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No es oficio para artesanos

De las cenizas del Alcázar de Madrid nace, además de los cimientos del actual Palacio Real, el taller de restauración más importante del mundo. La Nochebuena de 1734 las campanas del monasterio de San Gil tocan a rebato mientras lenguas de fuego escalan por la fachada del edificio y los vecinos las ignoran al confundirlas con la llamada a la misa del Gallo. Los mismos monjes abandonan su clausura para tratar de apagar las llamas que durante cinco días correrían libremente por los pasillos laberínticos, las fachadas irregulares, los rincones angostos y las cámaras reales hasta devorar por completo el disparatado edificio, del que apenas quedaron dos torres y alguna pared en pie. Esa terrible noche Felipe V tampoco está en sus aposentos, porque prefiere cualquier otro lugar a aquel palacio. Junto con su esposa, Isabel de Farnesio, disfruta de una plácida velada en las dependencias de La Granja, lo que les evita ser testigos de la más siniestra escena de la travesía monárquica en este país: desde los balcones se arrojan a la desesperada arcones de plata labrada y cofres de dinero. Alguno estalla contra el suelo. Vuelan alhajas y cuadros, caen las pinturas a la plazuela para librarlas del cebo de las llamas, que avanzan sin obstáculos por las paredes de aquella gran nave fortificada —producto de nefastas ampliaciones que tratan de transformar un castillo en palacio—, en las que no queda ni una pulgada sin cubrir por las espléndidas obras maestras que los Austrias y los Borbones han acaudalado en sus colecciones durante siglos. Tan guardadas y tan retenidas que aquellos que se entregan a pelear con las llamas por salvar las joyas reales no pueden acceder a las estancias, cerradas a cal y canto, a la espera de que el cerrajero real —lo más cercano al responsable de seguridad de palacio— llegue para liberar las cerraduras. Se pierde un valioso tiempo en la operación de salvamento y pasan varias horas hasta que entienden que, si mantienen la puerta principal cerrada ante el temido saqueo, solo se llevarán las cenizas de las riquezas y cubos de plata fundida. El tapizado de las paredes con Tiziano, Veronés, Tintoretto, Brueghel, Velázquez, Correggio, El Bosco, Rafael y Leonardo, entre tantos otros, arde por los cuatro costados, como recuerda la crónica de los hechos escrita por Félix de Salabert, marqués de Torrecillas: «Y como las pinturas del Salón Grande estaban embutidas en la pared, solo pudieron arrancar algunas que estaban bajas, pues no había escalera». Salabert apunta a la habitación del pintor de cámara Jean Ranc como posible origen del incendio debido a una lumbre de una chimenea mal apagada en la noche de todas las borracheras. Salvan algo más de mil obras, pero en esas cinco interminables jornadas se abrasan más de quinientos cuadros. Un durísimo golpe para la pintura universal, que se lleva por delante todo lo que no esté al alcance de las manos de los generosos salvadores, como La expulsión de los moriscos, una de las obras fundamentales de la trayectoria de Velázquez, del que también se perdieron para siempre tres de las cuatro piezas que componen la serie mitológica incluida en el Salón de los Espejos: Apolo, Adonis y Venus y Psique y Cupido. La cuarta, la maravillosa Mercurio y Argos, descansa a salvo en el Prado para hacernos comprender la magnitud de la tragedia. Lágrimas también por el retrato ecuestre de Felipe IV de Rubens, que hacía pareja con el de Carlos V en Mühlberg de Tiziano (de este se pierde la serie de Los doce césares). La ruina se ceba con Tintoretto, Veronés y Ribera, y nada volveremos a saber tampoco de las obras citadas en los anteriores inventarios de Durero, El Bosco, Brueghel, Van Dyck, El Greco, Carracci, Rafael y el mismo Leonardo, de quien se mencionan hasta siete cuadros en el inventario de 1686, sin saber si todos eran de su mano.

