La revista de los jesuitas italianos, Civiltà Cattolica, fue durante décadas la más abiertamente antisemita y una de las revistas católicas más influyentes en el mundo [...]. Fueron los jesuitas quienes siempre habían representado mejor, tanto por escrito como verbalmente, la escuela antisemita del clero católico.1
Estas líneas de Hannah Arendt sobre el antisemitismo de fines del siglo XIX las leí muchos años atrás para nunca olvidarlas. Hará unos quince años Manuel Olimón, sacerdote e historiador amigo mío, me informó que la Universidad Pontificia de México tenía una colección casi completa de esta revista. Pero no fue sino hasta 2002 cuando empecé a revisar sistemáticamente sus entregas desde 1850 hasta 1945, con la colaboración de tres ayudantes sucesivos, Édgar Valle, Esteban Manteca y Diana González. Los años faltantes en esta colección, los correspondientes a los del conflicto religioso en México, los encontré en la Biblioteca Pública de Nueva York.
Al empezar la escritura de un ensayo que no parece fácil, invoco a Owen Chadwick:
Desde que Hitler tomó el poder y especialmente desde el Holocausto, es difícil para el historiador moderno entender la mentalidad que llevó a racionales católicos o protestantes a ser tan firmes en su antisemitismo. Para entenderlos tenemos que cerrar nuestra mente a lo que iba a venir, y su directa conexión con lo que hicieron y pensaron, tenemos que dejar de recordar que Hitler nació en Austria, en Braunau en 1880, en una sociedad que entonces era la más antisemita de Europa, a causa de la inmigración del Este.2
Y también recuerdo lo dicho por Egon Schwartz, amigo de Claudio Magris, un judío que escapó de Austria en 1938, a la hora del Anschluss: «Después del antisemitismo, lo peor es el filosemitismo nacido de la mala conciencia».3 En cuanto a Robert Neumann, dijo alguna vez que «los filosemitas son antisemitas que quieren a los judíos». Por otra parte, se imponen algunas prevenciones antes de entrar en el tema, antes de situar el contexto del tema. Trataré de evitar lo que el historiador inglés Salo W. Baron llama «la tradición lacrimosa» que hace de la historia de los judíos un ininterrumpido martirio, así como la historia justiciera y vengadora. Sine ira et studio, es más fácil decirlo que hacerlo.
Sólo resta la relevante cuestión del vocabulario. «Antijudaísmo», «antisemitismo», «judeofobia», ¿cuál de estas voces se aplica al discurso de los editores de Civiltà Cattolica?
Desde el Concilio Vaticano II y el «arrepentimiento» del año 2000, los católicos rechazan lo dicho y hecho por sus antepasados (los protestantes también), pero quieren distinguir entre un antiguo antijudaísmo, que sería exclusivamente religioso en sus motivaciones, y un antisemitismo nacido en el siglo XIX, con pretensiones científicas y por lo tanto racista. Este último sería el único responsable del genocidio perpetrado por los nazis, si bien se concede que el antijudaísmo tres veces cristiano –católico, protestante y ortodoxo– pudo abonar el terreno en el cual germinó semejante monstruosidad. Sólo que para pensar así no se precisa ser cristiano. Pierre-Henri Taguieff, en L’antisémitisme de plume, 1940-1944 [El antisemitismo de pluma], clasifica cinco tradiciones «judeófobas» modernas: el antijudaísmo cristiano que ve en el pueblo culpable de deicidio al enemigo que conspira eternamente para destruir el cristianismo; la judeofobia liberal progresista, heredera del Siglo de las Luces, que ve en el judío al fanático religioso inasimilable; el antijudaísmo de izquierda anticapitalista que considera a Rothschild, el banquero judío, como arquetipo del enemigo; el antisemitismo nacionalista, más reciente aún, que rechaza al judío como el cuerpo extranjero por excelencia, «nación en la nación, Estado en el Estado», y finalmente el antisemitismo racial y racista que ve en el insalvable judío el mal absoluto que hay que eliminar.4 Léon Poliakov, en su monumental Historia del antisemitismo, acepta