La nao capitana se adentró en el brazo de mar que separa Cozumel de tierra firme. A ambos lados se divisaba una línea delgada de un verde esmeralda que refulgía bajo el sol. Eran las copas de los árboles que apenas se distinguían; y tierra adentro nada, ninguna altura. Tierras muy llanas. El mar en calma. Era la calma que seguía a la tormenta. La noche anterior la flota había sido sorprendida por una borrasca que la zarandeó en grande; pero ahora, al abrigo de la isla que protegía del viento, el agua estaba como un espejo. Una transparencia que permitía ver el fondo a treinta o cuarenta brazas de profundidad. A distintos niveles se distinguían peces en lento deslizarse por las aguas. Desde el puente Hernán Cortés, un hombre de treinta y cuatro años, miraba alternativamente a ambos lados, escudriñando el horizonte en busca de sus naves que comenzaban a reagruparse. Le faltaban dos, pero el piloto mayor Antón de Alaminos, le daba seguridades, diciéndole que no tenía que preocuparse, los navíos se encontraban en buenas manos, los mejores pilotos del Nuevo Mundo. Respondía por ellos: Camacho de Triana, Sopuerta, el Manquillo, conocedores de esas aguas. Ya aparecerían.
Aunque navegaban a regular distancia de la costa, era indudable que su avance sería seguido por innumerables observadores para quienes la presencia de esas casas flotantes no constituiría ninguna sorpresa; era la tercera vez que aparecían por allí. No era el azar el que había llevado a Cortés a esos litorales, sino que venía en busca de algún náufrago español para servirse de él como intérprete y conocer los secretos de la tierra. El conocimiento de que había españoles en el área databa de dos años atrás, cuando en 1517 un rico hacendado de Cuba llamado Francisco Hernández de Córdoba organizó una expedición destinada a dirigirse a la isla de la Guanaja con el objetivo de capturar indios para ponerlos a trabajar como esclavos. Y no se sabe si sería por obra del azar o porque el piloto que lo guió tenía ya alguna noticia de la tierra; el caso es que de pronto se vieron frente a una costa diferente a todo lo que hasta entonces habían encontrado en las islas del Caribe y Panamá: construcciones de piedra que alcanzaban a distinguirse desde los navíos, y mujeres vestidas como las moras de Granada. Aquello era una novedad estupenda. Bernal Díaz del Castillo, un joven soldado que participaba en la expedición, señala que una vez que dejaron atrás el cabo de San Antón en la isla de Cuba fueron sorprendidos por una tormenta que duró dos días con sus noches; y cuando abonanzó, pasados veintiún días desde que habían abandonado el puerto, una mañana estaban frente a esa tierra. Según ese relato, los vientos y corrientes los desviaron de su ruta y los condujeron hasta ese paraje. Eso ocurrió el cuatro de marzo de 1517. Largaron el ancla, y de la playa partieron diez canoas que llegaron hasta los navíos. Los indios subieron a bordo, fueron obsequiados con collares de cuentas de colores, y luego de mirarlo todo se retiraron. Al día siguiente retornaron, y por señas, el que parecía ser el cacique los invitó a bajar diciéndoles algo que a sus oídos sonó como «cones cotoche», lo que ellos interpretaron como invitación a sus casas. Bien armados, y siempre en guardia, una partida bajó a tierra, encaminándose por donde el cacique les indicaba; pero de pronto éste comenzó a dar voces y fueron atacados por indios que se encontraban al acecho. En la refriega quince soldados resultaron heridos, pero consiguieron rechazar a los atacantes, haciéndose fuertes en un adoratorio junto a un grupo de casas. Mientras estaban ocupados en la acción el padre Alonso González, capellán de la expedición, encontró allí unas joyuelas de oro de las que se apropió. Vista la mala acogida que les dispensaron resolvieron tornar a la seguridad de las naves, llevando consigo a dos jóvenes que capturaron con el propósito de servirse de ellos como intérpretes cuando aprendiesen español; más tarde se les nombró Julianillo y Melchorejo.