Tuvo que desaparecer un tercio de la colección para que se creara una partida dedicada a las labores de recuperación y conservación del patrimonio histórico. Aquellos oficiales que forman el taller y que se dedican al forrado (para garantizar la estabilidad del soporte) de los cuadros supervivientes, suponen el origen del que tres siglos más tarde es el segundo taller de restauración más grande del mundo, tras el del Museo del Hermitage de San Petersburgo (Rusia).

Los herederos de la primera generación de restauradores pasan a formar parte del equipo de restauración del Prado con su fundación en el año 1814, en el edificio de Villanueva. Vicente López Portaña, pintor de cámara, es el primer responsable de la «compostura y arreglo de las pinturas» en el museo, y cuenta con la ayuda de otros dos pintores ligados a la tradición en restauración del mismo entorno artístico sobre el que se sigue actuando hoy: la colección de la Corona española.

Uno de aquellos ayudantes de López es Victoriano Gómez, hijo del pintor Jacinto Gómez, restaurador que se inicia tras el incendio del Alcázar y uno de los auxiliares de Juan García Miranda, pintor de cámara y responsable de la recuperación de las obras salvadas, que tras su rescate del palacio se amontonan en pésimas condiciones en las dependencias colindantes al recinto arrasado. Además de forrar y reentelar los debilitados lienzos, recortan otros tantos con la intención de salvar lo que se pudiera de las obras más perjudicadas. Las consecuencias indelebles del fuego también están en las que lograron escapar de las llamas y pasaron por las manos de estos voluntaristas pintores, que con sus óleos repintaron y cubrieron las pérdidas y los desperfectos de la superficie, dejando un rastro imborrable que se confunde con el del autor. En pocos años cambiarán el óleo eterno por la acuarela reversible.

La primera plantilla jerárquica del taller del Prado cuenta con tres restauradores, un forrador y moledor de colores y un auxiliar. Se les considera artistas-pintores hábiles para un trabajo que requiere «paciencia, respeto y cuidado», así como conocimientos de pintura antigua. En 1833, el restaurador José Bueno presenta al rey un novedoso proyecto para el desarrollo del oficio dentro de la pinacoteca, el Memorial para mejorar y asegurar los adelantos del ramo de la restauración, con el que pretende hacer frente al «inmenso número de cuadros arruinados, cuya pronta restauración es absolutamente precisa». Pide un aumento del número de facultativos auxiliares —es decir, becarios— para afrontar la tarea, y el deseo se lo concedió el rey Fernando VII en forma de Escuela de Restauración de Pinturas del Real Museo, con la que el museo toma la vanguardia en conservación de pintura. Además, reclama la compra de libros relativos al arte de la pintura para sus discípulos, «porque sin los conocimientos que en ellos se adquieren no es posible que los jóvenes hagan progresos». Por primera vez aparece la figura del restaurador como un profesional intelectual y no como un artesano con habilidades en la pintura. José Bueno pide formar el ojo además de la mano, quiere que los nuevos restauradores sepan entender y leer la pintura antes de actuar sobre ella. Son los primeros pasos hacia una autonomía que los historiadores no han sabido aceptar con naturalidad a causa de sus reservas ante el trabajo de la conservación.

El eco de aquellas palabras y de esa visión tan pertinente como precoz que tiene Bueno a mediados del siglo XIX retumba en las de Enrique Quintana, actual coordinador jefe de restauración de pintura del Museo del Prado: «La limpieza de la superficie de un cuadro es un proceso intelectual para averiguar cómo está construido. No es un esfuerzo físico». Limpiar sin alterar la piel del cuadro es la parte más difícil de la restauración, y por eso le interesa destacar que sus labores no responden a un trabajo mecánico, porque aunque hayan pasado casi dos siglos desde que Bueno reclamara alimento intelectual para su equipo, Quintana ha tenido que bregar en el Prado con antiguos directores e historiadores que le pedían «refrescarlos», como si de un lavado se tratara, y no es eso; limpiar los barnices no es pasarle el paño a la superficie para sacarles brillo a los colores, es un procedimiento interpretativo, dice, que redescubre y libera el alma de la pintura presa de la inmundicia.

