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El nacimiento

A través de su larga y poco conocida historia, la Aldea de los Reyes ha ido perfeccionando una especial habilidad para lograr que pasen del todo inadvertidos tanto la estancia en ella de destacados personajes como los singulares acontecimientos que en ese lugar suelen ocurrir.

Vecina de las poblaciones de Tlalmanalco y Amecameca, que en tiempos prehispánicos fueron asiento de importantes señoríos, la Aldea de los Reyes era en esa época, al igual que ahora, tan sólo medio centenar de modestas casas en torno a un pequeño templo. Sin embargo, en múltiples ocasiones, sacerdotes de elevado rango y poderosos señores habitaron en dicho lugar por largas temporadas procurando, por muy diversos motivos, que su permanencia transcurriese sin notoriedad alguna. Nezahualcóyotl, el perseguido príncipe de Texcoco, vivió escondido en esa aldea durante su adolescencia, burlando en esta forma a los sicarios del rey de Azcapotzalco, que desesperaban por encontrarlo para darle muerte.

Durante la época de la Colonia existió en la citada aldea una escuela de alquimistas, la cual logró mantenerse oculta a la vigilancia que ejercía la Inquisición en contra de esta clase de instituciones. Sor Juana Inés de la Cruz, que naciera en el cercano poblado de Nepantla, pasó en varias ocasiones regulares temporadas en la Aldea de los Reyes y, al parecer, no fue ajena a las enseñanzas que en medio de un gran secreto impartían los alquimistas a contadas personas.

—¡Qué hermoso lugar! —afirmó el ingeniero Richard Teucher, al tiempo que ayudaba a su esposa a descender del automóvil.

La lentitud de movimientos de la señora Citlali Pérez de Teucher, derivada de su avanzado embarazo, le impidió por unos instantes compartir los sentimientos de asombro ante el paisaje que privaban en el ánimo de su esposo. Una vez que hubo logrado bajar del vehículo, contempló a su vez con admiración el paraje que le rodeaba.

El lugar era bello de verdad. La cercana presencia de los nevados volcanes infundía a todo el ambiente una atmósfera de serenidad y grandeza. El Popocatépetl y el Iztaccíhuatl lucían en aquella soleada mañana esa mágica e indescriptible singularidad que les diferencia de cualquier otra pareja de montañas existentes en el mundo. Un airecillo frío y reconfortante, proveniente de los bosques situados en las faldas de los volcanes, impregnaba todas las cosas con un suave olor a pino.

A escasa distancia del sitio escogido por Richard y Citlali para detener su automóvil, la antigua capilla colonial de la Aldea de los Reyes hacía sonar su campana con melancólico acento. Era domingo y estaba por celebrarse la única misa a la semana que tenía lugar en el templo. La mayor parte de los habitantes del lugar se encontraban ya en el interior del santuario.

Richard preguntó a un campesino sobre la dirección de la persona que buscaba. El interrogado señaló una casa situada a un centenar de metros, la cual destacaba marcadamente del resto de las construcciones de la aldea, pues mientras éstas eran pequeños jacales de adobe, la casa en cuestión revelaba no sólo una mayor amplitud, sino mejor calidad en los materiales. Sus muros eran de ladrillo rojo y su techo de dos aguas, por el que sobresalía el tiro de una chimenea, revestido con tejas de idéntico color.

La pareja se encaminó con pausado andar rumbo a la casa colorada. Se encontraban por llegar, cuando Citlali sintió unas fuertes punzadas en el vientre. No dijo nada por no alarmar a su marido, pero comenzó a pensar que quizás estaban equivocados los cálculos que fijaban la fecha del alumbramiento para varias semanas después.

Los moradores de la casa debían haber avistado ya a los visitantes, pues de su interior salieron una mujer de unos cuarenta años y un niño de doce.

—¡Qué bueno que vinieron! —exclamó la mujer—. Van a ver cómo este día de campo les cae muy bien; pasen para que conozcan la casa.

En el instante mismo de traspasar el umbral, su organismo hizo saber a Citlali que el acontecimiento tan largamente esperado estaba próximo a cumplirse. La súbita palidez en el rostro de su esposa advirtió a Richard de la situación. Con voz tartamudeante a causa de los nervios, el ingeniero manifestó su intención de retornar cuanto antes a la ciudad.

Tomando a su mujer del brazo, pretendió ayudarla a desandar sus pasos, pero ella, tras de un momento de fugaz vacilación, decidió quedarse. Un sentimiento surgido repentinamente en lo más profundo de su ser, le había infundido la certeza de que era precisamente en aquel lugar en donde debía ocurrir el nacimiento.

