Piacer e popone
Vuol la sua stagione23
Refrán italiano
Como podía esperarse, el señor Casaubon pasó buena parte de su tiempo en Tipton Grange durante aquellas semanas, y los retrasos que cortejar a su prometida ocasionaban a la marcha de su gran obra –la Llave de todas las mitologías– le hacían lógicamente desear con mayor intensidad la feliz conclusión de aquel período. Pero, de todas formas, aceptó con gusto tales retrasos, convencido de que había llegado el momento de adornar su vida con los placeres de la compañía femenina, e iluminar así, gracias al despliegue de la fantasía del sexo débil, la tristeza que la fatiga podía producirle en los intervalos de descanso entre jornadas de trabajo erudito, asegurándose con ello, en la plena madurez, el solaz de las atenciones femeninas para los últimos años de su vida. De aquí que decidiera abandonarse a la corriente del sentimiento, sorprendiéndose quizá al descubrir que se trataba de un arroyuelo muy poco profundo. De la misma manera que en regiones áridas el bautismo por inmersión sólo se lleva a cabo simbólicamente, el señor Casaubon descubrió que unas cuantas salpicaduras eran lo más parecido a una zambullida que su propio cauce estaba en condiciones de proporcionarle; y llegó a la conclusión de que los poetas exageraban mucho la intensidad de la pasión varonil. Observó, sin embargo, con placer, que la señorita Brooke manifestaba un ardiente y sumiso afecto que prometía colmar sus más agradables previsiones sobre el matrimonio. En una o dos ocasiones se le cruzó por la cabeza la idea de que posiblemente existiese alguna deficiencia en Dorothea que explicara lo moderado de su propia entrega, pero no logró percibir tal deficiencia ni imaginar por su cuenta una mujer que pudiera haberle complacido más; quedaba claro que la única explicación posible eran las exageraciones de la tradición.
–¿No podría prepararme ahora para ser más útil? –le dijo Dorothea una mañana, muy al principio de su noviazgo–; ¿no podría aprender a leerte en latín y en griego, como hicieron con su padre las hijas de Milton, aun sin entender lo que leían?
–Temo que te resultara muy pesado –dijo el señor Casaubon sonriendo–; y, de hecho, si no recuerdo mal, las jóvenes que acabas de mencionar consideraron ese ejercicio, por tratarse de lenguas que desconocían, motivo para rebelarse contra el poeta.
–Sí; pero sin duda tenían muy mal corazón, porque de lo contrario se hubieran sentido orgullosas de servir a semejante padre; y además podrían haber estudiado por su cuenta y aprendido a entender lo que leían, y entonces les hubiese resultado interesante. Confío en que no me consideres estúpida ni creas que tengo mal corazón.
–Espero que seas todo lo que una joven exquisita puede ser en cualquier cosa que se relacione con la vida humana. Sin duda sería de gran utilidad que pudieras copiar los caracteres griegos, y para ello estaría bien empezar con un poco de lectura.
Dorothea consideró de inestimable valor aquel permiso. Nunca se habría atrevido a pedir al señor Casaubon que le enseñara las lenguas clásicas, temerosa sobre todo de ser una carga en lugar de resultar útil; pero su deseo de aprender latín y griego no procedía únicamente de la devoción a su futuro marido. Aquellas zonas del saber masculino le parecían una tierra firme desde donde todas las verdades podían verse con mayor claridad. De hecho, Dorothea dudaba siempre de sus propias conclusiones porque era consciente de su ignorancia: ¿cómo podía estar segura de que las viviendas con una sola habitación no contribuían a la gloria de Dios, cuando hombres que conocían a los clásicos parecían conciliar la indiferencia por las casas de los arrendatarios con el celo por la gloria divina? Cabía incluso que fuese necesario el hebreo –por lo menos el alfabeto y unas cuantas raíces– para llegar al meollo de las cosas, y juzgar así debidamente cuáles son los deberes sociales del cristiano. Y Dorothea no había llegado aún al grado de renuncia que le hubiera permitido sentirse satisfecha por el hecho de tener un marido sabio: quería, pobre criatura, ser sabia también ella. La señorita Brooke era en realidad bien ingenua a pesar de toda su pretendida inteligencia. Celia, a quien nunca se había considerado intelectualmente bien dotada, discernía mucho antes cuándo las aspiraciones de otras personas eran simples quimeras. En determinadas ocasiones, tener poca sensibilidad parece la única forma segura de no dejarse arrastrar por el sentimiento.
Fuera como fuese, lo cierto es que el señor Casaubon consintió en escuchar y enseñar a Dorothea por espacio de una hora, como un maestro de párvulos o, más bien, como un amante para quien la elemental ignorancia y las dificultades de la amada poseen un tierno encanto. A pocos estudiosos les habría disgustado enseñar el alfabeto en aquellas circunstancias. Pero la misma Dorothea se sintió un poco sorprendida y desanimada ante su propia estupidez, y las respuestas que obtuvo a ciertas tímidas preguntas sobre el valor de los acentos griegos le hicieron sospechar que allí, en efecto, existían quizá secretos que quedaban fuera de la capacidad femenina de raciocinio.
El señor Brooke no tenía la menor duda sobre aquel punto, y expresó su opinión con la energía que le caracterizaba al entrar cierto día en la biblioteca cuando su sobrina estaba leyendo.
