Cuando la Revolución Mexicana empieza, la Iglesia romana sigue siendo en los Estados Unidos un cuerpo extranjero, ajeno, en vías de integración. Para la mayoría protestante del país es «romana», ligada a una potencia extranjera mítica, Roma, a un monarca absoluto, el papa, cosa incomprensible, inadmisible para una nación nacida republicana.
En 1924, uno de los protagonistas de esa historia, el sacerdote Paulino John J. Burke, escribe:
Significativo y universal es el gran respeto con el cual la Iglesia está considerada. Sin embargo, al mismo tiempo, coexiste la impresión y a veces la convicción profundamente arraigada de que la Iglesia no trabaja con el país, o que trabaja contra el país. El respeto va acompañado de miedo y del miedo nace la sospecha [...]. Puede parecer paradójico pero es cierto que el sentimiento anticatólico jamás ha sido tan extenso, pero que anteriormente ha sido mucho más profundo y más peligroso.1
Cuando el Partido Demócrata escogió como su candidato a la presidencia, en 1928, al dos veces gobernador del estado de Nueva York, el católico Alfred E. Smith, provocó, sin quererlo, una enorme oleada de anticatolicismo. Todavía en 1955, el gran historiador estadounidense Richard Hofstadter podía decir que el catolicismo estadounidense nunca se había repuesto realmente del «trauma» causado por la campaña presidencial de 1928. En esos años veinte, al «miedo rojo» (red scare) provocado entre los «native Americans» por la revolución bolchevique, se sumó el miedo al «papismo» y al «romanismo». Los numerosos miembros del resucitado Ku Klux Klan presumían orgullosamente de su anticatolicismo y de sus cruces de fuego.
John Higham, al estudiar de manera magistral el «nativismo» norteamericano entre 1860 y 1925, demuestra cómo el católico era considerado un extranjero definitivo y por definición.2
Desde 1835, cuando partidos antiextranjeros surgieron en Nueva York y otras ciudades, el nativismo –palabra acuñada alrededor del año 1840– ha sido una corriente presente, con altibajos, en la vida nacional. El nativista, sea evangélico protestante u obrero de industria, conservador sureño o reformista norteño, cree que el catolicismo es una amenaza de tiranía contra la libertad americana:
El nativismo, por lo tanto, debería definirse como una intensa oposición a una minoría interna sobre la base de sus conexiones extranjeras (es decir «no americanas») […] el nativismo traduce antipatías culturales y juicios etnocéntricos empeñados en destruir a los enemigos del estilo de vida que distingue a los americanos.3
La más antigua y poderosa corriente antiextranjera se origina en el odio protestante que desde el siglo XVI se tiene hacia Roma, al grado de que a veces se usa la palabra nativismo como equivalente de anticatolicismo o romanofobia. Hasta la fecha persiste el discurso apocalíptico contra la Prostituta de Babilonia, la mujer vestida de púrpura, el Hombre de Pecado, la Roma pagana con sus sacerdotes perdidos en los vicios y sus monjas lúbricas. Veremos cómo, en la reacción hacia la propaganda en favor de los católicos mexicanos y la candidatura presidencial de Al Smith, resurge la vieja acusación del complot papista, la supuesta conspiración católica que quiere hacer de los Estados Unidos un país vasallo del pontífice romano. A principios del siglo, el reverendo Justin D. Fulton, cuyos sermones atraían multitudes en Boston, dedicó un libro entero a denunciar que el cardenal Gibbons (1834-1921) era el verdadero amo de los Estados Unidos.4
El ascenso político de los irlandeses católicos de ese país, nacidos ahí de padres inmigrados, provocó a finales del siglo XIX un gran movimiento anticatólico, cuando ellos conquistaban las alcaldías de Nueva York, Boston, Chicago y otras ciudades, escalando posiciones en el Partido Demócrata. En 1928, de nuevo, los nativistas denunciaron a ese partido como «el partido del alcohol y del romanismo» («ron y Roma», en medio de la prohibición, medida deseada o aceptada por muchos protestantes y combatida por muchos católicos). Entre 1886 y 1890 brotaron como hongos las sociedades secretas anticatólicas: The American League (la Liga Americana), The Minute Men (los Hombres Minuto), The Red, White and Blue (la Roja, Blanca y Azul), The American Patriotic League (la Liga Patriótica Americana), The Loyal Men of American Liberty (los Leales de la Libertad Americana), etcétera,5 brote que a su vez engendró sociedades católicas no tan secretas (por la prohibición de Roma), como algunas hermandades de las cuales una estaba destinada a un brillante futuro: los Caballeros de Colón. Cada victoria demócrata en las elecciones era interpretada por los «nativos» como una agresión romana, puesto que se traducía en la llegada al poder de políticos irlandeses y católicos. «Ninguna xenofobia funcionó de manera tan organizada como el antiromanismo»,6 precisamente porque se mezclaba con la lucha por el poder.