—No se preocupen, allá en Guerrero ayudé a recibir a muchos niños y todos llegaron bien —las palabras de la dueña de la casa y particularmente el tono de segura confianza con que fueron pronunciadas, terminaron por hacer desistir a Richard de su inicial propósito de tratar de llegar al hospital más cercano.

Atendiendo a las indicaciones de su madre, el niño de la casa salió corriendo a la iglesia a llamar a doña Serapia, la anciana mujer que desde una época que ya nadie recordaba venía fungiendo como partera en la aldea.

En cuanto hubo llegado doña Serapia, las mujeres comenzaron con gran prisa a efectuar los preparativos para atender el nacimiento. Lo primero que hicieron fue ordenar a los hombres que abandonasen la habitación. Richard y el niño pasaron al cuarto contiguo. El ingeniero mostraba síntomas de creciente preocupación. El niño le observaba curioso, evidentemente complacido de que se estuviese desarrollando en su casa tan imprevisto suceso.

Al tiempo que paseaba por la estancia, la atención de Richard se vio atraída por la hoja de calendario que señalaba la fecha de ese día: 21 de marzo de 1948.

—Hoy es un día muy importante —afirmó el ingeniero dirigiéndose aparentemente a su acompañante, pero en realidad hablando más bien consigo mismo—. Los astrólogos dicen que hoy se inicia una nueva Era, la Era de Acuario.

Al darse cuenta de que el muchacho le escuchaba con expresión de no haber comprendido nada, Richard trató de darse a entender.

—Cada dos mil años cambia una era, la anterior se llamó de Piscis y tenía como símbolo dos peces, la que comienza este día será la de Acuario y su símbolo es un aguador derramando su cántaro.

La pretendida explicación sobre las Eras Astrológicas y sus símbolos no sólo resultó ininteligible para el niño, sino que terminó por aburrirlo. Saliendo de la casa comenzó a entretenerse con una resortera y una lata vieja que utilizaba como blanco.

Richard volvió a sus nerviosos paseos por la habitación, pero al poco rato, optó por dejar la casa y deambular por el amplio terreno de sembradío situado frente a ésta.

La frescura del aire produjo de inmediato un tranquilizador efecto en el ánimo de Richard. La contemplación de la tan particular figura del Iztaccíhuatl, semejante rasgo por rasgo a una mujer yacente, hizo surgir en su mente la segura convicción de que, al igual que su esposa, aquella montaña se encontraba también al final de un largo embarazo y próxima a dar a luz.

Al tiempo que se ensimismaba en la contemplación del femenino volcán, la memoria de Richard comenzó, en forma del todo involuntaria, a extraer recuerdos de antiguos sucesos. Hechos ocurridos en un lejano pasado desfilaban ahora en su interior sin orden ni concierto.

El sol, en lo alto del cielo, estaba a punto de llegar exactamente a la mitad de la bóveda celeste.

La ciudad de Wiesbaden, famosa en Alemania por sus balnearios de aguas termales, no interrumpió en lo más mínimo su ritmo normal de actividades el día 27 de mayo de 1895, fecha en que naciera un niño de la familia Teucher. El recién llegado fue bautizado con el nombre de Richard, en honor del conocido compositor germano de idéntico nombre y de apellido Wagner.

La infancia y primer juventud de Richard Teucher transcurrieron dentro de un ambiente de feliz normalidad. Pertenecía a una familia de modesta clase media y, salvo un carácter particularmente sensible y generoso, su personalidad no denotaba nada que pudiera calificarse de extraordinario. Cuando tenía quince años adoptó una resolución que aparentemente no revestía mayor importancia, pero de la cual se derivarían posteriormente decisivas consecuencias. Al encontrarse de visita en una pequeña finca, le tocó presenciar el sacrificio de una res destinada a servir de alimento. Profundamente impresionado por tan repugnante espectáculo, se juró a sí mismo no volver a ingerir jamás carne de animal alguno.

Richard se encontraba cursando el primer año de la carrera de ingeniería, cuando el asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando de Austria, el día 28 de junio de 1914, dio origen al estallido de la Primera Guerra Mundial.