–Pero, veamos, Casaubon, esos estudios tan profundos, lenguas clásicas, matemáticas, cosas así, son demasiado fatigosos para una mujer… demasiado agotadores, ¿no es cierto?
–Dorothea está aprendiendo simplemente a leer los caracteres –dijo el señor Casaubon, soslayando la pregunta–. Ha tenido la idea, llena de delicadeza, de ahorrar cansancio a mis ojos.
–¡Ah, bien!, sin entender, claro… Quizá eso no sea tan malo. Pero hay una ligereza en la mente femenina… un rápido vaivén… música, bellas artes, cosas así… deberían estudiarlas hasta cierto punto, eso es lo que les va a las mujeres, pero sin profundizar demasiado, ya me entiende. Una mujer debe ser capaz de sentarse y tocar o cantar una vieja melodía inglesa. Eso es lo que a mí me gusta; aunque lo he oído casi todo… He estado en la ópera de Viena: Gluck, Mozart, cosas así. Pero soy conservador en música… No es lo mismo que las ideas, ya me entiende. Prefiero las buenas melodías antiguas.
–Al señor Casaubon no le gusta el piano, de lo cual me alegro mucho –dijo Dorothea, cuyo escaso respeto por la música popular y por la versión femenina de las bellas artes se le debe perdonar, considerando el insignificante tintineo y el embadurnar de cuadernos de dibujo a que básicamente quedaban reducidas durante aquella época de oscuridad. Luego sonrió y alzó la vista hacia su prometido con los ojos llenos de agradecimiento. Si el señor Casaubon le hubiera pedido a cada momento que tocara la Última rosa del verano, Dorothea habría necesitado de mucha resignación–. Me ha explicado que en Lowick sólo hay un viejo clavicordio, y que está cubierto de libros.
–¡Ah!, en eso le vas a la zaga a Celia, querida. Tu hermana toca encantadoramente y está siempre dispuesta a hacerlo. Aunque si a Casaubon no le gusta, no hay que preocuparse. Pero es una pena que no tenga usted pequeños esparcimientos de ese tipo, Casaubon: el arco siempre tenso… Esas cosas, ya me entiende, no dan buenos resultados.
–Nunca he logrado considerar un esparcimiento que mis oídos se vean importunados por ruidos rítmicos –dijo el señor Casaubon–. Una melodía repetida muchas veces tiene el ridículo efecto de hacer que las palabras ejecuten en mi cabeza una especie de minueto para llevar el compás… efecto difícilmente tolerable, creo yo, pasada la adolescencia. En cuanto a la formas más nobles de la música, dignas de acompañar solemnes celebraciones, e incluso de servir como influencia educadora según la concepción antigua, no digo nada, porque no nos interesan ahora de manera inmediata.
–No; pero con ese tipo de música sí que disfrutaría –dijo Dorothea–. Cuando volvíamos a Inglaterra desde Lausana, el tío nos llevó a oír el gran órgano de Friburgo, y no pude contener las lágrimas.
–Esas cosas no son saludables, querida –dijo el señor Brooke–. Casaubon, desde ahora mi sobrina va a estar en sus manos: debe usted enseñarle a tomarse las cosas con más calma, ¿eh, Dorothea?
Terminó con una sonrisa, deseoso de no herirla, pero pensando realmente que quizá era mejor para ella casarse pronto con un individuo tan serio como Casaubon, dado que no quería saber nada de Chettam.
«Es sorprendente, de todas formas –se dijo mientras salía de la habitación arrastrando los pies–, es sorprendente que a mi sobrina le guste ese hombre. Se trata, sin embargo, de un buen partido. Me habría extralimitado si hubiese tratado de impedir ese matrimonio, pese a lo que diga la señora Cadwallader. Es casi seguro que llegue a obispo, el tal Casaubon. Fue un folleto muy oportuno el que publicó sobre la cuestión del catolicismo: por lo menos deán. ¡Qué menos que hacerlo deán!»
Y aquí tengo que reclamar el derecho a una reflexión filosófica, observando que en aquella ocasión el señor Brooke no pensó en absoluto en el discurso de carácter radical que, en un período posterior, llegaría a pronunciar él mismo sobre los ingresos de los obispos. ¿Qué elegante historiador desdeñaría la oportunidad de señalar que sus héroes no previeron ni la historia del mundo, ni siquiera sus propias acciones? Que, por ejemplo, Enrique de Navarra, siendo bebé protestante, jamás imaginó que se convertiría en monarca católico; o que Alfredo el Grande, cuando medía sus noches de trabajo por las velas consumidas, no pensó en los futuros caballeros que medirían sus días de ociosidad con relojes. He aquí una mina de verdades que, por muy vigorosamente que trabajemos en ella, durará probablemente más que nuestro carbón.
Pero acerca del señor Brooke voy a hacer una observación más, quizá menos garantizada por otros precedentes, y se trata de que incluso el hecho de conocer de antemano su futuro discurso no hubiera cambiado mucho las cosas. Pensar con satisfacción en que el marido de su sobrina tuviera unos ingresos muy saneados era una cosa y otra muy distinta pronunciar un discurso liberal; y una persona incapaz de ver un asunto cualquiera desde diferentes puntos de vista tiene una mentalidad muy estrecha.