A principios del siglo XX, el anticatolicismo había perdido mucho de su virulencia, dado el ambiente optimista del crecimiento económico y del movimiento progresista; pero después de 1910 resurgió el anticatolicismo y hubo una reacción contra las novedades y el radicalismo simbolizados por los Industrial Workers of the World (IWW) y su programa revolucionario. Al anticatolicismo tradicional, conservador y protestante, se sumó el de una izquierda nativista que denunciaba a la Iglesia como instrumento del gran Capital y opio del pueblo. Ambas corrientes apoyarían al presidente mexicano Plutarco Elías Calles en su conflicto con la Iglesia de Roma. Se puede sintetizar ese nuevo brote de fiebre –que coincide con los primeros años de la Revolución Mexicana y el flujo migratorio mexicano– con esa cita de Tom Watson, un radical del sur, un hombre del pueblo, un populista en lucha desde 1890 en favor de la democracia económica. Él, en su Watson’s Magazine, fundado en 1910, escribió:
Hay un enemigo extranjero a nuestra puerta y ese enemigo espera confianzudo que sus espías que están adentro le abran las puertas. Esos traidores domésticos son los avorazados capitalistas, la clerigalla católica romana, los Caballeros de Colón.7
Un semanario «patriótico» fundado en 1911, llamado The Menace, que alcanzó un tiro de tres millones de ejemplares en 1914, publicó además libros anticatólicos y organizó conferencias del mismo tenor en todo el país. Por estos medios se afirmaba que Roma había organizado la masiva llegada de italianos, dado que los irlandeses, al americanizarse muy pronto, habían dejado de servir a sus fines.
The Menace abominaba en particular a los Caballeros de Colón y les atribuyó un juramento secreto a los que alcanzaban el cuarto grado. En éste, después de invocar a Dios, la virgen, el Bautista y al «Súper general de la Compañía de Jesús», supuestamente juraban reconocer que «su santidad, el papa es el virrey de Cristo […] y tiene el poder de deponer a los heréticos reyes, príncipes, Estados, repúblicas y gobiernos»; luego seguía una larga serie de promesas que puede resumirse en la destrucción de los protestantes, los masones y todos sus gobiernos:
Prometo y declaro que, cuando la oportunidad se presente haré una guerra sin tregua, abierta y secreta, contra todos los herejes, protestantes, masones, para borrarlos de la faz de la tierra; y que no perdonaré ni la edad, sexo o condición y colgaré, quemaré, acabaré, herviré, estrangularé y enterraré vivos a esos infames.8
El verdadero juramento, muy breve, empieza así:
Juro servir la Constitución de los Estados Unidos. Como ciudadano católico y caballero de Colón me comprometo a informarme de todos mis deberes como ciudadano y a cumplirlos totalmente para bien de mi país sin considerar las consecuencias personales.9
La puesta en circulación del falso juramento coincidió con la campaña electoral de 1912 y fue denunciada por protestantes liberales como «un horrible y blasfemo travesti del verdadero juramento». Los Caballeros de Colón ganaron todas sus demandas en los tribunales, pero en los años 1926-1927 el panfleto volvió a circular. Esa ola de nativismo culminó en 1914 y motivó que la organización creara una Commission on Religious Prejudices10 para combatirlo en la opinión pública. Como en ocasiones anteriores, el movimiento anticatólico se desinfló de repente. A partir de abril 1916 The Menace perdió cada mes cientos de miles de lectores hasta quedar reducido a la nada; los otros periódicos, sus rivales en nativismo, desaparecieron o cambiaron de tema, de modo que la comisión pudo disolverse tranquilamente en 1917. En su último informe apuntó: «La guerra matará el fanatismo. No el sentimiento individual, sino el movimiento (organizado)».11 Luego, el nativismo encontró un enemigo extranjero que sustituyó al papa: el emperador alemán. Entonces la germanofobia desplazó al anticatolicismo.
