6. La casa de la risa (1970-1976)

EL PUTO LIMÓN

A fines de 1970 José Revueltas se hallaba una vez más en la cárcel y en México se incubaban profundos cambios en la conciencia colectiva, pero esto era algo que apenas se advertía. En la superficie todo parecía normal; a pesar de la dura prueba de 1968 se hallaban intactos el presidencialismo todopoderoso, el partido de Estado, las grandes corporaciones oficiales y privadas, y los mecanismos de control. Sin embargo, en mucha gente existía la impresión vaga de haber despertado de un sueño para enfrentar una realidad que antes se había soslayado; las grietas del sistema se percibían por doquier para quienes no se negaban a verlas y las huellas negativas del desarrollismo, o “milagro mexicano”, eran ya perceptibles: allí estaba el deterioro del sistema, la devastación de la naturaleza, el desperdicio de recursos, la corrupción, la sobrepoblación, la injustísima distribución de la riqueza, la dependencia del exterior y el paternalismo antidemocrático, o “dictablanda”, como también se le decía. Capas minoritarias, pero muy significativas, de la sociedad exigían una verdadera democracia, y por todas partes una efervescente voluntad de expresión pugnaba por abrirse paso. Como el régimen no atendió a fondo nada de esto, los acontecimientos políticos y contraculturales de 1968 generaron efectos silenciosos que se prolongaron durante muchos años.

Hasta cierto punto, el nuevo presidente tenía una relativa conciencia de todo esto, y se propuso acelerar cambios y reformas que reactivaran los procesos de crecimiento. Sin embargo, la manera como enfrentó estas nuevas necesidades del país a la larga resultó funesta para él y para todos.

Para la toma de posesión de Luis Echeverría se eligió el Auditorio Nacional de la ciudad de México, y aunque éste fue revitalizado con mucho dinero significativamente quedó igual de frío y desangelado que antes. La ceremonia pretendía simbolizar una suerte de “ruptura y continuidad”, así es que fueron invitados cuatro viejos indios, que representaban “la reorientación del sistema”, pero también estuvieron allí María Félix, “ataviada con fastuoso abrigo de leopardo”, Henry Ford y la usual cargada de funcionarios, invitados, periodistas y colados. En su mensaje, el flamante mandatario dejó clara su voluntad de distanciarse de la administración anterior y reiteró los temas de su campaña: acercamiento a los jóvenes, diálogo, “apertura”, crítica y autocrítica; además, reconoció la injusta distribución de la riqueza y expuso la necesidad de cambios, muchos cambios.

El para entonces ex presidente Gustavo Díaz Ordaz, que presenciaba lo que ocurría, posiblemente no daba crédito, y le seguía costando mucho trabajo digerir la metamorfosis de su sucesor, quien de ser un hombre tieso, reservado y servil, se había convertido en un locuaz líder de los jóvenes. Más tarde, se dijo que Díaz Ordaz, todas las mañanas, antes de rasurarse se plantaba ante el espejo y se propinaba sonoras bofetadas, insultos y maldiciones “por haber elegido a Echeverría”. Además de esta enérgica autocrítica, durante su aislamiento posterior Díaz Ordaz tuvo que lidiar con los fantasmas de Tlatelolco. “El 68 lo había lastimado”, escribió José López Portillo, “se daba cuenta de todas las tensiones, preocupaciones y dolores contemporáneos e históricos que traía a cuestas”.

Como una respuesta al 68, Echeverría presentó un gabinete de “gente joven”, que a Daniel Cosío Villegas, editorialista de lujo de Excélsior, le pareció “de inexpertos”, y más técnico que político. Por supuesto, el presidente se había apresurado a llevar a su gente a los altos puestos para tener el máximo poder posible desde un principio. De esa manera, Mario Moya Palencia pasó de las oficinas de la censura cinematográfica a la Secretaría de Gobernación, Hugo Cervantes del Río ocupó la también estratégica Secretaría de la Presidencia; Emilio Rabasa encabezó Relaciones Exteriores, Víctor Bravo Ahuja se instaló en Educación Pública; el consentido del jefe, Augusto Gómez Villanueva, naturalmente se encargó del Departamento Agrario, y José Campillo Sainz dio la marometa mortal de la iniciativa privada a la Secretaría de Industria y Comercio. Pero los verdaderamente jóvenes del equipo del presidente eran Fausto Zapata, Juan José Bremer, Francisco Javier Alejo, Carlos Biebrich, Ignacio Ovalle y Porfirio Muñoz Ledo. Todos ellos ocuparon puestos de gran importancia, aunque no llegaron a encabezar, en ese momento, secretarías de Estado.

Por otra parte, el ex suspirante a la presidencia Alfonso Martínez Domínguez pasó al Departamento del Distrito Federal, y para dejar claro que entre los cambios no se avecinaba una verdadera democratización del sistema, a la cabeza del Partido Revolucionario Institucional (PRI, o “RIP”, como le decía ya el caricaturista Rius) quedó el amigo del presidente y notorio cacique Manuel Sánchez Vite, quien no sólo se deshizo en adulaciones inverosímiles a Echeverría, sino que en la oficina de Acción Electoral del partido oficial colocó a Luis del Toro Calero, conocido como el Padre de la Alquimia Electoral.

Como se ha visto, una de las metas iniciales del presidente consistía en neutralizar hasta donde fuese posible las grandes heridas del 68. De allí que de inmediato ordenara la liberación de los primeros presos políticos de 1968 (para junio de 1971 todos habían salido ya de la cárcel), y que Echeverría se dedicara a hacer campaña en contra de los que él llamaba los Emisarios del Pasado, que no era un grupo de rock sino nada menos que el ex presidente Gustavo Díaz Ordaz y los viejos políticos que desde un principio murmuraban y rezongaban en voz baja pues habían sido desplazados por los incipientes tecnócratas. En un principio pareció que de esta manera Echeverría tan sólo subrayaba sus ideas de renovación, pero después del 10 de junio se pudo ver que en realidad los Emisarios del Pasado (como más tarde la Liga 23 de Septiembre) podían ser muy útiles como chivos expiatorios de jugadas políticas represivas.

Además de la retórica en contra de la vieja guardia, y también como otro efecto más del 68, Echeverría ocupaba una buena parte de sus torrentes declarativos en pregonar su afamada “apertura democrática”, que, como dejaron ver los nombramientos en el PRI, ni remotamente implicaba la verdadera democratización que exigía una parte de la sociedad, sino un relativo ensanchamiento de la libertad de expresión, así como abrir el abanico de la cooptación y las puertas del gobierno a los opositores que quisieran integrarse. Por tanto, muchos jóvenes, llamados “los aperturos”, aprovecharon la oportunidad y procedieron a exprimir briosamente las ubres del estado.

Pero muchos otros optaron por radicalizarse. La derrota de Tlatelolco les hizo pensar que la mejor vía para revolucionar el país consistía en la lucha armada a través de las guerrillas en las montañas, como había propuesto el Che Guevara, o a través de la guerrilla urbana, que incluía secuestros y asaltos bancarios bautizados como “expropiaciones”. Desde la década anterior, Genaro Vázquez Rojas ya se hallaba en la sierra guerrerense, en noviembre de 1966 había sido arrestado en la ciudad de México, y en abril de 1968 su grupo, la Asociación Cívica Guerrerense (ACG), formó un comando que logró rescatarlo. Genaro se fue a la sierra inmediatamente, rebautizó a su grupo como Asociación Cívica Nacional Revolucionaria (ACNR) y creó comités de lucha clandestina. No obstante, la ACNR tardó en relacionarse a fondo con los campesinos guerrerenses y hasta diciembre de 1970 inició en forma sus actividades con el secuestro del millonario Donaciano Luna Padilla, por quien obtuvo millón y medio de pesos. Casi un año después, el 20 de noviembre de 1971, la ACNR secuestró a Jaime Castrejón Díez, rector de la Universidad Autónoma de Guerrero, por quien se pidió la liberación de nueve presos políticos (entre los que se encontraba Mario Menéndez, director de la aguerrida revista Por Qué ), más dos millones y medio de pesos. El dinero se pagó a través del obispo de Cuernavaca, Sergio Méndez Arceo, un avión militar llevó a los presos a La Habana y Castrejón fue puesto en libertad a principios de diciembre. Sin embargo, con todo esto el ejército apretó aún más las tuercas de la lucha antiguerrillera.

El auge de la guerrilla de Genaro Vázquez Rojas en realidad fue efímero, pues sólo duró unos meses, en los que obtuvo publicidad y difusión de sus comunicados. Entre fines de 1971 y principios de 1972 la guerrilla urbana, a su vez, trabajaba ya a gran presión y abundaban los secuestros y las “expropiaciones” de bancos, así es que el acoso del ejército en Guerrero se intensificó y Genaro Vázquez dejó la sierra. Para entonces la prensa lo denostaba con saña. Durante un tiempo vivió escondido en Cuernavaca, pero finalmente decidió reemprender la lucha y quiso regresar a Guerrero a través de Michoacán. Pero tuvo pésima suerte: su automóvil se estrelló contra un puente, Genaro se fracturó el cráneo y fue rematado de un culatazo, cuenta Carlos Montemayor, por un cabo de la tropa que llegó después al sitio del accidente.

Pero la guerrilla de Genaro Vázquez sólo era el primer capítulo de la continuación de las luchas del 68 a través de otros medios. Para esas fechas el también maestro guerrerense Lucio Cabañas se hacía notar con sus asaltos a cuarteles y guarniciones militares. Igualmente, cada vez más se oía hablar de la Liga 23 de Septiembre, que surgió para conmemorar que el maestro Arturo Gámiz García, a la cabeza de un pequeño grupo de estudiantes y maestros, había tratado de asaltar el cuartel de Ciudad Madera, Chihuahua, el 23 de septiembre de 1967, tal como Fidel Castro trató de tomar el cuartel Moncada, de Santiago de Cuba, en 1953. En los años setenta, comandada por los hermanos David y Carlos Jiménez Sarmiento, la Liga ocuparía un gran espacio en los medios de difusión.

En la década de los setenta surgieron numerosos microgrupos más que se proponían hacer la revolución en México a través de la guerrilla urbana, como el Frente Urbano Zapatista (FUZ), el Movimiento de Acción Revolucionaria (MAR), las Fuerzas Revolucionarias Armadas (FRAP), el Comité Estudiantil Revolucionario (CER), el Comando Armado del Pueblo (CAP), las Fuerzas Armadas de la Nueva Revolución (FANR), la Unión del Pueblo Carlos Lamarca, la Liga Armada Comunista (LAC) y muchos más. Algunos de ellos apenas tenían siete u ocho miembros, entre los que no faltaba, como dice Elena Poniatowska, “un oreja de Gobernación”. Con frecuencia enviaban a su militantes a China o Corea a recibir adiestramiento y era común una interpretación maoísta, frecuentemente sectaria, del marxismo. Casi todos se hallaban compuestos por jóvenes urbanos de clase media que de buena fe estaban dispuestos a sacrificar sus vidas para cambiar las condiciones de explotación y represión que se acentuaban en el país, y numerosos militantes fueron muertos, torturados y encarcelados, o simplemente “desaparecidos”; sin embargo, muchos también cayeron en formas muy rígidas de sectarismo y dogmatismo, nunca lograron exponer sus ideas con claridad, tendían a formas de “violencia revolucionaria” muy cercanas al fascismo y no faltaron los que se acostumbraron a obtener dinero fácil a través de las “expropiaciones”, por lo que se despeñaron en formas no menos graves de corrupción. Entre las acciones más destacadas de la primera parte del sexenio se contaron los secuestros de Julio Hirschfeld Almada, a cargo del FUZ, donde militaba Paquita Calvo; de Terrence George Leonhardy, cónsul de Estados Unidos en Guadalajara; y de José Guadalupe Zuno, suegro del mismísimo presidente Echeverría; que fueron llevados a cabo en 1973 por las FRAP.