Los tiempos han cambiado, sobre todo para los viejos profesores que pensaban que el restaurador se adapta a sus necesidades teóricas. Aunque la única coincidencia entre unos y otros sea la idea de que el restaurador no debe tener ningún protagonismo, tampoco son la mano tonta del conservador que se presenta en el taller exigiendo la búsqueda de pinceladas ocultas. Por eso la limpieza de un cuadro se ha mostrado al público como un proceso mecánico que, capa a capa, elimina su suciedad con unos algodoncitos mojados en disolvente que se mueven por la superficie: para destacar un funcionamiento tan automático capaz de generar una imagen de imparcialidad a la restauración y restarle interpretación al restaurador. Pero la verdad es bien distinta, porque no hay dos operaciones iguales. «La limpieza es un proceso creativo», defiende y defenderá Quintana, que se mueve apresurado entre las mesas y los puestos de sus compañeros. Ya no restaura, ahora ayuda a los demás y coordina y supervisa sus trabajos.

Recuerda con cariño amargo uno de los últimos desencuentros en el taller, protagonizado por el ex director Alfonso Pérez Sánchez ante la recuperación en el año 2008 de Los fusilamientos del 3 de mayo y La lucha con los mamelucos (ambos de 1814), muy dañados en un accidente automovilístico durante el traslado que el gobierno de la Segunda República dispuso de los fondos del museo durante la Guerra Civil española para ponerlos a salvo de las bombas incendiarias con las que la aviación alemana castigaba a la población de Madrid, sitiada por el ejército rebelde. La más deteriorada fue La lucha con los mamelucos, que representa el levantamiento de los madrileños contra las tropas de ocupación desplegadas por Joachim Murat, lugarteniente de Bonaparte en la capital. Con la expedición viajaban el restaurador Manuel Arpe y Retamino y el forrador Tomás Pérez, a quienes les toca reentelar en Girona el gran lienzo para unir los dieciocho fragmentos en los que queda el cuadro a consecuencia del incidente del camión que los transporta. Los desgarros son tan graves que el restaurador opta por cegar las superficies dañadas con el color arcilla que compone la base cromática que aplicó Goya al pintarlo. Y así se mantuvieron a la vista del público durante más de setenta años. Pérez Sánchez, al que en la pinacoteca se le seguía tratando de «usted» casi veinte años después de dejar su cargo, rechazaba el repinte que devolvería la obra de Goya al estado original. Para recuperar el equilibrio natural de su composición, el taller debía disimular aquellas lagunas, pero Pérez Sánchez argumentó que esos desperfectos que entonces se querían ocultar eran recuerdos y pruebas históricas de la injusticia de la contienda. Quintana le respondió que no eran más que un recuerdo del camionero que chocó el camión, que no tenían nada que ver con la Guerra Civil y que el cuadro no necesitaba más refuerzos para ser contemplado como el mayor alegato contra la violencia que hay en el Museo del Prado. Fue la última derrota del querido Pérez Sánchez.

El emérito historiador del arte Matías Díaz Padrón siempre ha tenido malas experiencias con los restauradores y no lo oculta. En el Prado empezó encargándose de la revisión y el estudio de los depósitos de la pinacoteca antes de ocupar la plaza de conservador de pintura flamenca y holandesa, y cuenta con frecuencia la anécdota de que uno de ellos le retó a adivinar cuál era la lágrima de su propia mano y cuál la original de Antonello da Messina. Se la puso para compensar, afirma que le dijo. Díaz Padrón, rodeado en su estudio de papeles y libros amontonados por todas partes, enfrascado en la elaboración de un prodigioso estudio sobre la trayectoria del pintor flamenco Anton van Dyck en España, sostiene que la tentación de los restauradores es competir con los artistas a los que intervienen. Nadie podrá apartarle de su categórico convencimiento de que quieren dejar huella de su intervención en el cuadro, porque dice que fueron formados como pintores y que su naturaleza es la misma del artista: no dejar pasar su impronta y liberar su creatividad sin control. «No sacrifican lo suyo al servicio de lo que tienen delante. Habría que separar al pintor del restaurador en su formación, pero el error es educarlos juntos en la facultad de bellas artes», resume. Antiguos compañeros suyos incluso creían que tampoco es bueno enseñarles «demasiada» historia del arte.

