Hundimiento de las naves

Se encontraba Cortés sentado en medio de un grupo de incondicionales cuando se presentaron varios maestres para informar sobre la inspección realizada a los navíos. Eran un riesgo para la navegación. A causa de los meses que llevaban al ancla se encontraban comidos por la broma y no se hallaban en condiciones para navegar. Hacían agua y en cualquier momento podrían irse a fondo, como ya había ocurrido antes con uno. La decisión fue que se les varara en la playa para que fueran desguazados y se sacara de ellos todo lo aprovechable. Partieron los maestres a cumplir su cometido y Marina, quien los había seguido hasta la playa, pudo constatar la gran tensión con la que la orden era llevada a cabo. Eran muchos los soldados que murmuraban, pues se pensaba que los maestres dieron ese parecer porque Cortés les había untado la mano. Aparentemente, algunos navíos sí estaban en posibilidad de navegar. Su destrucción los aislaba de Cuba, de España y del mundo entero. La única posibilidad era la de marchar hacia adelante. El Capitán no les dejaba otra alternativa que la de vencer o morir. La esclava intuyó, sin necesidad de que alguien se lo dijera, que muy pronto estarían dirigiéndose a ese legendario reino de Motecuhzoma, del que tantas cosas oía hablar. Parecía una aventura peligrosa, pero había adquirido una fe ciega en lo que el Capitán decía. Además, la alternativa en su caso era regresar a su vida anterior.1

Después, la mujer advirtió que se aprontaba la partida de uno de los tres navíos que aún se mantenían a flote. Los marineros subían a bordo barricas de agua, pescado seco y otros mantenimientos. Unos hombres colocaron cuidadosamente en cajas las piezas del presente que había traído Teuhtlile y, según parecía, en un papel registraban lo que se subía a bordo. Puertocarrero, su amo nominal, andaba muy activo. Por lo que alcanzó a entender, figuraba entre los que partían. Poca oportunidad había tenido para atenderlo, pues en cuanto fue entregada a él embarcaron, y durante la travesía venían tan hacinados en los navíos que ella se limitó a venir encogida en un rincón al igual que sus compañeras. El reducido espacio no permitía muchos desplazamientos, además de que con el balance del navío tenían que moverse con cuidado por el riesgo de ir de cabeza al agua. El mismo día que llegaron al arenal, a las pocas horas de haber desembarcado la encontraron conversando con otras mujeres y fue entonces cuando la llevaron frente al Capitán, y a partir de ese momento no hubo oportunidad de estar a solas con su amo. Por Aguilar y por lo que alcanzó a entender de Orteguilla, los que partían emprendían un viaje muy largo: volvían a España. Para llegar allá deberían navegar muchos días sin ver tierra. El mar era muy ancho. Llegado el momento de la partida el navío levó anclas, se desplegaron velas. Todo el ejército, con Cortés a la cabeza, se había reunido en la playa para ver la salida. La víspera, en un momento en que Puertocarrero se cruzó con ella, éste le adelantó a través de Aguilar que se ausentaría; pero llegado el momento de la partida subió a bordo sin despedirse. Surgían muchos encargos de última hora de soldados que se acercaban a él para confiarle algo. El navío pasó un largo rato sin moverse con las velas que colgaban flácidas, hasta que sopló una brisa suave que comenzó a hincharlas. La embarcación comenzó a moverse y desde tierra los que quedaban despedían a los que partían moviendo los brazos. Ella envió un saludo a Puertocarrero, quien agitó el brazo sosteniendo el sombrero en señal de despedida. No pudo saber si era una despedida para ella o para todos. Luego de un tiempo que se hizo interminable el navío se perdió de vista en el horizonte.

Una mañana el campamento amaneció conmocionado. Era día de hacer justicia. Los que intentaron apoderarse del navío habían sido juzgados y hallados culpables. Las sentencias se dictaron de acuerdo con el grado de culpabilidad de cada uno. Marina pudo ver desde lejos cómo a dos los ataron a un poste y los flagelaron por turnos hasta que les brotó sangre de la espalda. A un tercero le amputaron de un hachazo los dedos de un pie y a dos los ahorcaron. El padre Juan Díaz, según se enteró más tarde, salió bien librado por ser hombre santo; pero tuvo el encargo de confesar a los que habían de morir. Y allí estuvo con un crucifijo entre las manos orando por ellos mientras agitaban las piernas en las últimas convulsiones de la agonía.