El furor guerrillero de los setenta por desgracia trajo consigo el aumento de la beligerancia y la barbarie del “aparato de control” con sus sistemas de espionaje, infiltración, brutalidades, torturas, asesinatos y desapariciones. A los métodos tradicionales (injurias, golpizas, inmersión en pozos de agua o excusados, descargas eléctricas en las áreas genitales o en la cabeza con la picana, o shock baton, agua mineral en las fosas nasales, amenazas de asesinato de seres queridos, violaciones, encierros prolongados e insalubres, ingestión de excremento, simulacros de ejecución y otras formas de tortura sicológica) después se añadió el acopio de recursos que Estados Unidos ponía en práctica en Chile, donde Salvador Allende procuraba, legalmente, instaurar un socialismo democrático y de rostro humano.

Las principales fuerzas represivas de esa época eran la Dirección Federal de Seguridad, la Policía Judicial Federal, la Dirección de Investigación para la Prevención de la Delincuencia (DIPD), la Policía Militar y la Policía Judicial de los distintos estados de la federación. Después, “inspirados” también por la experiencia chilena y entrenados por las fuerzas ad hoc de Estados Unidos, surgirían los grupos paramilitares antiguerrillas, como la Temible Brigada Blanca. Entre los miembros de estas corporaciones que más “se distinguieron” en las atrocidades de la lucha antiguerrillera se contaron Miguel Nazar Haro, Salomón Tanús, Jorge Obregón Lima, Francisco Sahagún Baca y muchos agentes policiacos más.

Para el nuevo gobierno, no obstante, los problemas inmediatos más bien se hallaban en la economía. Era claro que el desarrollo estabilizador ya había dado de sí y que ya sólo serviría como punch bag de los economistas oficiales. Aunque el crecimiento económico había cerrado con fuerza en la década de los sesenta (el promedio fue de 6.9 por ciento del producto interno bruto, o PIB), en el principio del sexenio las “presiones inflacionarias” obligaron a que en diciembre aumentara el precio del azúcar, lo que generó alzas en otros productos.

Además, el nuevo gobierno arrancó con la cautela habitual de los principios de sexenio, y a lo largo de 1971 contrajo la inversión pública. Para contener el aumento de las exportaciones que desequilibraban la balanza de pagos, Hacienda se propuso bajar la tasa de crecimiento hasta cinco por ciento, pero se les fue la mano y ésta cayó hasta 3.4 a fin de año. También se decidió disminuir la circulación del dinero y por tanto se frenó la impresión de billetes.

Como, por otra parte, el sector privado procedió con cautela redoblada, ante un gobierno cuyos signos les parecían poco claros, también redujo sus inversiones y abrió un compás de espera, así que el primer año de gobierno se convirtió en el de la “atonía” o “estancamiento productivo”, como los especialistas decidieron llamarle orwellianamente. Sin embargo, durante el primer año de gobierno todo eso parecía coyuntural, transitorio, pues se tenía confianza en que las cuestiones económicas se resolvieran por el simple hecho de que así había ocurrido en los tres sexenios anteriores.

Luis Echeverría Álvarez, significativamente, fue el primer mandatario de México que jamás pasó por un puesto de elección popular, y su carrera más bien se desarrolló en los laberintos burocráticos. Era un experto del “control”, después de 12 años muy intensos como subsecretario y secretario de Gobernación. Conocía muy bien las entrañas del sistema y se dispuso a utilizar al máximo el sacrosanto poder presidencial. A fin de cuentas, como lo demostró ampliamente, no le interesaba conciliar ni equilibrar los intereses políticos de la familia revolucionaria; desde un principio hizo lo que quiso, con la autoridad que le daba, a falta de mejor legitimación, la fortaleza física que le permitía trabajar “jornadas de catorce horas sin ir al baño”.

Desde un principio, Echeverría enarboló como modelo a Lázaro Cárdenas. Por tanto, para mitigar la nostalgia de los tiempos en que estuvieron de moda la ropa, las artesanías indígenas y todo “lo mexicano”, dispuso que en las comidas y celebraciones presidenciales en vez de vino y licores “extranjerizantes” se sirvieran aguas de chía, de horchata o de jamaica, y en Los Pinos se colocaron muebles mexicanos y equipales para los invitados. La esposa del presidente, María Esther Zuno, aparecía en las fiestas ataviada con trajes de tehuana, en la más pura tradición de los años treinta, sólo que en 1971 la gente no recordó a Frida Kahlo sino a las meseras de los restoranes Sanborns, que solían vestir trajes autóctonos y que, a partir de ese momento, se les conoció como “las esthercitas”. Por cierto, a la “primera dama” le gustaba que le dijeran, al estilo revolucionario, “la compañera Esther”, y ella, a su vez, llamaba a su esposo y presidente por el apellido: “Echeverría”.

Doña Esther no tenía intenciones, como sus antecesoras, de pasar como Abnegada Madrecita Mexicana; ella también venía en plan de lucha y dispuesta a llamar la atención.

El presidente, por su parte, para que viesen que sus simpatías se hallaban con el pueblo campesino, a la menor provocación se ponía guayaberas, las cuales, como era de esperarse, rápidamente se impusieron entre los funcionarios, ya que éstos, con tal de complacer al gran jefe, no habrían dudado en ponerse pañales, como quizá los usaba el Señor. Esto era de considerarse porque Echeverría quería hacerlo todo, pero ya, y el tiempo no le alcanzaba, así es que casi no dormía, no comía ni iba al baño. “¡No mea!”, exclamaban, admirados, sus subalternos, e incluso varios trataron de imitarlo en semejante violencia al cuerpo. José López Portillo reveló que él mismo en una ocasión contuvo la necesidad de orinar por más de 10 horas, a pesar de que “se le salían las lagrimitas”.

Echeverría nunca paraba de hablar y de emitir estentóreas carcajadas. Le gustaba tener mucho público y con frecuencia citaba, desde temprano en la mañana, a equipos numerosos de funcionarios de varias dependencias, y los “acuerdos colectivos” duraban hasta la madrugada. Esas sesiones de trabajo eran tan caóticas y excesivas que López Portillo una vez mejor se puso a jugar futbolito con un zapato de Bernardo Aguirre, quien para evadir la abrumadora realidad de los acuerdos colectivos se quitaba el calzado y practicaba posturas de yoga.

López Portillo, que para entonces era subsecretario de Patrimonio, también reportó que una vez su jefe Horacio Flores de la Peña, llegó furioso después de una reunión sobre el cultivo del limón que, como ya era costumbre, duró eternidades. “Ahí estuvimos horas y horas, jode y jode, con el puto limón”, se quejaba el secretario de Patrimonio. Por esa razón, cada vez que sonaba el teléfono de “la red”, Flores de la Peña y López Portillo se miraban, resignados, y decían: “Ahí vamos otra vez con el puto limón”.

A Echeverría le gustaba disponer de la gente a su arbitrio, y a menudo llamaba colaboradores a altas horas de la madrugada. Esos pobres jinetes de la patria llegaban a Los Pinos con la piyama bajo el traje y con chinguiñas en los ojos. Si no, el presidente invitaba gente pero nomás no la dejaba ir para no perder ese público cautivo. El historiador Daniel Cosío Villegas a su vez contó que, después de una invitación a comer en Los Pinos, Echeverría insistió en que se quedara a ver una película de promoción oficial que ni siquiera estaba terminada, y después tuvo que soportar varios acuerdos con todo tipo de burócratas que no cesaban de entrar y salir.

Cosío Villegas escribió que la política de diálogo del presidente en realidad fue un inmenso monólogo, y diagnosticó que Echeverría padecía exceso de locuacidad, que se creía predestinado y que su ansia de trascendencia lo hacía volcar sus mensajes no sólo a la nación, sino al mundo y a la Historia. Para colmo, agregó Cosío Villegas, el tono del mandatario era de predicador o, en el mejor de los casos, de maestro rural, siempre rico en antologables errores de gramática o, de plano, de congruencia. Quería quedar bien con todos, especialmente con los jóvenes, pero rapidito; “sobre la marcha”, decía, “caminando seguiremos poniendo las ideas a caballo”.

Ante los grupos que reunía proclamaba sus grandes planes: un renacimiento económico, agrario, obrero, cívico y cultural; crearía parques industriales, daría el poder a los obreros y todas las facilidades a los jóvenes; además, apoyaría a la provincia y al campo con políticas de descentralización, estímulos fiscales y crediticios, para que los campesinos pudieran formar sus propios fideicomisos y explotar su propia riqueza.

Luis Echeverría fue el primer presidente mexicano que se acercó a los intelectuales, pues, antes de él, sólo Miguel Alemán había mostrado aprecio hacia los artistas. Echeverría, sin embargo, comprendió que en el nuevo contexto post 68 la alta inteligencia del arte, el pensamiento y la investigación vestiría muy bien a su gobierno, y la cultivó.

Uno de los primeros éxitos del presidente en este terreno fue la conquista fácil de Carlos Fuentes, quien no sólo se adhirió al nuevo mandatario sino que incluso hizo un gran proselitismo a su favor al compás del lema “Echeverría o el fascismo”. El escritor organizó una reunión entre Echeverría y Lo Más Destacado de la Intelectualidad de Nueva York, y, como premio, obtuvo el puesto de embajador de México en París; éste era uno de los sueños de los viejos intelectuales latinoamericanos, y ponía a Fuentes a la par de Pablo Neruda, Alejo Carpentier o Miguel Ángel Asturias.

Muchos se apuntaron con Echeverría, como José Luis Cuevas y Fernando Benítez, al igual que la China Mendoza; Ricardo Garibay aprovechó una audiencia, en la que el presidente lo salvó de apuros monetarios (con un grueso fajo de billetes que sin más sacó de un cajón de su escritorio mientras, de lo más cool, le decía “¿con esto te alcanza?”), y le pidió la oportunidad de “estar a su lado y poder ser testigo de los actos de gobierno”, lo cual complació mucho al presidente. Garibay, en efecto, obtuvo derecho de picaporte a la oficina presidencial hasta que, a fines de sexenio, hizo una crítica que no le gustó a Echeverría, quien congeló la relación. A su vez, Ricardo Martínez fue el pintor preferido del presidente.

Por otra parte, la gente de Excélsior, con Cosío Villegas como centro delantero, recibió regalos e invitaciones a las ordalías de agua de horchata y de jamaica. Los editorialistas de Excélsior le tomaron la palabra a Echeverría y se dedicaron a ejercer la libertad de expresión. Dirigidos por Julio Scherer García, Gastón García Cantú, Samuel I. del Villar, Froylán López Narváez, Antonio Delhumeau, Carlos Monsiváis, Jorge Ibargüengoitia, Vicente Leñero, Ricardo Garibay y Luis Medina, entre otros, conformaron el equipo de editorialistas y, junto a un cuerpo de reporteros de primera línea, convirtieron al Excélsior en el principal periódico del país y en buena medida revitalizaron el periodismo mexicano, que se hallaba en densos pantanos de manipulación, corrupción y falta de imaginación. Se dio un espacio diario a la cultura, lo cual era insólito en la prensa, salvo en el caso de El Día, y se dignificó en buena medida la sección de sociales. Por supuesto, la actitud crítica de Excélsior más tarde le acarreó problemas con el gobierno y con la iniciativa privada, que en más de una ocasión lo sometió a boicots para doblegarlo. Pero a principios del sexenio nada de eso ocurría aún y el periódico era un éxito.

Por supuesto, el brío principal venía de parte del historiador Daniel Cosío Villegas, quien muy pronto le tomó la medida a Echeverría y a su administración, y se divirtió enormemente criticándolos con artículos elegantes, inteligentes e irónicos. Entre muchas otras cosas, escribió que en la ciudadanía nadie creía que hubiera un verdadero diálogo, y ni siquiera un monólogo, sino muchos, pues a los del presidente había de añadir los de sus colaboradores. Esto irritó a Echeverría y se encargó de hacerlo saber a través de sus dudosos medios, por lo que Cosío Villegas juzgó necesario anunciar que renunciaba a seguir escribiendo. El secretario de Educación Bravo Ahuja entonces fue a visitar al historiador y le comunicó que su esposa, de modo vehemente, le había pedido que convenciese a don Daniel de que no suspendiera sus artículos. La esposa de Bravo Ahuja a fin de cuentas resultó ser el presidente mismo, quien de plano se bajó de su nube y acabó por tomar el teléfono para decirle al historiador: “siga escribiendo.”

