¿Puede un indio ser moderno?
Es moderno aquél a quien se obliga a preguntarse por lo que hoy en día hacen los chinos y los islandeses.
PETER SLOTERDIJK, L’Heure du crime et le temps
de l’œuvre d’art, 2001, p. 217
“AXCAN miercoles yc 8tia metztli setiembre de 1610 años, y quacnican Mexico… ” “El miércoles 8 de septiembre de 1610 llegó de España a México la noticia, se supo que habían asesinado al rey de Francia, don Enrique IV, y quien lo asesinó fue un vasallo, criado y paje suyo; no un noble caballero, sino un hombre plebeyo; se supo que lo degolló en [plena] calle mientras el rey iba en su coche acompañado por el obispo nuncio. Para degollarlo, [el criado] le entregó una carta en su coche, a fin de que el rey se inclinara para mirar [la carta], y entonces lo degolló, aunque no se sabe por qué. El rey andaba por la ciudad recorriendo una calle a fin de ver si estaba convenientemente [adornada] para las celebraciones en honor de su esposa que iba a ser coronada como reina de Francia.” 1
Por más que el asesinato de Enrique IV haya sido uno de los episodios más célebres de la historia de Francia, sorprende descubrir su relato a miles de kilómetros del reino de la flor de lis, en un habitante de la ciudad de México, bajo la pluma, además, de un cronista indígena y en la lengua de los mexicas. Domingo Francisco de San Antón Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin, noble chalca,2 tuvo el cuidado de consignar el acontecimiento en su Diario del 8 de septiembre de 1610.
LA MUERTE DEL REY DE FRANCIA
Las circunstancias del atentado son bien conocidas. Al atardecer del 14 de mayo de 1610, el rey de Francia toma su carroza para visitar a Sully, su superintendente de finanzas. Sale del Louvre acompañado de los duques de Épernon, de Montbazon, de La Force y del mariscal de Lavardin, y decide ir a inspeccionar la decoración preparada para la entrada solemne de la reina, María de Médicis. La víspera, su esposa había sido coronada y consagrada en Saint-Denis. En la Rue de la Ferronnerie, una aglomeración obliga al cortejo a detenerse. En el momento en que la pequeña escolta se dispersa, aparece un hombre pelirrojo, se inclina por encima de Épernon y apuñala tres veces a Enrique IV. Los acompañantes del rey reaccionan demasiado tarde. Enrique pierde la conciencia y entrega su alma a Dios.
La muerte de quien durante mucho tiempo había sido el enemigo de la casa de Austria, y que ya se disponía a partir en campaña contra el emperador, no había dejado indiferente, pues, a nuestro memorialista mexicano. Su relato del asesinato del rey de Francia se inserta entre otros dos acontecimientos: uno de igual resonancia internacional; el otro puramente local. El 31 de julio de 1610, el Diario de Chimalpahin consigna la consagración de la iglesia de la casa profesa de la Compañía de Jesús en México y la proclamación de la beatificación de Ignacio de Loyola.3 Ese día, una larga procesión se puso en marcha desde la catedral para trasladarse a la iglesia de San Agustín y, luego, a la del hospital del Espíritu Santo, antes de concluir en el santuario de la casa profesa. Los vascos participaron en la ceremonia que llevaba a uno de los suyos a los altares de la Iglesia universal: “se ataviaron como soldados, y disparaban sus arcabuces delante del [Santísimo] sacramento”. Como lo recuerda Chimalpahin, “hacía cincuenta y cinco años que [san Ignacio] había muerto en Roma, capital del mundo”. El cronista subraya el fasto de la celebración: “se celebró con mucha solemnidad, como no se había hecho [antes…] por ningún santo”,4 al mismo tiempo que expresa la impaciente espera de una canonización anunciada.
