiempo, aunque sin mucho éxito, la Contrarrevolución que tiene dos fuentes: la monarquía y el catolicismo, reunidos en la figura tutelar del papa. En el marco de esa guerra, el anticlericalismo y el antipapismo engendran el ultramontanismo y el antimodernismo entre los católicos, alejados progresivamente de cualquier forma de liberalismo. De 1830 a 1870, el papa levantó las murallas de la ciudadela católica romana para resistir al mundo «moderno».
El Risorgimento que llevó a la progresiva unificación de Italia, bajo la égida de la Casa de Piamonte en detrimento de los Estados Pontificios, agravó en la Iglesia el sentimiento de que estaba sitiada. Así se creó la inextricable «cuestión romana». (Habrá que esperar hasta 1929 para que los Pactos de Letrán, los famosos Patti Lateranensi, la resuelvan.) Su principal defensa, militar y diplomática, era internacional: primero Austria, luego Francia, hasta el derrumbe del Imperio de Napoleón III, en Sedán, el 4 de septiembre de 1870. La resistencia a la «Joven Italia» y al rey Vittorio Emanuele fortaleció aún más la mentalidad de gueto y contribuyó a la formulación dogmática de textos como Quanta cura y el Syllabus,6 los cuales proclaman la imposibilidad para el papa (y toda su Iglesia) de «reconciliarse con el mundo moderno». Dicha reacción de crispación defensiva no hizo más que aumentar el número de los enemigos del papa, exaltar el anticlericalismo, así como endurecer a los católicos y agruparlos como nunca alrededor del obispo de Roma. El fin del poder temporal de los papas es el principio de una autoridad suya sin precedente sobre la Iglesia católica universal. La creación de la revista Civiltà Cattolica por los jesuitas italianos, así como su radicalismo (muy superior al de las otras revistas jesuitas en el mundo), se entienden solamente en el marco de esa precisa coyuntura histórica italiana. Si los católicos se volvían ultramontanos, los jesuitas eran algo así como la guardia personal del papa, y los jesuitas italianos su grupo de choque.
El 20 de septiembre de 1870, por la brecha que abrieron en la Porta Pía los cañones italianos, se sacudió la conciencia política europea y se exaltó a un grado extremo tanto el anticlericalismo –el cual pasaría por su apogeo en los siguientes cuarenta años– como la reacción religiosa conservadora. La «caída» de la Roma negra de los papas era un símbolo magnífico para las internacionales de la libre pensée [pensamiento libre] y de la masonería que celebraron el triunfo en la nueva capital de Italia. Allí mismo, en 1882, organizaron un «triunfo» a la antigua para el difunto Garibaldi. Para los católicos el papa, «el preso del Vaticano», se volvió figura mística e intocable.
Para ambos bandos, el tema del fin de la cristiandad significó el enfrentamiento apocalíptico entre dos ejércitos bajo dos estandartes, el de la Ciudad del Hombre, libre y liberado, y el del Reino de Dios (Regnum Dei). Los papas manifestaron su voluntad de recuperar la autoridad política de la Santa Sede, mientras que sus adversarios pensaban que asistían a los últimos coletazos de un monstruo prehistórico. El anticlericalismo (neologismo que aparece por primera vez bajo la pluma de Ernest Renan en 1869, en el contexto electoral francés) alcanzó entonces un alto grado de violencia y de generalidad en la Europa continental y también en América Latina.7
En España, el llamado «sexenio revolucionario» (1868-1874) empezó con la expulsión de los jesuitas y culminó con la separación de la Iglesia y el Estado en la Constitución de 1873, basada en el modelo mexicano. En Brasil, la masonería de inspiración positivista abrió una crisis, entre 1872 y 1875, a la hora del espectacular Kulturkampf [combate por la cultura contra la barbarie] emprendido por Otto von Bismarck, el «Canciller de Hierro», en el nuevo Imperio alemán. Aliado con los liberales desde 1866, Bismarck veía en esa lucha contra el ultramontanismo de los católicos (la tercera parte de la población, incluyendo los polacos, alsacianos y lorenos reacios a su anexión al Reich) la mejor manera de consolidar su obra unitaria. Lo definió como el combate de la luz contra las tinieblas romanas y lanzó la duradera consigna «Los von Rom!» [lejos de Roma, acabar con Roma]. Para Bismarck el asunto era político, no religioso, pero el Vaticano sospechaba que su intención era crear una Iglesia católica alemana.