Por su parte, Cosío Villegas no sólo lo hizo sino que la Editorial Joaquín Mortiz le publicó El sistema político mexicano, una radiografía muy útil para conocer las entrañas de la vida política nacional y en la que por primera vez se sacaron a balcón los modos de operación del presidencialismo priísta, que por lo general sólo se conocían en las muy altas cúpulas. En este libro apareció la celebérrima definición: en México se vive “una monarquía absoluta, sexenal y hereditaria en línea transversal”. Cosío denunció el tapadismo, la corrupción, la demagogia y la esquizofrenia (el gobierno por un lado y el pueblo por otro), y calificó al sistema mexicano como “una Disneylandia democrática”.

Cosío Villegas invitó a la compañera María Esther y a Echeverría a comer a su casa, y en una de esas visitas asistieron también varios estudiantes de El Colegio de México, quienes “dialogaron” con el presidente, o sea, estoicamente lo escucharon perorar. “Mírelo”, comentó la compañera Esther, “está encantado.” Allí mismo Echeverría autorizó fondos para la elaboración de La historia de la Revolución Mexicana, que con el tiempo resultó una serie de 23 volúmenes, algunos de ellos excelentes.

Echeverría a su vez correspondió invitando a los Cosío a comer en Los Pinos, pero como la actitud crítica del historiador no cesaba a pesar de estas comidas, el presidente echó a andar fuertes ataques (o “golpes”) en la prensa contra él e incluso promovió un libelo titulado Danny, el sobrino del Tío Sam. Más tarde Cosío Villegas llevó a comer con el presidente ya no a estudiantes sino a pesos-pesados del medio intelectual, como Octavio Paz, Víctor Urquidi y Julio Scherer. Por último, Cosío publicó la continuación sui géneris de El sistema político mexicano, titulada El estilo personal de gobernar. Este libro se concentraba en la personalidad de Luis Echeverría, a quien Cosío observó con penetración regocijante. El presidente ya no aguantó esta última estocada: enfureció al máximo y se suspendieron las invitaciones a comer. Todo esto contribuyó al estado de ánimo que llevó a Echeverría a derribar el Excélsior de Scherer en 1976.

Pero antes, Excélsior expandió sus actividades y financió la revista Plural, dirigida por Octavio Paz, la cual mereció que Tito Monterroso dijese que “era la prueba de que el espíritu pesaba más que la materia”. Plural en lo más mínimo hizo honor a su nombre y pronto conformó una mafia compuesta por Gabriel Zaid, Enrique Krauze, Alejandro Rossi, José de la Colina, Ulalume González de León, Julieta Campos, Salvador Elizondo, Juan García Ponce y unos cuantos más que lograron colarse a este grupo, elitista como pocos y tan hermético como los misterios de Eleusis. Excélsior también publicó una nueva Revista de Revistas, dirigida por Vicente Leñero, que pronto se ganó un bien merecido prestigio entre los lectores interesados en las cuestiones políticas y sociales.

La emulación que el presidente Echeverría hacía de Lázaro Cárdenas lo llevó a proclamar “la segunda etapa de la reforma agraria”. En teoría se trataba no sólo de usar guayaberas sino de combatir la idea, aceptada por muchos, de que el ejido era un fracaso. Se planeaba aumentar la producción de los ejidos, colectivizándolos, y “sembrar todo lo sembrable”, pues sólo así se lograría el sueño de todos los gobiernos mexicanos: autoabastecernos de productos agrícolas para detener la catarata de importaciones que desequilibraban inexorablemente la balanza de pagos. Sin embargo, pese a los esfuerzos iniciales, que permitieron impulsar en cierta medida el cultivo de maíz y frijol, Echeverría no pudo romper, porque nunca lo intentó en serio, las ya rigidísimas estructuras del campo, donde una minoría de neolatifundistas disfrazados de pequeños propietarios disponía de las mejores tierras, de sistemas de riego, y se llevaba las grandes ganancias, mientras los ejidatarios y los obreros agrícolas se empobrecían a tal punto que acababan emigrando a Estados Unidos o a las grandes ciudades. Para estas alturas, el daño estaba tan avanzado que al parecer ya nada podía corregir los sexenios de baja inversión, burocratismo y corrupción, y el abandono de inmensas regiones y rubros. De hecho, el desarrollismo había congelado los precios de garantía de los productos agrícolas, y las grandes empresas transnacionales desquiciaron la producción.

Por tanto, los fideicomisos en el campo llegaron como la idea salvadora. Ésta consistía en crear grandes centros “agrario-turísticos” que beneficiarían a los campesinos porque aportarían nuevas fuentes de trabajo (naturalmente, pero esto no se decía, sólo en calidad de peones de la construcción, y después como sirvientes, jardineros, meseros, empleados de baja categoría o de plano como subempleados: vendedores de seudoartesanías, de nieves, refrescos y cheves). A fines del sexenio anterior ya se habían expropiado 70 hectáreas de playa en Bahía de Banderas, Nayarit, y a partir de 1971 las huestes de Augusto Gómez Villanueva, comandadas por Alfredo Díaz Camarena, desplazaron a la gente del gobernador Gómez Reyes y procedieron a dilapidar y jinetear enormes cantidades de dinero. A la larga, Bahía de Banderas fue un fracaso escandaloso y Díaz Camarena acabó en la cárcel durante el gobierno de López Portillo.

No obstante, los complejos turísticos a costa de ejidatarios atrajeron el interés de los inversionistas y del gobierno, especialmente por el éxito que sí tuvo el fideicomiso de Cancún; este paraíso turístico resultó tan elitista que sólo la gente muy rica pudo disfrutarlo. En Cancún se vio con claridad que con estos proyectos los ejidatarios finalmente sólo eran explotados; muy de cerca veían una serie de lujos demenciales e inalcanzables, mientras que todo se encarecía aterradoramente y los rasgos de identidad se deformaban; muchas veces las raíces mismas se perdían porque los campesinos acababan emigrando, lo cual agudizaba la sobrepoblación de las ciudades. Por cierto, todo el tiempo se rumoró que Echeverría “era el dueño de Cancún”, su negocito particular al estilo del acapulcazo de Miguel Alemán a fines de los años cuarenta. Sin embargo, si en el campo las cosas no salían como él esperaba, pronto el presidente Echeverría pudo demostrar cuán ducho era en la política a la mexicana con la carambola de varias bandas que significaron los sucesos del 10 de junio de 1971. En Monterrey, el gobernador Eduardo Elizondo había impuesto a la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL) una ley orgánica que conformaba el Consejo Universitario con tres representantes de los maestros y tres de los estudiantes, pero también con ocho de los medios de difusión, diez de los obreros, cuatro de las ligas de comunidades agrarias, uno del patronato pro UANL, uno del comercio, uno más de la industria, otro de los legisladores y cuatro de los profesionistas organizados. El dócil Congreso local, como era de esperarse, aprobó esta nueva e insensata ley en todas sus partes, así es que los estudiantes se pusieron furiosos y durante mayo Monterrey fue escenario de manifestaciones y paros. Ante esto, el presidente Echeverría envió al secretario de Educación, Víctor Bravo Ahuja, con instrucciones de que se derogara la ley, lo cual ocurrió el 5 de junio. Al gobernador Elizondo no le quedó más remedio que renunciar.

Sin embargo, las protestas estudiantiles de Monterrey ya habían generado repercusiones en otras partes, especialmente en la ciudad de México, donde los estudiantes normalistas anunciaron una manifestación de apoyo a sus compañeros de Monterrey para el día 10 de junio, jueves de Corpus. Como los sucesos de 1968 aún se hallaban muy vivos, muchos jóvenes capitalinos decidieron asistir.

Esta manifestación no fue autorizada por las autoridades. Además, el secretario de la Defensa Nacional, Hermenegildo Cuenca Díaz, dispuso que la policía capitalina se pusiera bajo las órdenes del ejército. De cualquier manera, la manifestación salió a las cinco de la tarde del Casco de Santo Tomás con dirección a la Escuela Nacional de Maestros. En el camino, los muchachos, entre porras y eslogans de rigor, pidieron la liberación de los presos políticos del 68 y criticaron los planes de “reforma educativa” del gobierno. Las fuerzas policiacas ordenaron que la marcha se disolviese, ya que no se había autorizado, pero los estudiantes siguieron adelante, en orden aunque en medio de una gran tensión, sin hacer caso a los contingentes policiacos que llegaron a custodiar a los manifestantes.

Sin embargo, en la avenida México-Tacuba de varios autobuses surgieron más de mil jóvenes fornidos, de pelo muy corto y tenis blancos, con macanas, kendos y armas de fuego, que arremetieron salvajemente contra los estudiantes ante la indiferencia de la policía y de los granaderos que no intervinieron en lo más mínimo incluso cuando los disparos se iniciaban y varios jóvenes caían muertos o heridos. Los estudiantes trataron de defenderse con los palos de las pancartas, con piedras y como pudieron, hasta que, en clara desventaja ante un contingente feroz, bien preparado y armado, procedieron a replegarse, pero descubrieron entonces que los gases lacrimógenos y los tanques antimotines del ejército les cerraban toda salida. De esa manera los agresores pudieron darse gusto masacrando estudiantes y persiguiéndolos por todo San Cosme hasta la avenida Hidalgo.

Para entonces el Zócalo se hallaba lleno de tanques, las fuerzas públicas eran visibles en distintas partes y de súbito allí estaba de nuevo la atmósfera ominosa de la matanza de Tlatelolco. Cuando los disturbios cesaron y manifestantes, halcones, policías y ejército se retiraron, oficialmente se reconoció la existencia de nueve muertos y numerosos heridos y arrestados.

Esa noche, el presidente Echeverría se mostró ultrajado; aseguró que no tenía que ver con nada de eso y dio a entender que “otras fuerzas” (los Emisarios del Pasado, o sea, Díaz Ordaz y su gente) se habían confabulado para desestabilizar al gobierno y debilitar la autoridad presidencial. “Si ustedes están indignados”, reiteró, “yo lo estoy más”. En una entrevista que esa misma noche concedió a Jacobo Zabludovsky en su noticiario 24 horas, el presidente agregó que había ordenado una investigación a fondo, “caiga quien caiga”, y condenó los actos “vandálicos, bárbaros, de esos grupos”. Zabludovsky también entrevistó a Octavio Paz y a Carlos Fuentes, quienes dieron su apoyo a Echeverría.

Al día siguiente, la prensa había identificado a los jóvenes fornidos y pelicortos como “los halcones”, un grupo paramilitar del mismo gobierno organizado por el coronel Manuel Díaz Escobar, a quien se atribuía la creación del famoso Batallón Olimpia que inició la matanza de Tlatelolco. Los periodistas informaron que los halcones se formaron para custodiar las instalaciones del metro y que entrenaban en San Juan de Aragón.

Autoridades y periodistas se lanzaron a buscar a los halcones, pero éstos habían desaparecido mágicamente, y ninguna dependencia oficial reconocía estar ligada a ellos. Díaz Escobar dijo que el grupo había dejado de existir desde “el primero de diciembre de 1970”. En el metro explicaron que, en efecto, un tiempo los halcones se habían ocupado de la vigilancia, pero “ya no”. Por su parte, Fidel Velázquez, líder de la CTM y experto en la creación de grupos de choque, dio otra de sus célebres muestras de cinismo al salir con que “los halcones no existen porque yo no los veo”. En cambio, años después, el general Félix Galván, secretario de Defensa durante la administración de López Portillo, le reveló a Julio Scherer García que Manuel Díaz Escobar “formó, entrenó, jefaturó a los halcones”, que fueron creados “para combatir a la Liga 23 de Septiembre”. Más tarde el presidente Echeverría envió a Díaz Escobar a Chile como agregado militar, y éste, claro, sólo causó problemas al gobierno de Allende. Por último, Díaz Escobar fue ascendido a general. Por cierto, los gobiernos sucesivos nunca dejaron de utilizar veladamente a los temibles grupos paramilitares de jóvenes pelicortos, y sólo hasta las elecciones de 1988 éstos fueron volviendo a ser muy visibles pues para entonces se trataba de ostentarlos con ominosos fines intimidatorios.

