Hacia 1910 cerca de 400 mil personas de ascendencia mexicana vivían ya en Estados Unidos. A partir de 1911 se produjo un incremento significativo de la emigración mexicana hacia Estados Unidos, movimiento ligado a los altibajos de la Revolución Mexicana y que alcanzó su máximo durante los años 1926-1929, los de la Cristiada. Según cifras oficiales estadounidenses, entre 1911 y 1920 unos 220 mil mexicanos se fueron al norte, y entre 1925 y 1930 sumaron 400 mil.2 Ese aumento considerable y súbito contribuyó al auge del nativismo antes de la Segunda Guerra Mundial y en los años de la década de 1920.
La Iglesia católica de los Estados Unidos no estaba especialmente preparada para enfrentar esa novedad. Si la presencia mexicana y católica se había mantenido en los territorios anexados en 1848, en ciudades como Chicago y Detroit ésta era una novedad absoluta, mientras que en Texas y California el predominio anglosajón y europeo era absoluto. Así, el vicario general, fray J.B. Lamy (Nuevo México), escribió en una carta:
Nuestra población mexicana tiene un futuro ciertamente triste. Muy pocos entre los mexicanos podrán seguir el progreso y la modernización. No se les puede comparar con los americanos en cuanto a viveza intelectual, habilidades comunes y capacidades laborales. En consecuencia se encuentran víctimas del desprecio y considerados como raza inferior.3
Con la crisis religiosa de los años 1914-1919 y más aún con la gran crisis de 1926-1929, la actitud de la Iglesia cambió y en las diócesis más afectadas por la gran avenida migratoria hasta se elaboró una pastoral especial para los mexicanos. Desde 1914, año del primer exilio en Estados Unidos de la mayoría de los obispos mexicanos, las diócesis de San Antonio, San Diego, Los Ángeles, Chicago y Oklahoma se movilizaron, así como los círculos de los Caballeros, en particular a lo largo de la frontera. La orden tuvo desde la primera hora una sensibilidad especial, puesto que desde septiembre de 1905 se había implantado en México. Al ayudar a los Caballeros de Colón mexicanos y a los sacerdotes refugiados en los Estados Unidos recibían información de primera mano sobre la triste situación de la Iglesia durante la guerra civil, entre el gobierno de Victoriano Huerta y los constitucionalistas y después de la victoria de aquéllos.
En 1914, el delegado apostólico en Washington había pedido a los Caballeros de Colón ayuda para los mexicanos:
Al no saber adónde voltearme en una situación tan urgente y lamentable, pensé en ustedes. Por lo tanto hago un llamado a usted y a su orden, en la esperanza de que tendrán a bien hacer todo lo que está en su poder para salvar y proteger a esas pobres víctimas de las manos de sus perseguidores.
Para esa fecha el Consejo de El Paso ya alojaba y mantenía a unos veinte sacerdotes mexicanos; y en 1915 varios consejos votaron resoluciones para apoyar a los refugiados y «protestar contra las persecuciones en México».4
Cuando el presidente Woodrow Wilson asumió sus funciones presidenciales, en marzo de 1913, el presidente Madero había sido asesinado, el general Victoriano Huerta había tomado el poder y los primeros levantamientos constitucionalistas anunciaban la tormenta. Wilson empezó con una política de no injerencia en los asuntos mexicanos y de no reconocimiento del gobierno de Huerta, a quien consideraba usurpador y asesino. Las dimensiones tomadas por la insurgencia constitucionalista, los daños causados a la propiedad y la muerte de ciudadanos estadounidenses en México provocaron en los Estados Unidos una histeria bélica como no la había desde 1898. Todo esto condujo a la intervención militar de ese país en Veracruz y Tampico, el 21 de abril de 1914. De repente México estuvo en la primera plana de todos los periódicos, de modo que cuando, el 15 de julio de 1914, Huerta huyó y la facción de Venustiano Carranza empezó a castigar rudamente a la Iglesia católica, eso fue ampliamente reseñado por la prensa americana.
