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En esa madrugada de octubre el llanto del bebé se mezclaba con el ruido del viento fresco circulando entre los árboles, el canto de los pájaros y la despedida de los insectos de la noche. Salía flotando de la espesura del monte, pero se apagaba a unos cuantos metros de su origen, como impedido por una brujería a salir en busca de cualquier oído humano.
Se comentaría por años cómo don Teodosio, rumbo a su trabajo en una hacienda vecina, seguramente debió pasar al lado del pobre bebé abandonado sin haber oído ni pío, y cómo Lupita, la lavandera de los Morales, cruzó el puente que la llevaría a La Petaca en busca de una poción de amor sin haber notado algo extraño: y si yo lo hubiera oído, lo habría levantado siquiera, porque por más horrible, no sé quién pudo haber abandonado a un bebé recién nacido así nomás, a morir solito, diría por la tarde a quien la quisiera escuchar.
Ése era el misterio. ¿Quién de los alrededores había mostrado un embarazo indiscreto recientemente? ¿A quién pertenecía ese bebé desafortunado? En el pueblo las noticias de indiscreciones de ese tipo se esparcían más rápido que el sarampión, así que de saberlo uno, lo sabrían todos.
Sin embargo, en este caso nadie sabía nada.
Había teorías de todo tipo, pero la que más seducía la imaginación colectiva era la de que el bebé pertenecía a alguna de las brujas de La Petaca, que como todos sabían eran libres con sus favores de la carne y que, al resultarle un crío tan deforme y extraño —castigo del Altísimo o del diablo, ¿quién sabe?—, lo había ido a tirar bajo el puente para abandonarlo a la buena de Dios.
Nadie supo cuántas horas estuvo así aquel bebé, abandonado bajo el puente, desnudo y hambriento. Nadie se explicaba cómo sobrevivió a la intemperie sin desangrarse por el cordón umbilical sin anudar o sin ser devorado por ratas, aves de rapiña, osos o pumas que abundaban en esos cerros.
Y todos se preguntaban cómo la vieja nana Reja lo encontró cubierto por un manto vivo de abejas.
Reja había escogido pasar su tiempo eterno en el mismo lugar, afuera de uno de los cobertizos que se usaban como bodega en la hacienda La Amistad, el cual era de construcción sencilla y sin ventanas, idéntico a varios otros de servicio erigidos a espaldas de la casa principal para no ser vistos por el visitante social. Lo único que distinguía a este cobertizo de los otros era su techo volado, que le permitía a la vieja permanecer a la intemperie ya fuera en invierno o en verano. Que lo tuviera no era más que una buena casualidad. Reja no había elegido ese lugar para protegerse de los elementos sino por la vista que desde ahí apreciaba y por el viento que, atravesando entre el laberinto de montes, descendía hasta ella, para ella.
Habían transcurrido muchos años desde que la vieja escogió su puesto, por lo que además de Reja ya no quedaba entre los vivos ningún testigo del día en que su mecedora llegó hasta ahí o que recordara el momento en que la nana la había ocupado para siempre.
Ahora casi todos creían que ella nunca se levantaba de ese lugar y suponían que era porque a su edad, que nadie era capaz de precisar, sus huesos ya no la sostendrían y sus músculos ya no le responderían. Porque al salir el sol la veían sentada ya, meciéndose con suavidad, impulsada más por el viento que por sus pies. Después, por la noche, nadie notaba su desaparición, porque ya todos estaban ocupados con su descanso.
Tantos años en la mecedora propiciaron que la gente del pueblo se olvidara de su historia y de su humanidad: se había convertido en parte del paisaje y echado raíces en la tierra sobre la que se mecía. Su carne se había transformado en madera y su piel en una dura, oscura y surcada corteza.
Al pasar frente a ella nadie le ofrecía un saludo, como tampoco se saludaría a un viejo y moribundo árbol. Algunos niños la miraban de lejos cuando hacían el corto viaje desde el pueblo buscando a la leyenda, pero de vez en cuando alguno tenía las agallas de acercarse de más para cerciorarse de que en verdad se trataba de una mujer viva y no de una labrada en madera. Pronto se daban cuenta de que en esa corteza había vida cuando, sin necesidad de abrir los ojos siquiera, propinaba al atrevido aventurero un buen golpe con su bastón.
