La llave de México

En el arenal estaba ella, en medio de una muchedumbre de españoles e indios, como pieza central del drama que iba a escenificarse. Le correspondería comunicar dos mundos que hasta ese momento se ignoraban. Sería en esos momentos cuando cobraría conciencia de que era importante. Pero, ¿cómo serían los comienzos balbucientes de esas primeras traducciones? Las crónicas refieren que se entabló el diálogo entre ella y Aguilar, que así, sin más, comenzaron a hablar sin interrupción. Pero tal supuesto se hace sin demasiada reflexión, pues no hay que perder de vista que Marina hablaba el maya chontal de Tabasco, el cual tiene diferencias dialectales importantes con el maya de Yucatán que era manejado por Aguilar. Las dificultades pueden equipararse a las de un español tratando de comunicarse con un italiano o un portugués. A fuerza de repeticiones y de buscar palabras comunes se consigue entablar diálogo, pero a un nivel elemental. Por ello, es de suponerse que en un primer momento la conversación sería sobre cuestiones básicas. Los españoles demandarían agua, a lo que Aguilar diría «a’al», y la esclava lo vertería al náhuatl diciendo «atl»: agua. Eran vocablos sobre cosas esenciales, acompañados de gestos y ademanes. Una comunicación mínima, pero comunicación al fin de cuentas. Sabemos que Marina era una mujer muy desenvuelta, por lo que nada extrañaría que desde el primer día comenzase a aprender palabras, para muy pronto poseer un vocabulario mínimo de español. Por otro lado, Jerónimo de Aguilar aparece como una figura tan gris, que nada extraño es que algunas crónicas indígenas omitan la doble traducción y su presencia pase inadvertida, llegando al extremo de que omitan mencionarlo. En unas, ella aparece hablando en español desde un principio, aunque no se precise dónde pudo aprenderlo.1 Otro punto a considerar es preguntarse que tan fluido estaría su náhuatl, pues aunque era su lengua materna, desconocemos si en Tabasco, en sus días de esclava, tendría oportunidad de practicarlo.

Aparecieron en el campo español dos dignatarios acompañados de un nutrido séquito de servidores: se trataba de Teuhtlile y Cuitlalpítoc, mayordomos de Motecuhzoma, enviados por éste para dar el parabién al señor Quetzalcóatl, si es que era él quien regresaba.2 La aparición de los enviados de Motecuhzoma marca el gran momento de la esclava, aunque siempre subsistirá la duda acerca de los términos exactos en que quedó recogido el diálogo. Cuando los embajadores inquirieron si era el señor Quetzalcóatl a quien tenían enfrente, ¿cómo lo dijo ella?, ¿cuáles fueron exactamente sus palabras? No lo sabemos. Lo que nos ha llegado es la versión trasmitida a Cortés por Jerónimo de Aguilar. Independientemente de lo que les haya dicho, y de lo que los dignatarios le hayan preguntado, esta actuación es de la máxima importancia. Fue mucho lo que allí estuvo en juego. Por principio de cuentas, los arrogantes emisarios, que provenían de una sociedad machista, hubieron de tratar en pie de igualdad con una mujer que, por añadidura, provenía de la casta más baja: una esclava. Y sería ésta quien les daría a conocer cosas extraordinarias. Conocemos el discurso de Cortés, pues es el mismo que ya había expuesto en Cozumel y Tabasco:

«era enviado por el monarca más poderoso de la tierra, quien dolido de ver lo engañados que los traían los ídolos le había dado el encargo de sacarlos de su error; deberían adorar al único Dios verdadero que está en los cielos, suprimir los sacrificios humanos, abandonar la práctica de comer carne humana, y abstenerse de practicar la sodomía; además deberían jurar obediencia a ese monarca y pagar el tributo que le correspondía».

Ésas, a grandes rasgos, eran las líneas maestras de un proyecto para el nuevo país que tenía en mente. No se requiere de mucha imaginación para representarnos de qué magnitud sería la confusión de los emisarios de Motecuhzoma al escuchar eso. Todo el orden social se les venía abajo. Era el universo que se colapsaba. Y ese mensaje apocalíptico llegaba por boca de una esclava.

Las crónicas indígenas nos trasmiten los diálogos de ese primer encuentro. Por un lado los enviados de Motecuhzoma que, para salir de dudas, preguntaban si se trataba del dios Quetzalcóatl que estaba de retorno; y por otro Cortés, hablándoles de ese lejano emperador en cuyo nombre llegaba, y del misterio de la Trinidad: Dios que es uno y trino, que padeció muerte de cruz y resucitó. Eso dicen las crónicas. Pero hay que leerlas con todo cuidado, pues fueron escritas en fecha muy posterior, cuando ya se conocía el desenlace de la historia. Lo menos que puede decirse es que ofrecen un relato muy elaborado. Los diálogos debieron haber sido considerablemente más elementales. Sería con el paso de los días, cuando a fuerza de mucho porfiar en las traducciones, con las palabras que la esclava iba incorporando, resultaría posible trasmitir a Cortés la noticia de que era esperado y que se le confundía con el señor Quetzalcóatl. También es altamente probable que fuera entonces cuando saliera a relucir el nombre de Motecuhzoma, pues de acuerdo con la información disponible, nunca antes se había oído hablar ni de él ni de Tenochtitlan. Si nos asomamos al diario de viaje de Grijalva, advertiremos que éste se retiró del arenal sin enterarse en lo más mínimo de lo que pudiera existir tierra adentro.3

La legión de sirvientes traídos por los mayordomos de Motecuhzoma transformó en un santiamén el lugar, levantando cabañas más confortables y de mejor aspecto, a la par que una muchedumbre de mujeres se ocupaba de cocinar para los recién llegados, quienes con muy buen apetito descubrían las exquisiteces de la gastronomía indígena, una cocina muy distinta a todo lo conocido hasta ese momento. Y eso que entre ellos se contaban algunos que habían visto mucho mundo: veteranos de las guerras de Italia, portugueses, algún francés, un alemán, griegos y algunos marineros que en sus navegaciones llegaron a la misma Constantinopla. Para muchos de ellos, después de haber pasado largos periodos dando tumbos por Panamá y Las Antillas, sobreviviendo con unas comidas mal sazonadas, el banquete que ahora se les ofrecía era como volver a la vida. Atrás quedaba la dieta insípida de Cuba. El maíz ya lo habían conocido en las islas, pero hasta ese momento sólo lo habían comido en forma de mazorcas asadas o cocidas. Descubrían la variedad de las tortillas, los tamales, el atole, el pozole y demás platillos de la cocina de los pueblos del México prehispánico.

