Este pequeño libro es parte de un proyecto más vasto que podría titularse Dos mil años en controversia: cristianos y judíos. Cuando uno alcanza los 70 años no puede anunciar la arquitectura de una larga investigación, que bien podría no realizarse plenamente. Por eso me limito ahora a estudiar un momento, un aspecto del momento antisemita europeo entre 1880 y 1914. El hilo conductor será una importante revista jesuita, Civiltà Cattolica, importante por su cercanía a la Curia romana, es decir, al Gobierno central de la Iglesia católica. Dicho hilo nos llevará, de manera serpenteante, a visitar la Europa toda, y no solamente la Europa tres veces cristiana, católica, ortodoxa y protestante, sino la anticristiana a la vez que antisemita, con unas breves incursiones en América. Se mencionarán, brevemente y porque merecen un libro aparte, a los cristianos que rechazaron la nueva tentación antisemita como la herencia judeófoba.
El mismo hilo conductor, la misma revista, será utilizada algún día, si el tiempo lo permite, para estudiar el periodo 1919-1939: sería el tomo segundo, dedicado a la evolución de la «civilidad-incivilidad» entre cristianos y judíos, con la intervención mayor de los nada cristianos bolcheviques, fascistas y nazis.
Por lo pronto, este libro es la historia de una mentalidad persistente a la vez que mutante, denunciada, en 1898, por el francés Charles Péguy, socialista y cristiano, como «la criminalidad e imbecilidad antisemita [...]. Es un crimen que envenena a los pequeños y humildes, exasperando las pasiones de reacción e intolerancia al disimularse detrás del odioso antisemitismo, del cual morirá la gran Francia liberal, si no se cura de él».
Es la historia de una pasión criminal, dos veces criminal, porque se monta sobre el mito del crimen ritual y empuja al crimen. Nos lleva del siglo XI al siglo XX, de la cruzada a Hitler, no por una mecánica relación de causa-efecto, sino por un discurso sobre los judíos y contra los judíos en el cual aparece, desaparece, reaparece y finalmente se laiciza, seculariza, el tema cristiano del crimen ritual. Un discurso de odio y de miedo. Los judíos tuvieron también su propio discurso, de forma paralela, a manera de espejo sobre los cristianos, de miedo y de odio. No es mi tema, hoy.
He dicho que Civiltà Cattolica era una revista jesuita italiana y curial. Por más importante que haya sido, no representaba la línea de la Compañía de Jesús, la cual no controlaba la revista, tampoco el punto de vista de todos los jesuitas. Como la Iglesia misma, la Compañía distaba mucho de ser monolítica, algo que el lector podrá juzgar por sí mismo en el transcurso del libro. Sin embargo, hay que saber que, desde 1593 hasta 1923, la Compañía siguió la regla de no reclutar a ningún converso o descendiente de judío converso, hasta la cuarta o quinta generación… Varios de sus fundadores, empezando por Ignacio de Loyola y Laínez, el segundo general, hubieran sido descalificados por esta regla española y nada cristiana de «limpieza de sangre».
La lectura de Civiltà Cattolica ofrece un capítulo de la confrontación ideológica entre la modernidad y la Iglesia en Europa, y de cómo sus redactores ven en los judíos la vanguardia de la modernidad; esto nos permite seguir la historia de la judeofobia católica entre 1880 y 1914. El tema es amplio y preciso, lo que entiendo por confrontación ideológica. La Iglesia afirma ser la guardiana de «la verdad» y por lo mismo considera inútil confrontar su enseñanza con cualquier otra doctrina. En el caso del judaísmo, el tiempo de las «confrontaciones», «disputas» públicas entre rabinos y teólogos, era asunto de un pasado lejano. Frente a la verdad, contra ella, hay errores y herejías, nada más. El cristiano debe combatirlas, sin discusión.