En junio de 1871 Berlín empañó las relaciones diplomáticas con la Santa Sede, apenas establecidas en marzo, apoyando el cisma de los «viejos católicos», los que no habían aceptado la proclamación de la infalibilidad del papa el año anterior, en el concilio. En 1872 una serie de medidas afectaron las escuelas católicas, lo cual llevó a una escalada en el conflicto, lo que dio motivo a la ruptura, acompañada de la expulsión de los jesuitas; 1873 fue el año de la promulgación de las famosas Leyes de Mayo que afectaron el funcionamiento interno de la Iglesia y chocaron con el derecho canónico. En 1874 todas las órdenes religiosas fueron expulsadas de Prusia y en 1875 el Estado dio a los feligreses el derecho de escoger a sus curas. El juramento de fidelidad al Imperio, exigido hasta entonces nada más a los funcionarios, se extendió a los clérigos. Roma autorizó el juramento, completado por una declaración de fidelidad a «las leyes de Dios y de la Iglesia». En todo lo demás, desde el otoño de 1872, los obispos adoptaron una estrategia de resistencia pasiva que exasperó a Bismarck. Varios obispos terminaron en la cárcel o fueron expulsados del país, cerraron los seminarios, suspendieron a muchos curas, 1.400 parroquias quedaron sin sacerdotes y muchas diócesis, vacantes. Esta Iglesia «de las catacumbas» despertó la simpatía internacional y la ofensiva del Estado tuvo como resultado el triunfo del ultramontanismo y del clericalismo, porque estrechó las relaciones entre los obispos y Roma, entre los feligreses y el clero. Además exaltó un poderosos partido político, inicialmente no concebido como confesional, pero que, a consecuencia del Kulturkampf, se volvió un partido católico, el Zentrum, dirigido por «la pequeña eminencia»: Windthorst. Bismarck, quien había prometido que no irían «a Canossa»,8 aprovechó la muerte de Pío IX para ir discretamente a Canossa. La diplomacia conciliadora de León XIII le permitió, a partir de 1880, abandonar progresivamente la lucha. De todas las medidas contra la Iglesia, una sola subsistió hasta 1917: el exilio de la Compañía de Jesús.9
El Kulturkampf tuvo un impacto inmediato con resultados equivalentes en la vecina Suiza entre 1872 y 1880; y de la misma manera, en los mismos años, en los Países Bajos y en Bélgica. Los últimos años de Pío IX estuvieron marcados por la intransigencia romana y la resistencia católica. Luego, el hábil León XIII combinó la firmeza doctrinal con el talento diplomático. No dudó en sacrificar a los obispos más leales para lograr, finalmente, la victoria. En Alemania, ya en 1885 todo había terminado. Suiza, entre 1882 y 1884, vio terminar la crisis; en Bélgica las relaciones diplomáticas con el Vaticano fueron restablecidas en 1884, después de la victoria electoral de la coalición entre católicos liberales y una unión nacional de derecha; en los Países Bajos, católicos y protestantes unidos obligaron a los liberales a restablecer la situación anterior.
Francia no marchó al mismo tempo. La mal nacida Tercera República, entre los escombros de la derrota de 1870-1871 y de la Comuna, fue conservadora durante diez años, hasta que en 1879 triunfó la mayoría de Defensa Republicana. Empezó entonces el Kulturkampf a la francesa con el famoso grito de guerra de Léon Gambetta: «Le cléricalisme, voilà l’ennemi!» [¡El clericalismo, he ahí el enemigo!]. Y la batalla escolar arrancó en 1880 con la proscripción de las congregaciones y la progresiva laicización (desconfesionalización) de la escuela primaria que terminó siendo «obligatoria, gratuita y laica». Los intentos del papa por reconciliar a los católicos monarquistas con la República tuvieron un éxito mitigado en 1892. Muchos católicos no los entendieron porque los anticlericales consideraban que eran un ardid de la Iglesia para restaurar la influencia de sus escuelas y de las congregaciones.
Si bien el recrudecimiento del anticlericalismo es anterior, el famoso caso Dreyfus exalta las pasiones a partir de 1895. La gran mayoría de los católicos cree en la culpabilidad del capitán alsaciano (y judío), como el resto de la opinión francesa, por lo menos hasta el descubrimiento del documento apócrifo que obliga a la revisión del proceso. Sin embargo, hay una minoría católica para defender a Dreyfus: un Comité Católico para la Defensa del Derecho y el abogado del capitán, el señor Labori. Los obispos se mantienen prudentemente silenciosos, lo que les es reprochado tanto por los partidarios de Dreyfus como por sus enemigos. Pero el diario católico más visible, La Croix [La cruz], combina de manera muy agresiva su convicción de que Dreyfus es un traidor con un antisemitismo virulento. Por eso la Iglesia católica francesa pasa a la historia como anti-Dreyfus. Y como el bando favorable a Dreyfus se vuelve anticlerical, impone la idea de que todo el caso es el resultado de un complot contra la República, armado por la Iglesia y especialmente por los jesuitas.