El 18 de septiembre, justo después de haber dado cuenta del asesinato de Enrique IV, Chimalpahin anota un acontecimiento aparentemente anodino: la ordenación de un dominico, Tomás de Rivera. Tomás es un monje mestizo, nacido de la misma nobleza que Chimalpahin y descendiente de un señor de Chalco-Amecameca, don Juan de Sandoval Tecuanxayacatzin Teohuateuctli. Fray García Guerra, el arzobispo de México, en persona, celebra la misa. Este pequeño acontecimiento mundano nos recuerda, si fuera necesario, que México es también una ciudad mestiza.5
Nada más trivial que un cronista indio se interese en las élites de su provincia natal y en los sucesos de la ciudad en donde reside. Conquistada por Cortés en 1521, México, capital del reino de la Nueva España, después de haber sido la del imperio mexica, era, en los linderos del siglo XVII, una de las metrópolis más prósperas del mundo hispánico. Ya que la fiesta se inscribe en un contexto mucho más vasto, que evoca los vínculos de México con Roma, itzonteconpa yn cemanahuatl, la “capital” del mundo, apenas si sorprende que Chimalpahin se haya detenido en la fiesta de la beatificación de san Ignacio de Loyola. En cambio, era casi imposible esperar que Chimalpahin registre una noticia que llega, vía España, de ese lejano reino, de aquel país, rival y religiosamente sospechoso, que es la Francia de los Borbones.
INTERPRETACIONES DE UN CRIMEN
¿Cómo interpretar la recepción de semejante noticia? En el siglo XIX, la historiografía francesa había hecho del reinado de Enrique IV una etapa crucial del nacimiento de la Francia moderna. El asesinato del buen rey era el tañido fúnebre de una política de tolerancia y de paz, y el gesto criminal de Ravaillac era el símbolo del fanatismo. En el siglo XX, en una Sorbona todavía protegida de las turbulencias de mayo del 68, el profesor Roland Mousnier descifraba en el atentado la marcha del absolutismo.6 A finales del siglo XX, visto desde Estados Unidos y pasado por la criba de la crítica posmoderna, el acontecimiento suscita comentarios menos profranceses, pero no menos exaltados. Se ha vuelto una de las etapas emblemáticas de la modernidad, el umbral entre una primera fase humanista, dominada por Erasmo y Montaigne, y una segunda, impulsada por la doctrina y el racionalismo de Descartes.7 Según Stephen Toulmin, hubo un fuerte vínculo “entre el asesinato de Enrique IV y el desarrollo del pensamiento cartesiano (o por lo menos su recepción)”. Manifestación del fracaso y del fin del Renacimiento, signo del abandono sin retorno de las posiciones escépticas de un Erasmo, de un Rabelais o de un Montaigne, el atentado del 14 de mayo y la guerra de los Treinta Años eran el doblar de campanas que anunciaba la brutal entrada de la época clásica y la modernidad cartesiana.
Ni al investigador estadunidense ni al profesor de la Sorbona se les ocurrió que la resonancia del acontecimiento pudiera sobrepasar las fronteras del Viejo Mundo8 y alcanzar otros continentes. Historia de los acontecimientos, aunque sea la más atenta, o lectura posmoderna, las dos aproximaciones concuerdan en reducir el mundo a la Europa occidental.9
Una cultura histórica y una larga tradición etnocentrista apenas si incitan a considerar la mirada de los otros y menos aún la de un cronista indio del México español: ¿no quiere el uso que Europa sea la que mira al resto del mundo, y no éste el que la observa? Sin embargo, el ángulo mexicano resulta tan instructivo como el francés o el europeo. Pero ¿qué alcance darle a la recepción de este episodio en México? Y, en primer lugar, ¿cuáles son los hechos que llegan al oído de Chimalpahin? En muchos detalles, su versión se aparta de la versión canónica de la muerte de Enrique IV. El nuncio no estaba en el paseo; a la reina María de Médicis se le había coronado la víspera; escuchando la lectura de una carta y no recibiéndola de manos de su asesino, sufre Enrique IV el golpe de gracia.10 Ravaillac es un “hombre del pueblo”, como escribió Chimalpahin, pero no “uno de sus servidores y de sus pajes”.11 El cronista indio insiste en el origen popular de Ravaillac empleando la fórmula náhuatl amo pilli amo cavallero çan cuitlapilli atlapalli,12 que había aplicado también a Antonio Valeriano, el primer gobernador plebeyo de los indios de la ciudad de México; podía, por lo tanto, designar a un Ravaillac que había sido “clérigo y ayudante de cámara”, y cuyos padres “vivían de limosnas la mayor parte del tiempo”.13 La noticia, originaria de París y que pasa por Madrid y Sevilla antes de llegar a México, se modifica en el camino, incluso si lo esencial en el relato mexicano permanece fiel a los hechos. Nos revela la rapidez con que la información atraviesa el océano: en menos de cuatro meses —14 de mayo/8 de septiembre— llega al corazón del reino de la Nueva España.