De acuerdo. Pero el judaísmo, según la tradición cristiana, no es ni un error ni una herejía. Según la metáfora de Pablo de Tarso, sobre el antiguo tronco del olivo ha sido injertada la rama de la Iglesia, y esa antigua filiación no ha sido negada por los cristianos; sí por Marción, a quien la Iglesia declaró hereje, y por los textos apócrifos, declarados tales por lo mismo. Civiltà Cattolica no se atreve a poner en duda la doctrina elaborada por Pablo y Agustín, pero su discurso no está muy lejos de Marción: opone un judaísmo antiguo, desaparecido, que llama «mosaísmo» y que acepta como la matriz «israelita» del cristianismo, al maléfico «rabinismo-talmudismo» de los judíos contemporáneos.
Civiltà Cattolica denuncia la novedad radical del siglo XIX: desde que la Revolución francesa inició la emancipación de los judíos, el problema ha cambiado de manera radical. Los judíos, encerrados en sus guetos y en su «rabinismo», no eran una amenaza. Ahora, se han vuelto la quinta columna de una modernización que destruye toda religión, empezando por la única verdadera, la cristiana. Estos judíos, con o sin religión, incluso los que se hacen bautizar, son los peores enemigos de Cristo y de los cristianos. Y de todo el género humano.
Estoy anticipando y no es el momento de hacerlo. Primero tengo que dejar bien claro dos puntos: lo que pretendo contar y por qué.
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No quiero que lo que escribo pueda ser utilizado por los antisemitas de vieja y nueva cepa; lo intentarán, desde luego, porque se trata de los judíos, ayer y hoy, y ahora del Estado de Israel. Discutir tales temas siempre es grave, amenazador, peligroso. Pero la decisión de hacerlo obedece a la creencia de que la libertad de discusión encamina a la verdad. Y la verdad nos hará libres.
Un sabio rabino, en la Italia del siglo XIX, decía que la palabra que sale de tu boca, llevada por el viento, llega al oído de tu prójimo. Si te quiere bien, entenderá lo que dijiste; si te tiene mala voluntad, entenderá lo que se le antoje entender.
Sé que entro en un campo minado y, querido lector, te voy a decir por qué lo hago.
En 1937, Jacques Maritain, el católico francés, a la vez que condenaba la «cruzada nacional» franquista y defendía la República española, escribía «El imposible antisemitismo», a la hora del nazismo triunfante: «No es poca cosa para un cristiano odiar o despreciar o querer tratar de manera humillante a la raza de la cual su Dios y la madre inmaculada de su Dios salieron. Por esto el celo amargo del antisemitismo termina siempre al final contra el mismo cristianismo».1
Había sido llevado a la Iglesia católica, junto con su esposa Raïssa, por Léon Bloy, el mismo que, en 1910, había afirmado: «El antisemitismo, cosa moderna toda, es el manazo más horrible que nuestro Señor haya recibido en su Pasión, que dura hasta la fecha; es el más sangriento e imperdonable, porque lo recibe en la cara de su madre y de la mano de los cristianos».2
Y en 1947, poco antes de presidir Amistad Judeocristiana3 de la cual voy a hablar, Maritain volvió a decir que los cristianos antisemitas «son culpables de blasfemia y sacrilegio»; sensible a los argumentos de Jules Isaac, denuncia el lugar común de retórica, como la expresión de «pueblo deicida»:
¿Quién mató a Cristo? ¿Los judíos? ¿Los romanos? Yo mismo lo maté, lo mato cada día con mis pecados. No hay otra contestación cristiana a esa pregunta: puesto que murió de manera voluntaria por mis pecados, y para agotar sobre sí mismo la justicia de Dios. Judíos, romanos, verdugos no eran sino instrumentos, libres y miserables instrumentos de su voluntad de redención y sacrificio. Eso es lo que los maestros cristianos deberían enseñar a sus alumnos.4
En 1947, mis padres, que me enseñaron el respeto absoluto al prójimo, al otro, conocieron a Jules Isaac (1877-1963). La gran diferencia de edad no impidió que naciera una profunda amistad entre ellos; en mi infancia y adolescencia acompañé muchas veces, los jueves por la tarde, a mis padres a la casa de Jules Isaac, La Pérgola, en los altos de Aix-en-Provence.