México se había vuelto una preocupación mayor, tanto para el presidente Wilson, protestante, como para el cardenal James Gibbons, cabeza de la Iglesia católica americana. En su carta pastoral a los católicos de Baltimore, el primero de mayo de 1914, antes de embarcarse hacia Roma el cardenal pidió a todos rezar por la paz: «Los dejo cuando existe el peligro de una guerra que nadie quiere pero a la cual nos pueden obligar circunstancias que no podemos controlar». El mismo día escribió al arzobispo de México, José Mora y del Río, para proponerle la unión de los católicos de ambos países en una cruzada de oraciones por la paz: «Su nación y la mía desean ardientemente evitar la calamidad de la guerra y perseverar en las relaciones de amistad y respeto mutuo que nos han unido hasta ahora».5
Antes de que triunfara la revolución constitucionalista, la Iglesia había empezado a sufrir los embates anticlericales de algunos de sus caudillos. Como se veía venir la expulsión de los jesuitas, el padre general de la Compañía, Franz X. Wernz, pidió a Gibbons que los ayudara en su inevitable exilio. Unos días después de su regreso de Europa, el 24 de julio de 1914, Gibbons dio una entrevista a la prensa para denunciar las acciones de Carranza y Villa contra el clero. Habló desde la perspectiva del reconocimiento de Carranza o de Villa por el Gobierno de los Estados Unidos y subrayó que habría que tomar en cuenta tres tipos de hechos: el trato otorgado a los extranjeros y a sus bienes; una amnistía para los vencidos; la actitud frente a la Iglesia católica y sus representantes, así como frente a los ministros protestantes. «El trato reservado últimamente a los sacerdotes ha tenido un efecto de los más desafortunados sobre la opinión fuera de México.»6
La entrevista fue muy publicitada en los Estados Unidos y el Gobierno de Washington se apresuró a contestar. El presidente Wilson y el secretario de Relaciones, William Jennings Bryan, le mandaron a los dos días copia de su mensaje a Carranza y Villa sobre la persecución de la Iglesia. En el memorándum dirigido al cardenal se le decía: «El presidente y el secretario de Estado desean informar al cardenal que tienen la razonable convicción de que se podrá prevenir cualquier criticable reincidencia». El cardenal contestó que agradecía lo hecho pero que, dado los antecedentes de Carranza y Villa, dudaba de la eficacia de sus protestas. Al mismo tiempo escribía al arzobispo Mora y del Río para que le informase inmediatamente en caso de persecución abierta (1.º de agosto de 1914).7 Para esa fecha ya habían llegado a la residencia de la Compañía, en El Paso, Texas, los primeros jesuitas mexicanos expulsados. Según informe detallado del padre Anthony J. Maas, S.J., provincial de Maryland, esos mexicanos pensaban que el mejor servicio que el cardenal podía prestar a la Iglesia mexicana era convencer al Gobierno estadounidense de insistir en la protección de la vida de todos los sacerdotes y religiosos en México.8
El mensaje de Wilson a Carranza no quedó sin efecto. El representante de Carranza en Washington recibió el encargo de decir a monseñor William T. Russell, representante del cardenal en la capital, que los derechos de la Iglesia quedarían protegidos. James Gibbons transmitió todas esas informaciones al Vaticano y decidió esperar la llegada de Carranza a la capital mexicana antes de seguir presionando. Por lo mismo, pidió al padre Maas que el semanario jesuita America bajara el tono en cuanto a Carranza y adoptara «una actitud benevolente aunque vigilante».
