I

Una mañana de julio, a primera hora, una calesa destartalada sin resortes dejó la ciudad de N., cabeza de distrito de la provincia de Z., y avanzó con gran ruido por la carretera de postas. Era una de esas calesas antediluvianas que sólo utilizan en Rusia los viajantes de comercio, los tratantes de ganado y los curas pobres. Traqueteaba y crujía al menor movimiento, y un cubo suspendido de la parte posterior le hacía tristemente eco. Bastaban esos ruidos, unidos a los lamentables jirones de cuero que pendían de su desgastada caja, para apreciar su vejez y juzgar cuán próximo estaba el momento de su desguace.

En la calesa viajaban dos vecinos de la ciudad de N.: el comerciante Iván Ivánich Kuzmichov, afeitado, con gafas y un sombrero de paja, más parecido a un funcionario que a un comerciante, y el padre Jristofor Siriski, párroco de la iglesia de San Nicolás, un viejo pequeño y con cabellos largos, vestido con un caftán de lona de color gris, un sombrero de copa de ala ancha y un cinturón bordado y pintado. El primero parecía concentrado en algún asunto y sacudía la cabeza para ahuyentar el sueño; en su rostro la sequedad habitual del hombre de negocios se entreveraba con la bondad de la persona que acaba de despedirse de su familia y de tomar un trago; el segundo contemplaba con asombro y ojos húmedos este mundo de Dios y esbozaba una sonrisa tan amplia que parecía extenderse hasta el ala de su sombrero de copa; tenía la cara roja, como aterida de frío. Tanto Kuzmichov como el padre Jristofor iban a vender lana. Al despedirse de sus allegados habían comido una buena cantidad de panecillos con nata agria y, a pesar de lo temprano de la hora, habían tomado una copa... Ambos estaban de un excelente humor.

Además de los dos personajes descritos y del cochero Deniska, que fustigaba incansablemente a sus dos impetuosos caballos bayos, en la calesa iba otro viajero, un muchacho de unos nueve años, con el atezado rostro cubierto de lágrimas. Era Yegorushka, el sobrino de Kuzmichov. Con el permiso de su tío y la bendición del padre Jristofor, se dirigía a la ciudad para estudiar en el instituto. Su madre, Olga Ivánovna, viuda de un asesor colegiado y hermana carnal de Kuzmichov, aficionada a las personas cultivadas y a la buena sociedad, había suplicado a su hermano que cuando fuera a vender la lana llevara consigo a Yegorushka y gestionara su ingreso en el instituto; el muchacho, sin comprender adónde se dirigía ni para qué, iba en el pescante junto a Deniska, se agarraba a su codo para no caer y brincaba como una tetera en un hornillo. La velocidad de la marcha hacía que su camisa roja se inflara en la espalda como un globo y su sombrero nuevo de postillón, adornado con una pluma de pavo real, se deslizara a cada instante sobre la nuca. Se sentía enormemente desdichado y tenía ganas de llorar.

Cuando la calesa pasó cerca del presidio, Yegorushka contempló a los centinelas que caminaban lentamente junto al alto muro blanco, las pequeñas ventanas enrejadas y la cruz que brillaba sobre el tejado; recordó que hacía una semana, el día de Nuestra Señora de Kazán, había acudido con su madre a la capilla del presidio para la fiesta patronal; meses antes, durante la Pascua, había ido a la prisión con la cocinera Liudmila y con Deniska para llevar a los presos dulces de Pascua, huevos, pasteles y ternera asada; los reclusos se lo agradecieron, se santiguaron varias veces, y uno de ellos le regaló a Yegorushka unos gemelos de estaño que él mismo había fabricado.

El muchacho miraba con atención esos lugares conocidos, mientras la odiada calesa pasaba junto a ellos y al poco tiempo los dejaba atrás. Después del presidio, surgieron las herrerías negras y cubiertas de hollín, luego el cementerio verde y acogedor, rodeado de una tapia de guijarros, detrás de la cual brillaban alegremente las albas cruces y los monumentos, que se ocultaban entre el follaje de los cerezos y parecían manchas blancas desde la lejanía. Yegorushka recordó que durante la primavera esas manchas blancas se entreveraban con las flores conformando un mar de blancura; y cuando la fruta maduraba los blancos monumentos y las cruces se cubrían de puntos purpúreos como sangre. Detrás de la tapia, bajo los cerezos, el padre de Yegorushka y su abuela Zinaída Danílovna dormían noche y día. Cuando murió la abuela, la metieron en un ataúd largo y estrecho y pusieron dos monedas de cinco kopeks sobre sus ojos, que no querían cerrarse. Hasta el día de su muerte había sido una mujer vivaz y traía del mercado blandas rosquillas espolvoreadas de semillas de amapola, pero ahora no hacía más que dormir…