La famosa investigación (“caiga quien caiga”) que encargó el presidente jamás progresó, y pronto se vio que no llegaría a nada. En cambio, el 15 de junio Echeverría indirectamente sugirió quiénes eran los responsables de los sucesos del 10 de junio al pedir la renuncia de Rogelio Flores Curiel, jefe de la policía de la ciudad de México (cuya “disciplina” sería premiada después con la gubernatura de Nayarit), y del regente de la capital, Alfonso Martínez Domínguez, que hasta ese momento llevaba una impresionante carrera política, por lo que de nuevo se hallaba en las listas de los “presidenciables”.

Martínez Domínguez, furioso, se fue a la banca hasta su rescate en el siguiente sexenio y tuvo que aguantar el estigma de que la gente le dijera “Halconso”; sin embargo, años después no se quedó con las ganas de revirar el golpe que le había cancelado sus ambiciones presidenciales: en una entrevista que estratégicamente concedió a Heberto Castillo para la revista Proceso, la cual por supuesto desmintió, dijo que Echeverría virtualmente lo encerró en Los Pinos todo el 10 de junio con el pretexto de discutir el aprovisionamiento de agua de la ciudad de México, aseguró que él mismo vio a Echeverría dar órdenes telefónicas de que la represión fuese dura y de que se quemaran o enterraran los cadáveres. Según él, sólo se enteró bien de los acontecimientos hasta que salió de Los Pinos.

Por su parte, Luis Echeverría dijo después a Luis Suárez que “estaba en juego la política de diálogo y apertura a los jóvenes y lo ocurrido parecía un reinicio de la represión”. Y agregó: “Supe que entre los organizadores se hallaban unos muchachos, encabezados por Rafael Fernández T., que después fundaron el PST.” Reveló también que en 1971 se hallaba “en medio de influyentes circunstancias” y que por tanto consideró necesario “jugársela de un modo u otro”, lo cual explica que a fin de cuentas solamente aceptara la responsabilidad de no haber llevado la investigación a las últimas consecuencias (lo cual era obvio, ya que, de hacerlo, ésta habría tenido que llegar hasta él). Por su parte, José López Portillo dijo que “el día de Corpus el régimen expresó, otra vez con violencia, ahora equívoca, que no permitiría manifestaciones como las del 68”.

En todo caso, a través de los sucesos del 10 de junio, Echeverría logró quitarse de encima a un gobernador que él no había impuesto y que no le simpatizaba; también eliminó a un presidenciable muy incómodo, y además frenó toda protesta estudiantil con la bandera disuasiva de otro Tlatelolco. Es muy probable, incluso, que a través de los “muchachos que después fundaron el PST”, y que por supuesto él manejaba, haya alentado la manifestación para manipularla en todas direcciones. El presidente, en efecto, se la jugó, pero en ese momento ganó de todas todas. Con el 10 de junio se consolidó como presidente y los estudiantes ya no volvieron a movilizarse hasta 1986; apenas pudieron desahogarse pírricamente con la pedrada que Echeverría recibió en 1975 en Ciudad Universitaria.

Por otra parte, el 10 de junio se convirtió en un “ pequeño 2 de octubre” en cuanto fue mitificado enérgicamente por los jóvenes mexicanos que, aunque no compartían las tesis de la guerrilla urbana o rural, se orientaban hacia las ideas de izquierda. Un efecto cultural de todo esto fue el auge que a principios de los años setenta empezó a tener la llamada “canción de protesta”. Muchos jóvenes habían sido estimulados por el boom y el ascenso al poder de Allende, y volvieron los ojos hacia Latinoamérica. Así se aficionaron a la música de Violeta Parra, Víctor Jara, Facundo Cabral, Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa, Intillimani y otros cantantes, compositores o grupos de corte neofolclórico, con su abundancia de bombos, quenas y otros tipos de flauta.

En México empezaron a esparcirse las “peñas”, pequeños cafés o bares donde cantaban Óscar Chávez, Margarita Bauche, Julio Solórzano, Gabino Palomares, Margie Bermejo, el Negro Ojeda y Guadalupe Trigo. De más está decir que Los Folkloristas, con René Villanueva y Gerardo Tamez, fueron los grandes pioneros de esta corriente, en la que también tuvo importancia el español Joan Manuel Serrat, con sus versiones musicales de poemas de Antonio Machado. Las peñas folclóricas fueron un fenómeno de clase media urbana y su profundidad como medio de protesta no fue mucha, pues con sentarse a oír temas sociales o latinoamericanistas muchos sentían que ya habían hecho su tarea revolucionaria. En un principio pareció que la canción de protesta chocaría fuertemente con el rock, pues en apariencia las posiciones no podían ser más opuestas: en esta esquina, la identidad latinoamericana; en esta otra, la infiltración-imperialista-y-colonialismo-cultural. Incluso, el escritor y rocanrolero. Sin embargo, en ambos casos se trataba de formas profundamente expresivas que no tenían por qué resultar antagónicas. Así había ocurrido a principios de los sesenta en Estados Unidos, cuando la corriente integracionista de Joan Baez y Pete Seeger con el tiempo se fusionó con el rock a través de Bob Dylan. Y algo semejante ocurrió aquí: folclor, canto nuevo, salsa, rock y jazz estrecharían sus lazos y darían pie a las innumerables fusiones de los años ochenta.

El rock y la contracultura, por su parte, habían encontrado un medio expresivo de primer nivel con la revista Piedra Rodante, dirigida por el publicista y después terapeuta junguiano Manuel Aceves, que bien pronto se alejó de la publicación matriz estadunidense y se hizo mexicanísima, con una planta de colaboradores que incluía a Parménides García Saldaña (ya había publicado sus libros El rey criollo y En la ruta de La Onda), el sacerdote Enrique Marroquín (autor de La contracultura como protesta), Óscar Sarquiz, Juan Tovar, Luis González Reimann, Jesús Luis Benítez (autor de la columna “De tocho un pocho”) y Raúl Prieto como eminencia gris (quien de Nikito Nipongo pasó a Doctor Keniké con su columna “Chochos, bachas y arponazos”).

La Piedra, como fue conocida, fue pionera en México del auge del formato tabloide, de la apertura sexual y del empleo de las “malas palabras” (que, como se vio, bien empleadas, podían ser ¡muy buenas!), además de que llevó a cabo provocaciones publicitarias muy divertidas, como su célebre anuncio de Chanchomona, la primera “minifábrica de pitos”, cuyo eslogan era “Presta pa la orquesta”, o el irreverentísimo anuncio de ropa que con la efigie de Emiliano Zapata proclamaba “Esto dice el gran jefe guerrillero: ¡moda y libertad!” Fuera de estas discutibles desmitificaciones, La Piedra se adelantó a su “tiempo mexicano” y, como era de esperarse, fue objeto de una fuerte campaña en contra a cargo de Jacobo Zabludovsky (vía 24 horas), Roberto Blanco Moheno y, por supuesto, de la Secretaría de Gobernación, que acosó a la revista hasta que logró que ya no apareciera, a fines de 1971.

Pero antes, La Piedra reportó las aventuras psiquedélicas del psiquiatra Salvador Roquet, quien hacía terapias de grupo a base de alucinógenos (LSD, hongos psylocibe, peyote, ololiuqui) con proyecciones de películas (que iban de Cuando los hijos se van a cintas pornográficas) y rock a todo volumen; como también era de esperarse, Roquet terminó en la cárcel a principios de los setenta.

Piedra Rodante también alcanzó a cubrir con todos sus aspectos el festival “de rock y ruedas”, que en septiembre de 1971 tuvo lugar en Avándaro, ante el escándalo nacional. El festival de Avándaro fue organizado por Eduardo López Negrete, Luis de Llano y otros jóvenes de mucho dinero que lograron la autorización de Hank González, gobernador del Estado de México, para llevarlo a cabo como un día y una noche de grupos de rock que culminaría con una sesión de ¡carreras automovilísticas! Los grandes grupos de rock, como Javier Bátiz y Love Army, se negaron a participar desde un principio porque los organizadores ofrecían solamente la ridícula cantidad de tres mil pesos de honorarios.

Los primeros en llegar a Avándaro fueron los rocanroleros que sí aceptaron participar y que de entrada protestaron por las pésimas condiciones de trabajo y el trato prepotente de los jóvenes ejecutivos del rock, que a quejas y peticiones delicadamente respondían “si no te gusta, lárgate” o “te vas mucho a la fregada”. Los organizadores creían que en realidad hacían un inmenso favor a los grupos al permitirles tocar, ya que la noticia del festival había relampagueado entre los chavos y se esperaba una asistencia enorme, además de que las sesiones se transmitirían por radio, se grabarían en audio para producir un disco y en video para la televisión, y se filmarían para el cine (Jorge Fons, Jaime Humberto Hermosillo y el superochero Alfredo Gurrola a la cabeza de sendos equipos cinematográficos).

La gente llegó en proporciones inimaginables; eran jóvenes de todas clases sociales, especialmente de la capital, congregados por la misma necesidad dionisiaca, listos para el inmenso recreo que sería el festival. Al caer la tarde ya había más de 100 mil asistentes. Poco después, un par de grupos echaron la paloma para calentar al público, y al caer la noche el festival se inició “formalmente” con los Dug Dugs, de Armando Nava, tensos aún por las discusiones con los jóvenes patrones. Los Dug Dugs descubrieron, por fortuna, que la gente respondía y había muchas ganas de pasarlo bien.

Para esas alturas casi todos los asistentes habían consumido fuertes cantidades de distintas drogas: alucinógenas (mariguana, LSD, hongos, peyote, silocibina, mescalina), estimulantes (alcohol, cocaína y anfetaminas) y depresivas, como los barbitúricos, aunque algunos también inhalaron solventes (cemento, tíner), pero, a fin de cuentas, la mariguana y el alcohol fueron las drogas más consumidas, seguidas por las anfetaminas. Con todo, los muchachos lograron hermanarse, y en general se puede afirmar que el festival, como debía ser, representó una fiesta dionisiaca notablemente inofensiva, si se toma en cuenta la ingestión de tanta droga y la disminución de la conciencia individual que ocurre en toda congregación de masas.

En realidad, todo habría estado muy bien de no haber sido por la pésima organización y el flagrante autoritarismo que se tradujo en numerosos problemas: fallas de los instrumentos, de amplificadores, de los micrófonos y de las bocinas. Esto se unió al hecho de que se planeó muy mal el espacio para el público: los que no podían ver bien, que eran muchos, empujaban a los de adelante y acabaron derribando las cercas que protegían el escenario; claro, las incomodidades menudearon. Además, una bola de locos tomó por asalto las torres de alta tensión, a pesar de la obvia peligrosidad, y no bajó de allí por más insistencias, primero, y amenazas, después. “Si no se bajan de las torres”, gritaba frenético un animador, “vamos a suspender el festival”. Ante esto, los que sí veían bien se pusieron furiosos: cómo de que iban a parar todo si estaba tan padre. Empezaron los chiflidos, las mentadas de madre, y una lata salió volando hacia el escenario y le abrió la cabeza al requinto del grupo White Ink.

Sin embargo, los grupos, con fallas y todo, pudieron tocarle a un público que constituía un formidable espectáculo en sí mismo. El Epílogo y la División del Norte precedieron a los Tequila, que prendió fuerte al personal. Peace and Love, por consenso general, fue de lo mejor del festival. Pero las fallas de equipo arreciaron con El Ritual y un cortocircuito trajo la oscuridad total cuando tocaban los Yaqui. Fuera del relajo inevitable, y de que algunos pasados se caían en las infectas zanjas que hacían de “sanitarios”, el festival siguió con luces de emergencia y con toda la gente en la cúspide de la intoxicación.

A las dos de la mañana el espectáculo lo dio una jovencita que, en una plataforma, se quitó la ropa al bailar: “¡mira, hijo, una encuerada!”, dijeron todos, y los reflectores la encontraron. “¡Déjenla, déjenla!”, se oía por doquier. “¿Andabas pacheca cuando te encueraste en Avándaro?”, le preguntó, después, Piedra Rodante. “No sabes, maestro. Unos chavos primero me pasaron el huato de pastas. A mí no me gustan esas madres, pero como no había otra cosa me las empujé con media botella de Presidente. Uy, me puse hasta el gorro bien rápido. Luego me dijeron que unos tiras andaban rolando pitos, y de volada les pedimos. Me puse hasta la madre, loquísima, tú sabes, bien cruzada. Creo que me puse a bailar cuando se puso a tocar El Epílogo. No me dejé ni pantaleta ni nada, todita me desnudé. Uta, luego luego me llovieron los toques, hasta me aventaron un aceite, un purple haze. Pero no le llegué. También estaba allí el apoderado de Manolo Martínez y traía un garrafón de tequila chanchísimo, y me lo estaba pasando, así es que me puse todavía más loca.”