Cortés volvió a la caída de la tarde. Luego de firmar las sentencias de muerte y entregarlas a Gonzalo de Sandoval para que se encargase de ejecutarlas, había montado a caballo en compañía de otros jinetes para alejarse. Según alcanzó a entender la esclava eso fue para evitar que a último momento algunos capitanes pudiesen interceder por los sentenciados. Un aire lúgubre se respiraba en el campamento. El mensaje había calado hondo. Ahora todos sabían hasta qué extremo el Capitán tenía la mano dura. No vacilaba en dictar sentencias de muerte. En una choza, Gonzalo de Umbría, el piloto mutilado, era asistido por unos compañeros que con unos vendajes trataban de contener el sangrado. Cuando por la noche Marina se acercó al lugar de las ejecuciones pudo observar cómo a la luz de la luna los cuerpos de los ahorcados, Juan Escudero y Diego Cermeño, se balanceaban a impulsos de una leve brisa. Estuvo contemplándolos un rato hasta que de pronto se desató un fuerte aguacero que la hizo apresurarse para ponerse a cubierto. Los cuerpos de los ahorcados quedaron bajo la lluvia.

Pasados unos días, Cortés convocó a Quauhtlebana y demás caciques para anunciarles su próxima marcha al interior, dándoles a conocer que Juan de Escalante, su hombre de confianza, quedaría con ellos al mando de una guarnición de poco más de un centenar de hombres con el fin de concluir la fortaleza de piedra que se estaba construyendo. Esos hombres permanecerían allí para protegerlos de Motecuhzoma. Por eso deberían acatar lo que Escalante les ordenase y mantener bien abastecido el campamento para que nunca faltase la comida. Pidió además que le facilitasen un contingente de hombres de armas, así como el número suficiente de porteadores para que llevasen a cuestas el fardaje y tiraran de la artillería. Al seleccionarse a los guerreros los españoles tuvieron cuidado de que entre ellos figurara un número adecuado de individuos principales. Marina, interrogándolos, sirvió de ayuda para cerciorarse de que efectivamente eran individuos de alta condición y no esclavos los que integraban el contingente. La intención solapada de Cortés era que al propio tiempo sirviesen de rehenes para garantizar la seguridad de Escalante y los que con él quedaban. El ejército se trasladó a Zempoala y cuando parecía que ya se iniciaba la marcha, de improviso llegó un mensaje de Juan de Escalante que debió ser importante, pues al punto Cortés desapareció haciéndose acompañar por medio centenar de soldados. Su ausencia significó unos días de asueto para la esclava, que los disfrutó siendo siempre muy agasajada por los notables y sus esposas quienes no cesaron de hacerle obsequios y ofrecerle los mejores guisos. El resto del tiempo lo pasaría tumbada en la hamaca o conversando con Aguilar, Orteguilla y los soldados que la rodeaban, enseñándoles algunas voces en náhuatl. [Hamaca es voz taína. Los españoles la encontraron en Las Antillas, introduciéndola en México, donde rápidamente se generalizó su uso, sobre todo en zonas tropicales.] Dos o tres días después Cortés reapareció, lo que para ella significó el fin de la vacación. Con él venían cuatro hombres a los que no recordaba haber visto antes. Más tarde, conversando con Jerónimo de Aguilar se enteraría de lo ocurrido. Sucedió que por la costa apareció un barco que ignorando todas las señales que se le hicieron para que fondease en la Villa Rica se siguió de frente. Escalante galopó a lo largo de la playa llevando sobre los hombros una capa grana que ondeaba al viento. Estaba seguro de que lo habían visto del navío, pero prefirieron ignorarlo. Al ser notificado, Cortés sin pérdida de tiempo se dirigió a la Villa Rica, donde su subordinado le informó que el navío había largado anclas en un paraje situado a tres leguas. Y hacia allá se dirigieron. Se mantuvieron al acecho y cuando bajaron del navío cuatro hombres enseguida les pusieron la mano encima. Por ellos se enteraron de que era gente de Francisco Álvarez Pineda, un capitán de Francisco de Garay, gobernador de Jamaica, que había establecido un poblado en la desembocadura del Pánuco y que ahora los enviaba a tomar posesión de la tierra. Garay había obtenido autorización de la Corona para poblar la zona del río de San Pedro y San Pablo (se desconoce de qué río se trataría). Cortés concedió la máxima importancia a este hecho, decidiendo ocuparse de ello en persona. Antes de internarse en el país quería dejar asegurado que otro no se le fuera a meter en las tierras en que incursionaba.2 Por el relato que le hicieron, Marina quedó enterada de lo que eran Jamaica e islas del Caribe, de las diferencias existentes entre españoles, y de que Cortés no era el jefe supremo de todos los que incursionaban por el Nuevo Mundo.