Después, al principio de los años veinte, una nueva corriente racista cobró carácter pseudocientífico; ésta se orientaba contra los inmigrantes orientales, los de los Balcanes y de Europa oriental, los judíos, los mexicanos. En el caso de los mexicanos, el desprecio racista se sumó al viejo grito de guerra («No popery!»; «¡No al papismo!») contra los católicos. Esas dos corrientes encontraron en el Ku Klux Klan su convergencia.12 Y el Klan aseguraría en varias ocasiones al presidente Plutarco Elías Calles que contaba con todo su apoyo en su lucha contra el romanismo. El primer enemigo del Klan, antes que el negro, era el católico; y el tercero el judío. Por eso el mexicano, víctima de linchamientos como el negro a lo largo de los «tribal twenties», era doblemente odiado: como católico y como no blanco. Al casar la tradición anticatólica con la tradición racista y el nuevo antisemitismo, el Klan abrazaba toda la gama de nativismos de la posguerra. Sin embargo, la dimensión religiosa anticatólica prevaleció en su crecimiento a partir de 1920, al grado de que se puede hablar de cruzada anticatólica en el sur y en el oeste.
Entre 1921 y 1923 el Klan pasó de 100 mil a tres millones de miembros y en 1923 tuvo una expansión geográfica espectacular, alcanzando su apogeo en 1924 para luego perder fuerza rápidamente hasta que la candidatura presidencial del católico Al Smith, en 1928, le dio un segundo aire que no lo salvó de un declive total. Los Caballeros de Colón habían luchado contra el Ku Klux Klan al fundar en 1921 una comisión histórica para combatir y eliminar los prejuicios históricos en los libros de texto de las escuelas. La comisión publicó así, en 1924: The Gift of Black Folk (El legado del pueblo negro), de W. E. B. Du Bois; The Jews in the Making of America (Los judíos en la construcción de América), de George Cohen; The Germans in the Making of America (Los alemanes en la construcción de América), de Frederick Franklin Schrader. Años después, como resultado de un esfuerzo iniciado por los Caballeros de Texas, Carlos E. Castañeda, de la Universidad de Texas, publicó Our Catholic Heritage in Texas, en siete volúmenes.
Si bien muchos estadounidenses consideraban a la Iglesia católica de su país un elemento extraño, ajeno a la nación, aquélla se consideraba a sí misma totalmente estadounidense y no tardó en demostrar, entre 1917 y 1918, que en cuestión de patriotismo no necesitaba recibir lecciones. Agrupaba en un solo cuerpo al 20 por ciento de la población, de modo que podía rivalizar con cada una de las grandes Iglesias protestantes (bautistas, metodistas, etcétera) y era el único gran grupo que no pertenecía al congregacionismo ni al sistema presbítero-sinodal. Eso le daba una fuerza que sus adversarios temían como a un caballo de Troya, un enemigo del país instalado dentro de él, un agente extranjero que dependía de Roma. La llegada masiva, entre 1890 y 1924, de italianos, polacos, ucranianos, bielorrusos, lituanos, eslovacos, húngaros, croatas, católicos todos, mucho más extranjeros que los de por sí odiados irlandeses, contribuyó a la periódica e histérica paranoia del nativismo anticatólico.
Por lo mismo la jerarquía católica emprendió en esos años una obra de largo alcance: hacer de esos inmigrantes católicos unos ciudadanos americanos.