¿Cuál fue el impacto de la noticia en México? Por segunda vez en poco más de veinte años, un monarca francés perecía bajo el puñal de un regicida.14 Tal vez, para las élites de la ciudad, el horror suscitado por el asesinato de un soberano legítimo y católico no estaba exento de ciertas reflexiones. Quizá se mezclaba con una secreta satisfacción, ya que la conversión del rey de Francia estaba lejos de haber convencido a las otras potencias católicas. Enrique IV ¿no se preparaba a volver a tomar las armas contra los aliados del emperador y de España?15 Por lo demás, el interés por los asuntos de Francia no era nuevo en México: parece que en 1600 el impresor Antonio Ricardo publicó un libro sobre el sitio de París, El cerco de París por Enrico de Borbón, debido, todo o en parte, al canónigo y poeta Bernardo de la Vega.16 La emoción que provocó un acto tan sensacional tenía también que interesar a un Chimalpahin que seguía la historia de la dinastía europea, como lo atestiguan las últimas páginas de su Octava relación.17
Pero no es la recepción del acontecimiento la que retendrá nuestra atención ni la manera en que el relato del asesinato sufrió modificaciones entre Europa y las Indias occidentales.
Preferimos hacer de ello el punto de partida de una pregunta sobre los horizontes intercontinentales que revela el anuncio en México de la muerte del rey de Francia y sobre los vínculos que la Nueva España mantenía con el resto del mundo.
¿Por qué un cronista local, “encerrado” a priori en su lengua y su universo indígena, experimentó la necesidad de consignar el drama parisiense? La curiosidad personal no lo explica todo. Su Diario es quizás emblemático de otra “modernidad” que no se confundiría con la irresistible marcha hacia el absolutismo, y menos todavía con la racionalización del pensamiento europeo: Montaigne sustituido por Descartes. La curiosidad haría aflorar un estado mental, una sensibilidad, un saber sobre el mundo que nacieron del enfrentamiento de una dominación de objetivos planetarios con otras sociedades y otras civilizaciones.
¿Puede un indio ser moderno? Tal vez hay que comenzar por interrogar los juicios de nuestro memorialista para dar a ese término una resonancia particular. Cuando Chimalpahin evoca usos indígenas, como el calendario o las creencias vinculadas con los eclipses, las relaciona siempre con los huehuetque, con los “ancianos”. Sin embargo, no lo hace ya como heredero de la tradición amerindia, sino como letrado chalca que eligió el cristianismo e intenta deslindarse de su pasado sin por ello borrarlo nunca. Es su manera de asentarse como “moderno”. Su explicación del eclipse de sol del 10 de junio de 1611 vale su peso en oro.18 El eclipse figura también en el Diario que nos dejó. Al retomar el propósito de los “astrólogos” y de los “filósofos” europeos, Chimalpahin expone su interpretación del fenómeno.19 Lo que lo conduce a criticar abiertamente a los ancianos: “nuestros abuelos los antiguos, que eran todavía gentiles, nada sabían acerca de esto, y por eso [tanto] se turbaban”.20 Pero no por ello deja de recordar que los propios sabios europeos se habían equivocado en sus cálculos: en lugar de producirse como se previó entre las 11 y 14 horas, el eclipse se hizo esperar hasta las 14:30, sembrando el pánico en la gran ciudad. Esta doble distancia que toma en relación con la ignorancia de los ancianos y con los errores de los europeos21 es uno de los índices de esta modernidad planetaria que nos aplicaremos a cerner a lo largo de estos capítulos.