Llegó el día de la partida. Cortés se despidió del Cacique Gordo y muy temprano, cuando apenas alboreaba iniciaron la marcha para aprovechar el fresco de la mañana. Era el 16 de agosto de 1519, pero la fecha resultaba indiferente para Marina, pues para los esclavos todos los días eran iguales. No conocía el cómputo del tiempo, eso era algo reservado al dominio de sacerdotes y caciques. La columna se puso en marcha. La componían dieciséis españoles a caballo y trescientos de a pie. Detrás avanzaba el contingente de guerreros totonacas, que serían alrededor de seiscientos, al mando de Teuch, Mamexi y Tamalli, caudillos con quienes más adelante ella tendría trato frecuente. El contingente de porteadores encargados de llevar el fardaje y arrastrar la artillería estaba compuesto por varios centenares, entre indios cubanos, esclavos africanos y tamemes aportados por los totonacas. Cerraba la marcha el conjunto de mujeres formado por sus antiguas compañeras tabasqueñas, a las que se habían agregado esclavas locales. Se adentraron por senderos que discurrían por terreno llano. La gente se acercaba para verlos pasar pues tenían noticia anticipada de que se aproximaban. Además, estaba previsto que les tuviesen abastecimiento de agua y comida. La intendencia funcionaba. El único contratiempo era la lluvia que no les faltaba todos los días. Sin embargo, no por ello interrumpían la marcha. Y a la lluvia seguían los grandes calores que trae la evaporación. La esclava caminaba de prisa, procurando mantenerse al paso con el caballo de Cortés, pues éste con frecuencia hacía preguntas a los intérpretes. Le interesaba todo; hasta los nombres de los pájaros quería conocer. En un descampado vieron venados que pastaban sin inquietarse demasiado por su presencia. Pedro de Alvarado como caballista consumado que era, puso su yegua al galope y trató de alancear uno. Estuvo a punto de alcanzarlo pero falló. Y así continuaban la marcha. Ocasionalmente veían bandadas de loros y guacamayos que alzaban el vuelo. Estos pájaros llamaron mucho la atención en España cuando al retorno de su viaje Colón llevó algunos para mostrarlos a los reyes, pero para los expedicionarios ya no eran novedad, pues estaban acostumbrados a verlos en Cuba, La Española y Panamá. En los puntos en que recibían víveres les entregaban guajolotes; también les daban unas aves negras, más pequeñas y ruidosas, que cocinadas eran sabrosas y que algunos decían que sabían a perdiz. Marina les dijo que eran chachalacas. Avanzaban sin sobresaltos. La gente que los veía pasar los miraba extrañada, pero parecía amistosa. El mayor inconveniente era que había llovido durante días y el camino se encontraba lodoso, dificultando la marcha. La mujer resbalaba, pero mantenía el paso. Varios días caminaron de esa guisa hasta que de pronto alcanzaron los cerros que se distinguían a distancia y comenzaron a subir. El paisaje cambió. Pasaban por bosques de pinos resinosos y aromáticos de los que colgaban tiras de heno a manera de guirnaldas. La temperatura comenzó a refrescar y por las noches hacía frío. Llegaron a Jalapan, un poblado pequeño en la falda del Macuiltepec. La mujer explicó que macuil quería decir cinco y tépec montaña. Era por tanto el cerro de las cinco cumbres. Y de pronto, en una falda de la montaña tuvo a la vista la sierra de San Martín (el Pico de Orizaba), aquella montaña que había divisado desde el navío sobresaliendo por encima de las nubes. Era un cono perfecto, blanco en su parte superior. Algunos soldados tuvieron expresiones de alegría, motivadas por la añoranza. Hacía años que no veían la nieve. «Sierra Morena», decían unos; «Gredos», apuntaban otros, «el Guadarrama». Un recuerdo de la España que habían dejado años atrás. Marina preguntó qué era aquello blanco. «Nieve», le dijeron. Pero como mujer del trópico no alcanzó a comprender de qué le hablaban. ¡La nieve! Nunca había oído hablar de ella. Más tarde, cuando continuaron avanzando y sopló un viento proveniente de la montaña, al sentir de pronto un frío que la hizo estremecerse, tuvo una primera aproximación de lo que eso era. Con todo, aquello de que al mismo tiempo fuera agua no alcanzaba a comprenderlo, pensó que seguramente habría entendido mal. Cuando dejaron atrás el Macuiltepec, Marina oyó comentar que se había extraviado el potrillo de la yegua de Núñez Sedeño.3 A ella le llamaba la atención verlo siempre pegado junto a la madre; pero el animal crecía, tenía los seis meses cumplidos y había llegado el tiempo del destete. Comenzaba ya a comer hierba, por lo que cada vez más se separaba de ella. Era una lástima que lo dejaran atrás, aunque ya estaba en edad de valerse por sí mismo. Lo encontrarían dos años más tarde pastando en medio de un grupo de venados. Resultó un buen caballo de silla.

