III
La Guerra Mundial y la Iglesia católica de Estados Unidos

La movilización patriótica de los católicos

De nuevo el cardenal Gibbons manifestó su liderazgo. Había cumplido 82 años cuando su país entró en la Guerra Mundial y era el prelado más viejo del mundo, pero su edad no había afectado su fuerza intelectual, moral y física. Él había manifestado siempre su patriotismo y trabajado para «americanizar» la Iglesia, como cuando, 30 años antes, combatió a ciertos católicos alemanes que querían tener su Iglesia étnica. Hombre de paz, moderado y discreto siempre, no dudó, en agosto de 1916, en declararse en favor de la conscripción militar, cuando ese proyecto era sumamente impopular.1

El 2 de abril de 1917 el presidente Wilson anunció al Congreso que la guerra era inevitable, después del hundimiento de varios buques estadounidenses por los submarinos alemanes; unos días más tarde, declaró la guerra. El 5 de abril, el cardenal expresó:

En la presente emergencia, le toca a cada americano hacer su deber [...]. El primer deber de un ciudadano es la lealtad a la patria. Esa lealtad se manifiesta más en actos que en palabras, más en el solemne servicio que en el discurso hueco. Se manifiesta en la obediencia absoluta y sin reserva al llamado de la patria [...]. Los miembros de las dos cámaras del Congreso son los instrumentos de Dios que nos guían en nuestros deberes cívicos. Nos toca a todos, por lo tanto, rezar al Señor de los Ejércitos para que inspire nuestra legislatura nacional así como al Ejecutivo para que elaboren leyes tales en la crisis presente que sirvan para la gloria de la patria, la justicia en la dirección y la paz permanente entre las naciones del mundo.2

Bajo su presidencia, el 18 de abril de 1917, se reunieron en Washington todos los arzobispos. Ahí redactaron un mensaje para el presidente, confirmando el apoyo y la lealtad de los católicos. El mensaje fue comunicado a la prensa y Wilson agradeció «las muy notables resoluciones» de los prelados: «Me calientan el corazón y me hacen sentir orgulloso porque esos hombres tan influyentes actúan de manera tan patriótica y manifiestan tan admirable devoción a nuestra patria común».3

No es necesario enumerar las cartas pastorales del cardenal y de los obispos para estimular el patriotismo de sus fieles; tampoco todas sus acciones en favor de la movilización nacional económica y militar y de la atención religiosa prestada a los soldados (capellanes católicos al lado de los pastores y de los rabinos). La prensa católica participó en tal esfuerzo, al igual que todas las organizaciones laicas, masculinas y femeninas, entre las cuales no cabe duda de que los Caballeros de Colón sobresalieron. El resultado fue impresionante si uno piensa que los católicos proporcionaron en 1917 el 35 por ciento de los combatientes, cuando formaban el 16 por ciento de la población nacional.4

Los Caballeros de Colón tuvieron la oportunidad de demostrar que formaban la organización laica más fuerte. En 1917 contaban con 400 mil miembros y acababan de foguearse en el servicio social prestado en 1916 con motivo de los «Disturbios en la Frontera» con México. Después del ataque realizado por Pancho Villa en Columbus y la entrada de la columna Pershing en México, 250 mil hombres de la Guardia Nacional fueron movilizados a lo largo de la frontera y fue cuando se les ocurrió a los Caballeros de Nuevo México, Arizona y Texas atender las necesidades sociales y religiosas de los guardias. Lo hicieron en 15 centros en colaboración con el general Pershing, el militar que poco después tendría el mando superior del ejército enviado a Europa.

Tan pronto como la guerra empezó, la orden ofreció al presidente desempeñar para los soldados católicos (y para todos los soldados), el mismo papel que la Young Men’s Christian Association (YMCA) para los protestantes. La orden quería ser «el servicio católico oficial en la guerra», como lo escribió el dirigente supremo James A. Flaherty, al presidente.5 La orden trabajó para convencer a católicos germano-americanos y a irlandeses que simpatizaban con la lucha insurgente del partido nacionalista irlandés, Sinn Féin (1916 es el año de la trágica Rebelión de Pascua en Irlanda, apoyada por los servicios secretos alemanes). Así, puso en marcha a escala nacional, sobre el modelo de 1916, la creación de numerosos centros de atención en los campamentos y bases militares donde se concentraban y formaban los voluntarios. En una segunda etapa creó los mismos centros en Francia, para acompañar a las tropas en batalla. Ese celo valió a los Caballeros de Colón las felicitaciones del cardenal Gibbons en varias ocasiones, pero también un conflicto permanente con eclesiásticos críticos de la autonomía de la orden y deseosos de ponerla bajo la tutela episcopal.