El campamento bullía de actividad, y era un constante ir y venir de visitantes que todo lo miraban asombrados. A los indios los intrigaba sobremanera los acales, esas casas flotantes en que habían llegado, y que parecían tener alas. No acertaban a entender cómo estaban hechas. Marina y sus compañeras se habían hecho la misma pregunta, pero no tardaron en comprender que la materia de que aquello estaba hecho provenía de los árboles; la pregunta pendiente de respuesta era: ¿cómo convirtieron los árboles en tablas? En el mundo indígena la metalurgia del hierro estaba en un estado incipiente y, por lo mismo, al carecer de serruchos se encontraban imposibilitados para trabajar la madera y hacer tablazón. Allí mismo, en el arenal, cuando comenzaron a levantar chozas, antes de la llegada de los enviados de Motecuhzoma, la esclava pudo observar cómo los carpinteros que venían en la flota emplearon su herramienta para hacer algunas mesas y bancos. Entonces comprendió el secreto. Esos hombres poseían cosas que ella nunca había imaginado. Y no sólo era ella la sorprendida, pues había tantas novedades que ni los altos dignatarios se explicaban. Como carecían de palabras para poder describirlas a su soberano, en el campo aparecieron unos dibujantes que en unos lienzos extendidos sobre un bastidor iban representándolo todo: el rostro de Cortés, el de sus capitanes, los navíos, los caballos, los perros, la artillería. Cuando un dibujante comenzó a figurarla, la esclava comprendió que era importante.

La mujer que posó ya no vestía andrajos. De alguna parte había surgido el huipil floreado con el que en ese momento cubría su cuerpo. Colgados al cuello llevaba collares de cuentas de colores con los que sus nuevos amos gratificaban sus servicios. En la cabeza lucía guirnaldas de flores que le habían colocado las mujeres que peinaron sus cabellos. En muy poco tiempo, casi de un día para otro había pasado del metate a situarse en el centro de toda la actividad. Todo pasaba por ella. Pero la comunicación no sería fácil. Faltaba fluidez en el diálogo, lo que era no sólo atribuible a las diferencias dialectales entre el maya hablado por Aguilar y el de ella, sino también a que estaban de por medio las dificultades de éste con el español, ya que a fuerza de los años que no lo hablaba lo tenía muy oxidado y las palabras no le venían con facilidad, al grado de que en ocasiones Cortés y los suyos no lograban entenderlo al primer intento. Acerca del deterioro de su idioma disponemos del testimonio de Bernal, quien da cuenta de que las primeras palabras que le escucharon decir fueron en un pésimo español. Pero esa dificultad iría subsanándose con el paso de los días, conforme recobraba el idioma. Por su parte, Marina también se veía en serios aprietos cuando no alcanzaba a entender lo que tenía que traducir, sobre todo, al tener que hablar de Dios, pues ése era un concepto desconocido en el mundo indígena. Dioses había muchos. Casi cada actividad estaba bajo la tutela de una deidad. Con todo, el concepto de un dios único, autor de la Creación, les era ajeno. Y además resultaba que ese dios único en realidad eran tres, que era todopoderoso pero incapaz de desclavarse de la Cruz. Jerónimo de Aguilar debía esforzarse mucho para hacerle entender tales conceptos para que luego pudiese traducirlos. Traducía, y los emisarios de Motecuhzoma se miraban confundidos. ¿De qué les hablaba? Punto por punto tenía que repetirles algo que tampoco ella alcanzaría a comprender del todo; aunque salía del paso diciendo que las cosas eran así porque el Capitán lo afirmaba. Si era él quien lo decía ya no había nada que discutir. Era así y nada más.

La vida en el campamento comenzaba desde hora muy temprana. Al alba todos estaban en pie. Era ya entrado el mes de mayo y los calores comenzaban a sentirse. El sol pegaba de lleno y había que aprovechar el fresco de la mañana para hacer muchas de las cosas que sería penoso dejar para más tarde. Se principiaba por el acarreo del agua para beber. Era mucha gente y el río quedaba lejos. La columna de porteadores cargando tinajas era larga. Se trataba de aplacar la sed de algo más de cuatrocientos soldados, a los que se agregaban marinería, indios cubanos, esclavos negros y mujeres de servicio. Había que proveer el agua para cocinar y, sobre todo, para dar de beber a los dieciséis caballos, cada uno de los cuales tomaba el equivalente a lo requerido por diez hombres. Y ellos tenían prioridad. La fila de indios trayéndoles hierba era muy larga y en la mayoría de lo casos era desechada, pues cortaban todo tipo de hojas sin atinar a discernir cuáles eran las que los animales comían. Y no era posible soltarlos para que pastasen libremente, pues en el arenal sólo crecían algunas cactáceas y plantas rastreras no aptas como forraje. Los mozos de espuelas se internaban tierra adentro indicando qué hierbas servían como pastura. Siguiendo la costumbre de Las Antillas, los españoles daban de comer maíz a los caballos. El grano, seco y duro, era entregado a las mujeres, quienes se encargaban de triturarlo en los metates para luego colocarlo en artesas donde los animales lo comían. Era todo un espectáculo para los indios observar a aquellos venados gigantes. Castilan mázatl, decían por lo bajo en su lengua, sin tener la certeza de que estaban en lo correcto al llamarlos así; pero como no tenían otro punto de referencia, continuaban nombrándolos venados de Castilla.4

Evidentemente los barbudos eran seres sobrenaturales. Pero esta vez, su Capitán, a diferencia de los del año anterior, que no mostraron especial interés por conocer lo que habría en el interior del país, expresó el propósito de dirigirse a Tenochtitlan para visitar a Motecuhzoma. Los mayordomos escuchaban petrificados ¿Cómo podría permitírselo sin licencia de su señor? Volvían la mirada hacia Marina tratando de cerciorarse de haber comprendido correctamente, pero ella dejaba caer sus palabras sin admitir réplica: «Este dios irá a visitar al señor Motecuhzoma».