La columna continuó la marcha cruzando por algunos pasos de montaña, hasta que de pronto descendieron a la meseta. El paisaje cambió por completo. En lugar de bosques de pinos y árboles frondosos deambulaban por un paraje desolado donde sólo crecían nopales, magueyes y otras cactáceas. Faltaba el agua y avanzaban un tanto al azar porque era territorio desconocido para los totonacas. Un día fueron en una dirección, al siguiente desandaron y luego avanzaron zigzagueando. Se movían en las proximidades de la sierra de San Martín que les enviaba ráfagas heladas. Pasaron a lo largo del Cofre de Perote y bordearon lagunas de agua salobre. Sufrieron frío, hambre y sed. Iban mal preparados para afrontar esa situación. Algunos soldados se protegían con mantas que obtuvieron en los poblados donde pasaron, hechas de pieles de conejos, de zorros y otros animales. Sin embargo la mayoría iba desprotegida, especialmente las mujeres de servicio y los porteadores de la impedimenta. Marina iba bien calzada y con unas mantas que le habían echado encima, pero aún así tiritaba. Por primera vez sentía lo que era el frío. No se parecía al que estaba acostumbrada en Tabasco, cuando soplaban los vientos del norte. Un atardecer la situación empeoró cuando en campo abierto fueron sorprendidos por una intensa granizada. El granizo golpeaba con fuerza pues tenía el tamaño de cerezas. Cuando amaneció el campo estaba blanco. Dos indios de Cuba ya no se levantaron. Murieron de frío. Siguieron moviéndose al azar, en un paraje hostil carente de agua, donde la única vegetación la constituían cactáceas. Tunas fue lo único que consiguieron llevarse a la boca. Finalmente se internaron por un camino que conducía a través de un terreno más amable. Volvieron a reaparecer los bosques de coníferas, y toparon con hombres que los acogían amigablemente, indicándoles el camino a su ciudad. A poco andar llegaron a Zautla. Venían rotos de hambre y cansancio. Si encontrándose en aquellas condiciones en que apenas podían tenerse en pie hubiesen sido atacados, el desenlace hubiera sido fácil de imaginar. Pero los de Zautla salieron a recibirlos en actitud amistosa, hasta echaron una mano a los más fatigados. La población estaba gobernada por Olíntetl, un individuo tan obeso y de carnes tan fofas que constantemente se le estremecían a causa de un tic nervioso; los españoles lo apodaron «el Temblador». Este personaje, que aventajaba en corpulencia al Cacique Gordo de Zempoala, escasamente podía moverse si no era apoyándose en los hombros de dos mancebos. Olíntetl se encontraba desconcertado, pues había recibido noticia de la llegada de los extranjeros a último momento y disponía de muy escasa información. En vista de ello, las presentaciones corrieron a cargo de Marina. Como el mensaje que Cortés venía dando en las poblaciones por donde pasaban era siempre el mismo, no necesitaba aguardar a la intermediación de Aguilar. Y siendo mujer desenfadada, con toda soltura comenzó a hablar. Olíntetl y los demás principales escuchaban pasmados cosas tan novedosas que salían de la boca de aquella mujer que les hablaba en su idioma; y que además lo hacía con tanta seguridad. En una sociedad machista como la indígena, resultaba inconcebible que una mujer pudiera situarse en plan de igualdad con los mandatarios, incluso pasando por encima de ellos. Además, no apreciaban la intermediación de Aguilar, que les pasaba inadvertida, por lo que pensaban que ella era quien hablaba directamente con el jefe de los hombres blancos. Por tanto, diosa debería ser.

Olíntetl se mostraba inseguro, no sabía el terreno que pisaba. Además de que resultaban vagas las indicaciones recibidas de los agentes de Motecuhzoma, desconocía hasta qué punto estaban autorizadas. Por eso temía dar un paso en falso que desatara las iras del autócrata de Tenochtitlan. Eran demasiadas preguntas y carecía de respuestas para afrontarlas. A través de Marina, Cortés lo interrogaba. De esa forma fue redondeando el conocimiento del poder de Motecuhzoma: cuántos miles de hombres podía poner en el campo de batalla, lo inexpugnable que era Tenochtitlan por encontrarse en medio de una laguna. Cuando le fue preguntado si era vasallo suyo, el confundido cacique respondió con otra pregunta: «¿Pero es que hay alguien que no sea vasallo de Motecuhzoma?».

