Las imágenes, sobre todo las imágenes, plasmaban a la perfección el tópico: hablaban por sí solas. Porque fue una penetración en toda regla, una ruptura de cierta «virginidad». La policía, nuestra policía, ataviada con esa boina ladeada que le confiere un aspecto rural y a la que sólo le falta el rebaño y el perro, fue la encargada —precisamente ella, nuestra tan anhelada policía autonómica— de penetrar y romper el himen de la virginidad catalana.
Aquello era distinto a todo lo que había visto hasta entonces. O quizá sólo fueran figuraciones mías. Pero lo cierto era que esta vez la música sonaba diferente a lo que se había escuchado hasta entonces en Cataluña.
El mal llamado oasis catalán* ya había adquirido en ocasiones anteriores el aspecto parduzco de una ciénaga. Desde Banca Catalana hasta Javier de la Rosa, un «empresario catalán ejemplar», según el presidente de la Generalitat, Jordi Pujol. Desde el caso Casinos hasta el juez Estivill, el Juez de la Horca, y su compinche el abogado Piqué Vidal, pasando por el conseller Planasdemunt. O la nada velada amenaza de denunciar el 3 por ciento de comisiones pronunciada en la sede parlamentaria por otro presidente de la Generalitat, Pasqual Maragall, a raíz del hundimiento del Carmelo. Desde la trama de los inspectores de Hacienda hasta los informes encargados por distintos gobiernos sobre periodistas y medios de comunicación. Más tarde llegaría el caso Pretoria, una trama de supuesta corrupción transversal que ponía de manifiesto la sociovergencia. Eran hitos que jalonaban la historia reciente del país, pero todo ello sucedía extramuros, mientras la mirada de los ciudadanos se detenía con curiosa parsimonia en lo que acaecía en Marbella, Valencia, Palma de Mallorca o Madrid. Lugares ciertamente estrambóticos, lejanos, casi exóticos para los catalanes, un geografía del desamor. Pero luego las aguas encrespadas volvían al habitual tedio catalán, tan nuestro, tan querido. Ese aburrimiento pegajoso, asfixiante.
Pujol era capaz de chulearnos, con el beneplácito unánime, y jalearnos, afirmando nada más y nada menos que «si entramos aquí nos haremos mucho daño, porque tendré una respuesta fácil. Yo también le podría decir: “estos dieron tanto a tanto”»; después de esta amenaza el ex presidente aseguró que «todos desprenderemos un poco de hedor»; y añadió: «No entraremos, pero, ¡eh!, si hace falta entrar, entraremos; aunque me parece que no debo entrar», sentenció amenazante con el sonsonete del chantajista que juega con ventaja; sin embargo, nadie le sugirió que se fuera al juzgado de guardia a denunciarlo. Luego, claro está, dijo que sus palabras habían sido malinterpretadas ¡Faltaría más!
Esta vez la escena era distinta. Nos resultaba familiar, demasiado próxima. Uno de los espejos, en el que todos nos mirábamos y reconocíamos —e incluso nos admirábamos— como miembros de una supuesta comunidad nacional, la catalana, se había hecho literalmente añicos, y ahora sólo quedaba la misión de recoger pacientemente los pedazos rotos y tratar de recomponer la realidad. Esta vez se había tocado el hueso; no se trataba sólo de una memorable institución, en la cual se buscaban —en principio— unos dos millones de euros extraviados, sino de uno de los pilares simbólicos —como Montserrat, el Barça, La Caixa o La Vanguardia— del imaginario catalán. Una de las patas sobre las que se asentaba el país. No sólo eso, pero también y sobre todo se trataba de eso. La vajilla, que estaba tan bien dispuesta, había sido víctima de una espectacular trencadissa («estropicio»).