El conflicto armado vendría a modificar radicalmente la trayectoria de la hasta entonces apacible vida de Richard. Al ser llamado a filas, el joven se presentó ante las autoridades de reclutación para manifestarles que se negaba a tomar las armas. Consideraba que resultaría absurdo el haber adoptado una dieta vegetariana con miras a evitar ser la causa del dolor y la muerte en los animales, mientras por otra parte se dedicaba a tratar de exterminar al mayor número posible de sus semejantes.

El arrebato bélico que imperaba en todas partes se prestaba muy poco a la manifestación de sentimientos pacifistas. Richard no sólo sufrió la repulsa de parientes y amigos, sino que fue juzgado y recluido en prisión. El periodo inicial de su estancia en la cárcel constituyó un verdadero martirio. El director del presidio era un anciano oficial de infantería, hondamente resentido por el hecho de que su avanzada edad le impedía participar en la guerra. Ante el severo juicio del militar la conducta de Richard escondía tan sólo la más denigrante cobardía. Al enterarse de que el nuevo recluso era vegetariano, ordenó se le dieran exclusivamente platillos elaborados con carne.

Durante varias semanas Richard sobrevivió ingiriendo agua como único alimento. Poco a poco fue debilitándose hasta caer en un estado de grave anemia que de seguro le habría llevado a la muerte. Se salvó, por contradictorio que ello pueda parecer, merced precisamente a la indeclinable fidelidad que había manifestado en favor de las convicciones que lo tenían en tan lamentable estado. Al percatarse el director de la prisión de que no era la cobardía lo que determinaba el proceder del joven, cambió su actitud para con él, y si bien ésta continuó siendo rigurosa en extremo, permitió al menos que se le proporcionase una comida exenta de cualquier asomo de carne.

Al finalizar la guerra Richard pudo salir de la cárcel, pero era ya otra persona del todo diferente a la que cuatro años atrás ingresara al presidio. Durante aquel tiempo había reflexionado largamente sobre lo que en verdad deseaba hacer con su existencia, llegando a la conclusión de que tenía que encontrar un camino que le condujera a un auténtico desarrollo espiritual. Las vías convencionales que para lograr este fin se abrían ante él no le satisfacían. Los horrores de la pasada contienda le habían hecho sentir un profundo escepticismo respecto a la validez de la cultura occidental, cuyas instituciones más representativas habían resultado impotentes para detener la atroz matanza.

Así pues, aun cuando reanudó sus estudios de ingeniería, lo hizo con el exclusivo propósito de contar con un instrumento que le garantizase un medio de vida, pero su determinación ya estaba tomada: se dirigiría a la India en cuanto ello le fuese posible, para buscar en aquellas antiguas tierras la forma de dar cumplimiento a sus afanes de progreso interior.

A la vez que cursaba sus estudios profesionales, Richard procuró irse capacitando en el conocimiento de las corrientes de pensamiento surgidas en la región de los vedas. Leyó una gran cantidad de literatura al respecto y se inició en el aprendizaje del hindi, uno de los principales idiomas que se hablan en la península indostánica. En esa forma, una vez obtenido su título de ingeniero, no le resultó particularmente difícil conseguir empleo en una compañía inglesa dedicada a la construcción de ferrocarriles en la India, lugar al que arribó, lleno de grandes esperanzas, en septiembre de 1924.

Una larga serie de fracasos y desilusiones aguardaban a Richard durante su permanencia en la India. En contra de lo que esperaba, no existía el ambiente de favorables condiciones para el desenvolvimiento del espíritu que había soñado encontrar por doquier. La explotación colonial, el fanatismo y la miseria constituían las características sobresalientes y determinantes en la vida del país. A pesar de que en muchos lugares existían señales que denotaban que en alguna medida el milenario saber de los yoguis seguía vivo y operante, en la práctica resultaba imposible establecer contacto con los guardianes de dicho saber, pues éstos actuaban con la mayor de las reservas, sin que al parecer les interesase la existencia de un extranjero deseoso de llegar hasta ellos para adquirir sus valiosas enseñanzas.

En una ocasión, el ingeniero germano creyó haber encontrado al Maestro que buscaba. Un sujeto de ascética apariencia y feroz mirada lo aceptó como discípulo, iniciándolo en la ejecución de complicados ejercicios. Pero aquel hombre no era en realidad un yogui, sino tan sólo un faquir deseoso de vender a buen precio sus refinadas técnicas para el dominio del cuerpo. Tras de un largo y agotador aprendizaje, Richard comenzó a desarrollar algunas facultades especiales para el control del organismo, pero sus aspiraciones de encontrar un camino de perfeccionamiento espiritual continuaron muy lejos de verse realizadas. Al comprender que aquellos esfuerzos no habrían de aproximarlo a la meta deseada, Richard interrumpió su diaria gimnasia física y cayó en una profunda depresión. Enfermo del cuerpo y alma tuvo que ser internado en un sanatorio.