La principal consecuencia política de la crisis fue una serie de leyes contra congregaciones y órdenes religiosas, progresivamente suprimidas o expulsadas de Francia. El Gobierno radicalmente anticlerical de Émile Combes aceleró a partir de 1902 la marcha, de modo que a ninguna congregación le fue permitido enseñar para 1904. En el mismo año ocurrió la ruptura de relaciones diplomáticas con el Vaticano, la cual precedió por muy poco una radical separación de la Iglesia y del Estado. En 1905 feneció el Concordato napoleónico. La Iglesia perdió todos sus bienes. Los templos, curatos, palacios episcopales y seminarios pasaron a ser propiedad de la nación, decenas de miles de curas y monjas salieron al exilio. Muchos llegaron a México, cuyas Leyes de Reforma habían sido estudiadas por los legisladores anticlericales.
Y más aún, a partir de la década entre 1860 y 1870 una evidencia se impone a los dirigentes de la Iglesia (y a muchos católicos): la Iglesia está amenazada por los cuatro vientos. Hay que apretar filas alrededor del papa, amenazado en su existencia temporal por el rey de Italia y en su existencia espiritual por la conspiración revolucionaria y liberal. En 1852 el católico francés Jacques Crétineau-Joly publicó mil páginas en dos tomos: L’Église Romaine en face de la Révolution [La Iglesia romana frente a la Revolución], para denunciar el complot que unía a protestantes, jansenistas, filósofos, iluministas, masones, liberales y carbonari, éstos revolucionarios italianos. En 1867 el obispo Ségur publicó Les franc-maçons, ce qu’ils sont, ce qu’ils veulent [Los francmasones, quiénes son, qué desean], del que se imprimieron 120.000 ejemplares en siete años. Y en 1869 Gougenot des Mousseaux, en un libro que en ese momento no se leyó, añadió a la lista un nuevo enemigo: Le juif, le judaïsme et la judaïsation des peuples chrétiens [El judío, el judaísmo y la judaización de los pueblos cristianos], tema que probó tener un gran porvenir.
De hecho, a partir de 1860, los dirigentes de la Iglesia y el clero se convencieron de que pertenecían al bando de los perdedores. El año 1870, que llevó al papa a proclamarse «el preso del Vaticano», fue una fecha decisiva porque le dio la razón a los profetas apocalípticos. Triunfó el liberalismo y la Iglesia católica perdió el monopolio religioso y sus fueros con la implantación generalizada de la tolerancia. También perdió gran parte de sus bienes con la secularización. En muchas partes se prohibieron las órdenes religiosas y las congregaciones. Se intentó acabar con la escuela católica. El fin de un mundo se interpretó como el final del mundo.
La reacción empezó por buscar un culpable. Y lo encontró en el liberalismo, hijo de las Luces y de la Revolución francesa (Voltaire y Rousseau) y padre del condenado «mundo moderno». En su investigación se permitió sumar pasionalmente el antiprotestantismo, el antimasonismo y, de una manera muy novedosa, el antisemitismo: el liberalismo, al emancipar a los judíos, les ha dado toda libertad para conquistar la economía y el nuevo instrumento de poder, la prensa. Así lo ve la reacción. Ahí está el complot, detrás de los liberales, los masones, y detrás de los masones, los judíos, el judío. Judeofobia y antimodernismo intransigente van de la mano. Su odio y su temor se nutren de todas las fuentes, desde las más antiguas hasta las más recientes. Todos los enemigos de la verdadera religión se han coludido y organizado en «sociedades secretas», cuya meta es aniquilar la fe. Si no, no se entiende cómo el papa, adorado por sus súbditos, haya sido despojado de sus Estados. Frente a los católicos, soldados de la luz, se ha levantado el inmenso ejército de las tinieblas, bajo la bandera de Satanás. El Príncipe de las Tinieblas usaba antes de los herejes, templarios, luteranos y calvinistas; desde el siglo XVIII recurrió a la masonería y ahora «al judaísmo, Sinagoga de Satanás».