Allí estaba dicho todo: Motecuhzoma era considerado señor del universo.4 La esclava se encargó de contradecirlo, haciéndole ver que los recién llegados venían enviados por un soberano más poderoso aún, a quien todos debían obediencia. El mundo de «el Temblador» se cimbraba. Ella se encargó de aumentar todavía más su turbación al enfatizar que también Motecuhzoma debía obedecer sus mandatos.

Fue en Zautla donde los españoles tuvieron un anticipo de lo que era un Tzompantli: centenares de calaveras agujereadas por las sienes y atravesadas por unas varas, colocadas sobre unas columnas y formando un verdadero edificio. La esclava demandó a Olíntetl el significado de aquel osario. Así supieron que se trataba de los cráneos de los sacrificados. Su carne era comida, pero las calaveras se conservaban en ese lugar. Apurado a preguntas, el cacique no supo dar una respuesta satisfactoria a por qué las ensartaban de esa manera. Era lo acostumbrado. Cortés le hizo llegar el mensaje de que el poderoso monarca que él representaba tenía prohibido que se sacrificasen seres humanos y que se comiese su carne. Olíntetl escuchó el mensaje sin saber qué replicar. Estaba confundido.5

Los aliados totonacas contribuían a minar la fe del cacique al referir cómo los hombres blancos habían destruido sus dioses y no había ocurrido nada; y que por otro lado les habían hecho una revelación muy importante: existía un dios único, que era el verdadero, había una vida después de la muerte, donde los buenos serían premiados y los malos serían arrojados a las llamas adonde arderían para siempre. Además, esos hombres barbados apresaron a los colectores de impuestos de Motecuhzoma librándolos de su tiranía. Por eso los totonacas ya eran hombres libres. El mastín de un soldado ladraba mucho de noche, era un animal robusto de aspecto fiero. Cuando los de Zautla preguntaban intrigados si era tigre o león, los totonacas decían que lo traían para comerse a los enemigos, que era tan veloz que ninguno se escapaba.

Los días en Zautla transcurrían plácidos. Después de las privaciones y trabajos pasados, constituían un bien ganado descanso para recuperar fuerzas. La comida, además de abundante, era riquísima; y podían comer todo lo que quisieran. Las mujeres ponían especial cuidado en atender a Marina, a quien agasajaban con los mejores platillos que sabían preparar. ¡Qué comida tan distinta a la de los días de esclava! Ni siquiera imaginaba que existieran esos platillos. Y podía disfrutar de baños de vapor en el temascal, algo totalmente novedoso para ella, que comenzaba a conocer la comodidad. La ciudad era muy bonita. Se ubicaba en una sierra rodeada de bosques muy verdes, de pinos y oyameles, cuya fragancia flotaba en el aire junto a los trinos de los pájaros. Había muchas aves, sobre todo en las últimas horas de la tarde, cuando llenaban el ambiente con sus cantos antes de retirarse a sus nidos. Los soldados se ocupaban de comer y dormir lo más que podían. Se trataba de recuperarse. Hasta los caballos llegaron tambaleándose, al límite de sus fuerzas luego de los días del malpaís, donde no pudieron comer ni beber. Pero en la nueva situación, además de pastar a sus anchas, comían todo el grano de maíz que se les daba quebrado. Muchos lo traían espontáneamente para no perderse la oportunidad de verlos comer. Y se repetía la escena de indios trayendo para ellos guajolotes, mismos que los españoles tomaban asegurando que se los darían más tarde. Ése era el panorama para la esclava, siempre agasajada por las mujeres que le daban ropa muy limpia y le traían guirnaldas de flores. Aunque su reposo se veía interrumpido a menudo, cuando le avisaban que el Capitán la necesitaba. Los de los poblados aledaños se acercaban para conocer a esos extraños hombres. Traían obsequios y los invitaban a que fuesen a visitarlos. Conversaban extensamente con Marina y ésta, a través de ellos, iba obteniendo datos que comunicaba a Cortés, quien de esa manera iba redondeando el conocimiento sobre Tlaxcala, esa tierra de la que ya venía oyendo hablar: sabía que eran enemigos declarados de Motecuhzoma, con quien sostenían guerra permanente; por ello decidió pasar por su territorio. Esperaba ganarlos como aliados. Resolvió enviarles un mensaje anticipándoles su visita, para lo cual se redactó una carta. Aunque era evidente que no la podrían leer, se acordó enviarla porque se pensaba que comprenderían que se trataba de cosa de mensajería. Para llevarla eligió a dos totonacas que por tener aire de personas principales podrían expresar cumplidamente el mensaje del que serían portadores. Marina les explicó con detenimiento el significado de las palabras escritas en el papel y se los hizo repetir hasta estar segura de que lo habían entendido. Y para que no fuesen con las manos vacías, se les entregó para que llevasen como presente un sombrero de Flandes y una ballesta.