Los habitantes de México no son los únicos en interesarse en el soberano francés. En esa misma época, del otro lado del Pacífico, pintores japoneses, contribuyendo a su manera a la circulación planetaria de las cosas europeas, representan al rey Enrique IV en compañía de otros príncipes del mundo.22 El monarca, vestido de rojo, hace caracolear un caballo negro bajo un cielo dorado. A la izquierda, el emperador Carlos V; a la derecha, el Gran Turco y el rey de Etiopía (¿o del Congo?). Los cuatro soberanos encarnan los reinos de un orbe al que aún le falta América. Inspirada en grabadores flamencos, la escena se desarrolla sobre un puente lanzado sobre aguas sombrías. La pasarela une las diferentes partes del mundo. Como lo sugieren el biombo de Tokio y el Diario de Chimalpahin, de París a México o de Amberes a Nagasaki, imágenes y noticias de Francia circulan y dan la vuelta a la tierra. Sobre otros biombos o byobu ejecutados en el mismo periodo, entre 1600 y 1614, los espectadores japoneses podían admirar una soberbia interpretación de la batalla de Lepanto (7 de octubre de 1571) o interrogarse ante mapas del mundo que metamorfoseaban los trabajos del geógrafo Ortelius en inmensas composiciones multicolores.23 Al igual que Chimalpahin, los artistas japoneses y sus nobles clientes perciben el planeta a través de la representación que de él se hacen los Países Bajos españoles y que los ibéricos exportan. Excepto que el cronista mexicano tuvo también el privilegio de ver japoneses de carne y hueso llegar a la ciudad de México.
EL JAPÓN DE TODAS LAS ESPERANZAS
Si en este primer decenio del siglo XVII la capital de la Nueva España ya no está sorda a los acontecimientos que se desarrollan del otro lado del Atlántico es porque pertenece a un mundo que desborda por todos lados al valle de México y que ignora tanto los límites de México como los de las Indias occidentales, un mundo que se abre a las “cuatro partes” del globo y sobre el que reina un rey, Felipe III, a quien Chimalpahin llamaba en su lengua náhuatl el cemanahuac tlahtohuani, el “soberano universal”. Toda la obra del cronista rebosa de anotaciones que dibujan un planetario imaginario cuyas señales parecen con frecuencia desatendidas. Dos meses después de haber evocado el asesinato del rey de Francia, el 1º de noviembre de 1610, Chimalpahin dirige su mirada hacia Japón y anota:
entró a [la ciudad de] México don Rodrigo de Vivero, procedente de Japón, junto a la China […] Se había extraviado en el mar mientras regresaba a México, y perdió el cargamento, pero una tempestad lo arrojó a las costas de Japón; llegó don Rodrigo ante el emperador de Japón, conversó con él y se hizo su amigo [a grado tal que el emperador] le prestó toda la riqueza que don Rodrigo trajo a México, y trajo además consigo a algunos japoneses.24
Un mes más tarde, con ocasión del paso de la embajada japonesa por México, Chimalpahin relata las negociaciones de Rodrigo de Vivero con los japoneses antes de describimos a esos seres nunca vistos desfilando orgullosamente por las calles de la ciudad.25
Todos ellos venían vestidos como allá se visten [es decir]: con una especie de chaleco [largo] y un ceñidor en la cintura, donde traían su katana de acero, que es como una espada, y con una mantilla; las sandalias que calzaban eran de un cuero finamente curtido, que se llama gamuza, y eran como guantes de los pies. No se mostraban tímidos, no eran personas apacibles o humildes, sino que tenían aspecto de águilas [fieras]. Traían la frente reluciente, porque se la rasuraban la mitad de la cabeza; su cabellera comenzaba en las sienes e iba rodeando hasta la nuca; traían los cabellos largos, pues se los dejaban crecer hasta el hombro, cortando sólo las puntas; y parecían [un poco como] doncellas porque se cubrían la cabeza; y los cabellos no muy largos de la nuca se los recogían [atrás] en una pequeña trenza; y como la rasura les llegaba hasta la mitad de la cabeza, parecía como si llevaran corona, pues sus largos cabellos rodeaban desde las sienes hasta la nuca. No traían barbas y sus rostros eran como de mujer, porque estaban lisos y descoloridos; así eran en su cuerpo todos los japoneses, y tampoco eran muy altos, como todos pudieron apreciarlo.26