Por la errónea pronunciación de la frase «cones cotoche», al lugar le quedó el nombre de Cabo Catoche, nos dice Bernal. [Muchos años después este soldado consignaría por escrito sus memorias en Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, un relato en tono muy vivo, que alcanza por momentos puntos de gran intensidad. La calidad de la obra, y la circunstancia de que el autor participó en los hechos que narra hacen que sea éste el texto más leído sobre la Conquista; sin embargo, presenta el inconveniente de haber sido escrito a más de treinta años de ocurridos los hechos que reseña, por lo cual no es de extrañar que incurra en numerosos olvidos y tergiversaciones.]1*
La vista del oro y demás joyuelas traídas por el padre González entusiasmaron al gobernador Diego Velásquez, quien sin pensarlo dos veces se dio a la tarea de organizar una nueva expedición de cuatro navíos al mando de su sobrino Juan de Grijalva, quien al año siguiente, navegaría por esa costa, arribando a Cozumel el 3 de mayo de 1518, festividad de la Santa Cruz, por lo cual impusieron a la isla el nombre de Santa Cruz de Puerta Latina. El piloto guía fue Alaminos, quien volvía por tercera ocasión, esta vez conduciendo a Cortés; y como conocedor de esas aguas fue directo a la isla porque ofrecía un mejor fondeadero que la cercana tierra firme. Cuando se aproximaron lo suficiente pudieron distinguir un navío que se encontraba al ancla, al que pronto identificaron como el San Sebastián de Pedro de Alvarado. Éste se encontraba familiarizado con la isla por haber participado en el viaje anterior de Grijalva a bordo del mismo bergantín. La flota llegó y largó anclas a su lado; faltaba un navío, pero el piloto mayor tranquilizó a Cortés señalándole que lo más probable era que la tormenta lo hubiese desviado hacia un fondeadero donde un viento contrario lo tendría retenido. Además había ocurrido un suceso que parecía buen augurio: durante la travesía la yegua de Juan Núñez Sedeño había parido un potrillo.
El desembarco en Cozumel debió ocurrir entre el 15 y el 20 de febrero de 1519, según a qué fuente nos atengamos, en Playa de San Juan, el primer punto donde Cortés puso pie en tierras mexicanas. [Un monumento inaugurado en 1962 por Jacqueline Kennedy señala que tal fue el lugar del desembarco. Subsiste el monumento, agrietado ya por el salitre y semioculto por dos hoteles construidos en fecha posterior. Aunque no exista constancia histórica de que el desembarco hubiera tenido lugar precisamente allí, la lógica lleva a suponerlo, pues se trata del mejor fondeadero en la cara abrigada de la isla. En la banda opuesta, la que mira al Caribe, el oleaje bate con fuerza.]
Cortés, por medio de Melchorejo, contactó a unos indios mercaderes que decían conocer el lugar donde se encontraban unos náufragos españoles, y les entregó una carta dirigida a ellos invitándolos a unírsele. Convenció a los mercaderes para que aceptasen el encargo dándoles una regular cantidad de cuentas de colores para que pagasen un rescate a los caciques que los tuviesen como esclavos, ofreciéndoles que una vez cumplida la misión serían recompensados con largueza. El conocimiento de la existencia de náufragos españoles en esa tierra se tuvo a través de Melchorejo, quien lo dio a conocer cuando, pasados unos meses, hubo aprendido el suficiente español para darse a entender.2 El año anterior, 1518, durante la recalada que hicieron en la isla cuando vinieron con Grijalva se llevaron la sorpresa de que una joven mujer se acercó a ellos; se trataba de una india de Jamaica quien, según contó, llevaba allí cerca dos años. Había llegado en la canoa que conducía a su marido y a otros pescadores que desviados por las corrientes y el mal tiempo fueron arrojados a la isla. Los de Cozumel habían matado a los hombres y a ella la habían reducido a la esclavitud. Y como la presencia española en Jamaica databa de años atrás, la mujer se encontraba familiarizada con españoles, por lo que al verlos se aproximó, y a través de expedicionarios que tenían algún conocimiento de la lengua de Jamaica pudo establecerse un diálogo mínimo, el suficiente para dar a conocer su historia. Cuando Grijalva partió la mujer pidió que no la dejasen allí, por lo que resulta extraño que ella, quien tenía conocimientos de la lengua maya, no fuese en el viaje siguiente con Cortés;3 pudo haber sido una precursora de Malintzin.