Sus esperanzas quedaron pronto frustradas, de modo que cuando regresó de su viaje a Roma –el 20 de agosto había muerto el papa Pío X y el cardenal se había embarcado para asistir al cónclave–, Gibbons se reunió con los obispos James A. McFaul (de Trenton), Joseph Schrembs (de Toledo) y el padre Richard H. Tierney, S.J., editor de America. Habían asistido en Baltimore al congreso anual de la American Federation of Catholic Societies y el cardenal había aprobado la declaración sobre México, preparada por los dirigentes de la Federación. Para esa fecha habían pasado 40 días desde la entrada de Carranza a México y muchos obispos habían huido a los Estados Unidos. El 2 de septiembre, algunos de ellos habían escrito a varias organizaciones para que el mundo entero supiera de la «persecución»; pedían ayuda a los Caballeros de Colón y al padre Tierney, S.J. Una delegación entregó la declaración al presidente Wilson en persona. Dicho texto, que protestaba contra la persecución carrancista y el silencio de la gran prensa norteamericana, no fue publicada porque su tono era fuerte y no querían causar problemas al presidente Wilson, quien había recibido la delegación con mucha amabilidad y le había asegurado que ya estaba actuando en el espíritu de la declaración. El padre Tierney, S.J., quien encabezaba la delegación, sugirió al presidente que no había que reconocer a Carranza mientras no pusiera fin a la persecución.
Los obispos Francisco Plancarte y Miguel de la Mora escribieron lo siguiente, el 2 de septiembre de 1914, al supremo caballero, Flaherty:
Los abajo firmantes, obispos católicos de México, exiliados por la Revolución y reunidos en la hospitalaria ciudad de San Antonio, Texas, recurrimos a usted y a nuestros espléndidos anfitriones católicos, los Caballeros de Colón, en favor de la Iglesia católica, tan rudamente perseguida en México, y del venerable clero mexicano, tan humillado y calumniado […]. Mientras, tenemos la más añorada esperanza de que nuestra muy seria petición empujará a los miembros de su fraternal y benefactora sociedad, los Caballeros de Colón, a prestar un servicio caritativo a la causa de la religión de Dios.9
El cardenal perseveró en su vigilante moderación. El 16 de octubre escribió al obispo James A. McFaul que la sabiduría imponía abstenerse de atacar constantemente a Wilson y a su gobierno, dejar de bombardearlos con peticiones y resoluciones: «El efecto de ese incesante acoso bien podría no resultar en conseguir ayuda para nuestra causa, sino más bien en voltear todo el gobierno contra nosotros». Subrayaba la volatilidad de la situación en México, los esfuerzos del Gobierno de Washington, la posible exageración de los católicos mexicanos y, finalmente, que «los católicos americanos deben guardar en mente que los sufrimientos de sus correligionarios eran el hecho de los hijos sin fe de su propia Iglesia, no de paganos, protestantes, judíos o musulmanes».10
La actitud moderada del cardenal no fue compartida por todos sus colegas, si bien la mayoría hizo caso de los consejos de su primado. El más radical fue el padre Francis C. Kelley, quien sería consagrado en 1924 obispo de Oklahoma-Tulsa. En 1914 era el editor de Extension, revista mensual de la Catholic Church Extension Society, organismo de ayuda y beneficencia con sede central en Chicago de la cual era presidente. En septiembreoctubre de 1914 viajó a Texas y entrevistó a muchos refugiados. Escribió en seguida a Gibbons para hacerle un largo recuento de sus sufrimientos; concluía que los católicos americanos debían pedir a su Gobierno no reconocer a ningún Gobierno mexicano que no garantizara la libertad religiosa. Al mismo tiempo publicó en Extension (noviembre 1914) un vehemente editorial titulado «Where the Gates of Hell Are Open», en el cual responsabilizaba al gobierno de su país: «¿Quién trajo tal estado de cosas? ¡Nosotros!». Ahí afirmaba igualmente que no era demasiado tarde para que el Gobierno estadounidense rectificase.