En la segunda mitad del siglo XIX, la Iglesia llegó a distinguir tres series de Estados: «infieles o idólatras», como los Imperios otomano, chino y japonés; Estados «heterodoxos», como los protestantes y los «cismáticos» (ortodoxos); y los Estados liberaleschi [liberales]. La Iglesia se podía acomodar a todas las formas políticas, pues aprobaba la idea de libertad política ya fuera en la república, la monarquía o en los regímenes aristocráticos o populares. «Pero el liberalismo moderno es otra cosa», se dice en las páginas de Civiltà Cattolica:
Su concepción descansa en la absoluta independencia del hombre de cualquier tipo de autoridad que no sea él mismo o no emane de él. Por más que no lo sepan muchos de los que lo siguen a ciegas, el lema de Feuerback [sic] se reduce a lo siguiente: el hombre es su propio Dios, la sociedad no es más que el hombre agrandado y el Estado le da cuerpo y persona; de modo que el concepto liberal lleva a la divinidad del Estado.10
Para el autor jesuita la meta del Estado liberal es la destrucción de la Iglesia, o «por lo menos su reducción a la servidumbre». En el EstadoDios ya no había lugar para el Regnum Dei, por eso se había desatado la guerra feroz contra la Iglesia. Dicen los liberales que sólo quieren la separación de los órdenes civil y religioso, pero su «libera Chiesa in libero Stato» [Iglesia libre en Estado libre] no es más que la máscara que disimula su meta mortífera.11
Este católico francés, eminente liberal, admirable conocedor del Imperio de los zares y de los rusos, enemigo radical de toda forma de antisemitismo, en 1893 emitió un interesante diagnóstico:
Ya señalé la semejanza entre el antisemitismo y el anticlericalismo. Entre los dos hermanos enemigos, uno reconoce, en esto también, algún parentesco. Existe una asombrosa similitud entre los ataques de los antisemitas contra los judíos y las diatribas de los anticlericales contra el papado. Mismo lenguaje, mismas fórmulas, mismas conclusiones, de modo que los enemigos de Israel y los del Vaticano sólo tendrían que cambiar los nombres en sus reclamos contra la Iglesia, o contra la Sinagoga. Como el antisemita dice a los judíos que su patria es Jerusalén, el anticlerical repite al católico, al sacerdote, al monje que su patria es Roma. De los dos se dice que forman un Estado en el Estado, imperium in imperio. Contra los dos se movilizan las pasiones nacionales, se reclaman medidas de protección, es decir, leyes restrictivas.12
Y concluye que el antisemitismo católico, el que él condena, es el Kulturkampf del catolicismo, es decir, la respuesta al Kulturkampf de «todos los enemigos de la Iglesia». De modo que el antisemitismo es, de cierta manera, la contraparte del anticlericalismo, es otro Kulturkampf, un Kulturkampf enderezado contra los adversarios, «secretos o confesos, de la cultura cristiana».13 Efectivamente, en Alemania, desde el primer año de la ofensiva bismarckiana, la revista católica Germania adivinó la presencia de los judíos detrás del canciller14 y Pío IX denunció, en diciembre de 1872 y en abril de 1873, «el periodismo judío».15 El 10 de septiembre de 1879, Germania publicó:
Por fin el pueblo alemán abrió los ojos; ve que la verdadera lucha por la civilización, el verdadero Kulturkampf, es el combate contra la dominación del espíritu y del dinero judíos. En todos los movimientos políticos son los judíos los que tienen el papel más radical y más revolucionario, haciendo guerra a ultranza contra todo lo que queda de legítimo, histórico y cristiano en la vida nacional de los pueblos.
Un siglo después de Leroy-Beaulieu, el historiador alemán Olaf Blaschke anotó que los «estereotipos del antijesuitismo y del antisemitismo se parecían mucho […]; en Alemania, entre 1872 y 1917, la cuestión esencial fue la de los jesuitas», es decir, su eventual regreso.16 Y añade: «en el campo de batalla de la “cuestión jesuita”, los católicos lanzaron también la “cuestión judía”; mientras que antisemitas anticatólicos, como Böckel en 1887, sostenían que no sólo los jesuitas debían salir de Alemania, sino los judíos también. Los antisemitas católicos respondieron que los jesuitas debían volver, mientras que los judíos que contribuyeron a su expulsión y se alegraron del Kulturkampf eran los que debían salir.17
El Partido Católico del Centro no tuvo una línea política antisemita; al contrario, al estilo de Leroy-Beaulieu, el diputado Ernst Lieber afirmaba: «Como minoría en el Imperio no olvidamos lo que nos ha pasado ya y bien podría ocurrir de nuevo […]; hoy se lanzan contra los judíos, mañana será contra los polacos, y pasado mañana contra los católicos».18
La Iglesia católica conoció una de las crisis más violentas de su historia a lo largo del siglo que dio inicio en 1789. Pero esto afectó también a los protestantes de la Europa continental y a los ortodoxos. El antisemitismo delirante fue un síntoma de la crisis, una compensación al miedo y a la angustia. Todo lo moderno, el Mal, se identificó con el judío salido del gueto. En un mundo lleno de enemigos, de Anticristos de todos los colores, el antisemitismo fue un código cultural para gran parte del clero y de los fieles, por más que existieran en las tres Iglesias los que algunos historiadores alemanes llaman Kulturkatholiken y Kulturprotestanten (yo añadiría a los Kulturorthodoxen, como Vladimir Soloviev), es decir, el otro polo de un cristianismo descalificado por los antisemitas como Judenfreundlich, «amigo de los judíos».