Esta visión del restaurador como un pelele al servicio del historiador ha dejado paso a otra en la que ambas ramas se coordinan, bajo la supervisión del director. Aquella vieja escuela pretendía que el historiador fuera los ojos y la cabeza de los restauradores, a los que dejaban apenas con sus manos. Pero si ya Bueno acometió la autonomía de conocimiento de estos últimos, ahora Quintana aboga por lograr que el restaurador tenga una capacidad de lectura de la obra del mismo nivel intelectual que el conservador o el historiador. Esa concepción mecánica de las labores del que restaura es la misma que considera que no importan los años de experiencia rehabilitando pinturas ultrajadas. En la plantilla actual del taller de restauración del Prado la mayoría de oficiales cuenta con treinta años de operaciones en un museo de obras maestras.

Esa trayectoria le ha dado al Prado un estilo de restauración. Lo dice el director del museo, Miguel Zugaza. Quintana lo resume de esta manera: «Lo importante no es lo que te llevas, sino lo que te dejas». Esta podría ser la consigna de ese supuesto estilo, una visión conservadora que neutraliza los alardes de las intervenciones. De alguna manera, es la vieja reclamación que late desde los primeros restauradores del museo. «Se sustituyó con la restauración al barniz la funesta restauración al óleo, que entonces se usaba con graves perjuicios para los cuadros y dio todas las reglas que después se han seguido religiosamente en pro de los intereses del Real Patrimonio y de las Artes», escribió José de Madrazo, a mediados del siglo XIX, para puntualizar la importancia de una intervención reversible. Bajo su dirección de la pinacoteca, mostró preocupación por la necesidad de limitar las intervenciones, si acaso «limpiar nada más que lo necesario para no quitarles ninguna de sus veladuras, ni aun siquiera la pátina veneranda que les ha dado el tiempo». Este planteamiento de Madrazo es muy similar al que mantienen los defensores de la suciedad en La Gioconda del Louvre: el tiempo también pinta.

En la cadena del ADN de la restauración del Prado encontramos igualmente actuaciones polémicas. Una de las más graves se remonta a finales del siglo XIX, cuando el pintor Salvador Martínez-Cubells se encarga de arrancar de las paredes de la Quinta del Sordo los frescos para conservarlos sobre un nuevo soporte, lienzo sobre bastidor. El resultado de aquella fatal operación es contundente: las Pinturas negras (1819-1823) originales de Goya poco tienen que ver con las que vemos hoy en el Prado, tal y como muestran las fotografías que tomó de los frescos el fotógrafo francés Juan Laurent mientras el maestro aragonés trabajaba.

Carlos Foradada, pintor y profesor de historia del arte de la Universidad de Zaragoza, trabajó en la digitalización de las placas de cristal de Laurent, que se han recuperado poco a poco desde 1985. El trabajo del investigador esclarece el contenido de las fotografías, conservadas en el Instituto del Patrimonio Cultural Nacional, y que nadie se había molestado hasta entonces en ampliar y digitalizar con las nuevas tecnologías de la imagen. La digitalización permite aumentar y comprobar cómo en el Duelo a garrotazos Martínez-Cubells tuvo «serias dificultades para solventar las pérdidas de pintura ocasionadas en la figura que establece una relación dialéctica con el espectador», explicó Foradada cuando en diciembre de 2010 hizo públicas sus conclusiones, y así se puede observar en la mirada del personaje, antes y después de la restauración. Pero el detalle más llamativo es que fue Martínez-Cubells quien enterró las piernas de los dos personajes y no Goya, que las había escondido entre la hierba. Dada su incapacidad para reproducir la hierba del suelo pintada por Goya, de la que no ha quedado ni una sola brizna, la reemplazó por una superficie de tierra representada con «torpeza infantil». Un matiz trascendental capaz de alterar por completo la percepción y el significado de la obra. El historiador Nigel Glendinning destacó estas circunstancias y otras variaciones de los originales a partir de unas copias de mala impresión. Ya se observaban los desperfectos.