Se abrió en la Iglesia un largo debate (que llegó hasta Roma) sobre la mejor manera de conservar a esos católicos en su seno y a la vez integrarlos a la nación, como lo habían logrado los irlandeses. La primera pregunta concreta que dividió a los obispos fue: ¿la creación de nuevas parroquias debe hacerse sobre una base territorial o sobre una consideración étnica? Las soluciones fueron diversas, según las circunstancias y el lugar. Así, en 1930, la diócesis de Hartford (Connecticut) tenía un 30 por ciento de parroquias «étnicas» con 20 por ciento de sacerdotes inmigrados; y en las diócesis de Newark, Brooklyn y Nueva York la situación era la misma. Mucho dependía del obispo: la arquidiócesis de Boston, con la misma proporción de inmigrados recientes, tenía sólo nueve parroquias étnicas contra 48 parroquias organizadas clásicamente sobre una base territorial.13
La parroquia nacional, además de sus actividades religiosas, era el centro de la vida comunitaria, sede de organismos como la Catholic Ruthenian Association, en East Village, Nueva York, o el Slovak Catholic Sokol.14 ¿Tal organización favorecía o frenaba la americanización de los inmigrados? El debate dividió a los obispos y cada uno decidió según el momento, el lugar y sus convicciones personales. Por lo menos, las parroquias «nacionales» sirvieron de transición para neutralizar el trauma de los transterrados y las tensiones sociales.
Pero con la guerra que empezó en Europa en 1914 y en la cual participó Estados Unidos entre 1917 y 1918, con el derrumbe de los imperios centrales y el surgimiento de nuevos Estados europeos, la Iglesia católica se encontró atrapada en un conflicto con sus parroquias alemanas, croatas, húngaras («¡El enemigo! Son células extranjeras al servicio del káiser y los Habsburgo», gritan los anticatólicos), al igual que con sus parroquias lituanas, polacas, ucranianas (tres grupos etnonacionales que se enfrentaban rudamente en Europa), eslovacas, rutenas, etcétera. Así, el poderoso movimiento de reacción contra la inmigración, mismo que triunfó con el voto de las leyes restrictivas de 1921 a 1924, impuso el ideal del crisol (melting pot) y denunció en las parroquias nacionales el rechazo a la aculturación, por lo que negarse a perder la propia identidad étnica, las raíces, era considerado una traición, un atentado contra Estados Unidos. De este modo, la parroquia nacional proporcionó a los nativistas un argumento contra una Iglesia acusada de extranjerismo, de diseminar en el cuerpo de la nación nódulos que se pueden transformar en tumores peligrosos.
Los católicos estadounidenses habían tomado conciencia del problema en los años de la llegada masiva de los irlandeses; y desde su fundación, en 1882, la Orden de los Caballeros de Colón trabajó para demostrar a la nación que el católico era más americano que nadie. Así, en enero de 1894, en su publicación mensual Columbiad, publicó un discurso de William J. Coughlin que desarrollaba esa tesis:
Como la tripulación que acompañó a Colón en su primer viaje a América, tenemos hombres de diversas razas y lenguas. Pero al anudar los lazos de la hermandad, trabajamos por el mejor tipo de ciudadanía americana. El mejor americano es el que demuestra en su propia vida que éste no es un país protestante, ni un país católico, ni un país hebreo, y tampoco un país anglosajón o latino, sino un país para todas las razas y todos los credos.15
Isaac T. Hecker, fundador en el siglo XIX de los paulinos, congregación de sacerdotes dedicados a la evangelización de los Estados Unidos, fue un americanista convencido:
Estoy en favor de aceptar la civilización americana con sus usos y costumbres […]. Es la única manera de hacer del catolicismo la religión de nuestro pueblo. El carácter y el espíritu de nuestro pueblo, sus instituciones deben sentirse en su casa en nuestra Iglesia […] y es sólo sobre esa base que la religión católica puede progresar en este país.16
El arzobispo John Ireland, gran admirador de Hecker, creía como él que el encuentro providencial entre el catolicismo y la cultura americana era benéfico para ambos; estaba convencido de que la Iglesia y la democracia americana se complementaban y fortalecían mutuamente, de que la Iglesia ayudaba a la patria americana al abrazar tantos grupos inmigrantes.17 Esa visión transformista y liberal era compartida por importantes dirigentes eclesiásticos, como el cardenal James Gibbons de Baltimore y los obispos John Lancaster Spalding y John J. Keane. Sin embargo, se topaba con el grupo de los prelados conservadores, como el arzobispo de Nueva York, Michael A. Corrigan, y casi todos los obispos germanófonos que consideraban que sus parroquias alemanas eran un baluarte indispensable para resistir las influencias disolventes de América. Las tensiones entre «transformistas» y «preservacionistas» tuvieron mucho que ver en la condena del «americanismo» pronunciada en 1899 por el papa León XIII. Con esa designación el papa de refirió a una tendencia, más que a un movimiento armado sobre bases heréticas. El cardenal Gibbons, el arzobispo Ireland y los otros «progresistas» no se dieron por aludidos, mientras que los conservadores aplaudieron.18
En conclusión y a la distancia, los historiadores y los sociólogos coinciden en constatar que la Iglesia católica desempeñó un gran papel en la americanización de millones de inmigrantes. Para sus adversarios de los años 1880-1940 eso no era tan evidente.