En virtud de su bondadoso carácter y comprobada eficiencia profesional, el germano se había ganado el aprecio de sus británicos jefes. Uno de ellos, poseedor de valiosa experiencia en lo tocante a los conflictos del alma humana, le aconsejó abandonar cuanto antes la India y continuar su búsqueda en nuevos horizontes. Junto con el consejo venía el ofrecimiento de intentar conseguirle empleo en una compañía inglesa dedicada a la explotación petrolera en México.

Sin saber aún si tendría algún sentido proseguir en otra parte su empeño de desarrollo interior, Richard aceptó la proposición que se le hacía, iniciando las gestiones para su traslado de empresa y continente. En enero de 1930, enflaquecido y pesimista, arribó al puerto de Veracruz.

El abatido alemán no encontraría tampoco en México al tan anhelado Maestro que le condujese por el sendero del ascenso espiritual; hallaría en cambio algo que borró en él todo sentimiento de frustración y dio una nueva finalidad a su existencia: una esposa.

En la población de Tamuín (San Luis Potosí) Richard conoció a Citlali, joven indígena originaria de dicho lugar. La atracción entre ambos fue inmediata y total, como sólo puede darse entre esa privilegiada minoría que logra convertir en realidad el ideal al que todos aspiran y muy pocos pueden conquistar: alcanzar la unidad mediante la complementaridad.

Citlali poseía toda la dulzura y fortaleza de las antiguas princesas indias. En su ovalado rostro de finas facciones unos llamativos ojos negros irradiaban energía y carácter. Su cuerpo, de pequeña estatura, ponía de manifiesto en todos sus movimientos cierta natural elegancia a la par que vigorosa elasticidad. No había asistido nunca a la escuela, pero tenía una despierta inteligencia y una superior intuición. Toda su vida había transcurrido en el pequeño mundo integrado por la parcela familiar y el puesto de frutas que atendía en el mercado, sitio en donde Richard la conociera.

En contra de la bien fundada opinión que podría haber expresado cualquier persona juiciosa, las diferencias de la más variada índole existentes entre la pareja no constituyeron obstáculo alguno para su armónica integración. Desde el primer momento los dos trataron de dar lo mejor de sí mismos a su contraparte, alcanzando plenamente su propósito.

Deseoso de arraigarse para siempre en México, Richard inició las gestiones tendientes a lograr la ciudadanía de este país. Asimismo, renunció a su cargo dentro de la compañía inglesa e invirtió sus ahorros en la creación de una pequeña fábrica de productos químicos. Lentamente su industria fue prosperando, hasta convertirse en un negocio de regular consideración.

Existía tan sólo un importante aspecto que permanecía incompleto en la vida de los Teucher: los años transcurrían sin la llegada de un vástago. Todos los doctores consultados al respecto emitían siempre idéntico diagnóstico. No había causa orgánica alguna que impidiese la procreación, ni podía darse una explicación del por qué ésta no se producía. Muy a su pesar, la pareja concluyó que tendría que resignarse a no contar con descendencia.

Al iniciarse el año de 1947, los Teucher decidieron efectuar un viaje por la India. Los numerosos relatos que Richard había hecho a su esposa de cuanto viera y le aconteciera en aquellas tierras, habían despertado en ella un enorme interés por conocerlas.

El matrimonio se encontraba visitando un templo en la población de Shahjahnpur, ubicada en el norte de la India, cuando notó con sorpresa que había llamado poderosamente la atención de un lama tibetano que realizaba un peregrinaje en aquel lugar. Gracias a que Richard hablaba hindi y este idioma era conocido igualmente por el tibetano, pudo establecerse la comunicación. No se trataba de un lama cualquiera, sino de Tschandzo Tschampa, uno de los principales dirigentes del monasterio de Sera, el cual era en ese entonces el segundo por su importancia y número de todo el Tíbet.

Con profundo asombro, Richard escuchó y transmitió a su esposa las palabras del lama. El dignatario tibetano había visto en ellos señales inequívocas de que muy pronto serían los padres de un Avatar, esto es, de un ser en el que encarnan energías de un orden superior a las que constituyen a los seres humanos ordinarios.