Cortés tuvo intención de plantar una cruz, tal como lo había venido haciendo en los lugares por donde pasaban. Con todo, fray Bartolomé de Olmedo lo hizo desistir haciéndole ver que no los sentía preparados y que podrían cometer un desacato con ella. Uno de los caciques, llamado Tenamaxcuícuitl, esto es Piedra Pintada, insistió mucho en invitarlos a conocer su señorío. Y como éste venía de paso para dirigirse a Tlaxcala, Cortés aceptó y al quinto día de reposo se pusieron en camino. Cinco días fue todo el descanso que permitió a sus soldados. Al momento de la partida Marina indicó a Olíntetl que estaba obligado a proporcionar un contingente de guerreros y de mujeres de servicio para que los atendieran. Al igual que antes en Zempoala, Cortés indicó a la mujer que tuviese cuidado de que no le colocasen esclavos en el contingente, pues quería que los hombres fuesen personas de calidad, para que a más de guerreros fungiesen como rehenes. Y con el ejército aumentado se despidieron de Zautla, población a la que nunca retornarían.

La marcha era un paseo. El camino discurría por áreas pobladas. Había casas a todo lo largo del trayecto. A los lados se congregaban hombres, mujeres y niños, aguardando su paso. A la cabeza de la columna marchaba Cortés con Aguilar y Marina a su lado. Junto a ellos iban Tenamaxcuícuitl y numerosos notables. El grupo se movía conversando con animación, pues en cuanto vieron los del lugar que Marina hablaba su lengua no cesaban en hacerle preguntas. Tenían la creencia de que ella lo sabía todo. Muy lejos estaban de imaginar que cinco meses atrás la gran dama con quien alternaban en esos momentos era una esclava doblada sobre el metate, desempeñando las labores más viles. Marina, mujer desenvuelta, disfrutaba de la consideración con que era tenida y mantenía a los notables en su ignorancia, sin aclararles su origen. Una losa de silencio encubría su pasado. De sus acompañantes en la expedición, nadie aparte de ella hablaba náhuatl. Sus antiguas compañeras de servidumbre, dobladas bajo el peso de los metates, caminaban en silencio. Con inmensa seguridad en sí misma, la tabasqueña imponía su fuerte personalidad a caciques y notables, quienes dependían por entero de ella para comunicarse con el jefe de los hombres blancos. Era como si flotara, pues estaba muy consciente de que ocupaba el centro del escenario, en medio de dos mundos: sin ella no habría comunicación posible. Además resultaba gratificante que individuos de alcurnia tuvieran con ella tales deferencias. En el mundo que había quedado atrás todo fueron vilipendios, pero había observado que también las mujeres de clase alta, aquellas que poseían esclavos y esclavas, a su vez se encontraban en un plano de inferioridad frente a sus maridos. El mundo estaba hecho para que los hombres lo gobernasen; pero en esos parajes de la sierra poblana ella era el centro de todo. Las órdenes de Cortés llegaban por boca de ella. Y en cada ocasión en que se agregaban al grupo caciques recién llegados, a una indicación de éste repetía el discurso de costumbre. Por su lado, el padre Olmedo andaba muy atento en que no dejase de lado el mensaje evangélico, y cada vez que venía al caso la hacía repetir el Pater Noster y el Ave María. Quería estar seguro de que los recitara correctamente. Y ante el asombro de quienes presenciaban el progreso de la caravana, llegaron a Ixtacamaxtitlan, el pueblo de Piedra Pintada.6 Había sido una caminata de corta duración.

En medio de una muchedumbre que ya los aguardaba, entraron al poblado. La noticia de la aparición de esos hombres blancos y barbados, montados en venados gigantes, tan veloces que en un instante alcanzaban al corredor más raudo, era cosa que nadie quería perderse. Tenamaxcuícuitl había enviado instrucciones por anticipado y ya tenían preparada la comida para un número tan nutrido de visitantes; a Cortés, Aguilar, Marina y miembros destacados del ejército les preparó alojamiento en su propia mansión, mientras que al grueso de la fuerza se la distribuyó por las mejores casas de la población. Había muchas flores y árboles de tupido follaje. El aire estaba lleno de los trinos de los pájaros. Ixtacamaxtitlan era un lugar que invitaba al reposo, lo cual resultaba gratificante para el ejército, pues no terminaban de reponerse de las fatigas pasadas. Los caballos, como siempre, llamaban poderosamente la atención. Allí también eran muchos los que les traían maíz para ganarse el derecho de verlos comer. Aguardaron tres días a los emisarios enviados a Tlaxcala. A la esclava le vino bien el descanso para terminar de sanar de las ampollas de los pies.