Teuhtlile y Cuitlalpítoc se ausentaron para traer la respuesta de su señor. Mientras tanto, el campamento bullía de animación. Era mucha la gente de los alrededores que se acercaba para ver esa estupenda novedad. Aquello parecía una feria. A prudente distancia, desde donde les era permitido, los espectadores –hombres, mujeres y niños– observaban cómo comían los caballos. A la caída de la tarde, en cuanto el sol declinaba y amainaba el calor, tenía lugar el gran espectáculo cuando los jinetes galopaban por la playa y escaramuceaban en escuadrón. A los mozos de espuelas, cuando enfrenaban a los caballos, les preguntaban si eso que les ponían en el hocico era para evitar que se comiesen a la gente. Y Marina, en el centro de todo, era la única que tenía respuestas para sus preguntas. La talla de la esclava había crecido mucho en apenas unas semanas: de mujer vilipendiada y humillada pasaba a ocupar el peldaño más alto. Vestía con elegancia, pues eran muchos los obsequios con que la agasajaban. Además era rica; su nuevo amo Cortés la recompensaba con largueza obsequiándole cuentas de vidrio. Tenía collares de todos colores que despertaban la admiración. Y algo muy importante: poseía un espejo. Por primera vez pudo saber cómo era. Es cierto que alguna idea tenía cuando veía su rostro reflejado en el agua, pero no era lo mismo, ahora podía contemplarse con detalle. En un principio lo miraba con aprensión, pues aquello la sobrecogía. Parecía cosa de magia, pero pronto se había acostumbrado. Era cosa de los hombres blancos que traían tantas novedades. A pesar de que los mayordomos de Motecuhzoma permanecían ausentes, el Capitán la quería a su lado pues constantemente interrogaba a indios que parecían ser personas de distinción. Preguntaba muchas cosas: quería saber todo acerca de lo que había en el interior del país, explicaba que sólo existía un dios verdadero, decía que él venía enviado por el monarca más poderoso de la tierra. El mensaje era siempre el mismo, por lo que Marina traducía con mayor fluidez, e incluso se dio el caso de que en un momento en que Aguilar no estaba a la mano, ella pudo dirigirse a Cortés hablándole en frases cortas, empleando las pocas palabras que sabía. Aquello aumentó la consideración en que era tenida.

A los pocos días Teuhtlile estuvo de regreso trayendo consigo un presente muy rico enviado por su soberano, en el que destacaban dos grandes ruedas cubiertas, una de lámina de oro y la otra de plata. Había además otras joyas de menos valor. Marina tradujo las palabras del mayordomo diciendo que ese obsequio lo enviaba deseándole buen viaje de retorno, a lo que Cortés replicó que iría a visitarlo. Teuhtlile pensó que no había sido bien comprendido, pero la esclava lo cortó tajante. Habría visita. Podemos adivinar la confusión del dignatario, al escuchar que un mandato de su señor era contradicho y, sobre todo, por una mujer. Es posible que se tratase de una diosa, como algunos pensaban. De todas formas, éste se retiró llevándose consigo a todos los sirvientes.

Durante los días que siguieron el campamento lucía desolado. Ningún indio de los alrededores se aproximaba cumpliendo con las instrucciones dadas por Teuhtlile. Sin embargo, no se vivía un clima de tranquilidad; algo flotaba en el ambiente. Los servicios de la esclava eran escasamente solicitados por el Capitán, pues éste parecía tener la atención ocupada por otros asuntos. Los soldados formaban corros y discutían entre ellos, algunas veces airadamente. Por lo que ella alcanzó a percibir y lo que le explicó Aguilar, el tema que se debatía era retornar a Cuba o quedarse. Puertocarrero, su antiguo amo, iba de choza en choza dialogando con los hombres. En la mano llevaba uno de esos papeles que hablan. Ella ya los había visto cuando se encontraba junto al Capitán; éste dictaba y un hombre sentado a su lado mojaba una pluma de ganso en un líquido negro, trazaba unos rasgos y el papel hablaba. [Es improbable que ella conociese de qué se trataba, pues en el mundo indígena la escritura era asunto del dominio de una elite.] Los hombres discutieron mucho, hasta que parecieron haber alcanzado un acuerdo. Se agruparon todos en torno a Cortés y éste les dirigió unas palabras. La escena revestía un aire de solemnidad, nadie más hablaba y los esclavos africanos e indios de servicio cubanos presenciaban el acto en silencio. Marina preguntó y Aguilar sólo le dijo que fundaban una ciudad. Tanto ella como sus compañeras y demás personal de servicio asistían sin saberlo al acto fundacional de la Villa Rica de la Vera Cruz de Archidona. Una ciudad que sólo existía en escrituras y que constituyó una argucia legal de Cortés para sacudirse la autoridad de Diego Velásquez, pues una vez fundada la ciudad se procedió a elegir alcaldes y regidores, y ante éstos, renunció al cargo de Capitán General y Justicia Mayor, yendo a encerrarse en su choza a continuación. El recién nombrado cabildo deliberó y sin pensarlo mucho, fueron a buscar a Cortés para pedirle que aceptara los cargos a los que acababa de renunciar. Aceptó. La diferencia radicaba en que ahora era el Capitán General y Justicia Mayor designado por las legítimas autoridades de una villa, a la usanza de España. Un vuelco político que pasó inadvertido para el personal de servicio. Seguían mandando los mismos.

Con la partida de Teuhtlile comenzaron a merodear por las afueras de la recién constituida villa unos indios de aspecto muy distinto. Éstos, conforme iban cobrando confianza se acercaban cada vez más. Parecían con deseos de comunicar algo, pero no terminaban de decidirse a dar el paso definitivo. Finalmente, un grupo pequeño se acercó. Comenzaron a hablar pero no conseguían hacerse entender. Bernal los llama los «lope luzio», diciendo que ésa era su manera de saludar, y que traían el labio inferior colgando por tener incrustado en él un bezote, lo que les daba un aspecto desagradable. Marina se acercó a ellos y no tardó en encontrar a varios que hablaban náhuatl. Eran totonacas, y explicaron que llevaban varios días merodeando a distancia, sin atreverse a aproximarse por temor a los mexicas, pero una vez que éstos se retiraron les quedó el campo libre. El propósito de su venida era trasmitir un saludo de su cacique, quien los invitaba a que fuesen a visitarlo en su ciudad, la cual –según dijeron– no se encontraba lejos. Justo en ese momento retornaron Alaminos y Montejo con la noticia de haber encontrado un mejor fondeadero; se encontraba situado un poco más al norte y como la ciudad de los totonacas venía de camino, se impartió la orden de marcha y sin pérdida de tiempo se pusieron en movimiento. Atrás dejaron la Villa Rica, consistente en unos endebles cobertizos cuya memoria sería borrada por el primer norte que soplara. Los navíos también levaron anclas y desplegaron velas para dirigirse al fondeadero que ofrecía mayor abrigo. Aunque avanzaban a lo largo de la playa pronto perdieron de vista a los navíos, pues éstos debieron internarse mar adentro para buscar el viento. Caminaron durante todo el día hasta llegar a un río que tuvieron que vadear auxiliándose con canoas facilitadas por los totonacas para transportar la impedimenta. Los caballos cruzaron a nado y a poco de andar, cuando ya oscurecía se detuvieron para pernoctar en un caserío donde abundaba un árbol de gran fronda y gruesas ramas que la esclava explicó que se llamaba póchotl, pero al que los españoles comenzaron a llamar ceiba, que era como lo conocían en las islas.