Reja no consentía ser la curiosidad de nadie; prefería fingir que era de palo. Prefería que la ignoraran. Sentía que a sus años, con las cosas que sus ojos habían visto, sus oídos escuchado, su boca hablado, su piel sentido y su corazón sufrido, había tenido suficiente para hastiar a cualquiera. No se explicaba por qué seguía viva ni qué esperaba para irse, si ya no le servía a nadie, si su cuerpo se le había secado, y por lo tanto prefería no ver ni ser vista, no oír, no hablar y sentir lo menos posible.
Aunque ese aspecto de sus sentidos aún no lo dominaba del todo.
Existían ciertas personas que Reja toleraba a su alrededor; entre ellas la otra nana, Pola, que de igual manera había visto pasar sus mejores días hacía mucho. Toleraba también al niño Francisco porque algún día, cuando aún se permitía sentir, lo había querido con intensidad, pero apenas soportaba a su esposa Beatriz o a sus hijas. A la primera porque no tenía ganas de dejar que alguien nuevo entrara a su vida, y a las segundas porque le parecían insoportables.
No había nada que necesitaran de ella y nada que ella quisiera ofrecerles, porque la vejez la había eximido poco a poco de sus tareas como sirvienta. Llevaba años de no participar en el mantenimiento de la casa, y así se fue convirtiendo en parte de su mecedora. Tanto así, que poco se notaba ya dónde terminaba la madera de una y empezaba la de la otra.
Antes del amanecer caminaba desde su cuarto hacia el cobertizo, donde la esperaba su silla móvil bajo el techo volado, y cerraba los ojos para no ver y los oídos para no oír. Pola le llevaba el desayuno, la comida y la cena, que casi no probaba porque su cuerpo ya no necesitaba demasiado alimento. Se levantaba mucho más tarde, sólo cuando detrás de sus párpados cerrados las luces de las luciérnagas le recordaban la noche, y cuando en su cadera empezaba a sentir los empujones y los pellizcos que le daba su mecedora de madera, la cual se cansaba mucho antes que ella de tan constante cercanía.
A veces abría los ojos en el camino de regreso a su cama. No necesitaba abrirlos para ver. Luego se acostaba en fondo sobre las cobijas, sin sentir frío, porque su piel ya ni eso dejaba pasar. Pero no dormía. La necesidad de sueño era algo que su cuerpo había dejado atrás. Si era porque había dormido cuanto debe dormir un ser a lo largo de una vida o porque se negaba a dormir para no caer en el gran sueño, ella no lo sabía. Tenía mucho de no pensar en eso. Tras unas horas en la suavidad de la cama, empezaba a sentir los empujones y los pellizcos que ésta le daba para recordarle que era hora de ir a visitar a su amiga fiel, la mecedora.
Nana Reja no sabía con precisión cuántos años llevaba en esa vida. No sabía cómo había nacido ni su nombre completo —si acaso alguna vez alguien se había tomado la molestia de darle alguno—. Aunque se suponía que debió tenerla, no recordaba su infancia ni a sus padres —si alguna vez los tuvo—, y si alguien le hubiera dicho que nació de la tierra como un nogal, lo habría creído. Tampoco se acordaba de la cara del hombre que le hizo aquel crío, pero sí recordaba haberle visto la espalda mientras se alejaba para dejarla en una choza de palos y lodo, abandonada a su suerte en un mundo desconocido.
Como sea, no olvidaba los movimientos fuertes en la barriga, las punzadas en los pechos y el líquido amarillento y dulzón que brotaba de ellos aun antes de que le naciera el único hijo que tendría. No sabía si recordaba la cara de ese niño, porque quizá su imaginación le gastaba algunas bromas al juntar los rasgos de todos los bebés, blancos o prietos, a los que amamantó en la juventud.
Recordaba con claridad el día en que entró por primera vez a Linares, medio muerta de hambre y de frío, y sentía aún a su bebé en brazos, acurrucado con fuerza contra su pecho para protegerlo del aire helado de ese enero. Nunca había bajado de la sierra, por lo que era natural que nunca hubiera visto tantas casas juntas ni caminado por una calle o atravesado una plaza; tampoco se había sentado jamás en una banca pública, y eso fue lo que hizo cuando la debilidad le aflojó las rodillas.