Gibbons, molesto, contestó a Kelley que el presidente hacía lo posible para remediar la situación y que las acusaciones lanzadas en Extension eran demasiado graves como para hacerlas sin pruebas suficientes. Ese desacuerdo no afectó la ayuda material para los refugiados, canalizada hacia los obispos de San Diego y San Antonio; tampoco impidió que el cardenal mandara, a nombre de la Iglesia americana, a los obispos mexicanos, una carta de solidaridad: «El pueblo americano no aceptará de manera deliberada el establecimiento en su frontera de un sistema de desgobierno basado en la peor de las tiranías, la tiranía del Estado sobre el alma y la conciencia».11 No cabe duda de que el moderado Gibbons sabía ser firme.
El padre Kelley no se dio por vencido y explicó al cardenal que, si bien no dudaba de la buena fe del presidente, sí lo hacía de sus informantes; y para demostrarlo publicó poco después un libro sobre la persecución en México: The Book of Red and Yellow (Chicago, Catholic Church Extensión Society, 1915). A principios de 1915 viajó a Washington y logró ser recibido por Wilson, Bryan y otros altos funcionarios a quienes siguió mandando informes y documentos.12
Para esa fecha el cardenal había perdido toda ilusión, después de haberse encontrado en Nueva Orleáns con el arzobispo Mora y del Río, así como con varios obispos, sacerdotes y monjas, mexicanos en exilio todos. Entonces, en marzo de 1915, dio una conferencia de prensa contundente en Baltimore,13 condenando duramente a Carranza y Villa. John Lind, agente personal de Wilson en México, criticó «la indiscreción del cardenal Gibbons al manifestar abierta hostilidad contra el movimiento constitucionalista», mientras que Enrique C. Llorente, agente de Villa en Washington, lamentaba que «este respetado príncipe de la Iglesia, normalmente discreto, se haya metido en la política mexicana».14
El cardenal se mantuvo en contacto permanente con el presidente, pero para constatar en un memorándum que en la reunión del 2 de septiembre de 1915 «hablamos de México sin encontrar una solución». El reconocimiento de facto de Carranza por Washington ocurrió poco después, el 19 de octubre, pero la expedición Pershing en 1916, para capturar a Villa, no simplificó la situación y en 1917 la entrada de Estados Unidos a la Primera Guerra Mundial imposibilitó cualquier presión sobre México.15
El delegado apostólico en Washington, Giovanni Bonzano (con gestión de 1915 a 1921), pudo al final de su misión informar a Roma que los obispos norteamericanos habían «ofrecido una ayuda organizada a sus hermanos prelados» y distinguir entre los que más ayudaron a los arzobispos de Chicago, Jacob Quigley, y de San Antonio y luego de San Diego, J.G. Shaw; al padre Francis Clement Kelley, y a William Mume, protonotario apostólico de San Antonio:16
Uno de los que ayudaron a todos estos refugiados fue el padre Constantineau, quien inmediatamente fue apoyado por el arzobispo de San Antonio, Texas, monseñor John W. Shaw, juntos trataron de dar solución a este triste momento de la Iglesia mexicana. Monseñor Shaw, con generosidad, puso manos a la obra y fue a entrevistarse personalmente con el arzobispo de Chicago, monseñor James Edward Quigley, quien a su vez envió a monseñor Francis Clement Kelley, gran amigo de la Iglesia mexicana, para que organizara toda la ayuda. Monseñor Kelley prácticamente entregó su vida para ayudar a los obispos, sacerdotes, seminaristas, religiosos y religiosas de México; fue también el fundador y presidente de la sociedad llamada Extensión. Kelley, bien informado de todo lo que estaba pasando, se reunió con el padre Edward F. Hoban (futuro obispo de Cleveland) para tener un conocimiento de los proyectos concretos en apoyo a la Iglesia, iniciaron con una ayuda contante y sonante de 25 mil dólares. Con este dinero hicieron milagros en comida, ropa y techo para los refugiados. Posteriormente monseñor Kelley se entrevistó con monseñor Herrera y Piña, obispo de Tulancingo y que había sido rector del Seminario Conciliar de México, los dos se comprometieron a ayudar con todas sus fuerzas a los desterrados, especialmente proporcionando un edificio en donde se pudiera formar a los seminaristas.17
El arzobispo de Linares, Francisco Plancarte, escribió con razón a Francisco Orozco, arzobispo de Guadalajara:
La lección que pudimos aprender fue que tenemos buenos, desinteresados, fieles y empeñosos amigos en los católicos de los Estados Unidos [...]. Si fueron inútiles sus trabajos estrellándose contra un puritano manejado por la enemiga eterna de la Iglesia de Jesucristo y los grandes intereses financieros,* esto no fue culpa suya. Aun después del hecho consumado ha habido protestas enérgicas y valerosas voces y plumas que han clamado contra la iniquidad. ¡Vivan los católicos americanos!18
Si uno se acuerda del antiyanquismo visceral muy frecuente en el seno de la Iglesia mexicana, el grito entusiasta del obispo en exilio toma toda su importancia.