El establishment catalán estaba en peligro; el difícil equilibrio social construido con tanto esmero —casi con la minuciosidad de la microcirugía aplicada a una preciada joya con un difícil engarce— desde la llegada de la democracia corría serio peligro. La élite catalana, la misma que había delegado en una clase política tirando a liliputiense, había colgado el cartel de «No molesten». Pero ahora se encontraba en una verdadera quiebra moral, porque esta vez era uno de los suyos. La otra, la ruina económica, hacía mucho tiempo que ya la había cercenado, pero aún le quedaba su valor simbólico, emblemático, llamémosle su poder de representación. Un valor nada desdeñable para continuar ejerciendo su función de liderazgo. Se debía saber, todos debíamos saber, quién mandaba de verdad en Cataluña y no en las intrigas de un Parlament de la señorita Pepis.
Nos quedamos todos con el corazón herido, como cuando se incendió el Liceo y se nos quemó algo muy adentro. Ahora también. Quizá por ello la primera reacción fue la de incredulidad. «El Orfeó Català ha difundido un breve comunicado en el que manifiesta su confianza en la justicia y pide un trato respetuoso de la noticia “ante el carácter preliminar” de las actuaciones», publicaban los periódicos aquel día. Estábamos bajo un estado de shock emocional.
Quizá también por ello el señor Fèlix Millet, y su segundo de a bordo, el señor Montull, contra quienes se había presentado una querella por apropiación indebida y falsedad documental, no daban crédito a lo sucedido, y el primero abandonó el establecimiento por la puerta de atrás tapándose la cara con un paraguas, como los participantes de los hechos del 6 de octubre de 1934, cuando el gobierno catalán se levantó en armas contra el gobierno legítimo de la II República, que dejaron el palacio de la Generalitat a través de las cloacas con la bandera estelada a cuestas.
Todo muy patriótico, pero la grandeza se deslizó por el sumidero de la foto. Eran como los mafiosos italianos pillados comiendo pan y queso. Demasiado real para no ser cierto. Aunque Susan Sontag ya estableció que «una fotografía no es solamente una imagen (como lo es un cuadro), una interpretación de lo real; también es un rastro, algo surgido directamente de lo real, como una pisada o una máscara mortuoria».1
En el mejor de los casos, los periodistas suelen narrar los hechos que consideran supuestas noticias. Pocas veces, por no decir casi ninguna, se detienen en tratar de explicarlos, en preguntarse el porqué, y no sólo el cómo y el cuándo; las razones. Este libro pretende precisamente eso: explicar por qué un conocido prohombre catalán —Fèlix Millet i Tusell—, un destacado miembro de la élite barcelonesa, y por ende catalana, hizo lo que hizo… y delante de todos, que miraban hacia otro lado. Igual, igualito que los vecinos de los campos de concentración nazis que no vieron nada, no oyeron nada y a los que por lo visto no les afectaba el penetrante olor a carne humana quemada.
Un superviviente, de regreso a Austria, narraba cómo los estadounidenses colocaban tablones con fotos:
Se veían los cuerpos descarnados, marcados por la muerte, detrás de las alambradas, y cadáveres desnudos por todas partes; […] abundaban los comentarios despectivos y hasta las muestras de indignación sobre lo que había que ver. «¡Eso no es verdad!», decía la gente. Observé a unas muchachas que se enfadaban por las imágenes: «¡Una pérfida mentira! ¡Todo propaganda de los yanquis o los rusos! ¡Quién sabe dónde habrán tomados esas fotos!».2
Aquel día se escribió lo que bien podría ser un epitafio: «El Palau, sin duda, está bajo sospecha».3 Con él, lo estaba toda Cataluña.
¿Qué había sucedido? Tardé mucho en encontrar una respuesta plausible, pero la hallé. No era lo que nos querían hacer creer, focalizando el tema en un supuesto «caso Palau» o «caso Millet», dejando el resto protegido por una infranqueable oscuridad, una muralla de silencios cómplices, de sobreentendidos. Demasiado estereotipado y, por ende, demasiado fácil y chabacano para ser cierto.
La respuesta se hallaba en un latinismo: momentum. Pero ¿qué demonios es un momentum?