En diciembre de 1917 la orden había creado ya 73 centros y contratado 45 capellanes (lo que sus enemigos eclesiásticos consideraban una «usurpación»). En 1918 tenía 360 centros en los Estados Unidos con miles de voluntarios. A Francia enviaron mil «secretarios» (los que atendían concretamente a los soldados) en 150 campamentos volantes y clubes permanentes en la retaguardia. Para financiar ese esfuerzo colectaron en un solo año 14 millones de dólares. Su labor se prolongó en 1919, mientras permaneció el ejército en Francia; y en Estados Unidos, entre 1919 y 1920, ayudó al regreso de los veteranos a la vida civil, consiguiendo 300 mil empleos. Todo eso le valió a la orden una gran popularidad entre los soldados, católicos o no, y explica que entre 1917 y 1923 ésta haya duplicado su membresía, la que pasó de 400 mil a 800 mil integrantes.6

El patriotismo militante de los católicos americanos que resultaron «más realistas que el rey» debe entenderse a la luz de lo que escribía, a fines de 1917, el cardenal a su colega y amigo, el arzobispo Ireland (de Saint Paul):

Intento hacer cuanto puedo para que la Iglesia esté totalmente al servicio de la patria durante esos días de prueba y para que no quede el más mínimo pretexto, cuando haya terminado esa ordalía, que permita a los enemigos de la Iglesia intentar lanzar contra ella acusaciones injustas.7

Años más tarde, un historiador pudo decir del cardenal Gibbons que «hizo más que nadie en los últimos cien años para encomendar la Iglesia Católica Romana al pueblo de los Estados Unidos, para interpretar sus tesis y ajustar su trabajo a fin de volverlos efectivos bajo las condiciones de libertad religiosa en nuestra democracia americana».8

The National Catholic War Council9

El Consejo Nacional Católico para la Guerra fue una iniciativa clerical para, si no contrarrestar, por lo menos controlar el activismo independiente de los Caballeros de Colón, y también para centralizar la acción de 20 millones de católicos dispersos en 15 mil sociedades. La más fuerte de todas era indudablemente la orden, la que «se lanzó hacia adelante con una potencia inmensa, su experiencia de trabajo social en 1916, en los disturbios de la frontera mexicana, y una militancia extendida por toda la nación, con 400 mil miembros en 1917».10 Ciertamente algunos obispos y clérigos veían eso con desconfianza e incluso con antipatía: rivalidades y celos que se dan en las familias más unidas. Supieron usar hábilmente la influencia del cardenal Gibbons, sincero admirador de la labor de la orden, de modo que si aquél no convenció a los Caballeros de Colón de renunciar a su autonomía, sí lo hizo al menos de coordinar sus esfuerzos con lo que podía parecer un caballo de Troya contra ellos: el National Catholic Warfare Council.

Ese «consejo» fue ideado por el padre John J. Burke (1875-1936), sacerdote paulino –de la congregación paulina fundada en 1858 por el padre Isaac Hecker para la evangelización de Estados Unidos– del cual se hablará mucho, a causa de su tenaz labor a lo largo de los años 1926-1936 para ayudar a la Iglesia mexicana. En aquel entonces era el editor del Catholic World y al principio de la guerra fundó, bajo el patronato del cardenal John Farley (Nueva York), la Chaplains’ Aid Association para ayudar a los capellanes militares. Era también cofundador de una asociación de ricos católicos de Nueva York, The Catholic Interests Committee, que levantaba fondos para el esfuerzo de guerra, lo que explica su inmediata rivalidad con la orden. Los Caballeros la llamaron sarcásticamente «Asociación de los Católicos de Wall Street». El padre Burke propuso al cardenal Gibbons la creación de un consejo que agrupase a todas las sociedades católicas para racionalizar el esfuerzo de guerra; aquél lo mandó con los cardenales de Boston (O’Connell) y Nueva York (Farley), quienes dieron su aprobación. El 11 y el 12 de agosto de 1917, los representantes de 68 diócesis y de las 37 organizaciones nacionales se reunieron en la Universidad Católica de América y decidieron fundar el Consejo Nacional Católico para la Guerra, con la aprobación de los 115 delegados. El padre John J. Burke, inmediatamente electo como presidente del consejo, logró convencer al Gobierno de que el consejo era el representante oficial de la Iglesia. Gracias a la mediación de monseñor Gibbons, puso a los Caballeros en una posición de subordinación, la cual creó una tensión permanente (que se manifestaría de nuevo en un contexto muy distinto: el del conflicto religioso en México).

En su favor tuvo genio para levantar fondos y promover las causas católicas, ya fuera el aumento de capellanes militares, la exención del servicio militar para los seminaristas o la creación de una escuela para preparar a las mujeres en el trabajo en favor de los soldados en Europa. El ecumenismo que compartía con el cardenal Gibbons le permitió organizar un grupo interreligioso, el Comité de los Seis que él presidió, integrado por cuatro protestantes, un judío y un católico. Así tuvo un pie en la Secretaría de la Defensa y eso le permitió ganarse amistades y cultivar relaciones muy importantes para el futuro.