No era la primera vez que Chimalpahin se interesaba en el archipiélago nipón. Desde diciembre de 1597, su Diario hace eco del anuncio a México de un episodio tristemente célebre en Occidente: la ejecución de los mártires de Nagasaki, el 5 de febrero del mismo año.27 Los japoneses torturaron a seis franciscanos descalzos españoles: “Murieron aspados, con las manos clavadas en una cruz, en la provincia llamada Japón; y otros cristianos que eran japoneses también murieron [entonces]; pues los mataron juntos; esto se hizo por órdenes del emperador del Japón”.28 Los despojos de los mártires llegarán a la capital de la Nueva España un año después, en diciembre de 1598.29 Un santuario de la Nueva España guarda algunas huellas pintadas. Todo indica que los grandes frescos del convento de Cuernavaca se ejecutaron en esa época a partir de las pinturas que se hicieron en Macao.30 Es verdad que si la monarquía alimentaba ambiciones universales, el amo del Japón de entonces, Hideyoshi, que disponía de uno de los mejores ejércitos de Asia, no carecía de proyectos grandiosos. En 1591, había hecho saber al virrey de la India su intención de apoderarse de China y, en otra carta dirigida al gobernador de Manila, anunciaba que había conquistado las islas Ryukyu y que desde ese momento deseaba someter al celeste imperio. Un año antes también había agregado la India a su programa de conquista.31
Dieciséis años más tarde, el 4 de marzo de 1614, una segunda embajada japonesa hizo su entrada solemne en la capital de la Nueva España. Iba a Roma a visitar “al santo padre Paulo V y a dar obediencia a la Santa Iglesia, pues todos los japoneses desean hacerse cristianos”.32 Ciertos detalles intrigan al memorialista, como esos “palos delgados y negros” que llevan los enviados: “¿serán sus lanzas?, ¿qué podrán significar?, ¿no serán acaso en Japón [insignias] que preceden a los señores?”33 El México indígena descubre novedades lejanas, pero esta vez no vienen de Europa. Un año antes, en abril de 1613, una multitud parisiense se había congregado para admirar a los embajadores tupinambas de Brasil con la misma curiosidad que los habitantes de México lo habían hecho con los emisarios japoneses. ¡Pequeño planeta en donde los asiáticos desembarcan en México después de que los amerindios de Brasil pisaron el suelo de París! La sincronización de los hombres y de las sociedades iba por buen camino.
Nuestro cronista cita poco a Francia en su Diario, prueba de que en esa fecha el reino de Enrique estaba todavía lejos de monopolizar la atención del vasto mundo. Chimalpahin tiene mucho más vueltos los ojos hacia el continente de todas las esperanzas, hacia esa Asia china y japonesa cuya conversión al catolicismo parecía inminente. La embajada de 1614 suscitó, por otra parte, el entusiasmo general. Esa nueva cristiandad parecía estar a dos dedos de liberarse de las garras del diablo y de las redes de la idolatría: “Todos los japoneses desean hacerse cristianos” —escribe Chimalpahin—.34 “Quiera Dios nuestro señor que esto venturosamente suceda, que en ellos se afirme constantemente la gracia divina, como lo desean y anhelan, y si en verdad están acudiendo de su entera voluntad, que Dios nuestro señor los ayude y los salve, para que en su presencia puedan estar y vivir por siempre. Amén.” La gente de México imagina que las autoridades japonesas tienen las mejores intenciones con respecto al rey de España, ¿no le proponían sin cesar “que no se hagan la guerra sino que siempre se estimen”? Las perspectivas espirituales y comerciales que se abrían a los dos reinos les encantaban. La paz, ¿no permitiría a los “japoneses […] venir a México a vender y comerciar”?35 Entre tanto, el 9 de abril de 1615, 20 japoneses se bautizaron en la iglesia de San Francisco, menos de un siglo después del primer bautismo en tierras mexicanas. ¿Quién podía entonces dudar que los caminos del Cielo y del comercio se cerrarían al mismo tiempo y que, al aislarse del mundo occidental, el Japón de los Tokugawa daría la espalda a Dios y a la Nueva España?36
EL MUNDO SEGÚN CHIMALPAHIN