Al día siguiente, a poco andar llegaron a Zempoala, la ciudad de los totonacas. Una población de casas muy blancas que relucían al sol de lo bien encaladas que estaban. Salió a su encuentro un individuo que llamó poderosamente la atención a Marina por lo gordo que era, tanto que tenía dificultades para moverse. Ése era Quahutlaebana, el cacique de los totonacas, al que los españoles llamaron Cacique Gordo, remoquete con el que entraría a la Historia.5 Trajeron unas banquetas hechas de otate con asiento de cuero, que ocuparon Cortés y sus capitanes. El cacique depositó su humanidad en un banco hecho de un tronco macizo de madera. Marina y Aguilar se situaron a los lados de Cortés, atentos para traducir. El cacique, que tomó a los españoles por unos justicieros que venían a liberar la tierra de los abusos de Motecuhzoma, comenzó a referir las desgracias de su nación. La conversación transcurría con extrema lentitud, pues sus palabras debían ser traducidas del totonaco al náhuatl por uno de sus hombres para que Marina las vertiese al maya y a su vez Aguilar lo hiciese al español. La esclava se enteró de cosas novedosas. Volvía a escuchar el nombre de ese señor tan poderoso a quien todos temían y, según refirió el cacique, habitaba en una ciudad llamada Tenochtitlan, muy protegida y de difícil acceso porque se encontraba en medio de una laguna y sólo se podía llegar a ella por tres calzadas. La esclava observaba el interés con que Cortés seguía las descripciones, pidiendo más y más informes sobre todo lo que encontraría en el interior. A veces algo no quedaba claro y se hacía repetir las cosas. Pero aún así, no siempre quedaba convencido de lo que se le decía. Cuando era él quien hablaba ella traducía con rapidez, anticipándose a las palabras de Aguilar, pues el mensaje era siempre el mismo: «hay un solo Dios, uno y trino; murió y resucitó; y él era enviado por el monarca más poderoso de la tierra». Con una mezcla de curiosidad y asombro los totonacas la observaban mientras hablaba: una señora tan elegante y que sabía tantas cosas.

Los totonacas resultaron ser unos anfitriones gentiles que los agasajaron con lo mejor que tenían; pero luego de dos días de descanso Cortés ordenó ponerse en camino para alcanzar el fondeadero al que se había ordenado que se trasladasen los navíos. Emprendieron la marcha, esta vez con acompañamiento de un grupo nutrido de habitantes de Zempoala. Al segundo día, mediada la mañana, llegaron al fondeadero. Estaba vacío. Marina pudo ver la contrariedad del Capitán quien no daba crédito a lo que ocurría. Por los días transcurridos era tiempo más que suficiente para que los navíos hubiesen llegado. El clima era benigno, de manera que se excluía la posibilidad de que se hubiesen topado con algún temporal en la travesía. Cortés, que se encontraba preocupado –aunque procuraba disimular–, preguntaba a unos soldados que tomaron parte en el viaje exploratorio si estaban seguros de que ése era el fondeadero, si no sería el caso de que se hubiesen confundido y estuviera más adelante. Pero no había lugar a dudas, aquel era el sitio: una rada en forma de media luna, rematada al norte por una pequeña elevación frente a la cual, mar adentro, a cosa de doscientos metros, se alza una roca aislada, de regulares dimensiones, que le da abrigo. Allí el oleaje rompe fuerte; en cambio, en la playa, las olas mueren mansas. Para disipar cualquier duda de que se tratase de un equívoco, los soldados que habían participado en su localización le mostraron vestigios de su recalada. ¿Y si la flota se le hubiera desertado, regresándose a Cuba? Ése fue un comentario que hicieron unos soldados a espaldas suyas y del cual él aparentó no darse por enterado. En efecto, el tiempo era más que suficiente para que hubiesen llegado. Pero de pronto la voz de un soldado que había subido a una altura para otear el horizonte puso fin a sus cuitas. En la lejanía se distinguía una vela. Pronto apareció una segunda; y luego otra, y otra más, hasta que pasado un rato eran diez las que estaban a la vista. No faltaba ninguna. Cortés respiró tranquilo.

A unos centenares de metros, sobre unas alturas se encontraba Quiahuiztlan, un poblado totonaca hacia el que se encaminó Cortés seguido de un grupo de capitanes y soldados. Luego de examinar el terreno, vio desde lo alto que esa ensenada en forma de media luna ofrecía un relativo abrigo frente a los vientos, pues unos centenares de metros mar adentro se encontraba la roca que la protegía de los embates del mar, y a la que sin que sepa por qué alguien comenzó a llamar El Turrón. La posición le pareció que sería mejor asiento para la Villa Rica, que hasta ese momento sólo existía en escrituras. Los caciques se mostraban amistosos y además no opusieron reparo a que los españoles se instalasen como vecinos.

Hasta allí llegó transportado en andas el Cacique Gordo, quien se sumó al grupo de notables que comenzaron a externar sus cuitas por las depredaciones que sufrían a manos de los mexicas, a la vez que informaban de la situación que encontraría cuando se adentrase en el país. Ante todos los caciques allí congregados, Cortés exponía el mensaje de que era portador, mismo que ya había expuesto en Zempoala: existía un solo Dios y a él lo enviaba un poderoso monarca dolido de lo engañados que los tenían los ídolos. Como se trataba de un discurso que ya le era conocido, la esclava lo repetía con fluidez.