Sabía que debía pedir ayuda aunque no supiera cómo, aunque por sí misma no lo hiciera. Pediría ayuda por el bebé que traía en brazos porque llevaba dos días sin querer mamar ni llorar.
Nada más eso la impulsó a bajar a este pueblo que a veces contemplaba a lo lejos, desde su choza en la sierra.
Jamás había sentido tanto frío, de eso estaba segura. Y quizá los pobladores del lugar también lo percibían, porque no veía a nadie caminando por ahí, enfrentándose al aire helado como ella. Todas las casas le parecían inaccesibles. Las ventanas y las puertas tenían barrotes, y detrás de éstos, postigos cerrados. Así que siguió sentada en esa banca de la plaza, indecisa, cada vez más helada y temerosa por su bebé.
Ignoraba cuánto tiempo había permanecido así, y quizá ahí habría seguido, convertida en estatua de la plaza, de no haber sido porque el médico del pueblo, que era un buen hombre, se alarmó al ver a una mujer tan desgarrada.
El doctor Doria salió de su casa bajo esas condiciones porque la señora Morales moriría pronto. Hacía dos días que la mujer había dado a luz a su primer bebé, atendida por una comadrona. Ahora el marido lo había mandado llamar en la madrugada, alarmado por la fiebre de su esposa. Hubo que convencerla para que dijera dónde sentía el malestar: los pechos. La infección se manifestó con un fuerte dolor al amamantar.
Mastitis.
—¿Por qué no me lo dijo antes, señora?
—Porque me dio vergüenza, doctor.
Ahora la afección estaba muy avanzada. El bebé no dejaba de llorar porque llevaba más de doce horas sin alimento, pues su madre no soportaba darle pecho. Él nunca había visto ni sabido que mujer alguna muriera de mastitis y estaba claro que la señora Morales se moría. La piel cenicienta y ese brillo enfermizo en los ojos le indicaban al doctor que la nueva madre pronto entregaría el alma. Consternado, sacó al señor Morales al pasillo.
—Necesita dejarme examinar a su señora.
—No, doctor. Dele una medicina nada más.
—¿Cuál medicina? La señora está muriendo, señor Morales, y tiene que dejarme averiguar de qué.
—Será de la leche.
—Será de otra cosa.
Era necesario convencerlo: prometerle tocar, pero no ver; o ver, pero no tocar. Al final el marido accedió y convenció a la moribunda de dejarse palpar los pechos, y peor: dejarse ver o tocar el vientre bajo y la entrepierna. No hubo necesidad de tocar nada: el intenso dolor en la pelvis y los loquios purulentos que brotaban del cuerpo enfermo auguraban el deceso.
Algún día se descubrirían las causas de la muerte de parto y la manera de prevenirla, aunque para la señora Morales ese día llegaría demasiado tarde.
No había nada que hacer: sólo mantener a la enferma lo más cómoda posible hasta cuando Dios dijera basta.
Para salvar al bebé, el médico mandó al mozo de los Morales a buscar una cabra lechera. Mientras tanto, el doctor Doria intentó alimentarlo con una mamila improvisada llena de un suero hecho de agua y azúcar. El recién nacido no toleró la leche de cabra, por lo que de seguro moriría en una agonía lenta y terrible.
Doria seguía preocupado durante el camino a su casa. Se había despedido del esposo y padre tras decirle que él no podía hacer más.
—Sea fuerte, señor Morales. Dios sabe por qué hace las cosas.
—Gracias, doctor.
Entonces vio a la mujer de hielo negro mientras caminaba de regreso a su casa, lo cual en sí le pareció al doctor Doria un pequeño milagro, porque estaba exhausto y porque el frío lo hacía caminar cabizbajo. La vio en la plaza, sentada justo en la placa de bronce que anunciaba que esa banca había sido donada al pueblo por la familia Morales. La compasión atravesó su cansancio lo suficiente para animarlo a acercarse y preguntarle ¿qué hace aquí? ¿Necesita ayuda?