El antisemitismo católico quiso exorcizar las amenazas que los papas, el clero y los fieles sentían pesar sobre sus creencias. El drama radica en que esa pasión en forma de psicosis se lanzó no contra enemigos imaginarios, sino contra una comunidad bien real. Así fue como ciertos cristianos –hostiles por tradición hacia los judíos, es verdad, pero nada preocupados por ellos– entraron en un estado de trance hacia 1880. Así, lo maravilloso, en el sentido de irracional, ocupó un lugar inmenso en los escritos de los jesuitas de la Civiltà Cattolica, así como en los de todos los antisemitas. No solamente periodistas y escritores de segunda, sino también serios intelectuales y autores connotados se dejaron fascinar por el ocultismo, el satanismo y el misterio. Allí están Huysmans y muchos más. En cuanto a los católicos, clamaron sin parar por la intervención del Espíritu o, más bien, de la Virgen. Pío IX proclamó como un dogma la Inmaculada Concepción, la Virgen María se dejó ver en La Salette, en Lourdes y en otros lugares… Como las oraciones de los creyentes no recibían pronta respuesta, como los católicos formaban la mayoría aplastante en muchos países, su derrota la tuvieron que atribuir al misterioso juego de las fuerzas del Mal: la francmasonería y la Sinagoga de Satanás.
El complot diabólico, mucho antes de la aparición de Los protocolos de los sabios de Sion, fue para ellos un hecho incontestable. En el fondo, al catolicismo lo sacudía una crisis muy grave que afectaba las bases mismas de la fe. Incapaces de enfrentar el reto de esta crisis, mal dirigidos por sacerdotes poco preparados para una situación de esta naturaleza (antes de la separación de 1905, en Francia, la mayoría de los seminaristas eran hijos de campesinos pobres; en Alemania el 40 por ciento de los curas eran hijos de campesinos, mientras que entre los pastores protestantes, lo era sólo el 3 por ciento),20 los católicos se refugiaron en el mito.
Un análisis del vocabulario, de los temas obsesivos (odio, sangre, oro, pureza), encuentra que detrás de las palabras hay una angustia terrible, un temor que produce una idea fija: los judíos emancipados, al salir del gueto (que los protegía de los cristianos, sí, pero a la vez protegía a los cristianos) hicieron pesar sobre ellos una amenaza mortal: el Estado sin Dios, el Estado-Dios, el gran capital, la muerte de la Nación. Todo esto era obra de los judíos y por eso entre ellos y los cristianos se debía dar una lucha a muerte. Se rumoraba que el Anticristo no tardaría en surgir del seno del pueblo judío, antes de la conversión de los judíos y de la segunda venida del Señor.
La revista se fundó en 1850, en Nápoles, por obra de un puñado de jesuitas que habían huido, con el papa, de la Revolución de 1848 en Roma. Buscando los medios para combatir a los enemigos de la Iglesia, conscientes de la importancia de la prensa, optaron, después de mucha discusión, por una revista bimensual de cierto nivel intelectual, dedicada a las cuestiones religiosas y a la actualidad política. Revista de combate, recibió desde el primer día el apoyo moral de Pío IX. Concebida como un órgano «italiano» de difusión nacional, «per tutta l’Italia», allende las fronteras de los estados pontificios, en su primer año tuvo siete mil suscriptores, los cuales en 1853 sumaban doce mil. Rápidamente su prestigio hizo de ella una referencia para amigos y enemigos.
El jesuita Carlo Maria Curci, su fundador, empezó a trabajar con otros padres de la compañía: Antonio Bresciani, Giuseppe Oreglia di Santo Stefano (su hermano menor, Luigi, llegaría a cardenal), Giovanni Battista Piancini, Carlo Piccirillo y Luigi Taparelli d’Azeglio. Ellos tuvieron el nombramiento de redactores de tiempo completo, por disposición del superior general, Roothaan, y así fue siempre. Corresponsables in solidum, no firmaban los artículos,22 se reunían cada semana, según el principio colegial, para decidir en conjunto lo que se iba a publicar o no. La revisión colectiva de cada artículo les tomaba mucho tiempo. Los autores de los artículos de fondo fueron pocos y casi siempre los mismos.
Sin ser revista oficial ni oficiosa (L’Osservatore Romano, fundado en 1861, recibe la calificación de órgano oficioso del Vaticano), Civiltà Cattolica tenía el beneplácito de la Santa Sede y mantuvo siempre una relación especial con ella. Antes de ordenar el tiro en la imprenta, el fascículo se mandaba a la Santa Sede para su visto bueno, en función de su conformidad (o no) con la doctrina oficial en cuestión de fe, moral, teología; en función de su conformidad (o no) con la línea política en relación con los Estados, pero especialmente con la política italiana; en función de su conformidad (o no) con el momento. El lunes de la semana en la que salía Civiltà Cattolica el director tenía audiencia en la Secretaría de Estado, muchas veces con el papa en persona.