Luego de una espera de varios días, cuando Cortés desesperaba ya de obtener resultados, apareció una canoa en la que venía el náufrago Jerónimo de Aguilar, a quien en un primer momento tomaron por indio. Andrés de Tapia, quien fue el primero con quien habló, refiere la escena del encuentro en los términos siguientes: al ver que se acercaba una canoa procedente de tierra firme, él y otros «gentileshombres» fueron a esperarla; ya en la playa bajaron de ella tres individuos desnudos
«tapadas sus vergüenzas, atados los cabellos atrás, como mujeres, e sus arcos e flechas en las manos, e les hicimos señas de que no oviesen miedo, y el uno de ellos se adelantó, e los dos mostraron haber miedo, y querer huir a su bajel, e el uno les habló en lengua que no entendimos, e se vino hacia nosotros, diciendo en nuestro castellano: –¿Sois cristianos e cuyos vasallos?»
Bernal, en cambio, asevera que sus primeras palabras fueron «Dios y Santa María», pronunciadas en un español malísimo. Conducido ante Cortés, Jerónimo de Aguilar contó su historia: llevaba allí más de siete años y era oriundo de Ecija, ese caluroso pueblo conocido como la caldera de Andalucía; los hechos se remontaban a la época en que en Panamá estallaron las pasiones entre Diego Nicuesa y Vasco Núñez de Balboa. Para informar al virrey gobernador de Las Antillas, que era Diego Colón, de lo que allí estaba ocurriendo, partió una carabela rumbo a Santo Domingo, donde éste residía, la cual iba al mando de un tal Valdivia. La carabela encalló en unos bajos y naufragó en las proximidades de Jamaica. Los que iban a bordo, una veintena entre hombres y mujeres, subieron al batel, y sin agua ni provisiones anduvieron a la deriva durante trece o catorce días. Murieron siete u ocho, hasta que la corriente los arrojó a esa costa. Valdivia y otros cuatro terminaron en la piedra de los sacrificios. Aguilar y otros cinco lograron escapar, aunque, según su decir, sólo sobrevivían él y un marinero de Palos llamado Gonzalo Guerrero. Al recibo de la carta de Cortés, Aguilar solicitó licencia a su amo para ir al encuentro de los suyos, y éste se la otorgó gracias al copioso rescate de cuentas de colores. Partió luego en busca de Gonzalo Guerrero, pero éste, quien ya tenía la vida resuelta, casado y con tres hijos, optó por quedarse. Jerónimo de Aguilar no parece haber sido hombre de grandes alientos, limitándose a sobrevivir. Estuvo esclavizado por unos caciques que no veían más allá de sus narices, y lo tuvieron empleado en el acarreo de agua y de leña, en lugar de obtener de él toda la información acerca de la Europa del Renacimiento. Un desperdicio inmenso. Y esa arribada fortuita, que pudo haber marcado el encuentro de dos mundos, pasó inadvertida, sin repercusiones, atribuible a la escasa capacidad tanto de Aguilar y sus compañeros como de los jefezuelos locales. Y algo a considerar es que Melchorejo, quien proporcionó la noticia de la existencia de los náufragos, fue apresado en Cabo Catoche, mientras que Aguilar se encontraba en un lugar impreciso entre el actual Cancún y Akumal, y dada la gran distancia entre ambos puntos se desprende que la presencia de esos españoles era un hecho ampliamente divulgado en la zona. Y pese a lo conocido que era, un suceso de tal magnitud nunca llegó a oídos de Motecuhzoma, lo cual nos indica lo ajeno que se encontraba sobre lo que ocurría en esa parte de Yucatán, al igual que, al menos en los últimos siete años, ningún pochteca , los mercaderes de la época, había aparecido por la región. Esta última circunstancia puede servirnos de indicador acerca del alcance de las rutas comerciales.