Algo muy valioso para los obispos mexicanos fue la fundación de un seminario en el poblado de Castroville, cerca de San Antonio, Texas. Casi todos los seminarios se encontraban cerrados en México, o en condiciones muy difíciles; muchos seminaristas habían tomado el camino del exilio. Los jesuitas, precavidos, ya se habían instalado en los Estados Unidos y su experiencia sirvió de modelo para el padre Kelley –¡siempre él!– y el obispo de Tulancingo, Juan de Jesús Herrera y Piña. Herrera había sido rector del Seminario Conciliar de México y el ímpetu de Kelley movía montañas; el obispo Shaw, de San Antonio, consiguió de unas monjas en Castroville un edificio para un centenar de estudiantes; el seminario empezó a funcionar en febrero de 1915. De los 108 alumnos de Castroville, provenientes de 13 diócesis mexicanas, 59 se ordenaron. Su nivel de excelencia convenció a algunos obispos americanos de enviar a sus propios seminaristas a Castroville para aprovechar la educación y el ambiente «hispano», ya que afrontaban el rápido crecimiento de la población mexicano-americana.19
En febrero de 1917 la columna Pershing se retiró de México sin haber podido acabar con Pancho Villa. El 24 de febrero, los obispos mexicanos en Texas redactaron una protesta crítica hacia la Constitución aprobada pocos días antes por el Constituyente mexicano en Querétaro; sin embargo, dicha protesta se publicó el 24 de abril, después de que el 3 de marzo Washington reconociera formalmente al gobierno de Carranza.
El 18 de abril de 1917, en el marco de una reunión de arzobispos americanos en Washington, una comisión fue encargada de redactar una protesta de los metropolitanos (arzobispos responsables de una provincia, la cual agrupa varias diócesis) contra los artículos antirreligiosos de la nueva Constitución. La comisión contaba con el cardenal Gibbons; el arzobispo Moeller, de Cincinnati, y Walter George Smith, un eminente jurista de Filadelfia. Gibbons se tomó varias semanas para reflexionar sobre el contenido del borrador y sobre la oportunidad de presentarlo al presidente Wilson; a la hora de la entrada en guerra de los Estados Unidos en Europa, no quería abrumar más al presidente, pero estaba de acuerdo con el texto y decidió publicarlo en la Baltimore Catholic Review el 19 de mayo de 1917.
