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Hace un par de semanas recibí una carta del departamento de personal de la empresa y una llamada de un importante miembro del consejo de dirección. Tenía buenas noticias para mí. Ya. Eran tan buenas que casi me ahogo de la impresión. Tuve que salir al exterior en busca del aire fresco que corre entre las calles del mercadillo. Gracias a eso conseguí recuperarme, aunque sólo fuera parcialmente. Sin embargo, llegué al puesto del final con una insólita determinación, dispuesto a superar cualquier barrera sociolingüística que se me pusiera por delante, y crucé mis primeras palabras con el abuelo que se sentaba en la silla de playa.

En primer lugar se incorporó y me dijo su nombre. Era el tío Jaulín. Luego, y sin dejar de sonreír, me sacó de mi error. No se colocaba junto al mostrador para pasar el rato y entretenerse, como yo creía, sino con el firme propósito de vigilar la mercancía y evitar los hurtos. Era una especie de guardia jurado con bastón, un segurata sin hechuras de gimnasio pero con firmeza de mirada y aplomo en el habla, que son armas más poderosas que las de fuego. Era, además, el padre de Estrella (la morenaza) y el abuelo de Gabino, un viudo consagrado a la vida comercial desde que era un chaval, primero trajinando con chatarra, luego con telas y paños y finalmente con prendas femeninas, incluidas las que mi empresa no lograba vender ni en las rebajas, excluidas las de marca.

—Usté trabaja en la casa grande, ¿no? —dijo señalando con las cejas hacia el edificio de los grandesalmacenes.

—Así es.

—¿Y cómo viene la temporada de verano? —añadió—. ¿Es verdá que se acaban los estampaos y vienen las telas rasas y lisas?

Entonces fui yo quien sonrió, seguramente porque me agradó confirmar que me hallaba frente a un comerciante preocupado por su género.

—Eso parece —respondí afirmando con la cabeza—. Colores fuertes pero sin estampaciones, para que las prendas puedan combinarse con facilidad.

—Lo mismo que pasó en los ochenta.

Mi rostro estuvo a punto de traicionarme. Ignoraba que los vendedores ambulantes tuvieran conciencia de la moda femenina. Ignoro tantas cosas.

—Veo que tienen ustedes las últimas novedades —dije repasando con la vista el mostrador.

—Las últimas novedades las tiene usté en la casa grande —replicó él—, en este mercado lo nuevo es siempre lo penúltimo.

Supongo que lo que nos provoca sorpresa no es lo extraño sino lo inesperado, y sinceramente no esperaba ese grado de lucidez en un abuelo septuagenario.

—No me ponga esa cara de susto —me reprendió—. Éste es el mercado que va detrás del suyo. Usté está vendiendo ya la ropa de otoño cuando aquí estamos aún con la de verano. Cuando nos lleguen los prósimos saldos, ustedes empezarán la campaña de primavera. Y así siempre. Uno detrás del otro, como el ratón y el gato.

En ese momento apareció Fidelio, el gigante, susurró algo al oído del abuelo y le ayudó a levantarse. Nos despedimos precipitadamente y se marcharon. El marido de la morenaza me miró mal, peor que nunca, invitándome a seguir mi camino. Sin duda Fidelio había cumplido una orden suya para interrumpir nuestra conversación. Estaba claro que mi presencia no era bien recibida y eso que, para ahorrarme malos entendidos, había evitado cruzar la mirada con esa mujer de calendario que tenía por esposa.

Volví a mi despacho y releí la carta del departamento de personal. Por la presente era invitado a ir pensando en una (masomenos) inminente prejubilación. La empresa tenía dificultades para soportar su actual carga salarial y debía afrontar nuevos retos. Por supuesto. Muchos directivos de mi edad estaban siendo invitados a negociar su situación laboral, normalmente a través de la siempre bien considerada jubilación anticipada. No era ninguna novedad. Varios casos me precedían, compañeros de cincuenta y tantos años que, aunque pareciera lo contrario, se habían marchado a casa y habían renegado del ocio, porque el ocio se disfruta desde el negocio, y no desde ese desempleo adornado de retiro que se nos ofrecía.

Estuve reflexionando durante un buen rato, inmóvil y absorto. Si en mi vida ya no había lugar para la lucha por la existencia, no me atrevía a pensar lo que sucedería si esa invitación al ocio se hacía real y dejaba de trabajar. Pasaría a engrosar las filas de ese ejército de sumisos incapaces de distinguir un martes de un domingo, veraneantes de invierno y trasnochadores de talkshow televisivo, sujetos pasivos, a veces pasotas, que compran la adrenalina en la farmacia, visitan al médico con más frecuencia que nunca y se jactan de conocer la mejor carnicería y pescadería del barrio. Sería un acto de sometimiento al sistema. Yo y los míos (losmíosyyo) dispondríamos de lo necesario para seguir viviendo, pero todo nos sería dado a cambio de nada, esto es, a cambio de todo, porque tal cosa implicaría la sumisión al absolutismo del sistema, el acatamiento de sus reglas y la conversión a su credo.

Suspiré en negativo. Quizá podría hacer algo para ocupar mi tiempo libre y entretenerme. No sé, colaborar con una oenegé, ingresar en un grupo de teatro amateur, jugar a las cartas con una pandilla de amigos o realizar excursiones a un monasterio cercano y volver a casa con una batería de cocina nueva. Podría hacer algo así o estar todo el día sentado en un banco del parque al sol en invierno y a la sombra en verano, asistiendo impávido a la necrosis paulatina de mi masa encefálica. No hay que olvidar que la inacción es un poderoso enemigo y que, como el apetito o el sexo, es de orden exponencial, o sea, que cuanto menos hace uno menos quiere hacer.

Y tampoco me sirvió de nada pensar en mis hijos. Gus era un universitario independiente en todos los sentidos menos el financiero y Carol, pese a ser aún una adolescente, apenas dependía de mí. Los hijos no dependen de los padres sino del sistema, y la prueba palpable era que podía morirme en ese mismo instante (lagartolagarto) y la vida de Carol no se habría visto alterada en ningún aspecto fundamental. Mi seguro de vida habría hecho el papel de padre mucho mejor que yo.

De pronto, no sé por qué, me acordé de James Bond y, como él, quise tener una misión que cumplir. Quise que mi personaje sobreviviera a mi persona y que, cuando fuera demasiado viejo, otro actor interpretase mi papel y siguiera aceptando las misiones de M. Quise envejecer como el tío Jaulín, siendo respetado por los míos y poniendo mi experiencia a su disposición. Quise ser un hombre con vocación, no un gigoló ofertando sus servicios al mejor postor. El tío Jaulín no estaba jubilado, incluso era posible que nunca hubiera tenido una nómina y, por descontado, jamás había rendido cuentas ante la patronal. El tío Jaulín estaba y estaría siempre en activo, hasta el día de su muerte, sin horarios ni festivos, sin días de asuntos propios ni puentes negociados por el comité de empresa. Era un hombre íntegro, no como yo, que podía ser varias cosas pero ninguna al unísono.

Decidí volver a hablar con él al día siguiente, aunque eso me obligase a comprar prendas que no necesitaba, aunque eso me costase otra mirada del sujeto malcarado y otra intervención del gigantesco Fidelio. Me daba igual. Sólo aspiraba a hallar un rastro de paz, de paz interior, en ese hombre tocado con sombrero y bastón, vestido escrupulosamente de negro, como los ojos de su hija, cuya hondura sospechaba pero no había podido comprobar todavía y por cuya mirada me habría dejado cortar una mano. Quise ser un manco feliz.