El 12 de febrero de 1866, Pío IX dio a la revista un estatuto por el breve Gravissimum supremi, que instituyó el Collegio degli Scrittori della Civiltà Cattolica:
En estos tiempos muy infelices […] los enemigos de toda justicia y verdad, por el medio de los libros pestíferos, pero sobre todo de los periódicos escritos con un odio acérrimo y diabólico contra nuestra divina religión [serán combatidos por la Compañía de Jesús] para defender la religión católica, su doctrina, sus derechos […], la Santa Sede.
Como este colegio era un instituto de derecho pontificio, le tocaba decidir a la Santa Sede, no al padre superior general de los jesuitas. Todo esto lo confirmaron León XIII y sus sucesores.23
Su programa, detallado desde la primera entrega, ya estaba contenido en su título: Civiltà Cattolica. Se trataba de construir una civilidad, una ciudad, una sociedad, una cultura, una urbanidad inspiradas por el cristianismo. «Nuestro programa, como nuestro título, nuestra bandera, nuestra divisa, nuestra solemne profesión de fe: la civiltà cattolica». La meta era «reconstruir […], restaurar la idea y el sentimiento de la autoridad sobre la base del concepto católico». Afirmaba el principio de autoridad contra las «aberraciones intelectuales» (es decir, la reforma protestante, el racionalismo, los filósofos, la Revolución francesa, el liberalismo) que alejaban a los hombres del «sentido cristiano, católico, romano». Pero condenaba también el «absolutismo» como despotismo, tanto el «protestante» como el «volteriano, los regalistas, febronianos y josefistas».
Guerra, pues, al liberalismo dominante, a la masonería, al Estado usurpador; defensa a ultranza del poder temporal del papa, que le garantizaba su independencia; rechazo a cualquier «conciliación». Triple fidelidad: a Jesús Cristo, a la Iglesia, al papa. No era una revista de teología, pero apenas fundada acusó al padre Antonio Rosmini (1797-1855) de enunciar en 1832 ideas democráticas en Le cinque piaghe della Santa Chiesa [Las cinco llagas de la Santa Iglesia];24 contribuyó a definir el dogma de la Inmaculada Concepción (1858), la infalibilidad del papa (1870), antes de batallar contra el «modernismo».
La revista salía, sin excepción, el primero y el último sábado del mes, y constaba de tres partes. Los problemas sociales o religiosos de actualidad formaban la parte «sustancial», para llevar «la polémica general contra los errores corrientes más en boga»; luego venían la «Revista de la prensa italiana» y la «Crónica contemporánea» de todos los países del mundo, donde los corresponsales locales eran, muchas veces, los nuncios. En el «Preámbulo a la crónica contemporánea» del número 1, el padre Curci prometió una información «abundante, precisa y segura», con una óptica totalmente católica. Dijo que la situación presente de Europa e Italia era el resultado de la Revolución francesa que continuaba, puesto que «el espíritu revolucionario trabajó contra el orden» y fomentaba la «revolución permanente». A la idea revolucionaria había que oponer la católica. Finalmente, la revista tenía una parte amena, que tuvo mucho éxito: relatos, novelas, etcétera. En el primer número empezaron las entregas de una novela del padre Antonio Bresciani, Il ebreo di Verona [El hebreo de Verona], la cual abría con la descripción de la célebre erupción del Vesubio y tuvo un éxito fenomenal. Luego recogida en forma de libro, ha tenido un sinnúmero de reediciones y traducciones. El fecundo jesuita publicó después, también por entregas, Lionello, Ubaldo e Irene, Lorenzo il coscritto [Lorenzo, el conscripto], Don Giovanni o il benefattore occulto [Don Juan o el benefactor escondido], La contesa Matilde y Olderico ovvero lo zuavo pontificio [Olderic o el zuavo del papa].
Civiltà Cattolica fue una revista de combate totalmente intransigente. De 1850 a 1870 defendió el poder temporal del papa, y después de 1870 no aceptó la menor negociación sobre el tema, al grado que en 1877 el padre Curci, fundador y primer director de la revista, fue expulsado de la dirección de ella y de la Compañía de Jesús por el pecado imperdonable de aconsejar una «conciliación» con el Estado italiano. Luchó a fondo contra I cattolici liberali in Italia [Los católicos liberales en Italia] (23 de marzo de 1861) y se alegró de su condena por el breve pontificio del 6 de marzo de 1873, combatió el liberalismo (54 artículos de fondo entre 1863 y 1900) y atacó la masonería (134 artículos de 1850 a 1903). La ofensiva contra los judíos empezó hacia 1880 y vale la pena señalar que, no obstante el título de la primera novela por entregas, Il ebreo di Verona, se trata de una obra histórica muy contemporánea y antiliberal, nada antisemita.