El lama debía tener una confianza absoluta en la certeza de su predicción, pues tras de formular tan inesperado vaticinio, expresó su convencimiento de que el matrimonio debía trasladarse cuanto antes al Tíbet, con objeto de que fuese ahí donde sobreviniese el nacimiento. En esta forma, concluyó, la apropiada educación que el Avatar habría de requerir quedaría completamente garantizada, ya que desde un principio estaría a cargo de los más sabios instructores con que contaba el monasterio de Sera.

Desconcertado ante la jamás imaginada propuesta, Richard titubeaba sin saber qué responder. Tras de consultar el parecer de Citlali, ésta expresó con firmeza su opinión: agradecía sinceramente el ofrecimiento que aseguraba una elevada educación para el ser que tal vez llegase a concebir; sin embargo, se oponía terminantemente a marchar de momento al Tíbet, pues deseaba que el nacimiento ocurriese en México y no en otro sitio, ya después se encaminaría al monasterio indicado por el lama.

El lama Tschandzo Tschampa aceptó sin discutir la proposición de Citlali. En la tarde de ese mismo día hizo entrega de un documento con su firma y el sello oficial del gobierno tibetano, mediante el cual se otorgaba a la pareja y al ser que ésta aún no engendraba, un salvoconducto para penetrar en el Tíbet y llegar hasta el monasterio de Sera, ubicado en las afueras de Lhasa, la capital sagrada del lamaísmo. Aquel documento constituía una rara excepción a la estricta norma que prohibía el acceso de extranjeros al país de las nieves eternas, que hasta entonces había logrado mantenerse en un cerrado aislamiento.

Esperanzados, pero temerosos de estarse forjando ilusiones que tal vez no habrían de realizarse, los Teucher regresaron a México. Citlali tenía cuarenta y tres años y Richard cincuenta y dos, edades que si bien por sí mismas no descalificaban para la procreación, tampoco pueden considerarse como las más apropiadas para ello, máxime tomando en cuenta los nulos resultados obtenidos al respecto hasta esas fechas.

Aún no tenían tres meses de haber retornado a sus actividades cotidianas, cuando Citlali comunicó a su esposo la buena nueva: estaba embarazada sin lugar a dudas.

A partir de aquel instante, los esposos comenzaron a prepararse metódicamente para el radical cambio de vida que les aguardaba. Firmemente decididos a encaminarse al Tíbet en cuanto tuviese lugar el alumbramiento, vendieron no sólo el negocio que les sustentaba, sino también sus demás propiedades. Con el importe obtenido adquirieron un pequeño lote de diamantes, estimando que en esta forma su pequeña fortuna podría ser siempre fácilmente transportable y negociable. Richard se hallaba dominado por un intenso júbilo. El saber que su hijo contaría desde pequeño con la ayuda necesaria para lograr una elevada espiritualidad, le compensaba con creces de la frustración que acarreaba en lo íntimo de su ser, derivada de no haber podido alcanzar un superior estado de conciencia. La alegría de Citlali era tranquila y silenciosa pero igualmente profunda. Su clara intuición le inspiraba la certeza de que la profecía anunciada por el lama habría de cumplirse y que el ser, de cuyo desarrollo su cuerpo no dejaba de informarle, estaba llamado a cumplir una misión cuya trascendencia no podía ni siquiera imaginar.

Meses de impaciente espera habían transcurrido. El Sol del equinoccio que anunciaba el inicio de la Era de Acuario se hallaba en la cúspide. El momento había llegado.

El estallido de un llanto recio y prolongado desgarró la apacible quietud que prevalecía en la Aldea de los Reyes. La señorial pareja de volcanes, gigantesco símbolo de la dualidad creadora, pareció dar muestras de querer poner término a su sueño ancestral. Provenientes de las recónditas interioridades de ambas montañas se escucharon por unos instantes estremecedores ruidos, mientras la tierra se sacudía a resultas de un temblor de considerable intensidad. Richard interrumpió al punto sus añoranzas y se lanzó a toda prisa hacia la casa colorada, penetró en ella seguido muy de cerca por el niño que ahí habitaba, el cual, portando aún su resortera en la mano, acudía también a indagar el resultado del parto.

Una cansada pero gozosa expresión se reflejaba en el semblante de Citlali, quien mantenía apretando un pequeño cuerpecito contra el suyo, al tiempo que le hablaba en náhuatl con infinita dulzura:

—Nocozque, noquetzale, otiyol, otitlacat, otitlalticpac quixtico.1

Durante un buen rato Richard se mantuvo en silencio, temeroso de romper la plasticidad de la perfecta estampa de amor materno que tenía ante sus ojos. Al percatarse de su presencia, Citlali esbozó una alegre sonrisa y con cierta chispeante picardía en la mirada, como si supiese de antemano el efecto que sus palabras habrían de producir, afirmó con festivo acento:

—Fue niña.