Llovió en la madrugada y así continuó hasta el amanecer, cuando tocaba El Amor. A las ocho, para terminar, porque todo el equipo de sonido se derrumbó media hora después, Three Souls in my Mind logró el milagro de revivir y reencender a la muchedumbre, más de 200 mil asistentes. A pesar de la lluvia, las fallas y la organización, todos los viajes aterrizaron y el público acabó de lo más contento. Muchos de los jóvenes recorrieron más de 70 kilómetros a pie cantando, por todo el camino: “mari-mari-guana, mari-mariguaaaa-na”.

Al día siguiente la prensa al unísono condenó al Festival de Avándaro en tonos escandalizados. Se dijo que fue “una colosal orgía” y “uno de los grandes momentos del colonialismo mental del tercer mundo”. “Cuatro muertos”, publicó El Heraldo de México, “224 casos de intoxicados, quemados, atropellados, fracturados y heridos; casas, autos y tiendas asaltadas; la destrucción de árboles, sembradíos y líneas telefónicas es el saldo del festival”. En realidad los muertos fallecieron lejos de allí, sin la más mínima relación con el festival, y no hubo robos, ni asaltos, ni pleitos, ni devastación más allá de la basura que dejaron los participantes. En cambio, días después, en las fiestas patrias del 15 de septiembre, según cifras oficiales, hubo 21 muertos, 665 heridos y 275 arrestados, cuando en Avándaro, con todo y el impresionante consumo de droga, de la natación al desnudo y la liberalidad moral, no hubo muertos, heridos o arrestados, y allí estuvieron todo el tiempo el ejército y la policía judicial federal. Sin embargo, mientras los muchachos se enorgullecían de su civilidad, Avándaro unió a México en su contra. Funcionarios, empresarios, comerciantes, profesionistas, asociaciones civiles y medios de difusión, además de las izquierdas y los intelectuales, condenaron a los chavos que compartieron la noche de su vida.

Si se permitió el festival para medir la fuerza de la contracultura en nuestro país, los resultados no gustaron a nadie, y el sistema se cerró más que nunca para impedir que prosperaran los movimientos contraculturales. Los arrestos de jipitecas se recrudecieron y la crujía F de la cárcel de Lecumberri se llenó de miles de jóvenes, de rock y de signos de la paz. Todo esto era inútil. Con el derrumbe, a base de represión, de los mitos de convergencia, en la nueva década el panorama cambiaría y los nuevos signos de los tiempos resultarían mucho más escalofriantes, no por culpa de la contracultura sino de los sistemas cerrados y viciados que la generaban.

La onda fue satanizada a tal punto que los jóvenes de clase media desertaron de ella y al final sólo los muchachos más pobres y marginados continuaron con la afición al rock mexicano, que debió recluirse en los llamados “hoyos fonquis”, siniestros galerones en zonas paupérrimas, sin las mínimas normas de sanidad, donde los muchachos se hacinaban y oían a los grupos. Estos hoyos eran administrados por negociantes que explotaban al máximo a los músicos y a los chavos que asistían, los cuales ya habían sido atracados y humillados previamente por los agentes policiacos que nunca faltaban.

En los hoyos, con el tiempo, las máximas estrellas fueron Alejandro Lora y sus Three Souls in my Mind, que a lo largo de la época dejó de componer en inglés y creó las condiciones para que surgiera un verdadero rock mexicano, además de que dio expresión a los jóvenes marginados de las ciudades; éstos, a su vez, dejaron de ser “chavos de la onda” para convertirse en “chavos banda” a fin de la década.

La contracultura se manifestó también en el surgimiento de comunas, tanto en el campo como las ciudades, que buscaban vías alternativas de desarrollo al margen del sistema. Este fenómeno trajo consigo una fuerte conciencia ecológica que casi no existía en el México de principios de los setenta. También, a causa del deterioro de los grandes cultos, especialmente el católico, empezaron a proliferar las tendencias a canalizar la religiosidad natural a través de la meditación, el yoga y las doctrinas orientales, como el zen budismo (Ejo Takata abrió su legendaria escuela de zen por esas fechas). El Fondo de Cultura Económica, por su parte, inició la publicación de los libros de Carlos Castaneda, que revaloraban esencialmente el conocimiento mágico-ritual de los indios en un contexto contemporáneo, y también la edición subsecuente de los grandes clásicos académicos sobre los alucinógenos y las culturas indígenas, como los de R. Gordon Wasson, Richard Evans Schultes y Peter T. Furst. Las formas esotéricas, especialmente la astrología y la cartomancia, empezaron a popularizarse entre capas de la clase media, lo que preparó el camino para la difusión de vehículos oraculares antiquísimos como el I Ching, que había sido tan apreciado por los jipis.

Por desgracia, todo esto propició también la difusión entre la clase media de movimientos manipuladores y mercantilistas, como la dianética, o el auge de las sectas fanáticas como los testigos de Jehová o los mormones en los medios rurales, que en verdad disolvían las señas de identidad nacional (los testigos de Jehová, por ejemplo, prohibían a sus fieles cantar el himno nacional o rendir culto a la bandera). El Instituto Lingüístico de Verano (ILV), dedicado a traducir la Biblia en lenguas indígenas, a su vez empezó a ser denunciado por antropólogos y sociólogos como desestabilizador de las formas de vida ancestrales de las etnias.

Por otra parte, la literatura contracultural fue denominada, “de la onda” en el libro de 1970 Onda y escritura en México, de Margo Glantz. El término era erróneo, ya que esta narrativa no era una representación de la onda, sino un fenómeno literario y contracultural que abarcaba niveles mucho más complejos. Sin embargo, el término, reductivista y folclorizante, sirvió para que el Establishment cultural en México emprendiese una vigorosa campaña, claramente neoelitista, para desalentar esta forma literaria entre los jóvenes, que a través de ella habían recibido un fuerte estímulo para expresarse artísticamente. Esto contribuyó a la democratización de la cultura que por esas fechas empezaba a ser perceptible en nuestro país.

De cualquier manera, durante el periodo 1970-1976 la literatura contracultural dio obras interesantes, como En la ruta de la onda y El rey criollo, de Parménides García Saldaña; Lapsus, de Héctor Manjarrez; Las jiras, de Federico Arana, que obtuvo el premio Villaurrutia tan sólo para que, como dijo Salvador Elizondo, miembro del jurado, “existiese una constancia de que alguna vez hubo algo llamado literatura de la onda” y Se está haciendo tarde (final en laguna), de José Agustín.

En el territorio de la contracultura también se debe incluir el fenómeno del cine en súper 8 milímetros, que entusiasmó a los jóvenes por sus bajos costos y porque no caía en las redes de la censura. Por ese motivo a través del súper 8 tuvimos un México distinto, auténtico, con los problemas reales; además, representaba un verdadero movimiento artístico altamente expresivo. La aparición del súper 8 se dio en 1968 cuando Óscar Menéndez filmó escenas del movimiento estudiantil. A partir de entonces, y especialmente en la primera parte de los setenta, surgieron varios grupos que crearon sus espacios en todo el país (Zacatecas, Durango, Guadalajara y Monterrey, especialmente) y sus propios concursos (el Luis Buñuel, el de la ANDA, y hasta uno de cine erótico). Los principales superocheros fueron Gabriel Retes, Paco Ignacio Taibo II, Sergio García, Héctor Abadie, Alfredo Gurrola, Rafael Montero y Óscar Menéndez.

En un principio, Luis Echeverría anunció que “viajaría poco”, pero ya a fines de 1970, antes de cumplir un mes de gobierno, no pudo resistir la necesidad de que el mundo lo conociera y voló a Nueva York a participar en la asamblea general de las Naciones Unidas, y allí abogó por el ingreso de China en la ONU. Esto, que en sí no era una gran audacia a esas alturas, fue significativo porque dejó ver que México no se alinearía enteramente con Estados Unidos, como antes, sino que procedería a robustecer su independencia en las relaciones internacionales, y que se identificaría con los intereses del tercer mundo. En México la iniciativa privada, que para nada quería sentirse “tercermundista”, no vio esto con agrado, y después procedió a desvirtuar esta política con el argumento de que el presidente buscaba la secretaría general de la ONU o el premio Nobel de la Paz, lo cual, por otra parte, era plausible, así es que la campaña prosperó.

El viaje de Echeverría fue seguido por el establecimiento de relaciones con la República Popular China. Ésta, como cortesía, nos envió dos osos panda, que aquí fueron exprimidos al máximo por Televisa para darse “un toque tierno”. A su vez, Echeverría correspondió con el envío de varios perros ixcuincli, ajolotes y otras mexicaneces, entre las que se incluía al embajador Eugenio Anguiano Roich, de 33 años, quien, para demostrar cuán joven era, de entrada declaró: “Yo no me azoto.”

Además, Echeverría preparaba ya uno de sus proyectos más importantes, con el que esperaba dar el gran salto al superestrellato internacional: la elaboración, presentación y promoción de la Carta de los Derechos y Deberes Económicos de los Estados, que desde 1971 había encargado a Porfirio Muñoz Ledo, entonces subsecretario de la Presidencia, quien coordinó los trabajos de Ricardo Valero, Víctor Alfonso Maldonado, Horacio Flores de la Peña, Jesús Puente Leyva, Francisco Javier Alejo, Jorge Castañeda y Alfonso García Robles. La Carta era un documento importante que procuraba equilibrar las terribles desigualdades entre los países ricos y los pobres. Por desgracia, estaba condenada al fracaso, y las grandes potencias la ignoraron desde un principio, pues acatarla habría significado renunciar a la explotación de los países subdesarrollados. Es muy probable, por otra parte, que Echeverría fuese consciente de todo esto, y que más bien pensara en utilizar el documento para su promoción personal en el escenario internacional y para obtener fuerza como gran protagonista de los países del tercer mundo.

En 1972, Echeverría intempestivamente decidió aprovechar el foro de la III Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Comercio y Desarrollo (UNCTAD), que se celebraría en Santiago de Chile, para presentar el as de su baraja, la Carta de los Derechos y deberes, donde además podría acentuar sus rasgos cardenistas al saludar solidariamente al gobierno socialista de Salvador Allende. “Aquí se está gestando un aspecto de la liberación de Latinoamérica”, dijo al llegar a Santiago con una impresionante corte que incluía a varios brillantes cineastas jóvenes que asistirían a una muestra cinematográfica. Todos trataron muy bien a los mexicanos, la Carta tuvo mucho éxito en la reunión de la UNCTAD y Echeverría se entusiasmó con la atmósfera revolucionaria que se respiraba en Chile y que posiblemente le recordó sus años de juventud cardenista; por tanto, invitó efusivamente a Allende para que visitara México y se regresó de lo más satisfecho.

A fines de 1972 Allende vino a México, sin saber que don Luis lo sometería a uno de los insensatos programas de trabajo que él acostumbraba, y a los modos del sistema mexicano que dejaron exhausto al buen mártir chileno. Según Cosío Villegas, más que anfitrión Echeverría parecía director de relaciones públicas y agente publicitario de Salvador Allende. Primero lo sometió a una muestra espectacular de la capacidad de acarreo priísta al recibirlo con multitudes tumultuosas. Después lo hizo participar en actos oficiales, ceremonias civiles, banquetes, excursiones e infinidad de entrevistas con los medios de difusión. Allende, además, viajó por todo el país y en Guadalajara pronunció uno de sus mejores discursos, el cual sin querer hizo que su tono afable, sereno, mesurado, contrastara con el usual modo “agitatorio” y con las retóricas tiesas de los políticos mexicanos. Por cierto, este tono con el tiempo fue estratégicamente adoptado por los presidentes De la Madrid y Salinas de Gortari para proyectar una naturaleza humana que ni remotamente se podía comparar con la del presidente chileno.