A lo largo de tres años el octogenario cardenal no había dejado de intervenir, cortés pero firmemente, en favor de la Iglesia de México, aunque poco a poco su absoluta confianza inicial en el efecto de la diplomacia de su país frente a los revolucionarios mexicanos se había erosionado. Había frenado cuanto pudo las críticas de los católicos americanos contra la política mexicana de Wilson. Pero ya se daba cuenta de que el Gobierno de Washington no podía ni quería tener problemas con Carranza a la hora del famoso telegrama Zimmermann. Por lo tanto, el cardenal denunció con vigor el anticlericalismo mexicano sin atacar a Wilson. La guerra, sin embargo, tenía prioridad para los Estados Unidos: Gobierno, pueblo e Iglesias, todos unidos. Además, el propio Carranza, quien nunca fue tan anticlerical como lo pintaban, intentaba poner fin a los excesos anticlericales e incluso quería reformar los artículos polémicos de la Constitución.20 Eso explica el regreso progresivo de obispos y sacerdotes a México, así como el cierre del Seminario Interdiocesano de Castroville, en marzo de 1918, tanto por falta de fondos como por la partida a México de profesores y alumnos.
Carranza había decidido aproximarse a la Iglesia, por razones de política nacional e internacional (México había sido excluido de la Conferencia de la Paz, a causa de la legislación anticlerical de 1917). El 21 de diciembre de 1918 hizo publicar en el Diario Oficial su proyecto de reforma del artículo 130, precedido de una denuncia del «fanatismo colosal e intempestivo» que «había querido buscar una víctima en el clero injustamente castigado», y de un proyecto de reforma del artículo 3.
Iniciativa de ley:
Se derogan los párrafos séptimo y octavo del artículo 130 de la Constitución, que respectivamente dicen: «Las legislaturas de los estados únicamente tendrán facultad de determinar, según las necesidades locales, el número máximo de ministros de los cultos».
Para ejercer en México el ministerio de cualquier culto se necesita ser mexicano por nacimiento.
Se reforma el párrafo 16 de la siguiente manera: «Los bienes inmuebles del clero o de asociaciones religiosas se regirán, para su adquisición por particulares, conforme al artículo 27 de esta Constitución».
Esta iniciativa constitucional de Carranza por falta de tiempo no fue discutida ni aprobada, por lo que la Constitución no sufrió dicha reforma. Pero los católicos habían tenido la prueba de que ésta podía prosperar y se lo recordaron al Gobierno en varias ocasiones. Carranza continuó, por lo demás y de manera decidida, su política de acercamiento. En noviembre y diciembre de 1918 se dirigió, como vemos, al Congreso; y en enero de 1919 hizo venir y recibió al padre Burke, sacerdote de Toronto con título de monseñor, protonotario apostólico en México que decía representar al Canadá, los Estados Unidos e Inglaterra, y ser enviado por Roma para ocuparse de la reorganización de la Iglesia mexicana.
El 5 de febrero, monseñor Mora y del Río, arzobispo de México, celebró una misa pontifical en la catedral, con motivo de la fiesta de San Felipe de Jesús. Había vivido en exilio de mayo de 1914 a abril de 1918, y después había regresado secretamente a México, aguardando escondido a que el gobierno constitucionalista diera pruebas de su nueva buena voluntad. Las promesas de Carranza a monseñor Burke lo persuadieron de que había llegado el momento de salir de la clandestinidad.21
El apaciguamiento se extendía rápidamente con el regreso de los demás prelados en el transcurso del verano. Los arzobispos Orozco y Jiménez y Ruiz y Flores llegaron a Nuevo Laredo el 30 de julio, en tanto que Burke tenía todo género de facilidades para viajar por el país e inspeccionar las diversas diócesis. En Guadalajara, las autoridades devolvieron el seminario y el antiguo convento de San José, el Carmen Alto. El caso extremo fue el de Oaxaca, donde el vicario general Carlos Gracida recibió en restitución todas las propiedades de la Iglesia.22
La Iglesia respondió a estas manifestaciones como lo esperaba Carranza, poniendo su influencia al servicio del grupo norteamericano antiintervencionista. En 1919, se ejercían muy fuertes presiones sobre el Gobierno norteamericano por una intervención militar contra el gobierno carrancista. Los católicos, que habían formado parte del grupo intervencionista, se retiraron de él en 1919, y sin dejar de afirmar su oposición a una Constitución que atentaba contra la libertad de conciencia, se habían unido a los partidarios de la no intervención. Este cambio de línea política se debía expresamente al episcopado mexicano, tal como lo declaraba públicamente el padre Francis C. Kelley, un tiempo ardoroso defensor de la tesis intervencionista. Dos textos ilustran el cambio de política de la Iglesia norteamericana. En el periódico Excélsior, del 19 de julio de 1919, se señalaba la actitud anteriormente intervencionista de The Baltimore Catholic Review, considerada órgano oficioso del cardenal Gibbons:
La actitud de ese periódico se explica, en parte, por el hecho de que el clero católico en México manifiesta tener agravios contra el actual gobierno de la república del sur, campaña en la que se ve apoyado por la alta jerarquía católica en los Estados Unidos.