El relato de los hechos que envuelven el devenir de las Pinturas negras es la prueba histórica de la falta de atención de este país por la conservación e investigación de su patrimonio cultural. Un barón francés, Émile d’Erlanger, es el único que se interesa por aquella quinta, que compra en 1873, casi sesenta años después de que Goya pinte los catorce frescos. Despega las pinturas con la intención de llevárselas a París y venderlas, pero muestra cinco de ellas y el impacto no es de su agrado, así que, afortunadamente, dona las pinturas al Estado español en 1881.

De las tres maneras en que se podrían haber extraído estas maravillosas pinturas murales de sus paredes, Martínez-Cubells elige la más barata y menos efectiva: el método conocido como «strappo» no requiere grandes preparativos y, además, permite arrancar grandes superficies de pintura de una vez, pero es una técnica que se aconseja únicamente cuando el muro no está suficientemente cohesionado. Aun cuando se ejecute en las mejores condiciones, el strappo no logra nunca arrancar la capa pictórica en todo su espesor, así que las obras llegaron al Prado en un estado muy perjudicado. Aquel restaurador y miembro de número de la Academia de Bellas Artes de San Fernando no hizo su mejor faena con el legado de Goya.

Otra de las escenas que trastorna Martínez-Cubells es el Perro semihundido. Según las fotografías de Laurent, la prolongación del cuello ha sido eliminada, así como el lomo del animal, que Goya solventó con una pincelada leve. El resto del paisaje, formado por un terraplén y el cielo, ha sido completamente repintado. Hasta los dos pájaros que el perro mira con impotencia, que encarnan la libertad anhelada que el pintor hallará en Burdeos, se han ido para siempre.

Dicen que de los errores se aprende, y más si se trabaja con obras de primer nivel. En estos momentos, en el taller de restauración del Prado, Rafael Alonso está aupado a un enorme andamio mientras trabaja sobre el gigante Ixión (1632), de José Ribera. Se aísla del silencio de la sala en la que trabajan el resto de los compañeros con unos auriculares y música. Rafael acumula treinta y cuatro años de experiencia con cuadros de primer nivel y en 1999 protagonizó, muy a su pesar, un acalorado debate que llevó al Congreso de los Diputados su restauración del Caballero de la mano en el pecho (1580), de El Greco. Al levantar los repintes del fondo y de la vestimenta del retratado, cambió la visión que se tenía del cuadro: el espíritu fantasmagórico desapareció y borró parte de la firma, de la que en su informe aseguraba que era un añadido posterior porque estaba hecha, de forma insólita, con mayúsculas y en blanco.

Los problemas de convivencia profesional y personal en el seno de la institución, ajenos a la cuestión de El Greco, se mezclaron, además, con la política, y de aquel polvorín no salió indemne nadie. Durante meses cada cual aportó su parte de leña a la disputa y entre ellos salió la entonces jefa del gabinete técnico del Museo del Prado, Carmen Garrido, para aclarar que la firma debería haberse mantenido porque no se demostró que fuera falsa. Junto a Garrido caminaron otros tantos historiadores y alguna especialista del CSIC. Si la firma desaparecía, con ella se iba el fondo oscuro tan característico del cuadro. Y así ocurrió al considerar el restaurador que aquel fondo no era original de El Greco, sino un repinte al óleo realizado en una restauración de 1858. El Prado se partió en dos y la contienda llegó a la Cámara Baja, donde Manuel Alcaraz, de Nueva Izquierda, solicitó la comparecencia del secretario de Estado de Cultura, Miguel Ángel Cortés, en la Comisión de Educación y Cultura para leerle la cartilla. Los intereses políticos hicieron de la pintura una bomba de desgaste del adversario.