Resulta difícil imaginar la violencia de la lucha en el siglo XIX, sobre todo porque fue de palabra, la violencia del asalto contra el papa y los jesuitas, la Iglesia y el catolicismo. En esa lucha a muerte todos los medios valían y la violencia del lenguaje de la Civiltà Cattolica fue la hermana gemela de la violencia de sus adversarios. La revista es el espejo, el reflejo de la Iglesia de la época y de su cultura teológica y política: la intransigencia absoluta para defender sus posiciones tradicionales. Era la cultura del Syllabus, en especial cuando se trataba de las relaciones entre el cristianismo y la historia, la Iglesia y el Estado.
Antes de que apareciera el mito del complot de los sabios de Sion para dominar al mundo, después del mito de los templarios y de los rosacruces, pero antes todavía del mito de la conspiración masónica, nació el incombustible mito del complot jesuítico. Desde los primeros días, en tiempos de su fundador, Ignacio de Loyola, la Compañía de Jesús despertó sentimientos ambivalentes de admiración y envidia, reverencia y aversión, a los cuales se mezclaron la malicia y la calumnia. Como botón de muestra está el famoso apócrifo, Monita secreta Societatis Jesu [Instrucciones secretas de la Compañía de Jesús], publicado por primera vez en Cracovia en 1614, por un supuesto sacerdote de nombre Heronym Zahorowski. No tuvo mucha difusión en el siglo XVII, pero conoció una gran fortuna en los siglos siguientes: en 1712 se tradujo al español, en París apareció en 1719 bajo el título Instructions secrètes, en Londres en 1723 como The Secret Instructions of the Jesuits y en París otra vez en 1761, en el marco de la ofensiva del Parlamento contra los jesuitas. Se puede leer en español en la edición madrileña de Fernando Garrido (1881) intitulada ¡Pobres Jesuitas! Monita secreta o instrucciones reservadas al lector, con una reedición en Oviedo en el año 2000.
Eran los nuevos templarios, acusados de todos los pecados del mundo, el más importante: su voluntad de dominar a la humanidad entera por todos los medios. Las expulsiones de Portugal y Brasil (1759 y 1761), Francia (1764), España y América (1767), Nápoles y Sicilia, culminaron con la supresión de la Compañía en 1773, impuesta al papa por los monarcas. Esta ruda prueba hizo de los jesuitas los campeones de la reacción en el siglo XIX, a la hora de su restablecimiento en 1814.
¿Por qué los estereotipos negativos que cuajan en palabras que sirven de descalificación e insulto, tales como «jesuita, jesuítico, jesuitismo»? Existen desde el siglo XVI y no dejan de aparecer. Se deben a la hegemonía cultural que ejercieron durante mucho tiempo y que despertaba el rencor de las otras órdenes religiosas, de los obispos y del clero secular. Su papel de «intelectuales orgánicos», educadores y científicos era indudable,25 como lo era su actividad en forma de agitprop [agitación y propaganda], perdonando el anacronismo, en el siglo XVII contra los jansenistas (aunque Blaise Pascal los derrotó para la eternidad con sus temibles Lettres provinciales); y en el siglo XVIII imitaron a los philosophes, como en el siglo XIX imitaron a los liberales al utilizar los nuevos medios de comunicación. En su Le Journal de Trévoux [La revista de Trévoux] llevaron la pelea para conservar o reconquistar la opinión pública.26 Los filósofos no se dejaron: basta con leer en la Encyclopèdie el artículo «Jesuitas» de Diderot, su antiguo alumno, o lo que escribieron, en la línea de Pierre Bayle, Voltaire y Helvétius. Sus otros grandes adversarios, influyentes entre los parlamentarios franceses, fueron los jansenistas que, ¡oh ironía!, los acusaron de engendrar en sus colegios a todos los Condorcet, Descartes, Diderot, Fontenelle, Helvétius, Laplace, Muratori, Turgot, Vico, Voltaire…
Su resurrección en 1814 inauguró otra guerra de cien años, la cual reactivó los viejos estereotipos y la paranoia entre sus adversarios protestantes y liberales. El complot jesuita tomó forma bajo la pluma de Eugène Sue, tanto en su famoso Le juif errant [El judío errante] de 1844 como en su última novela, Les enfants de la famille,27 en la que pretende demostrar que la conquista del poder por Napoleón III había sido inspirada y dirigida por ellos. En el libro el padre Rodin, S.J., escribe una larga carta al padre superior general de la Compañía, el histórico Johannes Philip Roothaan («papa negro» entre 1829 y 1853, el que asistió al nacimiento de Civiltá Cattolica), dando todos los detalles del plan maestro. De cierta manera, Il ebreo di Verona, publicado en 1850 en Civiltà Cattolica, fue la respuesta jesuita, también en forma de novela.28
Eugène Sue es un autor «popular», pero grandes espíritus como Edgar Quinet y Jules Michelet compartían su obsesión. En sus conferencias en el College de France, como en sus libros, afirmaron que los jesuitas estaban «por todas partes».29 Citaron a un Napoleón que supuestamente dijo:
Los jesuitas son una organización militar, no una orden religiosa. Su jefe es el general de un ejército, no el mero abad de un monasterio. El objetivo de esta organización es el poder, poder en su más despótico ejercicio. Poder absoluto, universal, poder para controlar al mundo bajo la voluntad de un solo hombre. El jesuitismo es el más absoluto de los despotismos y, a su vez, el más grandioso y enorme de los abusos.30
Para Quinet la «misión del jesuitismo» en el siglo XIX es destruir la «revolución que supone, contiene, abraza y rebasa la Reforma». Al final del siglo, Stephane Arnoulin, discípulo de Quinet, escribió:
Los jesuitas inventaron recientemente el nacionalismo, en el cual supieron aliar a los partidarios del César, a los que ayer eran seguidores del general Boulanger y a aquellos republicanos ingenuos […]; finalmente unieron bajo cubierta del antisemitismo, cuya meta es la muerte de toda prensa libre, a los clericales y a los anarquistas revolucionarios. Estos son los dos grandes cuerpos de ejército que los jesuitas han logrado movilizar en la lucha a ultranza que entablaron contra la Revolución, la República y la libertad.31
Periódicamente expulsados de todos y cada uno de los Estados europeos, empezando por Bélgica en 1818 y terminando con Francia en 1901,32 los jesuitas se radicalizaron en su reacción contra el «mundo moderno», dejaron de escribir disertaciones de alto nivel y produjeron una literatura de combate a todos los niveles, bajo la égida de su célebre predecesor Augustin Barruel, autor de la teoría del complot masónico detrás de la Revolución francesa.33
Ellos también creyeron en el complot, conjura, conspiración, contra la Iglesia en general y la Compañía de Jesús en particular. Esto se ve en la abundante literatura que produjeron sobre el tema y en su exilio romano a la hora de la Revolución francesa. Ahí están los textos de Francisco Gustá, entre otros El espíritu del siglo XVIII descubierto –para los incautos, como preservativo o remedio de la seducción corriente–; o los de Lorenzo Hervás y Panduro, como su Causas de la Revolución francesa; de Juan Francisco Masdeu; de Rocco Bonola, como su La liga de la teología moderna en la filosofía en daño de la Iglesia de Jesucristo (1798); de Lorenzo Ignacio Thjulen, sueco convertido, como su Nuevo vocabulario filosófico democrático (1799), y el Diario de Manuel Luengo en 1808.34
La tesis es muy sencilla. La conjura contra Dios y su Iglesia la armaron los filósofos, los masones, los jansenistas y demás sectas. Empezaron a realizar su programa con la expulsión de los jesuitas; luego consiguieron la supresión de la Compañía y, en su momento, con la Revolución francesa, una epidemia de peste inoculada por «los libros de los filósofos à la dernière» [de moda], alentada ingenuamente por los monarcas regalistas, para destruir la religión cristiana bajo diversa apariencia y por cuniculus [conejos]. Bonola dixit. La Revolución, con la invasión de Italia por Bonaparte en 1796, confirmó para los jesuitas la realidad de la amenazadora conjura y la necesidad de combatirla. En este año, el jesuita Francisco Masdeu pidió que el papa declarase «la cruzada contra los perseguidores de Dios y del hombre».
Los acontecimientos españoles del año 1808 fueron, para ellos, la última etapa de la conspiración. En secreto, en un «conventículo» a veces calificado de «sinagoga», los masones se reunían para pedir la ayuda francesa. Manuel Luengo apunta el 8 de marzo en su Diario, al enterarse de la llegada de Joachim Murat a Madrid: «Es evidentísimo que van a consumar el proyecto de los jansenistas francmasones y filósofos de Madrid, y a trastornar el trono, valiéndose de tanta tropa francesa para que la Nación se abata y se pueda hacer la revolución proyectada antes del destierro de los jesuitas».
En Roma misma, el año ocho había visto la entrada de los franceses por la Porta del Popolo, ya que el papa no había aceptado el ultimátum de Napoleón que le ordenaba formar parte de la confederación italiana para cerrar el bloqueo continental a Inglaterra. Los jesuitas daban por muerta la soberanía pontifical. «Se sigue el plan y sistema de la impía e incrédula filosofía para extinguir la santísima religión de Jesucristo», concluye Luengo al final del año. Esta es la paz dada por el papa Ganganelli a la Iglesia extinguiendo la Compañía.
Querido lector, acuérdate del apellido Ganganelli, el del papa que tuvo que suprimir la Compañía en 1773.
Así, entre 1767 y 1814, los jesuitas adquirieron el sentimiento de que eran el último reducto, la guardia que debía guiar a los cristianos en la lucha final contra el Anticristo.35
Notas