Estaban en esas pláticas cuando los caciques sufrieron un sobresalto ante la aparición de cinco dignatarios mexicas que, arrogantes, pasaron de largo frente a los españoles sin dignarse volver el rostro para mirarlos. Marina averiguó que se trataba de los temidos recaudadores de impuestos y así lo hizo saber a Cortés. Éstos reprendieron a los caciques por haber recibido a esos extranjeros sin licencia de Motecuhzoma. Como castigo por esa acción exigieron que les entregasen al punto veinte jóvenes para ser sacrificados. Cortés ordenó que los apresaran, que no tuviesen miedo, pues ahí estaba él para defenderlos. En cuanto Aguilar le trasmitió el mensaje, Marina en tono muy firme se dirigió a los caciques conminándolos para que así lo hicieran. Ellos vacilaron pero ella, en tono que no admitía contradicción, repitió el mandato. Era una orden. El Cacique Gordo lo comprendió así y a una indicación suya sus hombres se abalanzaron sobre los mexicas, atándolos de pies y manos. A uno que se resistía lo molieron a palos. Por medio de esa acción tan simple la nación totonaca quedó liberada. Llegó la noche y, mientras los totonacas celebraban su liberación, Cortés hizo que trajesen a uno de los dignatarios. Cuando lo tuvo delante comenzó a interrogarlo por medio de los intérpretes, preguntándole qué le había pasado. El hombre no podía dar crédito a lo que se le preguntaba y miró hacia Marina preguntando cómo era eso, ya que ella misma trasmitió la orden. La esclava miró a Cortés y sin inmutarse repitió la pregunta; si el Capitán lo hacía él sabría por qué preguntaba. Ella se limitaba a cumplir órdenes. En tono conciliatorio Cortés dijo que se trataba de un malentendido, que él sólo quería ser amigo de Motecuhzoma y que por eso iría a visitarlo. Luego que se le hubo dado de comer y beber, dispuso que en una barca fuese desembarcado en una playa fuera de la zona totonaca. A la noche siguiente repitió la acción con los restantes. El doble juego de Cortés fue secundado a la perfección por Marina, quien habló con firmeza con los dignatarios y supo fingir todo lo que fue necesario. Mediante esa acción se sustrajo a los totonacas de la obediencia de Motecuhzoma. En ese primer paso su actuación fue relevante.6 El Cacique Gordo y los caciques de Quiahuiztlan y poblados totonacas de los alrededores no las tenían todas consigo. Una vez pasada la euforia inicial al deshacerse de los recaudadores de impuestos, comenzaron a sentirse temerosos por las consecuencias del paso dado. Temían que todos los poderes de Motecuhzoma cayesen sobre ellos. Pero Cortés, con semblante alegre y despreocupado, les hizo ver que allí estaban él y sus compañeros para defenderlos. No obstante, para gozar de su protección deberían prestar juramento de vasallaje al rey de España. Fue necesario explicar primero a Marina qué cosa era eso, para que cuando lo hubiese comprendido lo hiciese saber a los caciques los cuales, uno a uno, juraron ante el notario Diego de Godoy, quien redactó la escritura correspondiente.

Tiempo después, la esclava veía cómo daban inicio los trabajos de construcción. A un par de centenares de metros de la playa, sobre una colina de baja altura comenzó a limpiarse la maleza. Se trazaron luego unas líneas a cordel y a continuación se comenzaron a cavar cimientos. Le extrañó que Cortés, despojándose del jubón, empuñara pico y pala para cavar. Siendo el jefe y teniendo a sus órdenes a todos los soldados, esclavos y sirvientes, ¿cómo se tomaba ese trabajo cuando otros podían hacerlo por él? Preguntó, pero todo lo que pudo entender es que allí se comenzaba a construir una ciudad. Con todo, lo de Cortés con el torso desnudo, cavando y sudando como cualquier esclavo, no le quedó claro. Y hubo otras cosas que de momento no alcanzaba a entender. Ocurría que Cortés había llegado para quedarse, y para dejar clara su decisión resolvió edificar allí una ciudad con casas de cal y canto. No se trataba de una nueva fundación, sino de que sencillamente la Villa Rica –que ya existía en escrituras– se mudaba de asiento.7 Y para evitar que los hidalgos se negaran a empuñar la herramienta para un trabajo manual –lo que iría en desdoro de su condición– él, quien era hijodalgo reconocido, puso el ejemplo. El paso siguiente sería enviar procuradores a España, puesto que desde el momento en que se fundó la Villa Rica quedó rota la relación con Velásquez. Era preciso que en la Corte estuviesen al corriente de lo que ocurría.

Algo estaba sucediendo. Eso lo intuyó Marina al advertir que ya no eran requeridos sus servicios de intérprete. Con anterioridad el Capitán la quería a su lado a todo momento; y por esas fechas los días pasaban y no era llamada. Se aproximó a la entrada de la choza de éste para hacerse visible y pudo verlo sentado frente a una mesa donde con una pluma de ganso en la mano hacía trazos sobre el papel. Cuando él advirtió su presencia con un ademán tranquilo movió la mano indicándole que podía retirarse. No se le debía molestar, eso fue lo que le entendió al maestresala, aunque no por lo que le dijo de viva voz sino por los gestos. No se le necesitaba. En aquellos momentos en que Cortés se encontraba encerrado escribiendo veía cómo su antiguo amo, Puertocarrero, en compañía de otros hombres iba por los alojamientos de los soldados para hablar con ellos y mostrarles unos papeles. Se formaban grupos y discutían. Por unos días dejaron de lado el juego y luego de mucho discutir se sentaron a escribir. En realidad era uno el que redactaba, pero los que se encontraban a su lado leían lo escrito y opinaban. Así nacería la «Carta del Cabildo». Cortés, por su lado, pasaría ocho días con sus noches escribiendo la que sería su primera «Carta de Relación».8 Por ignorarse el paradero de esta carta, se le ha dado la denominación de «Primera relación» a la «Carta del Cabildo», la que viene a suplir el texto desaparecido. Esta última dedica un espacio amplio a describir de manera pormenorizada las circunstancias en que Jerónimo de Aguilar se incorporó a la expedición. El caso se consideraba providencial, destacando que cuando ya desesperaban de que apareciese alguno de los náufragos y habían subido a los navíos para partir, de pronto cambió el tiempo y comenzó a soplar un viento contrario acompañado de fuertes aguaceros, por lo que hubieron de bajar nuevamente a tierra. Y al día siguiente, mediada la mañana, apareció Aguilar. Eso se tuvo «por muy gran misterio y milagro de Dios».9 Pero lo realmente pasmoso es que se pasa en silencio la participación de Marina. Queda por explicar de qué artes se valdría Aguilar, que sólo hablaba maya, para comunicarse con los mexicas, de lengua náhuatl. La omisión obliga a reflexionar un poco. Habría que buscar la probable explicación no en que se intentara dejarla de lado, sino en que su presencia todavía no terminaba de afianzarse. La «Relación» está fechada el 10 de julio de 1519, cuando a pesar de que habían transcurrido ya algo más de dos meses y medio de aquel Viernes Santo en que salió a relucir su capacidad de intérprete, lo más probable fuera que el mecanismo de la doble traducción todavía no resultase fluido. Por ello, dado el nivel mínimo de comunicación entre ambos intérpretes, es probable que los soldados, que recibían toda la información de labios de Aguilar, no valoraran debidamente la participación de ella en esa primera etapa. Con el paso del tiempo, conforme aprendía el español, su figura se afianzaría hasta ocupar un papel central. Hemos escuchado esos parlamentos tan elaborados con los enviados de Motecuhzoma, pero sin lugar a dudas debieron haber sido mucho más elementales. No olvidemos que la crónica que los recoge fue escrita unos cuarenta años después. Y otra cosa que llama la atención en ese documento es que no aparece mencionado Motecuhzoma. Cuando remitan el tesoro a España lo harán acompañándolo de una lista de inventario, pero sin decir de quién lo obtuvieron.