Puesto que Cortés ya tenía al intérprete que necesitaba, nada lo retenía en Cozumel por lo que levaron anclas. Pronto encontraron el navío faltante que se encontraba retenido en una cala por vientos contrarios que le dificultaban la salida. El punto de destino sería la desembocadura del Grijalva, un río que recibía ese nombre por haber recalado en él la expedición de Juan de Grijalva en mayo del año anterior, fecha en que los indios dispensaron a éste y a sus expedicionarios una acogida amistosa. Sin embargo, en esta ocasión ocurrió todo lo contrario. Fueron recibidos con hostilidad y hubieron de desembarcar abriéndose paso en medio de una lluvia de flechas. En la margen izquierda de la desembocadura, en el llano de Centla, el 25 de marzo de 1519, tuvo lugar una batalla en la que los españoles resultaron victoriosos. Fue el primer combate librado por Cortés; y también la primera batalla en la que participaron los caballos; ante la vista de esos monstruos –pues los indios tomaban como un solo ser a caballo y jinete–, el pánico cundió en sus filas y huyeron en desorden. La victoria de Centla fue tan resonante que, incluso, años más tarde, surgiría la leyenda de que allí había ocurrido un hecho sobrenatural: la aparición del apóstol Santiago, pues de otra manera no se explicaba cómo unos pocos centenares de españoles pudieran haber triunfado frente a tantos miles. Hechas las paces, Cortés fundó allí una ciudad, a la que en memoria de su triunfo impuso el nombre de Santa María de la Victoria (primera que fundaría en suelo mexicano, y a la que nunca regresó; por tanto, nada extraño que no prosperase y todo quedara en escrituras.) A manera de símbolo de que allí se había fundado una ciudad se plantó una cruz de grandes dimensiones. Y eso fue todo.
Llegó el Domingo de Ramos, y el mercedario fray Bartolomé de Olmedo, junto con el padre Juan Díaz –los clérigos que acompañaban la expedición–, vistió sus ornamentos para oficiar la liturgia del día. Al pie de una cruz se improvisó un altar y fray Bartolomé, que era gran cantor, hizo resonar su voz mientras los soldados con ramos en las manos daban vueltas en la procesión, ante la mirada atónita de los indios que presenciaban el acto. Terminado éste, como ya nada los retenía en el lugar, iniciaron los preparativos para dirigirse a ese mítico Colhúa, donde al decir de los caciques, abundaba el oro. Y éstos, al darse cuenta de que los españoles no traían mujeres para que los atendiesen, les obsequiaron veinte esclavas; acto continuo, fray Bartolomé de Olmedo predicó a éstas un sermón sobre los rudimentos de la fe y procedió a bautizarlas. Sus palabras fueron puntualmente traducidas por Jerónimo de Aguilar, y por boca de éste las mujeres se enteraron de que todo lo creado era obra de Dios y que los buenos irían al cielo y los malos caerían de cabeza al infierno, donde arderían por toda la eternidad. También por Aguilar supieron que por aquella agua que les había caído sobre sus cabezas habían pasado a ser cristianas y cambiado de nombre. Una de ellas se enteró de que había pasado a llamarse Marina. Cuando Cortés las distribuyó entre sus capitanes ella fue asignada a Alonso Hernández Puertocarrero, primo del conde de Medellín, uno de los personajes de monta en el ejército.