El hombre hablaba demasiado rápido para que Reja lo entendiera, pero comprendió la mirada de esos ojos y confió lo suficiente para seguirlo hasta su casa. Ya en el calor del interior, Reja se animó a descubrir un poco la cara del bebé. Estaba azul e inerte. No logró suprimir un gemido. El hombre, como doctor del pueblo, hizo cuanto pudo para revivirlo. De haber podido hablar, pese a lo entumida que estaba por el frío, Reja le habría dicho pa’ qué le hace. Pero sólo era capaz de gemir y gemir más, asediada por la imagen de su hijo azul.
No supo cuándo la desvistió el doctor ni se detuvo a pensar que era ésa la primera vez que un hombre lo hacía sin echársele encima. Como muñeca de trapo se dejó tocar y revisar; sólo reaccionaba cuando el médico le rozaba los pechos calientes, enormes, tiesos y dolorosos por la leche acumulada. Luego se dejó vestir con ropas más gruesas y limpias sin siquiera preguntarse a quién pertenecían.
Cuando el doctor la sacó a la calle, pensó que al menos ya no sentiría tanto frío una vez que la dejara de nuevo en la misma banca, y se sorprendió cuando pasaron de largo la plaza por un camino que los condujo hasta la puerta de la casa más imponente de todas.
Por dentro el inmueble era oscuro. Igual a como ella se sentía. Reja nunca había visto a gente tan blanca como la que la recibió, aunque algo tenía ella en la mirada que la ensombrecía: una tristeza. La sentaron en la cocina, donde mantuvo la mirada baja. No quería ver caras ni miradas. Quería estar a solas, de nuevo en su choza de palos y lodo, pese a que muriera de frío, sola con su tristeza, porque no soportaba la de otros.
Oyó el llanto de un recién nacido, primero con sus pezones de madre nueva y luego con los oídos. De esa manera reaccionaba su cuerpo cada vez que su crío lloraba de hambre, aunque no estuviera cerca para oírlo. Sin embargo, su bebé ya estaba azul, ¿no? ¿O acaso el médico lo habría salvado?
Los pechos le punzaban cada vez más. Necesitaba alivio. Necesitaba al bebé.
—Me manca mi niño —dijo quedo y nadie de los que se encontraban con ella en la cocina pareció oírla, así que se atrevió a repetir más alto—: Me manca mi niño.
—¿Qué está diciendo?
—Que le manca su niño.
—¿Qué es eso de que le manca?
—Que le hace falta su hijo —el doctor llegó con un bulto en brazos y se lo pasó—. Está muy débil. Quizá no pueda comer bien.
—¿Es mi crío?
—No, pero igual la necesita.
Se necesitaban mutuamente.
Se abrió la blusa, le ofreció el pecho y el niño dejó de llorar. En el alivio que sentía al vaciar sus senos poco a poco, Reja observó al bebé: no era su niño. Lo supo de inmediato, porque los ruidos que producía al llorar, al mamar o al suspirar mientras lo hacía eran diferentes. También olía distinto. Para Reja el resultado era igual de atrayente: deseaba bajar su rostro para olfatearlo profundamente en el hueco del cuello, aunque pensó que tal vez no se lo permitirían, ya que por encima de otros, el mayor indicador de que sostenía en brazos a un bebé ajeno era el color. Si el suyo había pasado de un tono oscuro a uno azul profundo, éste se tornaba en forma paulatina desde un color rojo vivo hasta el blanco.
Todos la observaban en silencio. El único ruido en la cocina era el que hacía el bebé al succionar y tragar.
Alberto Morales se había quedado dormido, velando a su esposa en agonía. Tras varios días de gemidos de su mujer y del llanto incesante del recién nacido, se había hecho a la idea de que mientras hicieran ruido era un indicador de que seguían con vida. Por eso lo despertó aquel silencio ensordecedor: ni su esposa se quejaba ni el niño lloraba. Angustiado y sin atreverse a tocar a su mujer, corrió en busca de su hijo.
En la cocina encontró a la servidumbre y al doctor Doria alrededor del que supuso era el cadáver de su hijo. Al notar su presencia, todos se hicieron a un lado para permitirle el paso.