Julio, en el trópico mexicano, suele ser un mes lluvioso, cae en medio de la estación cuyo ciclo, en años normales, suele ir de mayo a septiembre. Estaban pues en medio de la canícula: mucho calor en el día, luego llovía y refrescaba, salía el sol y de nuevo un calor sofocante. Un baño de vapor. Aquellas noches en que llovía, recostada en una hamaca, Marina escuchaba el golpear del agua sobre el techado de palma, mientras en la oscuridad brillaba el punto rojo del tabaco que fumaba. Un lujo que podía permitirse, ya que era agasajada en todos los lugares por donde pasaban. Ya en Tabasco los españoles habían advertido que allí también se fumaba, al igual que en Cuba y en La Española, si bien hasta ese momento ellos no se habían aficionado a hacerlo.10 Los esclavos negros pronto comenzaron a consumirlo y cuando se les preguntaba por qué lo hacían, no sabían explicarlo. Decían simplemente que no podían dejar de hacerlo, que era agradable. En cuanto eso se conoció en España la Inquisición tomó cartas en el asunto, pues aquello de arrojar humo por boca y nariz podía tener alguna relación infernal; pero al no encontrar indicios de eso se olvidaron del asunto. Cosas de indios y negros.

La lluvia resultaba una bendición, pues además de refrescar el ambiente ahuyentaba a los mosquitos, sobre todo a los jejenes, esos diminutos insectos que caían en bandadas y picaban sin tregua llevando a la gente a la desesperación. Desde la comodidad de su hamaca, mientras lanzaba volutas de humo al aire, la esclava oía el bullicio de la choza vecina donde un grupo de hombres sentado en torno a una mesa se encontraba entregado al juego, ese pasatiempo interminable al que dedicaban horas enteras. Era cosa de esparcimiento, eso estaba claro, pero en nada se parecía a los juegos en que entretenían el ocio su amo y demás caciques en el lejano Tabasco. En esos hombres era una cosa que los absorbía por completo. Había momentos de gran excitación en que prorrumpían en gritos, bebían sorbos de vino –esa bebida que a todos gustaba– que los animaba aún más. Ella ya la conocía, alguien le dio a probar unos sorbos y la encontró buena; además producía un cierto bienestar. Era la bebida de la alegría. El cacao era bueno, pero no ocasionaba euforia. Los hombres jugaban un juego de naipes entonces en boga llamado «A la primera». La esclava sólo percibía que tenían entre las manos unos trozos, al parecer de papel de amate, en que aparecían dibujadas unas figuras coloreadas, y que todos se cuidaban de que los demás no se enterasen de lo que aparecía en sus naipes. Cuando alguno ganaba lanzaba un grito de alegría abalanzándose a recoger unas rondanas de metal que se encontraban sobre la mesa. Éstas le llamaron la atención desde el primer momento: las había de plata y de cobre –eran las más frecuentes–; y alguna vez había visto alguna de oro. Esas rondanas cambiaban de mano con frecuencia, y debían ser importantes, pues todos querían poseerlas. Al encontrarse cerca del Capitán había observado cómo éste en ocasiones entregaba algunas a hombres que se acercaban a hablar con él. Y los que las recibían se iban muy contentos. Parecía que tuvieran un poder especial. A fuerza de ver cómo eran deseadas comprendió que serían como los granos de cacao que servían para adquirir cosas. Eso debería ser, pues hasta ese momento no había visto que los españoles intercambiasen granos de cacao. A ella, por su condición de esclava, nunca le correspondió poseer granos de esa semilla. [Un cronista llamó al cacao el árbol de la moneda.]11 El oro la intrigaba, había visto que sus amos y otros caciques en Tabasco portaban pulseras, collares y otras joyuelas de ese metal, pero sin concederle alguna importancia especial. Las llevaban porque eran bonitas únicamente. Y no podían compararse con los collares de cuentas que ahora ella poseía, ¡éstos sí que eran un tesoro! Extraño que los españoles prefiriesen el oro. Algo debería tener que ella no alcanzaba a comprender.

En los atardeceres, cuando declinaba el sol y hacía menos calor, si sus servicios no eran requeridos por el Capitán la esclava se acercaba al fondeadero. Comenzaba a soplar una brisa refrescante y era agradable caminar por el borde del agua con los pies descalzos. A esa hora la playa estaba convertida en un paseo. Las naves al ancla se balanceaban suavemente. Algún marinero tiraba el chinchorro al agua en el intento de realizar la última captura del día, mientras que otros, sentados en el suelo, remendaban redes. Algunos hombres que trabajaban en lo alto del cerro, en la construcción de la fortaleza, bajaban a la playa para darse un chapuzón. Los pelícanos volaban a ras del agua y bandadas de pájaros emprendían el vuelo en busca del nido. A prudente distancia, desde lo alto, había siempre una multitud de gente atraída por la novedad de los navíos. Por lo general no se atrevían a acercarse demasiado. Estaban un buen rato y luego se iban, pero siempre eran multitud. Unos se marchaban y otros llegaban, de todos los poblados de los alrededores; y los había que procedían de tierra adentro. Todo era tan novedoso que no se querían perder el espectáculo. Ahí estaban las casas flotantes. En un corral se encontraban los caballos y era interesante ver cómo los bañaban antes de darles la última ración de grano del día. Algún animal, luego de bañado y secado se arrojaba al suelo y con las patas en el aire se restregaba en la tierra. Marina iba por la playa acompañada por Juan Ortega, un niño de doce años (el único llegado con los conquistadores, quien venía con su padre, un soldado veterano de las guerras de Italia, y había recibido el encargo de Cortés de darse prisa en aprender el idioma).12 Paseaban mientras hablaban, seguidos a corta distancia por varios hombres que tenían el encargo de Cortés de custodiarla para evitar que pudiese ocurrirle algo. Ella comenzaba a estar consciente de su propia valía. Un joven soldado jugaba con un mastín negro, le arrojaba un palo y el animal iba a buscarlo y lo traía de regreso. Los perros llamaban mucho la atención, sobre todo cuando ladraban. La robustez del mastín español imponía, máxime por desconocer de qué especie de animales se trataba. La figura de Marina destacaba en aquella playa, vestida con una túnica que le llegaba a los tobillos. Las miradas de los indios se posaban en ella, quien era la única persona que podría explicarles tantas cosas; pero se inhibían para hablarle. De improviso alguna mujer se separaba del grupo y se acercaba a ella para entregarle algún obsequio: una cesta de frutas, una cazuela con un guisado. El caso era escuchar algunas palabras de ella. Eran tantas las preguntas que querían hacerle. Aunque no se atrevían. La veían demasiado elevada.