Después, Allende rememoró uno de los días de su jira: “Saludé a cinco mil personas; estreché sus manos, recibí abrazos, pequeños golpes en la espalda. Muy gratos cuando son dos, cuando son veinte, cuando son cincuenta, pero increíblemente pesados cuando son más de quinientos… Después nos metimos en un mercado, y luego de reconocer que entre el presidente Echeverría y yo hay alguna diferencia de años, pues el presidente Echeverría camina a sesenta kilómetros por hora, y yo, como un viejo Ford, iba a cuarenta, le tuve que decir: ‘Tomemos algo para refrescarnos.’ Pero el problema no era refrescarnos, sino descansar.” De allí se subieron a un vagón del metro que, para no variar, iba llenísimo, “no se podía respirar”, se dolió Allende. “Cuando creí que todo había terminado, el presidente Echeverría me dijo: ‘Ahí están’. ‘¿Quiénes?’ Eran siete hombres de la televisión, que me acribillaron a preguntas.”

Con la visita de Allende, Echeverría terminó de ubicarse en una aterrorizante posición izquierdista, que si bien enfatizaba la independencia mexicana en las relaciones internacionales, puso en guardia a Estados Unidos e indignó a las derechas del país, que manifestaron su molestia en todos los tonos, y de esa manera ampliaron el abismo que se iba creando entre el presidente y las fuerzas vivas.

No obstante, Echeverría apoyó hasta donde pudo al gobierno socialista de Allende. Le facilitó petróleo y créditos, lo cual indignó aún más a la derecha, y cuando tuvo lugar el golpe de Estado de Pinochet, y Allende fue asesinado en el Palacio de la Moneda, dio instrucciones al embajador Gonzalo Martínez Corbalá para que abriera las puertas de la representación mexicana a los allendistas y envió un avión para rescatar a Hortensia Bussi, la viuda de Allende, y a otras personalidades de la izquierda chilena. Por último, para rematar su emulación de Cárdenas, rompió relaciones con la dictadura militar chilena. También como Cárdenas, Echeverría admitió y protegió a numerosos exiliados chilenos (y después de todo el cono sur), lo que fue criticadísimo por la derecha mexicana que farisaicamente se rasgaba las vestiduras porque “los extranjeros despojaban el pan y las oportunidades a los nacionales.”

A partir de ese momento, Echeverría más que nunca se sintió el nuevo Cárdenas. Por cierto, Julio Scherer García reporta que en una ocasión le preguntó: “¿En verdad es muy inteligente el general Cárdenas, señor licenciado?, ‘Es muy pendejo’, me dijo. ‘Pero muy culto, ¿no?” “Por supuesto que no, y deje de indagar. Cárdenas pertenece a una categoría privilegiada. Late la política en la yema de sus dedos, allí la siente y entiende, ¿comprende usted? Hay especies animales que conocen la dirección del viento, lo llevan en el lomo como una segunda piel. Así es Cárdenas.” Y así creía ser él también, por eso dicen que la historia se repite como farsa.

Echeverría podía ser todo lo tercermundista que se quisiera, pero, a la hora de la real politik, tampoco quería desafiar excesivamente al “primer mundo” y dio todas las facilidades, incluyendo la libre importación de “artículos gancho”, a la creciente industria maquiladora de la frontera norte, que para entonces ocupaba a 53 mil trabajadores y pagaba salarios por 1 300 millones de pesos. Esta cifra, sin embargo, era ridícula ante lo que las empresas habrían tenido que desembolsar en sus países de origen, donde los salarios eran, con justicia, más elevados. Por supuesto, las maquiladoras progresaban porque la mano de obra en México les resultaba extraordinaria mente barata y lucrativa. Para entonces en nuestro país se extendía la idea, que llegó a su culminación en el tratado de libre comercio (TLC) de Carlos Salinas de Gortari, de que el acceso a la economía internacional sólo nos era posible como abastecedores de mano de obra vergonzosamente barata, a expensas de la explotación de los trabajadores, o como exportadores de materias primas a precios también risibles, que es lo que siempre han querido los grandes países industriales. Todo esto ahondó la dependencia, justo cuando el nuevo gobierno presumía de “independiente”.

En realidad, en esencia el gobierno de Echeverría continuó la tradición de favorecer a la iniciativa privada, pero, como López Mateos, quiso dar un aire progresista a su gobierno, y aunque su izquierdismo era más bien retórico, buscó satisfacer algunas necesidades populares que no hicieran peligrar los sacrosantos intereses privados. Con este fin logró que patrones, obreros y gobierno formaran una Comisión Tripartita, y ésta, a pesar de sus solemnes sesiones, tal como ocurrió cuando Ávila Camacho intentó algo semejante en los años cuarenta, no logró que los empresarios hicieran concesiones sustanciales, aunque sí obtuvo la creación del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores (Infonavit) y el Fondo de Fomento y Garantía para el Consumo de los Trabajadores (Fonacot), que servirían para proporcionar viviendas y facilidades de obtención de bienes de consumo a obreros y empleados de gobierno, aunque también se convirtieron en abismos de corrupción y en trampolines políticos; asimismo se llevaron a cabo correcciones a la casi inoperante ley del reparto de utilidades y se elaboró una nueva Ley del Seguro Social.

Ya picado, el presidente incluso se le adelantó a la CTM y sugirió la semana de 40 horas para los obreros, pero esto ni remotamente prosperó pues las relaciones entre el gobierno y la iniciativa privada ya se habían agriado en exceso. Los empresarios consideraron “cargas excesivas e injustificadas” las peticiones de gobierno, y empezaron a acusar al presidente de ser un populista irredimible y de simpatizar peligrosamente con los comunistas. Por tanto, procedieron a presionar para que se sintiese su fuerza.

En concreto, el sector privado inició la consabida fuga de capitales, la dolarización de la economía, la contracción de inversiones y todo el tiempo exigió alzas en los precios de bienes y servicios, cuando no las aplicó soslayadamente. Por su parte, ante la caída del salario real, más el aumento de la inflación a 5.4 por ciento y del déficit público a 31.7 por ciento, el gobierno dejó atrás la política de atonía y elevó el gasto público a 24.6 por ciento.

Todo cambió ante este aumento acelerado de la inversión. El dinero reapareció con fuerza y, con él, el consumo privado y las ganancias del capital. Claro que el fuerte gasto y los pocos ingresos hicieron que el déficit público se disparara aún más, ante lo cual, como siempre, el gobierno, incapaz de llevar a cabo una reforma fiscal profunda, para no tocar los intereses de las grandes empresas, recurrió al crédito extranjero, como siempre, con lo cual la deuda pública aumentó a más de mil millones de dólares (el 26 por ciento). Naturalmente, el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (BIRF) y demás instituciones crediticias internacionales afilaron su inconmensurable capacidad de usura, y el pago de intereses y “servicios” aumentó ¡en 32.6 por ciento! Para acabarla de amolar, el gobierno convirtió en deuda pública el ahorro interno que la iniciativa privada no utilizaba, lo cual significó ganancias magníficas y sin ningún riesgo para los banqueros por el solo hecho de ser intermediarios. Así, la iniciativa privada también ganaba sin invertir.

Ante una inflación que tendía a crecer, agravada por los aires “izquierdistas” del presidente, los obreros en 1972 iniciaron movilizaciones y huelgas que se incrementaron notablemente en 1973 y 1974. Por lo general, se luchaba por mejores condiciones económicas, pero también, cada vez más, por democratizar el aparato corrupto, vertical y muchas veces gangsteril del sindicalismo oficial, que, encabezado por el viejo Fidel Velázquez, cada vez más poderoso y lleno de mañas, sólo tendía a empeorar.

Fidel Velázquez, para entonces, libraba varias batallas a la vez: sabía que el presidente Echeverría no simpatizaba con él, y que, si se descuidaba, su archienemigo Rafael Galván podía quedar a la cabeza del movimiento obrero. Fidel ya se había reelegido cinco veces, sin contar los primeros cuatro años que dirigió la CTM en los años cuarenta, y los otros cuatro en que estuvo al lado de su viejo amigo: el lobo Fernando Amilpa. Tenía más de 70 años de edad y muchas voces pedían su retiro para que la gran central se renovara, además de que él era el paradigma del gran charro y representaba mejor que nadie las prácticas gangsteriles y antidemocráticas del sindicalismo oficial. “El que se mueve, no sale en la foto”, era una de sus afamadas frases.

Ante todo esto, Fidel se defendía atacando. Si le decían que si no se cansaba y si no era hora ya de que se retirase, respondía: “Yo no me canso, no me aburro. ¡Me encanta el borlote!” Y, alerta a todas las turbulencias a su derredor, respondía engallado: “En la CTM y en el movimiento obrero se encontrará siempre un ejército dispuesto a la lucha abierta, constitucional o no, en el terreno que el enemigo nos llame, porque nosotros ya somos mayores de edad”.

El gobierno sabía que las bravatas de Fidel siempre eran controlables, por más que fuese experto en organizar grupos de choque, pero, de cualquier manera, el secretario de Trabajo, Rafael Hernández Ochoa, se vio obligado a recordarle que “los mexicanos tenemos leyes a las cuales ajustarnos”.

Para mostrar que de cualquier manera había comido gallo, Fidel Velázquez le declaró la guerra a Sergio Méndez Arceo, obispo de Cuernavaca, quien a fines de 1971 había pedido luchar por un sindicalismo auténtico, y solidaridad con los conflictos obreros que en ese momento tenían lugar en Morelos y que abarcaban a Dina-Renault, Nissan, IACSA, Artemex, Textiles Morelos, Rivetex y Mosaicos Bizantinos. Velázquez ordenó que el IX Congreso de la CTM se hiciera en Cuernavaca el domingo 9 de octubre de 1972, y que sus huestes fuesen en plan de lucha. Temeroso de una provocación seria, Méndez Arceo suspendió los servicios religiosos en toda la ciudad, incluyendo su célebre homilía de la catedral. Fidel, por su parte, dijo que la reunión multitudinaria de cetemistas en Cuernavaca se hacía para protestar en contra de las actividades del clero político, encabezado por Méndez Arceo, que pretendía desquiciar al movimiento obrero y a las instituciones del país para alterar el orden establecido y la paz pública. “¡Sube, Fidel, sube!”, gritaban sus seguidores, enardecidos, y el viejo lobo agregó que “bastaría una huelga general para paralizar al país y hacer valer sus derechos”.

La posibilidad de que Luis Echeverría quisiese deshacerse de Fidel Velázquez era real. En un principio el presidente hizo críticas en contra de la gran burocracia obrera y también parecía alentar solapadamente a Rafael Galván, líder del Sindicato de Trabajadores Electricistas de la República Mexicana (STERM), quien desde principios de los sesenta sostenía una lucha frontal contra Fidel Velázquez, pues la CTM controlaba el Sindicato Nacional de Electricistas, Similares y Conexos (SNESC) encabezado por Francisco Pérez Ríos. Tanto el SNESC como el STERM se disputaban la titularidad del contrato colectivo de trabajo con la Comisión Federal de Electricidad. En 1970 Fidel Velázquez dio un golpe muy importante al lograr que el STERM de Galván fuera expulsado del Congreso del Trabajo.

En 1971 la Junta de Conciliación y Arbitraje decidió en favor del SNESC y en contra del STERM. A partir de ese momento Rafael Galván se alió con el Movimiento Sindical Ferrocarrilero (MSF), creado por Demetrio Vallejo a su salida de la cárcel, y con el nombre de Insurgencia Obrera los dos grupos llevaron a cabo impresionantes marchas en la ciudad de México durante 1972. Ante esto, el gobierno promovió un pacto de unidad entre los dos grupos en pugna y así surgió el Sindicato Único de Trabajadores Electricistas de la República Mexicana (SUTERM), con Pérez Ríos y Galván a la cabeza. Sin embargo, la unión a la larga favoreció a la CTM, que con la complicidad de las autoridades pudo maniobrar a gusto para debilitar a Galván. Al poco tiempo Pérez Ríos murió y en su lugar quedó Leonardo Rodríguez Alcaine, pero fueron Arsenio Farell, director de la Comisión Federal de Electricidad, y Fidel Velázquez quienes se encargaron de orquestar un congreso ilegal del SUTERM que determinó la expulsión de Galván en 1975.