Miró a su bebé mamando del pecho más oscuro que hubiera visto.
—Encontramos una nodriza para su hijo.
—Está muy negra.
—Pero la leche es blanca, como debe ser.
—Sí. ¿Estará bien el niño?
—El niño estará bien. Sólo tenía hambre. Mírelo ahora.
—Doctor, mi mujer no hacía ruido cuando desperté —dijo Morales.
Ése había sido el final de la señora Morales.
Reja se mantuvo ajena al proceso del duelo, el velorio, el entierro y los llantos. Para ella era como si la señora jamás hubiera existido, y a veces, en los momentos que el niño le daba tiempo, cuando ella se permitía escuchar el llamado silencioso de los cerros, llegaba a creer que ese bebé que no había salido de su cuerpo había brotado de la tierra. Como ella, que no poseía más recuerdo que los montes.
Algo más fuerte que el instinto materno se apoderó de ella, y durante los siguientes años lo único que existió en el mundo de Reja fue el bebé. Imaginaba que lo mantenía vivo para la tierra, madre imposibilitada, así que nunca se le ocurrió dejar de ofrecerle el pecho tras el primer diente ni con la dentadura completa. Simplemente le decía: no muerda, niño. Su leche era alimento, consuelo, arrullo. Si el niño lloraba: al pecho; si el niño estaba enojado, ruidoso, chípil, triste, muino, mocoso o insomne: al pecho.
Seis años del pecho de nana Reja gozó el niño Guillermo Morales. A nadie se le había quitado de la cabeza la idea de que el pobre niño había estado a punto de morir de hambre, por lo que nadie se atrevía a negarle nada. Pero un día las tías Benítez llegaron a visitar al pobre viudo, que, escandalizadas al ver a un niño casi en edad escolar prendido del negro pecho de la sirvienta, exigieron al señor Morales el destete del huerco.
—Ni que se fuera a morir de hambre, hombre —dijo una.
—Es un escándalo, una peladez, Alberto —dijo la otra.
Al final de su visita, como favor al confundido padre, el par de solteronas se llevó a Guillermo una temporada a Monterrey, pues se dieron cuenta de que no existía otro modo de que el niño entendiera razones o conciliara el sueño, pues nunca lo había hecho lejos del pecho de su nana Reja.
A Reja la dejaron con los brazos vacíos, y tan rebosante que por donde pasaba dejaba un reguero de leche.
—¿Qué vamos a hacer, Reja? —le preguntaban las otras sirvientes, hartas de ir tras ella limpiando el goterío que dejaba al caminar.
Ella no sabía qué contestar. Sólo sabía que le mancaba su niño.
—Ay, Reja: si va a estar así, mejor no la desperdicie.
Y de ese modo le trajeron bebés malnutridos o huérfanos para amamantar y botellas de vidrio para llenar, porque entre más amamantaba, más leche tenía para regalar. Luego el viudo Morales se casó en segundas nupcias con María, la hermana menor de su difunta esposa, y juntos le dieron a nana Reja veintidós críos más que alimentar.
En los años siguientes a Reja nunca se le vería sin un niño en pecho, aunque recordaba con especial cariño a Guillermo Morales: el primer niño del que fue nodriza, el que la salvó de la soledad absoluta, el que la encaminó en un propósito que la mantendría satisfecha por años.
Por supuesto, Guillermo regresó aún niño. Se hizo hombre y formó su propia familia. Al heredar la hacienda tras la muerte de su padre —víctima de nada, sino del paso de los años—, heredó también a su nana Reja, que todavía se encargó de amamantar a sus hijos cuando llegaron.
Extraño caso el de un padre que se había alimentado del mismo pecho que sus hijos. Sin embargo, al plantear una alternativa —buscar a otra nodriza y darle descanso a Reja—, su mujer se había negado con firmeza: ¿qué mejor leche que la de la nana? Ninguna. Entonces Guillermo había desistido, aunque evitara pensar mucho en el caso, aunque tratara de fingir que no recordaba su prolongado turno al pecho.