Detrás del cementerio humeaban las tejerías. Bajo los largos tejados de caña levantados a ras de suelo se formaban grandes vedijas de humo negro, que se elevaban perezosamente. Sobre las tejerías y el cementerio el cielo estaba oscuro, y las grandes sombras proyectadas por las nubes de humo se arrastraban por el campo y por el camino. En medio del humo, junto a los tejados, se movían hombres y caballos cubiertos de polvo rojo…

Tras las fábricas terminaba la ciudad y daba comienzo el campo. Yegorushka se volvió para ver por última vez el caserío, apoyó el rostro en el codo de Deniska y prorrumpió en amargos sollozos…

–¡Vaya, aún no ha terminado de gemir, el muy llorón! –exclamó Kuzmichov–. ¡Ya se le han saltado otra vez las lágrimas! Si no quieres venir, quédate. Nadie te fuerza.

–No es nada, no es nada, pequeño Yegor, no es nada… –farfullaba atropelladamente el padre Jristofor–. No es nada, pequeño… Sólo tienes que invocar a Dios… No vas en busca de un mal, sino de un bien. La instrucción, como se dice, es la luz, y la ignorancia las tinieblas… Y en verdad así es.

–¿Quieres regresar? –preguntó Kuzmichov.

–Sí… sí… –sollozó Yegorushka.

–Y sería lo mejor. De todas formas, no vas a sacar ningún provecho de este viaje.

–No es nada, no es nada, hijo… –continuó el padre Jristofor–. Sólo tienes que invocar a Dios… También Lomonósov1 tuvo que viajar con unos pescadores, pero más tarde alcanzó fama en toda Europa. La instrucción recibida con fe produce frutos gratos a Dios. Bien lo dice la oración: se estudia para gloria del Creador, consuelo de los padres y provecho de la Iglesia y de la patria… Así es.

–No a todos les aprovecha igual… –exclamó Kuzmichov, encendiendo un cigarrillo barato–. Algunos se pasan veinte años estudiando y no aprenden nada.

–Ocurre a veces.

–A algunos el saber les aprovecha, mientras que a otros sólo les confunde. Mi hermana es una mujer sin cultura, que busca la distinción en todo y pretende que Yegor se convierta en un sabio, sin comprender que yo, con mi negocio, podría hacerlo feliz para toda la vida. Lo que quiero decir es que si todos quisieran ser hombres sabios y distinguidos, nadie se dedicaría al comercio ni cultivaría trigo. Y todos nos moriríamos de hambre.

–Y si todos se dedicaran al comercio y cultivaran trigo, no habría nadie que se ocupara del saber.

Convencidos ambos de haber expresado ideas profundas y certeras, Kuzmichov y el padre Jristofor adoptaron una expresión seria y tosieron al unísono. Deniska, que había oído la conversación sin entender palabra, sacudió la cabeza, se incorporó y fustigó a los caballos. Se restableció el silencio.

Entre tanto, ante los ojos de los viajeros se desplegaba ya una llanura vasta, ilimitada, atravesada por una cadena de colinas. Apretándose y asomando la cabeza unas tras otras, esas colinas se fundían en una eminencia que se extendía a la derecha del camino hasta el mismo horizonte y desaparecía en la lejanía de color lila; por más que avanzaban, no resultaba posible determinar dónde comenzaba y dónde terminaba… El sol había surgido ya detrás de la ciudad y había iniciado, sereno y comedido, su labor. En un principio, en la lejanía, donde el cielo se fundía con la tierra, junto a unos montículos y un molino de viento que visto desde lejos se asemejaba a un hombrecillo que agitara los brazos, una ancha banda de un amarillo brillante se deslizaba por la tierra; al cabo de un minuto esa banda empezó a relucir un poco más cerca, se desplazó a la derecha y envolvió las colinas; algo cálido rozó la espalda de Yegorushka: la banda de luz, que se había aproximado furtivamente por detrás, atravesó la calesa y los caballos, se lanzó al encuentro de otras bandas y de pronto toda la vasta estepa se desembarazó de la penumbra matinal, sonrió y resplandeció, cuajada de rocío.