Hoy, lejos de las polémicas y con el Premio Nacional de Restauración de 2010 en su vitrina, Alonso es un médico escrupuloso que viste siempre de negro impecable. No acepta pacientes con menos de doscientos cincuenta años y nunca trata a dos enfermos al mismo tiempo. Cada vez que opera cambia de manos y ojos para entenderles mejor. Ha tratado a todos los moribundos de la galería central del Museo del Prado que acumulaban suciedad, faltas de color, agujeros, repintes y humedades. Aunque es imposible de calcular, un total de más de trescientos cuadros y más de tres décadas transformándose en Ribera, Pradilla, Goya y, por supuesto, El Greco para devolverles la vida con un pincel y acuarela. Reconoce que su paciente favorito es el autor del Caballero de la mano en el pecho; ha revivido la mayoría de las obras del pintor tardorrenacentista conservadas en España. Sabe de sus puntos débiles, de sus logros y de sus dudas, distingue cómo mueve el color, conoce al centímetro la pincelada; como buen pintor veneciano, lo hace con toques de pincel, que de forma sintética reproducen el efecto de los adornos como golpes de luz y color.

Su extrema prudencia al hablar y el cuidado por no parecer pretencioso son los propios de quien tiene abolladuras en el carruaje. Repite con humildad, en el paseo por la galería central de la pinacoteca, como si se viera en la obligación de justificar su tarea, que solo se dedica a neutralizar daños, que no se inventa nada y que lo peor que le puede pasar a una obra de arte es que el restaurador, buscando protagonismo, se sitúe por encima del pintor. Dibuja el objetivo de sus tareas: recuperar la belleza y el mensaje, nunca manipular. No se cansa de repetirlo mientras reconoce su lugar en el museo, entre el cielo y la tierra, entre el artista y los conservadores. «Yo conozco la materia, ellos la historia»; mejor definición, imposible.

Cuenta Alonso que sacó de la oscuridad al caballero, ennegrecido. Rescató su cuerpo, su luz, eliminó toda la suciedad que impedía ver el fondo y le pidieron explicaciones. Podría haber sido un tránsito hacia la luz sereno como el de La Gioconda, pero se había atrevido con una imagen mítica. Cuando es admirada en el mundo entero, deja de ser obra de arte para convertirse en símbolo.

Sin pretenderlo, consiguió que los políticos hablaran de veladuras, de metodología de la restauración y de la libertad de actuación de los técnicos. Incluso les obligó, por un día, a que tuvieran que pronunciar la palabra patrimonio. Han pasado los años y el imaginario colectivo parece haber aceptado la nueva visión del Caballero de la mano en el pecho, pero nada impedirá que sea señalado como el responsable de la alteración de un símbolo de la oscura identidad española.

«El museo debe ser valiente, debe atreverse porque esa es su responsabilidad y obligación», sentencia Miguel Zugaza. El director compara el choque que supuso la nueva visión de El Greco con lo que podría pasar si el Louvre decidiera restaurar su Gioconda, y añade que solo el tiempo cura las heridas. Una de las claves de la solvencia de Zugaza es el respeto por la confianza que ha depositado en sus cargos directos. Al menos, Enrique Quintana así lo distingue. El perfil de gestor del actual director le permite ser más indulgente con esta ala del museo, que se define a sí misma, por boca de su coordinador, como la más cualificada del mundo.

La cadena del ADN del taller y su reputación tienen otro hito emblemático y vital: la llegada en 1984 de John Brealey, el restaurador más prestigioso del Metropolitan Museum de Nueva York, para dirigir la limpieza de Las Meninas (1656), de Velázquez, y algo más. Quintana estaba allí, era mucho más joven, restauraba mucho más, y le cayó una bronca monumental que no olvida. Le recuerda decisivo: aportó otra mentalidad. Curó los estigmas artesanales de los restauradores del Prado y les hizo ver que ellos no trabajaban solo con las manos, sino que entraban en la obra con los cinco sentidos puestos en ella para saber qué pasos dar. Les enseñó a leer las pinturas, a preguntarse por el autor, por qué tenía esa pincelada, cómo funcionaba la luz sobre ese efecto, la nitidez de la perspectiva, los blancos plateados y los plateados grisáceos, etc. Antes de ponerse manos a la obra, dialogaban sobre cuestiones como la profundidad o la luminosidad del cuadro que hubiera que sanar. No era un gran técnico, apunta, pero era un extraordinario conocedor y lector de la pintura.