la secuencia cronológica que separa el antijudaísmo («La Edad de la Fe») y el antisemitismo («La Edad de la Ciencia») que conduce a la «solución final».5 Hannah Arendt, desde las primeras líneas de su primera versión de Los orígenes del totalitarismo, plantea como fenómenos totalmente independientes el antijudaísmo y el antisemitismo: «Cuidado con confundir dos cosas muy diferentes, el antisemitismo, ideología laica del siglo XIX, pero que aparece bajo tal nombre sólo después de 1870, y el odio del judío, de origen religioso, inspirado por la hostilidad recíproca de dos fes antagonistas».6 Colette Guillaumin no dice otra cosa en L’idéologie raciste. Genèse et langage actuel [La ideología racista. Génesis y lenguaje presente]. El antisemitismo, para ella, sucede al antijudaísmo, es decir, la raza a la religión.7
Todos estos autores tienen razón, con un limitante: en varios momentos de la historia, en la práctica, los cristianos –en el hecho social cristiano, en la cristiandad histórica– han cultivado el desprecio, el odio al judío, y las Iglesias cristianas, los Estados cristianos, han actuado contra los judíos. Jules Isaac, el gran historiador, prefiere así incurrir en un deliberado anacronismo y hablar de «antisemitismo cristiano» para los padres de la Iglesia y los siglos siguientes, sin esperar la aparición de la dimensión racista. Tan es cierto que un hecho social, para existir, no necesita haber sido nombrado; cierta cultura cristiana del desprecio y persecución a los judíos ya era «antisemita», mucho antes del año 1879, cuando Wilhelm Marr acuñó la palabra «antisemitismo».8 Por su parte, los jesuitas que escriben en Civiltà Cattolica mezclan de manera inextricable las dos judeofobias, al grado que llegan a referirse a «un antisemitismo cristiano respetable», «bueno», «moderado», «respetuoso de la legalidad» y hasta a condenar las violencias «excesivas» de los antisemitismos no decentes, pero su aversión contra los judíos es antisemita. Así en 1894, el padre Henri Delassus escribe en su semanario La Semaine de Cambrai que «el antisemitismo debe ser una sola y misma cosa con el catolicismo, en el sentido de que debemos combatir a los judíos, como a los masones, socialistas y anarquistas, para defender la sociedad civil, la patria y la cruz de Cristo».9 Estos católicos antisemitas comparten una idea fija con los antisemitas no católicos: los judíos son una amenaza mortal. Poco importan los argumentos o las razones, raza inferior o deicidio, ciencia o religión. De ahí que Theodor Fritsch proclame en 1887, en su famoso Catecismo de los antisemitas, reeditado veinticinco veces en siete años y ampliado en 1907 como Manual de la cuestión judía:
Es, pues, una concepción superficial y errónea de las cosas explicar la oposición contra el judaísmo por la emanación de un estúpido odio racial y religioso, cuando se trata de un combate desinteresado, animado por los más nobles ideales, contra un enemigo de la humanidad, de la moral y de la cultura […] para expurgar la raza judía de la vida de los pueblos.
¿Es ocioso distinguir entre antijudaísmo y antisemitismo, o entre antisemitismo pretotalitario (no mortífero) y antisemitismo totalitario (genocida)?
En todo caso, trato de examinar el extraño animal que es el antisemitismo jesuita. Tal como Marc Bloch estudió a los «borregos» antialemanes en Francia durante la primera guerra mundial, como, por ejemplo, los ulanes «boches», en Bélgica, que asaban a los infantes como lechones en la punta de sus lanzas. Se necesita cierta frialdad, sin juicio moral, para entender un universo mental e intelectual ajeno, para analizar los objetos de su polémica. Entender, según Clifford Geertz, es «hacer el esfuerzo de analizar cómo es que somos capaces de entender razonamientos y modos de representación que no son los nuestros».10 Henri-Irénée Marrou nos dijo una vez: «l’historien utilise tout, même l’ordure» [el historiador todo lo utiliza, hasta la basura].11