La división entre liberales y conservadores no debe causar confusión. Más allá de los conflictos entre personas, los dirigentes católicos, clérigos o laicos, se encontraban unidos por una impresionante homogeneidad de pensamiento. La doctrina social de la Iglesia, reformulada por León XIII, los confirmaba en su idea de que el sistema capitalista norteamericano estaba dominado por el egoísmo y la avaricia. Como en todos los países del mundo en esa época, los obispos ejercían una enorme autoridad sobre los laicos y pretendían controlar, directa o indirectamente, cualquier movimiento, grupo, asociación católica, según el sistema que Max Weber definió como «capellanocracia». Los Caballeros de Colón lo experimentaron en carne propia y poco a poco perdieron su libertad de iniciativa y su autonomía. Acabaron por someterse al control directo de la jerarquía a través de la NCWC. En los años veinte, precisamente con motivo de la cuestión mexicana, eran todavía capaces de seguir una línea propia.
Los católicos estadounidenses se toparon muchas veces con una reticencia –por no decir incomprensión– por parte de la Santa Sede. La condena del «americanismo», en 1899, cristalizó la desconfianza romana ante esos hijos perdidos en el extremo occidental de un mundo liberal. Para Roma, el liberalismo religioso tenía que ser una metástasis de la Reforma protestante, la antesala de la apostasía o de la indiferencia. Por eso le costó a la Iglesia americana mucho trabajo conseguir que se reconociera la originalidad y la validez de la democracia en América, algo que Tocqueville había entendido 120 años antes.19 Dicho esto, la poderosa jerarquía americana mantuvo siempre su fidelidad hacia Roma, sin sufrir jamás el menor complejo de inferioridad.
A principios del siglo XX, la Iglesia estadounidense se alejó de su modelo anterior: una Iglesia nacional, bastante descentralizada, fundada sobre una colegialidad episcopal que dejaba total autonomía a cada obispo. El cardenal William Henry O’Connell, arzobispo de Boston de 1907 a 1944, tuvo un papel decisivo en el movimiento de centralización que tomó forma visible en 1919, con la creación de la NCWC. La mayoría de los obispos persiguió de manera sistemática la romanización (es decir, una liga más estrecha entre su diócesis y Roma) y el control absoluto del obispo sobre su diócesis, tanto sobre los religiosos como sobre los laicos, las escuelas, los periódicos, etcétera. El cardenal O’Connell veía en Roma «la fuente infalible de la verdad» a la cual habría que someterse «con la docilidad del niño».20
Las muertes de John Ireland, arzobispo de Saint Paul, en 1918, y de James Gibbons, arzobispo de Baltimore, en 1921, coincidieron con la liquidación del modelo decimonónico y con el triunfo del nuevo modelo verticalista. O’Connell sucedió a Gibbons como decano de los cardenales y presidente de la asamblea anual del episcopado en la Universidad Católica de América, en Washigton (y como tal siguió de cerca los asuntos mexicanos a lo largo de la crisis de 1925 a 1938). Su prestigio era tan grande que afectaba la autoridad y el prestigio del delegado apostólico en Washington, a quien muchos consideraban el agente directo de Pío XI en los Estados Unidos.
Esa «romanización» no desamericanizó a los obispos ni al clero. Muchos de los que llegaron al episcopado no habían estudiado en Roma. De los Estados Unidos esos prelados tienen el gusto por la acción; son grandes organizadores, administradores, constructores y financieros. Sus cualidades son impresionantes: eficacia, racionalidad, disciplina. Una comparación, punto por punto, con sus colegas mexicanos de la misma generación sería esclarecedora pero desbordaría del tema. Sin embargo, hay que notar que las características del episcopado y de los fieles estadounidenses explican su manera de abordar la crisis mexicana: con racionalidad, eficacia y disciplina.21