Su abuelo y su padre habían sido oficiales de los ejércitos imperiales y él mismo combatió durante la primera guerra mundial. Judía de origen, oriunda de Alsacia y Lorena, su familia era totalmente laica. Entre 1897 y 1907 fue amigo y compañero de lucha de Charles Péguy en el combate por Dreyfus y en la aventura de los Cahiers de la Quinzaine [Cuadernos de la quincena]. Historiador famoso, director de la célebre colección de libros de texto Malet-Isaac, descubrió trágicamente que era judío, primero con las leyes antisemitas del Gobierno colaboracionista del mariscal Pétain (julio de 1940), luego con la deportación y muerte de su esposa y de su hija «matadas por los nazis, matadas sencillamente porque se apellidaban Isaac». A partir de este momento dedicó toda su vida a buscar, para erradicarlas, «las raíces cristianas del antisemitismo». En 1948 publicó Jésus et Israël, dedicado a su esposa e hija; en 1956, Genèse de l’antisémitisme [Génesis del antisemitismo]; en 1960, L’antisémitisme a-t-il des racines chrétiennes? [¿Tiene el antisemitismo raíces cristianas?]; en 1962, L’enseignement du mépris [La enseñanza del desprecio].
Jugué ping-pong con el viejo maestro; tomé té –en realidad un vaso de jugo, mientras los adultos tomaban el té– con él al escucharlo. Me fascinaba la fotografía, sobre su escritorio, de la estatua de la Sinagoga en la puerta sur de la catedral de Estrasburgo. Cada verano, cuando íbamos de vacaciones con mis abuelos alsacianos, mi padre me la enseñaba. En este momento preciso, cuando escribo, tengo la misma foto en mi escritorio. A colores. La de La Pérgola era en blanco y negro. En la catedral, al otro lado de la puerta, la estatua de la Iglesia triunfante mira la Sinagoga. La más hermosa de las dos, en la piedra color de rosa de los Vosgos, es la Sinagoga. Su lanza rota, la cinta que ciega sus ojos, el libro que está a punto de caer de su mano, todo simboliza su derrota, su ceguera, mientras que los atributos inversos corresponden a la Iglesia coronada. Debajo de la cinta, uno adivina los ojos y tiene ganas de arrancar el velo para contemplar tanta belleza. No recuerdo si lo escuché en boca de don Julio o de mi padre: el velo, que para los cristianos significaba la ceguera de la Sinagoga, incapaz de reconocer en Jesús su mesías, ciega la mirada de la Sinagoga, pero, al mismo tiempo, disimula su cara a la mirada de la Iglesia… Ceguera doble, ceguera compartida: de la Sinagoga frente a las realidades cristianas, de la triple cristiandad frente a las realidades profundas de las tradiciones de Israel.
Por eso Jules Isaac fundó en 1948 la Amistad Judeocristiana, en la cual militaron mis padres. Para poner fin a la ceguera en partida doble. Para poner fin al drama que hizo correr ríos de lágrimas y de sangre. Por eso visitó en 1949 al papa Pío XII y en 1960 a Juan XXIII; con éxito, si uno piensa que logró quitar de la liturgia del Viernes Santo elementos más que dudosos. Entregó a Juan XXIII el expediente que llevaría el Concilio Vaticano II a su famosa declaración sobre los judíos.
Después de la muerte de Jules Isaac, tuve la suerte de gozar de la amistad de su médico e incansable secretaria, Marie-Françoise Payré (fallecida en 1978), una «justa» que salvó muchos niños judíos durante la segunda guerra mundial. Todo esto ha contribuido a mi formación, más que todas las escuelas y universidades.