En los últimos días de diciembre 1917, después de muchas consultas, el cardenal Gibbons refundó el consejo y lo puso bajo el control de un Comité Ejecutivo de cuatro obispos, todos favorables al padre Burke: Peter Muldoon (Rockford), Joseph Schrembs (Toledo), Patrick Hayes (Nueva York) y William T. Russell (Charleston).11 Así, por primera vez en su historia el Gobierno de los Estados Unidos y la Iglesia católica del país se encontraban en contacto directo y permanente, al más alto nivel. El padre Burke, quien quedó como secretario general de la NCWC y dejó para el historiador los apuntes cotidianos de sus actividades, fue el hombre clave.

Esa hazaña organizativa, esa racionalización de la acción, tuvo un precio: la «capellanocracia» (Max Weber dixit), a saber: el control de las organizaciones laicas por el aparato eclesiástico. Los únicos que no se dejaron en ese momento fueron los Caballeros y eso les valió muchas críticas y la acusación de trabajar como el Llanero Solitario. En el futuro el padre J.J. Burke y la orden no se llevarían bien. El historiador norteamericano Alfred J. Ede estima que:

La NCWC hablaría con mayor autoridad, la Iglesia católica operaría con mayor eficacia a través de esa nueva agencia, pero tal centralización la pagaron las organizaciones de base y el liderazgo laico que la American Federation of Catholic Societies había batallado para conseguir, pero que finalmente no pudo lograr.12

The National Catholic Welfare Conference

El acrónimo es el mismo: NCWC, pero la palabra War (guerra) se transforma en Welfare (asistencia) y Council (consejo) en Conference (conferencia); y como los actores y los dirigentes son también los mismos, se puede decir que del Consejo de Guerra católico nació la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos. Al final de la guerra, los dirigentes del consejo quisieron mantener esa organización nacional para defender los intereses de la Iglesia y el padre Burke redactó un memorándum en ese sentido. Aprovecharon que el papa recomendó a los obispos estadounidenses reunirse una vez al año y formar un Comité de Reflexión. El 24 de septiembre de 1919, 92 de los 101 obispos se reunieron en la Universidad Católica de América, en Washington, bajo la presidencia del cardenal Gibbons. Examinaron el proyecto de crear una organización permanente que hiciera escuchar una voz católica en los asuntos nacionales. Como consecuencia de la guerra, la nación había tomado la medida del patriotismo y de la fuerza de la Iglesia y los políticos se preguntaban qué iba a ser de esa fuerza, algunos con interés y otros con preocupación. Entonces se sintió una nueva ola de nativismo. La idea era una conferencia episcopal anual y un comité (o secretariado) permanente, para tratar asuntos nacionales de índole social, económica, educativa, cultural, etcétera. Unos pocos obispos manifestaron su preocupación frente a lo que sintieron como amenaza centralista y autoritaria contra su autonomía tradicional. El proyecto fue aprobado por una aplastante mayoría; sólo siete se abstuvieron o votaron en contra de la creación del National Catholic Welfare Council.13 El secretariado, en forma de Comité Administrativo, estaba formado por siete obispos: Edward J. Hanna, arzobispo de San Francisco (presidente); Dennis J. Dougherty, arzobispo de Filadelfia; Austin Dowling, arzobispo de Saint Paul; Peter Muldoon, obispo de Rockford; Joseph Schrembs, obispo de Toledo; y los obispos Russell y Canevin. El 11 de octubre de 1919 el cardenal Gibbons escribió al papa que «de esa manera la jerarquía está ahora organizada para atender de manera regular, eficiente e inmediata cualquier punto de interés para los católicos en los Estados Unidos».14 En cuanto al padre John J. Burke, presidente del Comité de Actividades Especiales del Consejo de Guerra, fue electo por unanimidad como secretario general (ejecutivo) del Comité Administrativo permanente de la nueva NCWC. Siguió en esa función hasta su muerte, en 1936. En febrero de 1920 una carta pastoral colectiva, la primera desde 1884, dio a conocer al pueblo católico la creación de la NCWC, así como sus metas. El comité se instaló en Washington, en el 1312 de la Massachussets Avenue, en los locales del War Council. Se organizó en cinco departamentos: Educación, Actividades de los Laicos, Legislación, y Prensa y Acción Social, todos bajo la supervisión del padre John J. Burke.

Así la Iglesia católica de los Estados Unidos entró en los «alegres veinte», con un fuerte orgullo por su patriotismo y su nueva organización. Los años 1920, y parte de los 1930, fueron los años de la novedad (newness), incluido el New Deal. Los católicos también respiraban el aire de la época. El Zeitgeist, como los demás, se organizó en lobby,15 en grupos de presión para luchar contra el nativismo del Ku Klux Klan, que se oponía al cambio, a la newness. En la novedad se afirmaban dos grandes grupos de presión, la NCWC (la jerarquía clerical organizada) y los Caballeros de Colón, laicos. Como ambos tendrían un papel decisivo a la hora del conflicto religioso en México, las páginas que les acabo de consagrar no forman una digresión ociosa, sino que permiten entender cómo se pasó de una Iglesia descentralizada a una Iglesia centralizada y de la autonomía al verticalismo. La muerte del cardenal Gibbons, en 1921, y el éxito del padre John J. Burke simbolizan el fin de una época y el paso de un modelo eclesial a otro.