Un día ocurrió algo que sobresaltó al campamento: intentaron robar un navío. El propósito de los implicados era huir a Cuba para informar a Diego Velásquez de que, saltando por encima de su autoridad, enviarían procuradores para tratar directamente con el Emperador. La acción, planeada por un grupo de incondicionales suyos, se frustró cuando uno de los implicados, arrepintiéndose a último momento denunció a sus compañeros. A la esclava le llamó la atención que entre los detenidos se encontrase el padre Juan Díaz, uno de los dos hombres santos que venían en la expedición, y ante quien antes todos se arrodillaban, al igual que frente al padre Olmedo. Cargados de cadenas, encerrados en la bodega de un navío, sudaban los calores del trópico. Allí permanecerían hasta que Cortés resolviese lo que haría con ellos. Mientras tanto, continuaban los trabajos de construcción de la Villa Rica y poco a poco iban cobrando cuerpo los muros de la fortaleza, la iglesia y la alhóndiga donde se guardarían el grano y las demás provisiones. Esos muros de piedra constituían una advertencia para los indecisos: habían llegado para quedarse. No habría retorno a Cuba. La villa española iba cobrando cuerpo vecina a Quiahuiztlan, cuyos pobladores desde el umbral de sus casas veían cómo se trabajaba a pleno rayo del sol en el rigor del verano. Entre ambas comunidades había poco trato a causa de la barrera del idioma, pues Marina sólo podía comunicarse con los contados totonacas que hablaban náhuatl. En cambio, Juan Ortega –u Orteguilla, como lo llamaban– pasaba mucho tiempo entre ellos. Y luego de las semanas –y más tarde de los meses–, con esa facilidad que los niños tienen para los idiomas, asombraba ver lo mucho que había progresado. Por las tardes la playa se animaba y venía a ser lugar de encuentro de ambas comunidades; los totonacas y los moradores de poblados vecinos se aproximaban para ver las naves al ancla. Algunos traían algo para los caballos, a manera de pago para verlos de cerca. Los caballerangos retiraban los obsequios –algún guajolote, cestas de tortillas, mazorcas de maíz– y les permitían aproximarse. Algún valiente les tocaba la frente mientras un caballerango sujetaba al animal por la brida. La playa estaba convertida en un paseo. Los jóvenes soldados y marineros que habían trabajado en las obras de construcción se daban un chapuzón y salían del mar con las barbas chorreando agua. A las mujeres les llamaban la atención las barbas, así como el torso velludo; y les causaba extrañeza el pelo en el pubis. Los hombres les indicaban por señas que se acercasen y ellas se cubrían la boca riendo y seguían de largo. Marina, por su lado, estaba en el centro de un grupo de jóvenes soldados que se aproximaban a ella para preguntarle cosas. Unos le mostraban un jarro de agua y por señas le pedían que les indicase cómo se decía en náhuatl. «Atl», respondía. Y ella registraba cuando ellos lo repetían en español: «atl: agua». Luego, mostrándoles los dedos de la mano extendidos los iban pasando uno a uno mientras contaba: «ome, ce, chicome, nahui, macuil: uno, dos, tres, cuatro, cinco». Con Aguilar conversaba largamente y a través suyo conocía cómo eran las cosas de España, aunque hacía tanto tiempo que éste la había dejado atrás que ya la tenía olvidada. En cambio, lo que sí tenía muy presente eran sus días de esclavo. Sobre eso tenían amplio tema de conversación, comparando cómo habían sido las vidas de ambos en los días de esclavitud, quién había recibido peores tratos. Un diálogo propio de esclavos.

Por su parte, Orteguilla, quien era un niño muy desenvuelto, pronto se relacionó con algunos jovencitos de su edad. En su compañía se internaba por Quiahuiztlan. Una de las cosas que más le habían llamado la atención era el juego de pelota. Aquello sí que era una novedad estupenda y con frecuencia se acercaba para ver cómo los jovencitos eran adiestrados por jugadores adultos que fungían como instructores. El juego se practicaba en un espacio rectangular, alargado, con gradas en la parte superior para acomodar a los espectadores. En la pared había una rueda de piedra con un agujero en el centro. Se jugaba con una pelota muy saltarina, hecha de una resina llamada uli, a la que debía hacerse pasar por el agujero. Y si aquello parecía casi un imposible, para volverlo todavía más difícil, los jugadores debían golpear la pelota únicamente con la cadera. En una ocasión Malintzin y un grupo de jóvenes soldados fueron conducidos por Orteguilla para presenciar una sesión de adiestramiento. Algunos intentaron participar, pero no hubo caso. No consiguieron pegarle a la pelota siquiera. Es de suponerse que ante algo tan inusitado los totonacas ofrecerían algún espectáculo a Cortés y sus capitanes. Aunque si lo hicieron no parece que los hayan impresionado mayormente, pues ni éste ni Bernal o algún otro de los soldados cronistas le dedica una sola línea. Hoy día el juego de pelota, situado en la parte baja de la ladera del cerro, razonablemente restaurado, está a la vista de todo visitante que quiera acercarse. En la parte más alta se encuentran unos monumentos rectangulares de gran tamaño que constituyen los monumentos funerarios de las familias principales. Desde allí se disfruta de una visión panorámica de las ensenadas vecinas y del estero que desagua antes de la Villa Rica. La línea del horizonte se ve a mucha distancia. Aquella visión debió darle a la esclava una idea de lo ancho que era el mar.