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Sin la menor duda, hay un nudo de motivos inconscientes de los cuales yo tengo solamente una ligera intuición, pero que se relacionan con el sencillo hecho de que he sido el hijo de mis padres, el nieto de mis abuelos, y yo mismo el padre de mis hijos. El que mi padre se apellidara Meyer, al igual que yo y mis hijos, hace pesar sobre mí una doble sospecha:
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a) |
«Es un judío converso», como lo publicó el mexicano Salvador Abascal, explicando así que «el converso Meyer no puede entender la historia de la Iglesia» (por mi crítica de los «arreglos» de junio de 1929 en mi trabajo La Cristiada de 1975). Don Salvador no cambió de parecer a lo largo de nuestra correspondencia de varios años. Es la tesis de los antisemitas que me insultan en la red. |
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b) |
«Es un judío vergonzante que no quiere reconocerse como lo que es», piensan ciertos judíos. |
Resulta que los nazis anexaron Alsacia y Lorena en junio de 1940. Mi abuelo Joseph Meyer, director de escuela primaria, tuvo que justificar, por su apellido que puede ser tanto judío (Meir: el sabio, el luminoso) como germánico (significa «mediero»), su «limpieza de sangre», según las leyes raciales de Nuremberg. Tengo a la mano el certificado nazi que asegura que este linaje Meyer es «limpio de sangre». ¡Qué vergüenza! Mi padre me había contado esa historia, pero me había dicho que, a la muerte de mi abuelo, había quemado el documento. Lo encontré entre sus papeles. El historiador que era no pudo destruirlo. De todos modos, eso no era suficiente para Salvador Abascal. Cuando le dije que desde el siglo XVI, es decir desde el primer libro de bautismos, aquellos Meyer aparecían como cristianos, me contestó: «¡Ah! ¿Y antes del siglo XVI?».
Don Salvador tiene sus equivalentes judíos, los cuales, cuando me atrevo a criticar al Gobierno israelí, me tachan de antisemita nazi y me califican de «Herr Doktor Hans Meyer». Mi consuelo es que, cuando critico a Hamas, los pro palestinos me acusan de ser un agente del Mossad y me invitan a salir hacia Jerusalén para no contaminar a México con mi presencia.
La sospecha alterna, que hace de mí un «p… goy» o un «p… judío», es un factor claro del cual soy consciente.
Ya hablé de mis padres y de sus amigos de la Amistad Judeocristiana. Faltan mis abuelos y sus parientes. Joseph Meyer, el maestro de primaria, hijo de un campesino minifundista de Otterswiller, dedicaba su tiempo libre, como benévolo, a la administración de una caja popular Raiffeisen, llamada Caisse Saint Jean, cuyo fin era ofrecer a la gente modesta una alternativa al prestamista. Del lado de mi madre, un tío abuelo, carnicero en Thann, hablaba algo de yidis para ponerse de acuerdo con el comerciante en ganado. Mi abuela paterna me contaba que la casa de su padre, en Mutzig, era conocida como «el patio de los judíos», porque tradicionalmente daban hospitalidad a los vendedores judíos ambulantes que recorrían, a pie, todo el Imperio alemán, desde las provincias polacas hasta Alsacia. Nunca les oí una sola palabra antisemita.
Mis raíces alsacianas me han dejado la tradición de una antigua convivencia entre judíos y cristianos, convivencia a veces amistosa, como se puede leer en L’ami Fritz [El amigo Fritz], de Erckmann-Chatrian, a veces hostil.
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Dicho lo anterior, ¿cuáles son mis intenciones?
Porque soy cristiano, nacido en una familia católica, ahora en la esfera espiritual de la cristiandad ortodoxa, me acerco a esta historia enfocando a la Iglesia católica romana con la lente de la revista Civiltà Cattolica. Pero en la misma época aquellos jesuitas tenían sus hermanos en judeofobia entre los protestantes y los ortodoxos.