Los caciques instaban a Marina para que convenciese a Cortés de que el mejor camino para ir a Tenochtitlan era pasando por Cholula; pero Teuch, el totonaca, sostenía que era mejor por Tlaxcala. Prevaleció la opinión de este último y antes de partir Cortés pidió a Tenamaxcuícuitl que le facilitase un contingente de guerreros, a lo que éste accedió proporcionándole trescientos hombres y algunas mujeres para que preparasen la comida. Cristóbal de Olid, quien era el maestre de campo –el comandante militar–, convocó a los jefes de los tres contingentes (Zempoala, Zautla e Ixtacamaxtitlan) y a través de la esclava comenzó a impartirles instrucciones acerca del orden de marcha y de cómo deberían actuar en caso de ser atacados. La mujer hacía las funciones de jefe de estado mayor; si ella faltara no habría comunicación posible con los aliados. Acompañados por Tenamaxcuícuitl y un grupo de caciques, Cortés y su tropa dejaron atrás la zona poblada, encaminándose por un sendero hasta que de pronto toparon con una muralla que cerraba el paso. Era un muro de piedra de estado y medio de alto (cerca de tres metros) y cerraba por completo el valle. La entrada era estrecha y curvada en forma de ese, de manera que resultaba fácilmente defendible. No obstante, aquella formidable obra se encontraba abandonada, solitaria, en medio de ese paraje. El silencio sólo era roto por el viento que silbaba al colarse por los intersticios de las piedras –colocadas cuidadosamente unas sobre otras, sin ningún tipo de argamasa que las uniese– y por las carreras de las lagartijas al revolver la hojarasca. Largo rato estuvieron contemplando aquella muralla abandonada. Algunos soldados subieron a la parte superior. Se trataba de un parapeto de unos veinte pies de ancho, lo que permitía defenderla con ventaja.7 Marina, por indicaciones de Cortés, comenzó a preguntar a Tenamaxcuícuitl por su origen y su objetivo. Éste repuso que marcaba el lindero entre su territorio y Tlaxcala, que estaba allí por las guerras frecuentes que sostenían. No obstante, apurado por las preguntas, no supo decir quién la había construido. Los demás caciques tampoco supieron aclarar la situación. La muralla había estado allí desde que tenían memoria. Los soldados que subieron al parapeto dijeron que desde arriba no se divisaba ningún ser humano. Estaba completamente abandonada. Además, resultaba muy fácil de rodear, lo cual agregaba más interrogantes al misterio. Recelando una celada, algunos soldados cruzaron y exploraron los alrededores para regresar confirmando que no habían visto a nadie. Cortés resolvió ya no perder más tiempo en vista de que el día avanzaba y dejando sin aclarar el misterio de la muralla ordenó proseguir la marcha. Se despidió de Piedra Pintada y demás caciques y el ejército comenzó a trasponer la puerta. Iniciaron la marcha a tambor batiente para anunciar su visita.