Galván creó entonces la Tendencia Democrática, y en abril de 1975 emitió su Declaración de Guadalajara, en la que rompió lanzas con el gobierno, anunció sus luchas contra el charrismo sindical y reinició las grandes movilizaciones, pues la Tendencia Democrática obtuvo un gran apoyo por parte de los electricistas de todo el país y de muchas fuerzas opositoras que para entonces se habían creado, como la Unidad Obrera Independiente (UOI) y el Frente Auténtico del Trabajo (FAT). El gobierno decidió aplastar entonces a los electricistas opositores, y en 1976 Echeverría de plano ordenó al ejército que interviniera ante la inminencia de una gran huelga electricista en todo el territorio nacional. Éste fue el inicio del fin de Galván y su Tendencia Democrática.

Las luchas de los electricistas por democratizar los sindicatos tuvieron amplias repercusiones, pues generaron otros movimientos laborales independientes a mediados del sexenio de Luis Echeverría. El control obrero fue tan terrible a partir de las grandes luchas de ferrocarrileros y maestros de fines de los años cincuenta, que en la siguiente década surgió una conciencia cada vez mayor de los sistemas bárbaros del charrismo y de la corrupción sindical. Ante el ejemplo de las luchas de Rafael Galván, apareció al poco tiempo una oposición obrera que se extendió bien pronto, como escribió Manuel Camacho Solís, “a las más diversas ramas industriales, comerciales, a los pequeños y grandes sindicatos, a ramas avanzadas de la producción, así como a sectores tradicionales de la industria”. Así aparecieron los sindicatos universitarios, que después se volvieron verdaderos dolores de cabeza para el régimen, y hubo movimientos importantes entre los trabajadores nucleares, los telefonistas y los maestros.

En estos dos últimos casos más bien se trató de cambios para que todo quedara igual. En un principio, el de los telefonistas parecía un movimiento auténtico, pues el joven Francisco Hernández Juárez se lanzó contra Salustio Salgado, líder charro del Sindicato de Telefonistas de la República Mexicana (STRM) y logró una adhesión formidable que le permitió organizar un paro que se extendió a 40 ciudades. Echeverría no quiso acabar con Hernández Juárez, y que no interviniera fue clave para que se pudiesen llevar a cabo elecciones en el sindicato. De esa manera el joven líder, con todo y su barba, quedó en la secretaría general. Sin embargo, poco a poco fue acercándose a Fidel Velázquez y acabó despeñándose en un proceso irreversible de charrificación.

En cambio, el presidente Echeverría sí se encargó de dar una “ayudadita” a un grupo de maestros del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), que lidereaba Carlos Jonguitud Barrios. Las relaciones entre el cacique Manuel Sánchez Vite y el presidente, que en un tiempo habían sido amistosas, se fueron descomponiendo, y en 1972 Echeverría lo sacó de la presidencia del PRI y en su lugar quedó Jesús Reyes Heroles; no contento con eso, decidió desmantelarle el control del SNTE, que Sánchez Vite manejaba a través de Carlos Olmos, y dio la luz verde para que Jonguitud Barrios enviara un grupo, armado con metralletas, el cual tomó el SNTE y desconoció al comité ejecutivo. El secretario general Carlos Olmos, casualmente, acababa de presentar demandas de alza salarial. Dos años después, Jonguitud formó la Vanguardia Revolucionaria y se dejó “elegir” como “líder moral” de los maestros, que poco a poco se convertirían en el sindicato peor pagado del país. El desprestigio que acumuló el charro Jonguitud fue tal que en 1989 el presidente Salinas de Gortari se encargó de sacarlo de circulación para legitimarse con un supuesto proyecto de democratización de la vida sindical. Claro que Salinas tuvo mucho cuidado de poner a un comité ejecutivo igualmente manipulable y antidemocrático en lugar del de Jonguitud.

Por su parte, Joaquín Hernández Galicia, la Quina, “líder moral” de los petroleros, había encontrado la gallina de los huevos de oro. Desde sus headquarters en Ciudad Madero y a través del secretario general Salvador Barragán Camacho, la Quina se había enriquecido demencialmente, primero con la lucrativa venta de plazas, que en 1974 se cotizaban en 50 mil pesos. Después obtuvo autorización para hacer todo tipo de negocios con Petróleos Mexicanos, lo que le permitió crear cooperativas de consumo y una cadena de empresas sindicales. Por si fuera poco, la Quina logró, just for the sake of it, el dos por ciento de todas las inversiones que hiciera Pemex, lo que le representó ingresos alucinantes. Por ejemplo, en 1971 se construyó la Refinería de Tula, un inmenso complejo industrial; además de participar ventajosamente en el contratismo, la Quina obtuvo 560 millones de pesos (446,400 dólares) sólo por dos por ciento de los 28 mil millones que costó la obra.

Por esos días de 1972 también había problemas en las universidades. En Puebla, el gobernador Rafael Moreno Valle enfermó y fue reemplazado por Gonzalo Bautista O’Farrill, conspicuo miembro de la oligarquía local. Desde que llegó, el nuevo gobernador le declaró una guerra sorda a la Universidad Autónoma de Puebla (UAP), dirigida por intelectuales miembros del Partido Comunista Mexicano (PCM), entonces ilegal, pero que empezaba a cobrar mucha mayor presencia en México a raíz del 68 y de los procesos de desestalinización y democratización que se dieron en los partidos comunistas de varias partes del mundo. Los conflictos entre el gobiernoalta burguesía y la UAP, que ya habían ocurrido en 1961, vinieron a ser el primer capítulo de una serie de querellas que se dieron en distintos estados de la república entre los gobiernos locales y las universidades controladas por izquierdistas.

En Puebla los problemas se agudizaron a raíz de un aumento de tarifas de los transportes urbanos, lo que generó protestas estudiantiles y manifestaciones que salían de El Carolino, el edificio central de la universidad ubicado en el centro de la capital poblana. El gobernador Bautista O’Farrill respondió con la represión abierta, y muchas balaceras tuvieron lugar. Las cosas empeoraron cuando Alejandro Jodorowsky filmó escenas “pánicas” de su película El topo en la basílica de Puebla. La iniciativa privada consideró esto como una profanación y organizó una misa “de desagravio” contra la “perversidad judía”, pues, decían, Jodorowsky era “judío, comunista, masónico y homosexual”; el gobernador, por su parte, argumentaba que sus opositores de la UAP eran “un grupo de drogadictos, homosexuales, chantajistas”; y la iniciativa privada distribuyó volantes como éste que Carlos Monsiváis reprodujo después: “Madre de familia, si quieres que tus hijas sean unas prostitutas, mándalas al Carolino. Hermano de familia, si quieres ver a tus hermanos y hermanas presas de las drogas, mándalos al Carolino. Madre de familia: si quieres que tus hijos sigan la provechosa carrera del homosexualismo, mándalos al Carolino”.

Los problemas se agudizaron en julio, cuando fue asesinado Joel Arriaga, maestro universitario, ex líder estudiantil y ex preso político del 68. Los estudiantes responsabilizaron al gobernador de este crimen, y Bautista O’Farrill respondió entonces con la muerte del también maestro Enrique Cabrera. Las movilizaciones estudiantiles arreciaron, al igual que la campaña de la oligarquía en contra de los comunistas. El primero de mayo de 1973 tuvo lugar una fuerte balacera que dejó el saldo de varios muertos. Ante las manifestaciones que se sucedieron, el presidente Echeverría decidió entonces retirar a Bautista O’Farrill de la gubernatura por la vía de la desaparición de poderes. La derecha poblana amaba a su gobernador, así es que organizó un paro del comercio y la industria, pero de cualquier manera Bautista se fue y en su lugar quedó Guillermo Jiménez Morales. Sin embargo, Echeverría ya había visto a un sector empresarial intolerante y exacerbado, en plena acción opositora, lo que vendría a ser un anticipo de la guerra que la iniciativa privada declararía al presidente en la segunda mitad del sexenio.

En tanto, el rector de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Pablo González Casanova, autor de La democracia en México y una de las mentes más lúcidas del país, se vio envuelto en conflictos que no pudo sortear. Es muy probable que Echeverría no simpatizara con él, pero es cierto que al presidente no le gustó nada que, poco antes, el rector de la UNAM hubiera protestado enérgica y públicamente por las reacciones de los gobernadores de Nuevo León y de Puebla ante sus universidades.

En todo caso, un día González Casanova constató pasmado cómo un grupo de seudoestudiantes se adueñaba de la torre de rectoría de la UNAM. Los líderes, Miguel Castro Bustos, un fósil universitario de pésima reputación, y el pintor ex jipiteca Mario Falcón no tenían tras de sí grandes masas como en 1968 sino que eran relativamente pocos, pero muy seguros de sí mismos dada la evidente protección que disfrutaban. Por supuesto, se hacían pasar por “muy revolucionarios” y pedían, en serio, que se les inscribiese en la facultad de Derecho mediante la revalidación de unas asignaturas “aprobadas en la Escuela Nacional de Maestros” y cursando unas cuantas materias que ellos mismos habían escogido. El rector consideró que las demandas eran demenciales y supuso que la policía sacaría a los invasores, pues se trataba de un delito de orden común. Sin embargo las autoridades se hicieron las locas con el pretexto de que no querían violar la autonomía universitaria. Mientras, Falcón se entretenía pintando deplorables murales del Che Guevara en rectoría y Castro Bustos se divertía de lo lindo. González Casanova envió a una pequeña comisión con el presidente y pidió la intervención de la fuerza pública. Echeverría dijo que sí, pero insistió en que le presentaran la petición por escrito, a lo cual el rector se negó, pues estaban muy abiertas las heridas que dejó la invasión del ejército en 1968 y él no quería verse como el responsable de una nueva entrada de la policía en el campus universitario. Por tanto, los porros se fueron cuando quisieron, y González Casanova fue criticado por “débil”. Eso permitió que, unos cuantos años después, y aunque la ocasión en verdad era enteramente distinta, el rector Guillermo Soberón pidiese, y obtuviera, la entrada de las fuerzas públicas en la UNAM.

El lado oscuro de la “reforma educativa de Luis Echeverría” se propuso, y logró en gran medida, desmantelar de diversas maneras el brote de rebeliones estudiantiles como la de 1968. Con este fin todas las escuelas preparatorias salieron del centro de la ciudad de México y se esparcieron por todas partes. También surgieron las extensiones universitarias de Acatlán y Aragón, y se crearon los Colegios de Bachilleres y los Colegios de Ciencias y Humanidades (CCH).

Estos últimos, surgidos durante la rectoría de González Casanova, eran una alternativa para los miles de jóvenes rechazados de las escuelas preparatorias públicas y se proponían formar profesionales “críticos y comprometidos con el país mediante un moderno sistema de educación”. Sin embargo, los CCH se volvieron un problema para el gobierno, pues estudiantes y maestros, bajo el influjo del 68, tendían a la conciencia política. El gobierno se preocupó porque el 10 de junio de 1971, a escasos cuatro meses de su creación, el contingente de ceceacheros fue uno de los más numerosos y entusiastas de la manifestación.

A falta de mejores maneras de encarar este problema, el estilo personal de Luis Echeverría introdujo la alta violencia en los planteles. Los Castro Bustos, Falcones y demás porros disfrazados o no de “revolucionarios” eran cosa común en esos días. La violencia era terrible en muchas escuelas públicas, pero muy especialmente en los CCH, donde jóvenes con armas de fuego aterrorizaban a los estudiantes y las balaceras menudeaban. Muchos de ellos eran asistentes, “o madrinas”, de los agentes policiacos, y otros eran muchachos muy contentos de recibir dinero, armas y luz verde para echar el relajo más oscuro del mundo. La infiltración de porros pagados y armados era solventada por funcionarios escolares o por nóminas gubernamentales (“los gastos confidenciales, por autorización presupuestal, están protegidos por sus propias partidas y su propio y también confidencial sistema de comprobaciones”, escribió, impasible, José López Portillo), con su secuela de tráfico de drogas, violaciones, degradación y terror. Todo esto hizo que los CCH se hundieran en problemas e inercia educativa y poco quedó de su concepción original. A fines de los años setenta, los estudiantes de la ciudad de México, como se quería, se habían despolitizado y sólo volverían a movilizarse hasta 1986.