A pesar de las rosas con las que se relata el paso del especialista inglés por el museo, lo cierto es que para Brealey fue más fácil restaurar Las Meninas que tragar con las pésimas condiciones con las que trabajó en el Prado y las peores en las que se encontraba el equipo de veinte restauradores cuando llegó al museo. El empresario Plácido Arango (más tarde presidente del Patronato del Prado) costeó parte de la operación, porque era muy difícil hacer que Brealey se tomara un año sabático del Metropolitan para acometer una misión imposible: crear una estructura de departamento de restauración y elevar el nivel del mismo durante su estancia. No había nada, «ni líneas de autoridad ni de responsabilidad. Nadie estaba al cargo, ni nadie quería la responsabilidad de hacerse cargo», reconoció en una entrevista que levantó ampollas al periódico The New York Times días antes de marcharse definitivamente de España. La situación con la que se encontró la definió él mismo sin medias tintas: «Era como intentar montar una buena cocina sin chef o tanto como exigirle a un cirujano que opere sin quirófano». Aunque parezca increíble, los restauradores no tenían un lugar de trabajo, sino que lo hacían desperdigados por distintas partes del museo. El entonces director, Alfonso Pérez Sánchez, le llevó de inmediato al cercano palacio de Villahermosa y le dijo, ingenuamente, que ese sería el lugar donde se ubicaría el departamento de restauración con la ampliación del Prado. Pero en medio de sus sueños por ganar espacio para un museo que se había quedado muy pequeño se cruzó la colección Thyssen, que se quedó con el palacio, y la fantasía naufragó.

Al menos, el restaurador inglés logró que al equipo se le proporcionara un taller estable en el último piso. Consiguió también, aseguró en aquella entrevista antes de regresar espantado a Nueva York, que instalaran un mejor sistema de iluminación y que nombraran a un jefe de departamento responsable de las decisiones... Brealey enseñó a los restauradores del Prado que los cuadros no tienen que oler a restaurador y les infundió orgullo y autonomía sobre su labor.

Han pasado casi treinta años, tantos como metáforas sobre su trabajo guarda Enrique Quintana en sus bolsillos. Todas ellas elevan la conciencia de la dignidad que requieren sus tareas. Compara la restauración con el oficio de los traductores de una novela porque tienen que investigar para conocer el mundo del escritor. «Si traduces a Dostoievski, no basta con hablar bien el ruso.» Ambas profesiones deben dejar la obra con todo su potencial intacto, para lo cual hay que conocer muy bien la técnica y el contexto y hay que hacer una buena lectura de la obra. «Lo importante no es el traductor, sino el escritor», recalca.

Pero los restauradores también son como los músicos, porque «eliminar la suciedad y el barniz amarillento supone para la pintura un proceso similar al afinado de un instrumento musical para facilitar la comunicación entre autor y espectador». Más música: para liberar al cuadro de su carga de ruido y de incomunicación, deben aprender a leer las claves de la obra y respetarlas como se hace con la lectura de una partitura. «La música no es uniforme, la pintura tampoco. Cada centímetro del cuadro tiene una intensidad distinta.» Eso es lo que hace que una obra vibre, que esté viva, y ese es su cometido. Una pintura no es plana, una pintura no es una pantalla. Esa es la batalla perdida de los museos. Son matices y detalles, materia, empastes, brillos y relieves, no es una superficie lisa, sin arañazos ni desperfectos. El restaurador debe liberar esos matices, debe acabar con todo aquello que se interponga entre el que mira y lo pintado, y para eso la única fórmula es ver y ver mucha pintura.