Y el cambio brusco de 1919 lo señala el mismo Excélsior, el 11 de noviembre de 1919:
Monseñor Francis C. Kelley, presidente de la Catholic Church Extension Society, declaró en Chicago varias cosas, entre otras que los católicos norteamericanos no se mezclan con la política mexicana y que esto se debe principalmente a las peticiones del alto clero mexicano.
Después, el 25 de febrero de 1920, Excélsior citó un cable de la Associated Press de Nueva York:
Monseñor Burke declaró haber emprendido el viaje a México lleno de serios temores sobre el resultado de su misión, abrigando dudas sobre poder arreglarlas satisfactoriamente; pero que, en vista de las conferencias celebradas con los más elevados funcionarios mexicanos, no podía menos que reconocer por parte de éstos las mejores disposiciones para evitar en lo sucesivo todo género de conflictos. El propio prelado añadió: «Virtualmente puedo declarar que me introduje de una manera subrepticia en el país y que cuando salí de él se me condujo a la estación en un carruaje del Gobierno».23
Los prelados mexicanos tenían buenas razones para confiar en Carranza, y la manifestación del 17 de octubre de 1919 demostró el acierto de su convicción. Aquel día el Gobierno dejó que los católicos hicieran con toda libertad la gran peregrinación para conmemorar la coronación de la virgen de Guadalupe; los manifestantes marcharon de la estatua de Carlos IV hasta la catedral, detrás del estandarte de la virgen, y entraron en el templo a los acordes del himno nacional mientras sonaban las campanas. En otros tiempos, no habría permitido el Gobierno cosa semejante y habría visto en ello una provocación intolerable.
Poco después del derrocamiento y asesinato del presidente Venustiano Carranza, un político amigo del general Obregón visitó al cardenal Gibbons; luego informó al general Álvaro Obregón que conversaron sobre la situación de la Iglesia en México:
El cardenal me preguntó si la actual revolución será antagónica con la Iglesia católica, habiéndole contestado yo que tenía la seguridad de que usted, al establecer un gobierno, daría garantías iguales a todos. Entonces él me dijo que en ese caso haría uso de su influencia cerca de la Casa Blanca para que se reconociera el actual movimiento revolucionario.24
Durante los cuatro años de su exilio los obispos mexicanos descubrieron la fuerza y generosidad de los católicos estadounidenses. También entablaron una estrecha relación con sus pares de aquel país, misma que se mostraría a fondo en los años 1926-1937. La solidaridad norteamericana se manifestó una última vez, a principios de 1920, cuando la paz religiosa había vuelto a México. Un terrible terremoto asoló la diócesis de Veracruz y el obispo Rafael Guízar y Valencia pidió la ayuda del norte. La recibió por conducto del arzobispo de Chicago, George Mundelein y la Extension Society, con sede en Chicago y dirigida por el padre Francis Kelley. Dicha sociedad había sido la organización que más se había ocupado de los obispos y sacerdotes en exilio, al igual que de los laicos. Una vez más Kelley demostró su eficacia y movilizó sus amplios contactos; uno de los más importantes fue el de la Cruz Roja de los Estados Unidos.25
Notas