El Capitán de los hombres blancos y barbados dio una orden y Marina advirtió que todos se ponían en movimiento. Dieron comienzo los preparativos para la partida. Por una rampa de madera se hacían subir rodando a los navíos las barricas llenas de agua y una larga fila de indios llegaba trayendo cestos con tortillas, pescado asado y guajolotes guisados, las gallinas de la tierra o gallipavos. [Es curioso que existiendo en el norte de España el urogallo, ave que también hace el abanico con las plumas de la cola y guarda alguna semejanza con el guajolote, hayan llamado a éstos gallipavos en lugar de urogallos.] A continuación las mujeres tuvieron oportunidad de presenciar cómo los caballos, esa especie de venados gigantes, eran subidos a bordo. Los hacían saltar al agua para que llegaran nadando al costado de los navíos, donde les colocaban unas cinchas bajo la barriga y, acto seguido, varios hombres accionaran una pluma para izarlos. Impresionaba ver cómo se revolvían en el aire agitando las patas. A bordo, buena parte de las cubiertas estaba ocupada por pesebres y manojos de hierba. Los caballos tenían prioridad, por lo que las mujeres debieron instalarse como pudieron. Marina y sus compañeras subieron a bordo cargando comales y metates, los utensilios de su trabajo. Las habían dado para que se ocupasen de hacer tortillas –como apunta un cronista– y no por sus atractivos físicos.4 Ése es el momento en que Marina, la india esclava de Tabasco, entra en la Historia: abordando un navío y portando un metate.
Desplegaron velas. Lentamente, los navíos se separaron de la tierra y adentrándose en la mar ganaron el viento. ¡Las casas flotantes se movían! ¿Pero qué era lo que las hacía andar? La esclava cayó en cuenta de que eran las velas. No podría ser otra cosa. Eran esas inmensas alas las que las impulsaban; aunque resultaba extraño que no las batiesen como los pájaros. Las mujeres dejaban atrás su mundo (¿maridos?, ¿hijos?). Para ellas daba comienzo una aventura enteramente nueva. Las embargaba una mezcla de terror y fascinación; sobre todo, cuando al coronar el lomo de una ola el navío cabeceaba, tenían entonces una sensación desconocida que les oprimía el estómago. Sentían la necesidad de asirse a un madero o a lo que tuvieran más a la mano para mantener el equilibrio. Algunas se marearon. Seguían un curso paralelo a la costa, sin alejarse demasiado de ella, por lo que alcanzaban a distinguir a hombres, mujeres y niños que observaban la escena y que caminaban y corrían a lo largo de la playa durante largos trechos para no perderse el espectáculo. Vivían una especie de encantamiento... ¡Ah, si sólo hubiera alguien que les explicara los secretos de lo que estaban viviendo! Pero a una esclava no se le daban explicaciones. Habían venido a servir y eso era todo; aunque era tal la aglomeración dentro de los navíos, entre hombres y caballos, que la posibilidad de que molieran maíz e hicieran tortillas estaba totalmente fuera de lugar. Se comían frías las provisiones embarcadas, acompañadas de tortillas duras. Y como en esas condiciones nadie les señalaba algún trabajo, disfrutaban de asueto. Para muchas el primero que habrían tenido en su vida. Por el momento iban en condición de pasajeras. Nunca hubieran imaginado que un día irían surcando las olas.