Ahora se le oye decir al director de la institución que la especialidad, antes valorada como una virguería artesanal, forma parte del proceso de conocimiento e investigación de una obra. Ya no son fregonas que refrescan la cara sucia del cuadro. Y el mejor ejemplo es el descubrimiento de La Gioconda. Zugaza es consciente de la evolución de los talleres de restauración del Prado y del sedimento que la tradición ha depositado en ellos, inexistentes, por cierto, en otros museos como el Louvre. «Hay un conocimiento que no se puede delegar y está en el propio museo.» Ese poso ha ayudado a que la nueva generación de restauradores haya protagonizado el hallazgo más increíble de la historia del arte del último siglo, como dice Quintana. Cuando habla de La Gioconda un orgullo incontenible desborda sus análisis, más habituales en un historiador. «Que quede claro que no es una copia, es un proceso creativo simultáneo», aclara al momento.

Mira una y mira la otra. En La Gioconda del Louvre el espectador accede por debajo de la línea de sus ojos, es un retrato más profundo simplemente porque entramos en el retrato mirándola a la altura de la boca. En esa visión, la retratada se vuelve envolvente e impide al espectador escapar con facilidad de su hondura y del paisaje que la rodea. Es el matiz de la genialidad. Petrificar a quien mira. A Leonardo no le bastaba con hacer un buen retrato, quería hacer el mejor. La del Prado es una idea más primitiva y abierta: entramos en el cuadro desde arriba, a la altura de los ojos, con más margen de escapatoria. En ese momento, con las dos Giocondas en mente, al responsable de restauración se pregunta: ¿cómo es posible que al alumno le den la mejor tabla, nogal y una sola pieza, con unos materiales exquisitos, y que pinte algo peor que su maestro? «Es como si para ganar la carrera le dieran el mejor coche a un principiante en vez de a Alonso.» Más preguntas sin respuesta: ¿cómo es posible que el maestro se sirva del discípulo y haga una variación a partir de esa y por qué el discípulo copia al maestro para empeorarlo?

Y la madre de todas las cuestiones: ¿cómo es posible que la misma persona que ha pintado esas manos tan delicadas haya hecho esos churritos tan tiesos en la línea del escote? No concibe que haya unas diferencias de calidad tan asombrosas en algunas partes del retrato del Prado. Para Quintana, Leonardo metió mano en el retrato del Prado. Las luces, la perspectiva, el velo, las columnas, son recursos más infelices en una obra que está llamada a iluminar los procesos creativos de Leonardo. Era la obra destinada a dar respuesta al encargo de Francesco del Giocondo.

En París vive un genérico del ser humano, una proyección ideal de Leonardo, es decir, su autorretrato interior. «No es real, sea hombre o mujer.» Un retrato inquietante. Si Quintana se cruzase con la Gioconda por la calle, nunca sería con la del Louvre, porque no existe. Además, estaría muy borrosa a causa de sus barnices resecos. Pero el técnico intuye las intenciones del museo francés: van a ir poco a poco, acercándose a la roña de la dama, después de haber pasado por la de Santa Ana, la Virgen y el Niño. Será una política de desgaste de la opinión pública; como la gota molesta que no cesa de caer, el programa continuará con la limpieza de San Juan Bautista, La Virgen de las Rocas hasta llegar a ella. Todos por obra y mano de Cinzia Pasquali. ¿A quién le gusta mirar la naturaleza a través de un cristal sucio? Hasta que la restauradora italiana llegue a mirar cara a cara a La Gioconda, pasarán varios años en los que la del Prado seguirá felizmente dialogando con la gente que se acerque a observarla en la galería que comparte con las piezas maestras de Rafael. El cuadro hablará y no dejará de hacerlo, porque es una pintura con mucho recorrido que ha sido liberada, y con ella la dignidad de una profesión que no quiere ser confundida con la artesanía.

A Enrique Quintana todavía le quedaba una metáfora antes de despedirse. Mueve las manos en el aire y dibuja puntos, comas, puntos suspensivos, dos puntos, puntos y comas... «Los matices de la novela.» La restauración libera esos matices que también tiene la pintura. Viva la libertad.