En cambio, los empleados y profesores de las universidades sí se politizaron. En 1972 se formó el Sindicato de Trabajadores y Empleados de la UNAM (STEUNAM), dirigido por Evaristo Pérez Arriola (conocido también como Charriola), Nicolás Olivos Cuéllar y Eliezer Morales, quienes crearon la Federación de Sindicatos de Trabajadores Universitarios (FSTU). Los líderes del STEUNAM chocaron con el rector Pablo González Casanova. En realidad, en un principio no parecía haber excesivos problemas, pues, aunque al sistema no le agradaba en lo más mínimo el surgimiento de un sindicato universitario, el rector era un hombre democrático y no lo objetaba. Sin embargo, las negociaciones se empantanaron y se enconaron por cuestiones menores, como la cláusula de exclusión que pedía el sindicato, y a la larga González Casanova optó por renunciar.

En enero de 1973 el STEUNAM fue reconocido oficialmente (años después, en 1977, se convirtió en STUNAM), y así se inició la expansión de los sindicatos universitarios en varios centros educativos. El para entonces ilegal Partido Comunista Mexicano (PCM), que carecía de influencia real entre los campesinos y la clase obrera, su medio idóneo, y que a partir de los años sesenta se pobló por jóvenes e intelectuales de clase media, en la década siguiente logró hacerse fuerte en varias universidades estatales, especialmente en las de Puebla, Sinaloa, Guerrero y Oaxaca; éstas trataron de convertirse en “universidades populares” y politizar a jóvenes, campesinos y obreros pobres, lo cual trajo consigo la furia de las oligarquías y sus gobiernos locales más los consiguientes, graves, conflictos sociales. Las universidades populares sin duda tuvieron aciertos, pues acogían muchos buenos planes culturales, pero también es verdad que las claras finalidades políticas enturbiaban notablemente la función educativa.

Después de los problemas de Puebla tuvieron lugar los de Sinaloa, donde se vivía la pesadilla del grupo seudoestudiantil “los enfermos”, que hacía honor a su nombre y que, como era la costumbre de la época, también se hacía pasar por “ultraizquierdista”. Por cierto, por esas fechas en Sinaloa se vivía también la aparición de los jóvenes conocidos como los cholos, un fenómeno contracultural que, como los pachucos, venía de los chicanos de Estados Unidos, y el auge del narcotráfico. Durante la segunda mitad del sexenio de Luis Echeverría tuvo lugar el arresto de Alberto Sicilia Falcón, carismático cubano dedicado a la compraventa de cocaína y mariguana, el primer narcotraficante de peso pesado que se volviera legendario, como Arturo Durazo y Rafael Caro Quintero años después.

La vida en las escuelas públicas fue muy agitada durante el echeverrismo. Desde un principio, el presidente habló de una reforma educativa, y culminó sus discursos en la Ley Federal de Educación de 1973. La tal reforma, como dice Olac Fuentes Molinar, “no fue en ningún momento un proyecto coherente, ni en la teoría ni en la práctica, sino más bien un conjunto de medidas que obedecían a diferentes propósitos y que no se desviaron en lo esencial de las líneas seguidas en las décadas anteriores”. Por una parte, el presupuesto educativo aumentó en catorce veces y eso permitió abrir nuevas escuelas, lo cual urgía. Sin embargo, la educación prosiguió su carácter vertical, paternalista y en el fondo, elitista, y los maestros, especialmente en las primarias y secundarias, padecieron como antes la corrupción sindical desaforada. Las escuelas privadas, por su parte, aumentaron y siguieron siendo consentidas por el gobierno. También se inició la tendencia a enfatizar los lados técnicos de la educación y se crearon 857 escuelas técnicas secundarias e institutos tecnológicos en todo el país, para que los jóvenes de escasos recursos se conformaran con aspirar a trabajos mal pagados en el gobierno o la iniciativa privada. Lo más relevante, y conflictivo, de la “reforma educativa” fue la elaboración del libro de texto gratuito con la participación de grupos interdisciplinarios que trataron de elaborar un texto no sólo al día, sino de avanzada. Cuando apareció, éste fue objeto de fuertes ataques, más virulentos aún que en época de López Mateos.

Como se ha dicho, Echeverría “logró la incorporación de la élite universitaria a la administración pública”, para lo cual apoyó a El Colegio de México: a éste, en el siguiente sexenio, le brotó también su sindicato. No hay duda de que, al menos en teoría, el presidente se preocupó por el desarrollo de la ciencia y la tecnología, siempre postergado en nuestro país. Se buscaba una “autodeterminación científico-tecnológica”. Desde diciembre de 1970 el presidente creó el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) para “planear, fomentar y coordinar las actividades científicas y tecnológicas”; se buscó también la obtención de recursos para programas, investigaciones y proyectos, y la dotación de becas para estudios de posgrado. Este nuevo organismo, dirigido por Edmundo Flores, recibió un apoyo definitivo por parte del presidente, pues la dependencia, para entonces dramática, en las patentes e innovaciones que se daban en el campo tecnológico permitía a las grandes transnacionales ganancias cuantiosas, además de que le daba una creciente influencia política en el país. La importación de tecnologías, sin considerar los costos económicos, ecológicos y culturales, siempre había sido protegida e incluso subvencionada por el Estado, además de que las empresas después la amortizaban mediante el cómodo y usual expediente de aumentar el precio de los productos.

Además del Conacyt, Echeverría propuso una ley sobre el Registro de Transferencia de Tecnología y el Uso y Explotación de Patentes y Marcas, y en 1973, otra ley para Promover la Inversión Mexicana y Regular la Inversión Extranjera, que levantaron ruidosas protestas de la Asociación Nacional de Banqueros y de las empresas transnacionales. Esta ley en sí no iba muy lejos, pero Echeverría la consideró Toda una Mexicanización. Por último, en 1973 también se elaboró un Plan Nacional de Ciencia y Tecnología para garantizar la anhelada autodeterminación, la cual, por supuesto, nunca se logró, pero, como dice Enrique Leiff, sirvió como “extensión de la apertura democrática” al generar un amplio debate sobre el tema entre la comunidad científica, lo cual para muchos ya era algo, aunque se tratara de mucho ruido y poquísimas nueces.

Hacia 1972, el presidente Echeverría ya había eliminado al jefe del Departamento del Distrito Federal y al de la policía capitalina, a dos gobernadores y, ya picado, también removió a Manuel Sánchez Vite, presidente del PRI. Para sustituirlo sacó un as de la manga y mandó llamar al máximo intelectual del régimen, Jesús Reyes Heroles, quien, para sorpresa de todos, desde un principio no se anduvo por las ramas y decidió poner en práctica las ideas de crítica que tanto pregonaba Echeverría. En junio de 1972 sorprendió a toda la banda revolucionaria al aludir a las conductas del presidente: “No debemos asustar inútilmente por desplantes verbales, por radicalismos de palabra, por pirotecnia ideológica”, dijo. “No sembrar esperanzas falsas ni producir miedos innecesarios. Los deslices verbales cuestan muy caros. Se cobra lo dicho y lo no hecho, cuando, revolucionariamente, lo importante, más que decir, es hacer.”

Si estas declaraciones sorprendieron a los priístas, éstos se quedaron pasmados cuando Reyes Heroles tampoco titubeó en dar su punto de vista sobre la campaña contra los Emisarios del Pasado: “Sí, la vieja política fue mala, pero supo coordinar intereses antitéticos, pudo superar condiciones en apariencia insuperables, salvaguardó varias veces la supervivencia nacional, nos permitió avanzar y gracias a ella hoy puede haber una nueva política”. Echeverría no supo qué decir ni qué hacer ante esta franca transgresión de las reglas no escritas del sistema, las cuales estipulaban que el presidente era intocable; una vez que saliese se podía atacarlo y criticarlo, pero nunca cuando se hallaba en funciones. Echeverría aguantó el desplante, pero empezó a incubar resentimientos contra el nuevo presidente del PRI. Nadie sabía para entonces que apenas se trataba del primer capítulo de una pugna que daría mucho de qué hablar.

En ese 1972, con vistas a las elecciones de diputados del año siguiente, Echeverría modificó (una vez más) la ley electoral, con el fin de aumentar el mínimo de habitantes de los distritos electorales en un país cuya población crecía en una proporción desmedida. También se redujo a 21 años la edad mínima para ser diputado, y a 30 para las senadurías. Y se disminuyó, de 2.5 a 1.5 por ciento, el porcentaje de votación necesario para que los partidos políticos conservaran el registro y alcanzaran diputaciones plurinominales, que, además, aumentaron a 25. En buena medida esto se hacía para salvar a los partidos paraestatales Auténtico de la Revolución Mexicana (PARM) y Popular Socialista (PPS) que, se pensaba, difícilmente alcanzarían 2.5 por ciento de la votación y corrían el riesgo de perder el registro. También se permitió a la oposición el acceso a los medios de difusión (al menos en teoría, pues en la práctica esto se abrió y se cerró según convenía al régimen), se le otorgó franquicia postal y telegráfica, y voz y voto en comités locales, distritales y en casillas electorales. Por supuesto, de más está decir que, como siempre, el gobierno conservó el control total de los mecanismos electorales para las consabidas necesidades de alquimia de las votaciones.

Con el camino allanado, las elecciones de 1973 resultaron más bien aburridas pues la aplanadora priísta, según las volátiles cifras oficiales, se llevó 70 por ciento de los votos. Sin embargo, esa vez hubo efectos notables: la decisión de disminuir a 1.5 por ciento el mínimo de votación para conservar el registro permitió que el PARM pasara de panzazo con 1.82 por ciento de los votos (y un diputado de mayoría). La ilusión de un juego democrático en el país se alimentó mejor con el fabuloso 3.61 que obtuvo el PPS, que le permitió tener varios diputados de partido. Por su parte, el PAN recogió más votos que nunca y el 14.60 de la votación que obtuvo provino en su mayor parte de estratos de la clase media de las ciudades. En el campo, como siempre, los votos fueron para el PRI. No obstante, Cosío Villegas consideró que el PRI no perdía el poder, pero sí terreno, y que el gobierno debería preocuparse seriamente por “este deterioro de su prestigio y efectividad”. Don Daniel también conjeturó que, al parecer, sólo un desprendimiento del PRI podría dar lugar a un nuevo partido fuerte e independiente, lo cual, como se sabe, llegó a ocurrir en 1988. Por último, la abstención, del 34 por ciento, resultó escandalosa, y el mismo Cosío Villegas reflexionó que el abstencionismo no sólo era un fenómeno general sino deliberadamente provocado, pues sin duda sólo favorecía al régimen. De cualquier manera, el periodista y pescador de perlas Nikito Nipongo, alias Raúl Prieto, se lanzó entusiasmado a la formación del PAM, el Partido Abstencionista Mexicano, pues ése sí que ganaba siempre.

Pero la población no parecía muy interesada en cuestiones electorales; más bien se apasionaba aún por un fenómeno enteramente nuevo que había aparecido a fines de 1972: los siniestros “rumores desestabilizadores”, que sin duda eran un corolario de la pugna creciente entre los ricos y Echeverría, y de las modernas tácticas importadas de Chile. En ese momento el rumor fue el del “sextrangulador”. La clase media de la ciudad de México de pronto sólo hablaba de un misterioso sicótico que violaba y estrangulaba (o al revés, vaya uno a saber) a mujeres en los almacenes comerciales, primero del norte y luego del sur de la ciudad. El rumor creció y creció, generando la paranoia de la clase media. Otro rumor, claramente importado del cacerolismo chileno, fue el de la escasez. Corría la voz de que se acababan los alimentos y de que urgía adquirir, cuanto antes, todo lo que se encontrara en las tiendas. No faltaron las compras de pánico, pues el sistema de los rumores, uno de los recursos más detestables de las guerras sucias, funcionaba notablemente bien en México; la gente, clase media en especial, los acataba sin discusión y los transmitía con el placer morboso del chisme caliente y con el dudoso prestigio de “estar enterada”. Carlos Monsiváis más tarde explicó que un grupo de mujeres, ligado a los grupos católicos ultraderechistas, iniciaba la operación mediante una “cuota mínima de llamadas telefónicas” que difundía el rumor como relámpago.