Cansado de vivir en el bullicio del centro de Linares, Guillermo había tomado la decisión extravagante de abandonar la casona familiar en la plaza para irse a vivir a la hacienda La Amistad, la cual se situaba a un kilómetro de la plaza principal y de la zona edificada del pueblo. Allí había envejecido Reja, y también él, cuya nana lo vio morir de un contagio. Y como antes, al heredar la hacienda a Francisco, el único hijo sobreviviente de una epidemia de disentería y de otra de fiebre amarilla, también le heredó a la vieja nana Reja, junto con su mecedora.
Ya no amamantó a las hijas de Francisco y de su esposa, Beatriz. El tiempo se había encargado de secar a Reja, que ya ni se acordaba cuántos niños de los alrededores habían vivido gracias a su abundancia. Ni siquiera recordaba la última gota blanca que había brotado al exprimir sus pechos ni la sensación de éstos al comprimirse aun antes de oír el llanto de un bebé hambriento.
Esa mañana de octubre de 1910 los habitantes de la hacienda amanecieron, como todos los días del año, dispuestos a emprender su rutina.
Pola abrió los ojos sin siquiera voltear a ver la cama de su compañera de cuarto. Tras décadas de dormir a un lado, ella sabía que nana Reja iba y venía en silencio sin avisarle a nadie. Ésa era su rutina. Ya los ruidos de la hacienda comenzaban: los peones llegaban por sus herramientas para irse a los campos de caña de azúcar y la servidumbre de la casa se disponía a desterrar el sueño. Se aseó y se vistió. Había que ir a la cocina para tomar café antes de salir al pueblo a comprar el pan recién horneado de la panadería de la plaza. Después de terminar su café con leche, tomó el dinero que siempre dejaba la señora Beatriz en una caja de hojalata en la cocina.
Prometía ser un día soleado, aunque necesitaba su rebozo porque a esas horas, en esa época del año, perduraba el aire frío de la noche. Caminó por el sendero más corto, como hacía todos los días para salir de la hacienda rumbo al pueblo.
—¿Ya se va, doña Pola? —le preguntó Martín, el jardinero, como también hacía todos los días.
—Sí, Martín. No me tardo.
A Pola le gustaba esa rutina. Le agradaba ir por el pan todos los días. De esa manera se enteraba de las novedades de Linares y veía de lejos a aquel muchacho, convertido ya en abuelo, que tanto le gustaba cuando era joven. Caminaba al ritmo de los crujidos constantes de la mecedora de Reja. Disfrutaba andar por el camino flanqueado por enormes árboles que conectaba la hacienda con el centro del pueblo.
Cuando todavía hablaba, nana Reja le contó cómo el viudo Alberto Morales los había plantado cuando apenas eran unas ramas.
Al regresar le llevaría el desayuno a Reja, como de costumbre.
Nana Pola se detuvo de repente, tratando de hacer memoria. ¿Y Reja? Como todos los días, Pola había pasado frente a la mecedora negra. Muchos años atrás había desistido de entablar conversaciones con la vieja, pero le consolaba pensar que, así como esos antiguos árboles, nana Reja permanecía, y que acaso permanecería para siempre.
¿Y hoy? ¿La vi al pasar? Se dio la media vuelta.
—¿Qué se le olvidó, doña Pola?
—¿Vio a nana Reja, Martín?
—Pos claro, en su mecedora.
—¿Seguro?
—¿Pos dónde más podría estar? —dijo Martín, siguiendo los pasos apresurados de nana Pola.
Al llegar a la mecedora vieron que nana Reja no estaba, a pesar de que aquélla se mecía. Alarmados, regresaron al cuarto que compartían las nanas.
Tampoco la encontraron allí.
—Martín: corra a preguntarle a los trabajadores que si vieron a nana Reja. Búsquela en el camino. Yo le aviso a la señora Beatriz.
La rutina de Beatriz no consistía en despertar tan temprano. Comenzaba con la certeza de que todo lo necesario para empezar el día estaba listo: el pan y el café en la mesa, los jardines regándose y la ropa limpia planchándose. Le gustaba iniciar sus días oyendo a su marido en sus abluciones, entre sueños y a lo lejos, y luego espabilarse, todavía envuelta entre sus sábanas, rezando un rosario en paz.
Pero, ese día, en casa de los Morales Cortés no hubo abluciones, rosario ni paz.