El centeno segado, las zarzas, los euforbios y el cáñamo salvaje, todo ello agostado por el calor, pardo, medio muerto, se reanimaba ahora, bañado por el rocío y acariciado por el sol, como queriendo florecer de nuevo. Las alondras revoloteaban por encima del camino y lanzaban alegres gritos, las ardillas de tierra se llamaban en la hierba y en algún lugar lejano gemían las avefrías. Una bandada de perdices, asustada por la calesa, levantó el vuelo y con su suave «trrr» se dirigió a las colinas. Los grillos, los saltamontes, las langostas y las chicharras iniciaron en la hierba su concierto chirriante y monótono.

Al cabo de algún tiempo el rocío se evaporó, el aire se quedó inmóvil y la decepcionada estepa adquirió su triste aspecto estival. Las hierbas se marchitaban, la vida se moría. Las tostadas colinas, de un verde pardusco, lilas en lontananza, con sus tonos apacibles como sombras, la llanura con sus brumosas lejanías y el cielo volcado sobre ellas, que en la estepa, carente de bosques y altas montañas, adquiere una profundidad y transparencia sobrecogedoras, parecían en ese momento infinitos e impregnados de tristeza…

¡Qué pesadez, qué melancolía! La calesa seguía su camino y Yegorushka veía siempre el mismo panorama: el cielo, la llanura, las colinas… En la hierba la música se aquietó. Las alondras se habían marchado; ya no se veían perdices. Faltos de ocupación, los grajos brincaban por la hierba marchita; la enorme semejanza de sus plumajes hacía que la estepa pareciera aún más uniforme.

Un milano vuela a ras de suelo, agitando suavemente las alas, y de pronto se detiene en el aire, como meditando en el tedio de la vida, luego sacude las alas y avanza como una flecha por la estepa, sin que se sepa por qué vuela ni qué quiere. A lo lejos el molino mueve sus aspas…

Como dando un toque de color, centellea entre las zarzas un cráneo blanco o un guijarro; se yergue por un instante una pétrea mujer gris o bien surge un sauce seco con una corneja azulada posada en la rama más alta o una ardilla de tierra atraviesa el camino, y de nuevo pasan delante de los ojos la maleza, las colinas, los grajos…

Gracias a Dios aparece de pronto una carreta cargada de gavillas que avanza en dirección contraria. Arriba del todo va tumbada una muchacha. Soñolienta, amodorrada por el calor, levanta la cabeza y contempla a los viajeros. Deniska la mira con la boca abierta, los caballos extienden la cabeza hacia las gavillas, la calesa, chirriando, se besa con el carro y las agudas espigas barren el sombrero de copa del padre Jristofor.

–¡Que nos atropellas, gorda! –gritó Deniska–. ¡Tienes la jeta tan hinchada como si te hubiera picado un abejorro!

La muchacha sonríe con languidez, mueve los labios y de nuevo se recuesta…

De pronto, en lo alto de una colina se recorta la silueta de un álamo solitario; sólo Dios sabe quién lo ha plantado y qué hace allí. Difícil apartar los ojos de su esbelta figura y de su verde ropaje. ¿Será feliz ese bello ejemplar? En verano la canícula, en invierno el frío y las tempestades de nieve, en otoño las noches terribles en que no se ven más que tinieblas y sólo se escucha el viento desabrido que aúlla con furia; y por encima de toda esa soledad, esa soledad eterna… Detrás del álamo, como una brillante alfombra amarilla, se extienden desde lo alto de la colina hasta el mismo camino bandas de trigo. En la colina las espigas ya están segadas y agavilladas; abajo, aún no han terminado las faenas… Seis segadores alineados agitan al unísono sus guadañas, que brillan alegremente y emiten su sonido: «¡Vzi, vzi!». En los movimientos de las mujeres que lían las gavillas, en los rostros de los segadores y en el brillo de las guadañas se percibe que el calor quema y ahoga. Un perro negro, con la lengua fuera, se aleja de los segadores y corre al encuentro de la calesa, probablemente con la intención de ladrarle, pero a mitad de camino se detiene y contempla con indiferencia a Deniska, que le amenaza con el látigo: ¡hace demasiado calor para ladrar! Una mujer se levanta y, poniendo sus dos manos en la dolorida espalda, dirige la mirada a la camisa roja de Yegorushka. ¿Es el color rojo lo que le ha gustado o acaso se acuerda de sus propios hijos? Sea lo que fuere, permanece largo rato inmóvil, mirando cómo el carruaje se aleja…

Pronto los campos de trigo quedan también atrás. De nuevo se extienden la llanura abrasada, las colinas quemadas, el cielo tórrido; de nuevo el milano sobrevuela la tierra. En la lejanía el molino agita las aspas lo mismo que antes, muy semejante a un hombre pequeño que gesticulara con los brazos. Hastía contemplarlo y se tiene la impresión de que es imposible llegar hasta él, de que corre delante de la calesa.