En física, la palabra de origen latino momentum designa la velocidad adquirida por una masa en movimiento. En algunas lenguas se ha convertido en una metáfora para indicar un arranque, una aceleración. En dialéctica —momentum es un concepto ampliamente empleado por Hegel—, marca un umbral, una condensación de elementos formados con anterioridad cuyo peso acumulativo da un arranque cualitativamente nuevo, abriendo una situación inédita.4
Lo sucedido era fruto de la Historia. La Historia nunca se repite, aunque a veces no lo parezca.
Por ejemplo, en 1897 se produjo una denuncia anónima por supuesto fraude a Hacienda motivada por el impago de la correspondiente contribución de la enseñanza de canto, hecho que perjudicaba a los profesores y centros que debían satisfacerla.5 El Orfeó se plantó en sus trece y se negó a pagar dicha contribución, lo que hizo que se embargara la senyera de la entidad. El hecho fue considerado como «el símbolo de la persecución contra Cataluña por parte del centralismo español. El embargo de la senyera fue la chispa que prendió la hoguera. La senyera liberada de las manos del fisco se convirtió en el emblema de la la patria liberada» (junta general del Orfeó Català, 20 de enero de 1901). El asunto se saldó con el pago del impuesto (1.000 pesetas) por parte de un donante anónimo, según diversas fuentes.6
Un año después, el maestro Millet, el tío abuelo de nuestro Millet, también fue objeto de una polémica cuando los señores Ramon Guitart y Josep Cerdà denunciaron a la entidad por saltarse los estatutos.
Todos aquellos que se hicieron socios del Orfeó Català pensando de buena fe que el objetivo de esa institución era difundir las canciones de nuestra tierra haciéndolas agradables por la belleza que contienen desde el punto de vista estético y patriótico, se equivocaron por completo. Allí sólo existe el objetivo único y exclusivo del provecho personal, del medro raquítico, la peseta. O si no, ¿creen que el señor Millet, que como músico es bien poca cosa, sin el escabel del Orfeó habría pescado la plaza de profesor de la Escuela Municipal de Música que, si bien es cierto que la paga no es mucha, unida a los regalos que los alumnos le hacen «espontáneamente», no es despreciable?7
La Historia no había cometido el delito, pero la historia, que había permitido con sus contradicciones insuperables que se cometieran delitos, resultaba ser pues un colaborador necesario.
Una entidad presuntamente popular que reside en un palacio burgués, enclavado en un antiguo y degradado barrio fabril. Un coro que musicalmente no era modernista pero que vive en una joya modernista. Una entidad dirigida durante más de cien años por una misma familia, los Millet, representantes de la élite barcelonesa siguiendo las pautas de la empresa familiar. La sede de un orfeón que se convierte en sala de conciertos de la ciudad, a pesar de sus evidentes limitaciones, con las entradas más caras de Europa. Una entidad privada que sin embargo realiza una función pública. Una asociación endogámica en ocasiones con ribetes de impenetrable secta. Un catalanismo capaz de albergar en la sala de juntas las reliquias de unos supuestos cabellos del rey Jaime I el Conquistador.8
Un avispado Millet que les ha dado a todos aquello que le solicitaban. A la élite, que ya no pinta nada, un salón para recibir y figurar. A los nacionalistas, la única institución, la única, que ha perdurado desde que el catalanismo la creó en el siglo XIX hasta llegar al siglo XXI con proyección internacional. A los socialistas, una atracción de feria para el parque temático en que han convertido esa Barcelona sólo para turistas; y a los del Partido Popular, poner pie y medio en Cataluña a través de una de sus instituciones más emblemáticas. Todos contentos, y encima les salía baratísimo.
Perduraba el modelo de gestión de Barcelona 92, la mezcla de capital público con gestión privada, como todavía prevalece en otras muchas instituciones culturales barcelonesas. Era, y es, juntar gasolina con fuego.
El resto son migajas de la crónica de sucesos para gacetilleros que merodean por los aledaños de los palacios de justicia, implorando la exclusiva para la edición del día siguiente.
¡Música celestial, maestro!