Estando reunidos en Zempoala, Quauhtlaebana y demás caciques, por voz de Marina recibieron el mandato de Cortés: debían destruir sus ídolos. Éstos no podían dar crédito a lo que se les pedía. Era imposible acceder a esa petición. No abandonarían a sus dioses. Así le pidieron que se lo hiciese saber a Cortés. Ella se mantuvo firme: debían destruirlos; eran cosas malas y, además, el Capitán lo ordenaba. Un sudor frío recorrió el espinazo del gordo Quauhtlaebana y demás caciques que escuchaban angustiados. No podían hacer eso. Cortés permanecía impasible. La esclava reiteró el mandato. No tenían alternativa. Cuando apresaron a los recaudadores de impuestos rompieron con Motecuhzoma. No había marcha atrás. Además, el rey de España no consentía que sus súbitos fuesen idólatras, y ellos habían prestado juramento de vasallaje. Y, al fin de cuentas, ahí estaba él para defenderlos. Los caciques deliberaron. Estaban sobrecogidos de terror. El dilema era terrible: o aceptaban destruir sus dioses o quedarían a merced de la represalia de Motecuhzoma. Cuando intentaban dialogar con Cortés y pedían a Marina que le hiciese ver que sus dioses eran buenos, que eran ellos quienes les aseguraban las buenas cosechas, ésta se mantenía firme. No tenía caso discutir, el Capitán lo tenía decidido, debían destruirlos y si no lo hacían los españoles se encargarían de hacerlo. Los caciques volvieron a conferenciar entre sí y ante la gravedad de la situación resolvieron que no destruirían sus ídolos, pero también que si eran otros quienes lo hicieran ellos no intervendrían para impedirlo. Marina trasmitió ese acuerdo. Luego, a una orden de Cortés cincuenta soldados subieron a la pirámide y comenzaron a rodar ídolos gradas abajo. La destrucción era sistemática, los pesados marros de los herreros daban contra ellos hasta dejarlos convertidos en grava menuda. Los totonacas tuvieron un respiro de alivio al constatar que no ocurría nada: el cielo permanecía impasible, no se apagó el sol y tampoco se desencadenó una lluvia de rayos y truenos. A continuación, los españoles comenzaron a rascar las costras de sangre seca e hicieron que los totonacas encalaran la pirámide, y en cuanto ésta lució toda blanca, colocaron en lo alto la Cruz y un cuadro de la Virgen. Así de rápido fue el cambio. Zempoala rompió con el pasado. Vino luego un principio de catequesis. El padre Olmedo comenzó a enseñarles a rezar el Padre Nuestro y el Ave María. Marina traducía con fluidez pues le eran conocidas esas oraciones a fuerza de haberlas repetido en ocasiones anteriores. Y hasta es posible que haya sido en latín, pues en aquella época los aldeanos en España las decían en esa lengua aunque no la comprendieran. [Algo similar ocurría antes del Concilio Vaticano II, cuando los monaguillos que ayudaban a la misa respondían en latín al sacerdote.]

Hubo bautizos. A la antigua esclava le correspondió explicar el significado de aquello –al menos hasta donde ella lo había llegado a entender– y les participó que con el agua que les mojaría sus cabezas recibirían un nuevo nombre y podrían ir al Cielo. A la primera catequista de México le correspondió asegurarse de que cada uno de los bautizados hubiese entendido su nombre y lo repitiese varias veces para que no lo olvidase. Y así, sin más trámite, se dio a Zempoala como ganada para la fe de Cristo. Por lo pronto ya se les había prohibido que practicasen sacrificios humanos, con lo cual implícitamente quedaba desterrada la antropofagia. Y como el travestismo era muy ostensible, ya que con el mayor desenfado deambulaban jovencitos vestidos de mujer, se les dijo que aquello era cosa mala. A Marina le causó extrañeza esa costumbre, pues no la había visto en Tabasco, al menos no tan abiertamente como entre los totonacas.

¡Se ha hundido un navío! El mensaje lo trajeron con las primeras luces del alba; Cortés saltó de su camastro, se vistió de prisa y se encaminó al fondeadero. Cuando llegó ya había un grupo en la playa. El navío se había hundido durante la noche y, según explicaban el maestre y el marinero que dormían a bordo, nada pudo hacerse. Cuando se percataron de lo que ocurría ya era tarde. Como se encontraba al ancla en aguas poco profundas, el casco quedó sentado en el fondo arenoso, sobresaliendo el castillo de popa y los mástiles. La cubierta, a ras de agua, resultaba visible con el reflujo de las olas. Marina llegó para enterarse de lo ocurrido y pudo ver cómo Cortés daba órdenes. En la bodega del navío se encontraban artículos que era preciso rescatar. Además, había que recuperar una pieza de artillería, el ancla, velamen y otras piezas de hierro que serían aprovechables. Se discutía. Por el momento no pudo saber de qué se trataba, aunque por algo que pudo entenderle al niño parecía que existían dudas acerca de la causa del hundimiento. Había quienes pensaban que pudo haber sido provocado. A últimas horas de la tarde los marineros que habían estado achicando dándole a las bombas no advirtieron nada anormal. Sacaban la misma cantidad de agua que otros días, al igual que ocurría con los demás navíos. El piloto insistía en que la embarcación se encontraba ya muy comida por la broma a causa del tiempo que llevaba sin navegar. [Aunque parezca sorprendente, la bomba de pistones es un artilugio que parece haberse adelantado a su tiempo en varias centurias; su invención se atribuye a Ctesibo, quien vivió en Alejandría a mediados del siglo III, A. C. En la Nueva España fueron esenciales para extraer el agua de las minas de plata.] Cortés se retiró seguido de un grupo de sus más allegados, mientras unos marineros procedían a sacar del navío todo lo recuperable. En la playa se encendieron algunos fuegos mientras las compañeras de Marina se entregaban a la tarea de moler la masa en los metates y hacer tortillas para dar de comer a los hombres que se acomodaban a su alrededor. El sol comenzaba a alzarse en el horizonte con unos rayos tan hirientes que no se le podía mirar de frente. Se anunciaba un día caluroso. Unos marineros con el agua hasta la cintura probaban suerte lanzando al agua las atarrayas. Sobre la arena arrojaban los pescados que no interesaban por su pequeñez o por no ser comestibles, mientras sobre ellos revoloteaban en círculo las gaviotas, graznando; algún soldado se entretenía arrojándoles al aire una pescadilla para que tratasen de atraparla al vuelo.