Marina y sus compañeras, encogidas como iban, escuchaban a los hombres en aquel idioma desconocido, aunque alguna idea tenían de lo que se decía merced a que Jerónimo de Aguilar, aquel hombre que les explicó el significado del agua con que les mojó las cabezas el hombre santo, al que todos reverenciaban, ocasionalmente algo les contaba. Por lo pronto, la única tarea que se les asignaba era la de romper en los metates los granos de maíz que los mozos de espuelas colocaban en una batea para que comiesen los caballos. Era interesante ver cómo comían, dando de pronto grandes resoplidos, mientras ella se mantenían atentas para cuidar que no las pisaran. La presencia de esos seres imponía, aunque a pesar del temor que inspiraban ejercían una gran atracción, sobre todo cuando con el labio superior removían el grano molido y en un instante dejaban limpia la batea. A continuación se les daba de beber. Era impresionante la cantidad de agua que sorbían. Bebían hasta saciarse. Para ellos no había límite.
«¡Sierra de San Martín!» El anuncio motivó que las miradas de los hombres se dirigieran hacia donde apuntaba el marinero. Se trataba apenas de un punto blanco que sobresalía tierra adentro, por encima de las nubes. Y los expedicionarios que participaron en el viaje de Grijalva explicaban a quienes venían por primera vez que aquello era el cono de una montaña que debía ser altísima (el Pico de Orizaba), pues a pesar de estar situada en los trópicos se encontraba cubierta de nieve; y según dijeron, se llamaba así por haber sido San Martín, un joven soldado, el primero en avistarla. Marina y sus compañeras dirigieron la vista hacia donde miraban los hombres, pero no acertaron a comprender qué era lo que tanto les llamaba la atención. En todo caso, la circunstancia de que aquella figura diminuta que tenían adelante fuese la cumbre de un monte, y que éste estuviese cubierto de nieve, era algo que escapaba a su comprensión. Como procedentes de la zona de Tabasco sólo conocían el clima del trópico y, por lo mismo, no tenían la más remota idea de lo que podría ser la nieve. [Durante muchos años, en los días de navegación a vela, antes de que tuviesen a la vista el litoral, al aparecer en el horizonte la cumbre del Pico de Orizaba los pilotos se orientaban por él para encontrar la entrada a Veracruz.]
«¡Río de Banderas!», apuntaron los veteranos del viaje de Grijalva al llegar a la desembocadura del Jamapa. Porque fue en ese punto donde los llamaron desde tierra haciéndoles señas con mantas puestas en la punta de pértigas, por lo que un grupo bajó a tierra. Fueron muy bien acogidos y disfrutaron de una comida suculenta, a base de pescado asado, guisos condimentados y frutas; se intercambiaron todo tipo de cortesías, muchas risas, pero no hicieron progreso alguno en enterarse acerca de lo que habría tierra adentro. Pagaron la hospitalidad con cuentas de colores que fueron correspondidas con joyuelas de bajo valor y volvieron a los navíos para proseguir la navegación. Marina y sus compañeras alcanzaban a distinguir a la gente que hacía señas y saludaba desde la playa. Ellas, encogidas cada cual en el rincón en que había logrado acomodarse, escuchaban discutir animadamente a los hombres en ese idioma extraño del que no entendían una palabra. De pronto éstos prorrumpieron en grandes voces y al apuntar hacia una isleta anunciaron: «¡Isla de Sacrificios!». Allí habían hecho un descubrimiento escalofriante: los primeros expedicionarios que pusieron pie en ella se dirigieron a una torre parecida a un templete, en cuyo interior encontraron los cuerpos de dos muchachos sacrificados, con el pecho abierto, a quienes les habían sacado los corazones que aparecían ofrendados a un animal de piedra con aspecto de león, con la lengua de fuera, con un hueco en el lomo [la descripción corresponde puntualmente con el Océlotl-Cuauhxicalli, la pieza que se encuentra en la Sala Mexica del Museo de Antropología e Historia].5 La escena sugería a unos un rito satánico y a otros que se trataba de algo más, pues a los cuerpos ya les faltaban algunos miembros. Podía tratarse de antropófagos. Un anticipo de lo que les esperaba tierra adentro.6