No intento lavar o disculpar a las Iglesias, en particular a «nuestra vieja madre romana», como decía el calvinista Pierre Chaunu; a los 15 años ya había leído L’enseignement du mépris de Jules Isaac y conocía los antecedentes cristianos del antisemitismo.
Lejos de mí se encuentra la tentación de indignarme virtuosamente, de saborear una justa ira contra los jesuitas italianos de la mencionada revista. Sería demasiado fácil.
No pretendo que este librito haga progresar el diálogo judeo-cristiano.
Intento entender el texto y el contexto.
Tampoco pretendo poner el punto final sobre los temas tratados o evocados.
No polemizo con nadie, incluso cuando no estoy de acuerdo con algunos de mis colegas historiadores, vivos o muertos.
Durante más de cuarenta años he acumulado material, conocimientos, ignorancias también, sobre el tema de las raíces cristianas del antisemitismo, de las raíces cristianas del judaísmo y de las raíces israelitas del cristianismo. Sobre los contactos y la ausencia de contactos, el odio recíproco y la amistad, la conversión y la fidelidad.
Durante mi investigación sobre la Cristiada (1964-1969) me topé con la contradicción siguiente: entrevistaba a veteranos de la lucha armada que opuso a los cristeros, estos campesinos católicos que defendían su religión, al ejército del Gobierno mexicano, entre 1926 y 1929, luego entre 1932 y 1938. Cuando hablaban del presidente Plutarco Elías Calles, campeón del anticlericalismo en estos años, decían «el Turco Calles». Pocas, muy pocas veces, oí decir que Calles era judío y que detrás de su ofensiva contra la Iglesia estaban los judíos. Nunca en boca de cristeros, solamente en voz de gente de clase media urbana. En cambio, en los Altos de Jalisco, uno de los baluartes de la insurgencia, un venerable anciano a quien le preguntaba por qué tal unanimidad en toda la región a favor de la Iglesia y en contra del Gobierno, me contestó: «Porque somos de la raza de nuestro Señor». No estaba yo seguro de haber entendido bien, de modo que le pregunté qué significaban sus palabras. Me respondió: «Que nuestros antepasados eran judíos, como el rey David, María, José y Jesucristo». Efectivamente, la tradición oral de los Altos de Jalisco afirma orgullosamente que los primeros pobladores del siglo XVI eran conversos.
Dije: «contradicción». Sí, porque estoy pensando en un buen sacerdote, compañero de los cristeros cuando era seminarista y que no aceptaba las enseñanzas conciliares (la declaración Nostra aetate [Nuestra era] de 1965) y persistió hasta su muerte (1982) en la creencia de que el pueblo judío era culpable de deicidio. Pienso también en un valeroso jefe cristero de Michoacán que hablaba como los cristeros de los Altos, mientras que su hijo, sacerdote, nacido después de la Cristiada, había aprendido fuera de casa todos los lugares comunes del antisemitismo cristiano.
Entender a los jesuitas de Civiltà Cattolica de los años 1880 a 1914, así como a los cristianos furiosamente antisemitas –no todos los cristianos lo eran–, es revivir la experiencia de Alicia en el país de las maravillas: una vez que entra en la madriguera del conejo, Alicia se encuentra con un mundo más y más extraño. Por eso decidí seguirle la pista al mito del crimen ritual, que nos llevaría a otros mitos como los del Talmud, Los protocolos de los sabios de Sion, la conspiración mundial. Su cultura, las estructuras de su pensamiento, los modos de sus discursos me son totalmente ajenos. Sin embargo, intento, aunque no siempre lo consiga, no jugar al ministerio público, al acusador. El sentimiento de ser el justiciero lo vuelve perezoso a uno.
El último problema es tan grande que apenas me atrevo a mencionarlo ahora. Al estudiar aquellos textos, debo ignorar que vino el año de 1933, Hitler, las Leyes de Nuremberg, «la solución final». ¿Es posible?
Sine ira et Studio.5