El padre Jristofor y Kuzmichov guardaban silencio. Deniska fustigaba a los caballos y los increpaba; Yegorushka había dejado de llorar y miraba con indiferencia a uno y otro lado. El calor y el tedio de la estepa lo habían fatigado. Le parecía que llevaban mucho tiempo rodando y brincando, que hacía ya un buen rato que el sol quemaba su espalda. No habían recorrido ni diez kilómetros cuando ya pensaba: «¡Sería un buen momento para hacer un alto!». Poco a poco todo rastro de bondad había desaparecido del rostro de su tío, que sólo mostraba la sequedad del hombre de negocios, una sequedad que confiere un aire implacable e inquisitorial a un rostro afeitado y enjuto, especialmente cuando lleva gafas y tiene la nariz y las sienes cubiertas de polvo. El padre Jristofor, por su parte, contemplaba con asombro este mundo de Dios y sonreía. Sopesaba en silencio algún pensamiento hermoso y alegre y esbozaba una sonrisa franca y bondadosa. Parecía como si el calor hubiera petrificado en su cerebro una idea tan dulce y alegre como su sonrisa.

–Dime, Deniska, ¿alcanzaremos hoy los convoyes? –preguntó Kuzmichov.

Deniska contempló el cielo, se incorporó, fustigó a los caballos y a continuación exclamó:

–Los alcanzaremos al anochecer, con la ayuda de Dios.

Se oyó un ladrido. Unos seis mastines, todos enormes, parecieron salir de una emboscada y se lanzaron al encuentro de la calesa con sus feroces y furiosos ladridos. Sumamente irritados, rodearon la calesa con sus ojos enrojecidos por la cólera y sus peludos hocicos y, empujándose rabiosamente, emitieron roncos rugidos. Mostraban un odio profundo y parecían dispuestos a despedazar a los caballos, a los hombres y la calesa… Deniska, que gustaba de blandir el látigo y hacer rabiar a los perros, se alegró de su suerte; adoptando una expresión de alegría maligna, se inclinó y azotó a uno de los mastines. Los perros empezaron a ladrar con más fuerza, los caballos se embalaron. Yegorushka, que a duras penas se tenía en el pescante, comprendió, al ver los ojos y los dientes de los perros, que si se caía lo harían pedazos al momento, pero no experimentó ningún miedo; lucía una expresión semejante a la de Deniska y lo único que lamentaba era no tener una fusta en la mano.

La calesa alcanzó un rebaño de ovejas.

–¡Para! –gritó Kuzmichov–. ¡Deténte! Sooooo…

Deniska echó todo su cuerpo hacia atrás y refrenó a los caballos. El coche se detuvo.

–¡Acércate! –gritó Kuzmichov al pastor–. ¡Y calma a esos malditos perros!

El viejo pastor, harapiento y descalzo, con un grueso gorro, un sucio morral a la altura del muslo y un largo cayado –una verdadera figura veterotestamentaria– calmó a los perros, se quitó el gorro y se acercó a la calesa. Otro hombre, también digno del Antiguo Testamento, se quedó inmóvil en el otro extremo del rebaño, contemplando con indiferencia a los viajeros.

–¿De quién es este rebaño? –preguntó Kuzmichov.

–¡De Varlámov! –respondió en voz alta el viejo.

–¡De Varlámov! –repitió el pastor que estaba en el otro extremo del rebaño.

–¿Pasó ayer Varlámov por aquí?

–No, señor… Pero en cambio vimos a su intendente…

–¡Adelante!

La calesa siguió su camino y los pastores quedaron atrás con sus malvados perros. Yegorushka miró con desgana la lejanía lila que se extendía ante él y tuvo la sensación de que el molino con sus batientes brazos comenzaba a aproximarse; su mole se agrandaba por momentos y al cabo de un rato las dos aspas se distinguieron con claridad. Una de ellas estaba vieja, remendada; la otra, fabricada recientemente con madera nueva, relucía al sol.

La calesa marchaba en línea recta, pero el molino, por alguna razón, se apartaba a la izquierda. Cuanto más avanzaba la una, más se desplazaba a la izquierda el otro, aunque sin desaparecer de la vista.

–¡Buen molino le ha construido Boltva a su hijo! –comentó Deniska.

–Pero la granja sigue sin verse.

–Está allí, detrás de la hondonada.

Pronto apareció la granja de Boltva, pero el molino no retrocedía, no se dejaba superar; miraba a Yegorushka y movía su reluciente aspa. ¡Un verdadero brujo!