En horas de la tarde del Jueves Santo, que ese año cayó en 21 de abril, los navíos largaron anclas en el que parecía ser el punto de destino: el arenal de Chalchiuhcuecan. Era allí donde Grijalva se había detenido para «rescatar» (así se designaba el intercambio de baratijas por oro). Debido a que restaban pocas horas de luz, por órdenes del Capitán el desembarco se había postergado para el día siguiente. A lo largo de la noche se estuvieron escuchando voces de indios que se acercaban al costado de los navíos; llamaban, pero no se les comprendía. Al alba, con el mar en calma, dio comienzo el desembarco. Muy pronto los indios de servicio cubanos y los esclavos negros se dieron a la tarea de alzar cobertizos techados de palma, dándose prisa para que estuviesen a punto antes de que el sol comenzase a pegar de lleno. Eran las únicas construcciones en aquella playa desierta que muy pronto comenzó a llenarse de indios que acudían atraídos por la novedad. Se aproximaban sin recelo, pues varios de ellos conservaban muy fresco el recuerdo del contacto ocurrido el año anterior, el XIII tochtli (1518), cuando Grijalva arribara con sus cuatro navíos. Pero en aquel encuentro nada se adelantó en lo que se refiere al conocimiento recíproco, ya que todo se limitó al lenguaje de las señas.
Fueron tantos los días que allí pasaron que los indios reconocieron a algunos de los venidos en aquel viaje, extrañándose de no ver a Grijalva. Su llegada no constituía sorpresa alguna, pues eran esperados. En realidad eran esperados desde antes, pues en cuanto llegó a oídos de Motecuhzoma la noticia de la aparición de las naves de Hernández de Córdoba, éste encargó a sus gobernadores que estuviesen vigilantes por si volvían a aparecer esos hombres para averiguar quiénes eran. Ello explica que al ver las naves de Grijalva frente a la desembocadura del Jamapa les hiciesen señales llamándolos.7 En esta ocasión, al igual que en la anterior, el recibimiento fue amable, pero no se entendían. Se encendieron fuegos; las mujeres se acomodaron en torno a ellos e iniciaron las tareas de cocinar. Mientras tanto, aumentaba el número de curiosos que se aproximaban. En esta ocasión, además del arribo de los hombres blancos y barbados estaba la novedad de los caballos. Jerónimo de Aguilar iba de un lado a otro hablándoles en maya, pero no tenía caso. No lograba hacerse entender y tampoco comprendía una sola palabra de lo que le decían. Allí se hablaba otro idioma. Era la confusión de Babel. El único recurso que tenían era el de gesticular e intentar comunicarse por señas. Así transcurría el día, cuando un joven soldado, Andrés de Tapia, advirtió que una de las esclavas que traían de Tabasco, mientras torteaba, conversaba animadamente con un corro de mujeres locales, contándoles las peripecias del viaje. Al advertirlo, llamó a Jerónimo de Aguilar y éste se dirigió a ella en maya, a lo que ésta le respondió con toda naturalidad, dándole a conocer lo que aquellas decían. ¡La comunicación era posible! Sin pérdida de tiempo la condujo con Cortés, y ante él le expuso el descubrimiento que acababa de realizar: esa mujer entendía lo que allí se hablaba y era capaz de trasmitirlo a Aguilar.8 Se trataba de una doble traducción; la esclava traducía del náhuatl al maya, y éste lo vertía al español. Cortés comenzó a preguntar; quería saber dónde se encontraba y quién era el gobernante de esa tierra. La respuesta no tardó en llegarle: la zona donde se hallaban se llamaba Chalchiuhcuecan y eso formaba parte de los dominios de un señor lejano, cuya ciudad se encontraba en el interior a muchas jornadas de distancia. El pasmo de los indios al escucharla sería inmenso: ¡una diosa que habla nuestro idioma!9 A partir de ese momento Marina quedó apartada del metate para permanecer al lado de Cortés, lo mismo que Aguilar. La tabasqueña sería la llave que desvelaría los secretos de México.
Nota