Al escuchar la noticia todo el organismo de Richard manifestó sin ambages el más completo asombro: su rostro se contrajo en un gesto de profundo estupor y su cuerpo, que había iniciado un movimiento de aproximación hacia el catre donde se encontraban Citlali y la recién nacida, trastabilló y estuvo a punto de caer.

Al advertir el desconcierto del esposo, doña Serapia y la dueña de la casa que se encontraban todavía junto al lecho de la parturienta, estallaron en francas risotadas.

Con su cascada voz de anciana, doña Serapia sentenció:

—El volcán y la volcana se alegraron con este nacimiento. Ellos son los padrinos de la niña y ella hará moverse al mundo. No hay de otra.

Aún bajo el efecto de la confusión que le dominaba —pues siempre había dado por seguro que el Avatar que el lama presagiara tendría que ser varón— Richard se inclinó emocionado a contemplar a su hija.

El cuerpo de la pequeña se retorcía friolento y desvalido entre los brazos de su madre. Los entrecerrados ojillos y el estremecimiento de todo su ser evidenciaban el intenso trauma que ocasiona a los seres humanos su llegada a este mundo.

Richard se sentó en el lecho y rodeó suavemente con sus brazos los cuerpos de su esposa y de su hija. Era aquél un momento que ambos esposos habían deseado y esperado durante muchos años. La excitada voz del niño de la casa les sacó de su ensimismamiento:

—Toda la gente de la aldea está allá afuera, quieren ver a la niña.

En efecto, para los habitantes de la Aldea de los Reyes no había pasado inadvertido el hecho de que aquel nacimiento había ocurrido mientras la tierra se estremecía y los volcanes proferían enigmáticos sonidos. En forma intuitiva, los campesinos veían en aquellos sucesos el presagio de un excepcional destino para el nuevo ser.

—Que por favor esperen tantito, es necesario bañarla —afirmó Citlali, al tiempo que entregaba su preciada carga a doña Serapia.

La anciana procedió a sumergir con sumo cuidado a la niña en una bandeja que contenía agua previamente calentada. No se trataba de agua de río ni extraída tampoco del interior de la tierra. El líquido del que se abastecía la aldea llegaba hasta el lugar proveniente del deshielo de los volcanes.

Una vez bañada y envuelta en un limpio lienzo de algodón, la pequeña estuvo lista para recibir a sus visitas. Éstas eran cerca de un centenar de moradores de la aldea y sus alrededores. Al tiempo que desfilaban frente a los padres y la recién nacida, los campesinos expresaban con sencillas frases sus mejores deseos de un venturoso porvenir para la niña. Melquiades, el anciano limosnero, no se concretó a pronunciar tan sólo amables palabras, sino que con tímido ademán depositó un obsequio al pie de la cama. Se trataba de un bulto envuelto en un ayate. El fuerte zumbido proveniente del envoltorio revelaba la índole de su contenido: un panal de abejas que constituía el único patrimonio del ser más pobre de toda la aldea.

El desfile de visitantes estaba por concluir, cuando hizo su aparición en la casa el sacerdote que acudía todos los domingos a celebrar una misa en la aldea. Tras de felicitar a los progenitores, preguntó a éstos si ya habían pensado en la fecha en que tendría lugar el bautizo. Los esposos intercambiaron miradas. La compenetración entre ambos era de tal grado, que no precisaron hablar para adoptar al respecto una unificada opinión.

—Quisiéramos que fuera ahora mismo —afirmó Richard.

Sin mayores preámbulos, el sacerdote dio comienzo al ritual del bautismo. Al aproximarse el momento en que habría de derramar un poco de agua sobre la cabecita, interrogó a los padres sobre el nombre que pondrían a su hija.

Con voz que no denotaba vacilación alguna, pero que no parecía provenir de ella sino más bien tener un misterioso y desconocido origen, la madre respondió:

—Regina.2

Nadie supo jamás el porqué de aquel nombre, sin embargo Citlali presintió con certeza que éste encerraba, en su oculto significado, todo el destino que aguardaba a la recién nacida.

1 Collar mío, plumaje mío, tuviste vida, naciste, saliste a tierra.

2 En latín significa reina.