Tomaron por un camino que serpenteaba a través de unos valles de pinares muy frondosos. En el primer recodo encontraron una serie de hilos de los que colgaban trozos de papel que, a manera de telaraña, atravesaban el camino de lado a lado. A la vista de ello numerosos guerreros quedaron lívidos. La esclava averiguó que era cosa de brujería. Se trataba de un sortilegio de los hechiceros de Motecuhzoma para impedirles el paso. Los españoles sonrieron al enterarse y un soldado avanzó resuelto, rompiendo los hilos con el pecho. Los totonacas contribuyeron a animar a los indecisos haciéndoles ver que esa magia no podía contra los hombres blancos. Habían destruido sus ídolos y no ocurrió nada. Prosiguieron la marcha, pues todavía quedaba mucho por andar. Los ecos del redoble del tambor y las notas del pífano resonaban por los valles. Caminaron en formación hasta las primeras horas de la tarde. Y entonces, al remontar una cuesta, descubrieron que había ocurrido un percance: dos caballos muertos, degollados con un tajo en el cuello. A su lado los jinetes se recuperaban de la caída. Apenas se habían internado en tierras de los que habrían de ser sus amigos y ya habían perdido dos monturas. Sucedió que los jinetes que avanzaban como exploradores avistaron a una treintena de indios, quienes al verlos retrocedieron rápidamente. Y en lugar de aguardar la llegada de Marina para que les explicase quiénes eran y a lo que iban, los jinetes picaron espuelas para alcanzarlos. Los indios, sin intimidarse por la presencia de aquellos extraños seres a los que veían por primera vez, dejaron de correr y plantando cara los recibieron a golpe de macana. Esa actitud tomó por sorpresa a los españoles y allí quedaron los dos caballos, uno de los cuales era el de Olid. Los demás jinetes alancearon a los otomíes, matándolos a todos. Mal comienzo. No tardaron en aparecer escuadrones de guerreros. Parecía que Tlaxcala entera estuviese en armas. Reinaba la confusión. Marina se adelantó para hablar a los de las primeras filas y alzando la voz les decía que venían en son de paz, que buscaban su amistad; pero en medio de la gritería no fue escuchada. Al parecer, la confusión de los tlaxcaltecas se producía porque estaban enterados de que Cortés se dirigía a Tenochtitlan para entrevistarse con Motecuhzoma y veían en las filas de los españoles a los guerreros de Ixtacamaxtitlan que eran enemigos suyos. Se combatió hasta el oscurecer, hora en que los tlaxcaltecas se retiraron sin haber logrado capturar vivo a uno solo de los españoles ni de sus aliados. No tenían por costumbre pelear de noche. Cortés ordenó replegarse a un caserío vecino en lo alto de una loma y allí se hicieron fuertes. En ese momento llegaron dos de los totonacas enviados como emisarios desde Zautla, a quienes acompañaba una delegación de tlaxcaltecas. Marina fue llamada a traducir. No era asunto fácil entenderlos, pues mientras los primeros, presa de gran agitación referían cómo habían conseguido escapar y con ello salvado las vidas, los segundos venían a disculparse diciendo que la muerte de los caballos había sido obra de otomíes, unos bárbaros al servicio de Tlaxcala sobre los que se tenía escaso control. En todo caso venían a manifestar su amistad y ofrecían reparar el daño pagando por los caballos. El mensaje era contradictorio, pues a corta distancia continuaban escuchando gritos de guerra. Era todo tan confuso que Cortés hizo que se repitiera el diálogo, pero nada se aclaró. Unos hablaban de paz y por otro lado le hacían la guerra. Por más que Marina se esforzó, haciendo ver la falta de congruencia entre lo que se decía y lo que se hacía, no logró esclarecer la situación. En cambio, utilizando todas sus dotes de persuasión les hizo ver que los blancos lo único que buscaban era su amistad, e hizo intervenir a los jefes militares totonacas para que refiriesen cómo los liberó del yugo de Motecuhzoma. Los notables tlaxcaltecas la escuchaban impresionados al ver lo mucho que sabía esa mujer. Cómo era posible que los blancos hablasen por boca de ella: ¿una diosa?, ¿adivina?, ¿hechicera?

Los tlaxcaltecas se retiraron a llevar el mensaje. Malintzin recibió el encargo de trasmitir instrucciones a los jefes de los hombres de armas aliados acerca de las disposiciones que deberían observarse para pasar la noche. Aunque se sabía que en el mundo indígena no se acostumbraba el combate nocturno, se extremaron precauciones: aparte de poner centinelas, debían tener escuchas muy cerca del campo contrario para que viniesen corriendo a dar la alarma en caso necesario. En el campo español hubo mucho ajetreo. Unos se aplicaban sobre las heridas el unto sacado del cadáver de un indio gordo y sobre ellas acercaban la hoja de las espadas calentadas al rojo vivo. Y mientras se curaban se discutía con viveza. En un principio la esclava no comprendió de qué se trataba; pero luego, por alguna que otra palabra que ya sabía y por algo que le dijeron Aguilar y el niño, pudo darse cuenta de que había una profunda división de pareceres. Algunos expresaban en voz alta que lo único sensato sería darse la media vuelta y regresar a la costa, pues si ésa era la acogida dispensada por los que esperaban tener por amigos, ya podrían imaginar cómo sería cuando tuviesen que enfrentar los poderes de Motecuhzoma. A corta distancia corría un arroyo de aguas muy frescas, por lo cual con las precauciones debidas pudieron llevar a abrevar a los caballos. Mucho se hablaba de los dos que habían perdido, lo cual redujo su número a catorce. Inevitablemente salía a cuento lo distinto que había sido en Centla, donde los indios huyeron despavoridos a la vista de los jinetes, tomándolos por centauros. Pero ahí había sido distinto: los otomíes habían plantado cara, lo cual era un anticipo de la calidad del enemigo que tendrían que afrontar al día siguiente. Un detalle que sorprendió por lo inesperado fue que la cena llegó andando en cuatro patas. De pronto comenzaron a aparecer esos perritos regordetes que los indios cebaban para comer. Al momento de la huida los llevaron consigo, pero luego en cuanto los soltaron volvieron a sus casas. Los españoles, que ya se habían hecho a la idea de quedarse sin cenar, los asaron. Tocó apenas de a bocado por cabeza.