El universo de nuestro cronista se parece al de los letrados europeos visto por un ojo indígena pasablemente hispanizado. Un mundo que se compone de cuatro partes, como lo recuerda en su Segunda relación, cuando interrumpe la narración del origen de Aztlán, la ciudad mítica de donde habían salido los aztecas: “digamos primero algo más que pueda satisfacer a la gente en cuanto a la gran mar y a la superficie de la tierra”. Las explicaciones que hace están casi literalmente tomadas de una obra publicada en México en 1606, el Repertorio de los tiempos, de Heinrich Martin.37 “Todas las tierras del mundo que se han descubierto hasta ahora se dividen en cuatro partes. Que lo sepan quienes verán [este] papel: la primera parte es Europa; la segunda, Asia, la tercera, África; y la cuarta, el Nuevo Mundo.”38 El mundo del indio Chimalpahin tiene una “capital mundial”, Roma, y un “señor universal”, el rey de España. Su cartografía mental toca ligeramente a Portugal, privilegia a España y a Roma y, por razones eminentemente personales, a Italia y a Francia, tierra de origen de los monjes de San Antonio Abad, a quien él mismo está ligado, pues se ocupa de su capilla.39 Al llevarlo por las huellas de estos religiosos, su pluma lo proyecta hacia tierras siempre más lejanas, a “Oriente, en Grecia, en las dos Armenias, la Grande y la Pequeña, en Moscovia y en Etiopía que es el reino del llamado Preste Juan”. Su América se extiende del Nuevo México a Perú, pasando por la California, la Florida, Cuba, Santo Domingo, Guatemala, Honduras.40 Su Asia abarca las Filipinas, Cebú, las Molucas, Japón, China. Sobre este mapa del mundo, reconstruido a partir de las anotaciones de su Diario, brillan algunos ausentes de talla, como el África occidental, el Magreb o la India. Pero otros escritos del cronista corrigen esas lagunas al describir un África que corre de “Fez, Marruecos, Tunez y Tremecén” al cabo de Buena Esperanza vía Libia, Cabo Verde y la “tierra de los negros”.41 Se perfila allí un Asia fuerte, la “India de Portugal”, la “Gran China”, la “Persia del Sofí”, el imperio de los tártaros y del Gran Turco.42 Muchas referencias librescas más o menos pasivamente registradas se mezclan con verdaderos intereses personales por algunas partes del mundo. Los países extranjeros que enumera no son forzosamente nombres vacíos sobre listas que él copia. Su breve historia da testimonio de los países europeos en el siglo XVI, descritos a través de los grandes matrimonios principescos del Renacimiento que no tenían ningún secreto para él; pero no nos dejemos engañar: son las reglas de sucesión, y no los secretos de alcoba lo que cautiva al cronista chalca.43
¿Es Chimalpahin un caso excepcional? Nacido en 1579, en el valle de México, pertenecía a la pequeña nobleza india de provincia. Llegado pronto a la capital de la Nueva España, recibió una buena educación, probablemente con los franciscanos, y frecuentó los círculos eclesiásticos. A partir de 1593, en calidad de converso, se encarga de la ermita extra muros de San Antonio Abad, en Xoloco, al sur de la ciudad.44 Esta capilla está vinculada a la orden de los antoninos, canónigos regulares que Chimalpahin sueña con ver implantarse en la Nueva España. Sus obligaciones le dejan tiempo suficiente para llevar a cabo su obra de historiador, alternando “investigaciones de terreno” con lectura y escritura. Sus orígenes sociales son honorables, sin ser prestigiosos, y las funciones que lo ocupan, relativamente modestas. Chimalpahin no pertenece a la aristocracia mexica y ni siquiera al medio de los notables indígenas que se reparten el gobierno de los indios de México y tienen todas las razones para estar mejor informados que él de los asuntos de la ciudad, de España y del mundo. Algunos de ellos habían tenido la ocasión de viajar entre España y México. Pero Chimalpahin tiene para sí sus exigencias de cronista y su inmoderado gusto por la escritura que explican la riqueza de sus referencias, la diversidad de sus intereses, la extensión y estos límites de su conocimiento. Pero los límites mismos también hacen inapreciable su testimonio: salido de las fuentes indígenas que explota con maestría, es menos un historiador que un compilador de informes que incansablemente recoge todo lo que circula por México: libros, manuscritos, conversaciones, rumores. De allí un cúmulo de referencias clásicas —Platón, Diógenes Laercio, Sófocles, Lactancio, san Agustín…— que utiliza con la misma seguridad que sus colegas europeos, mestizos o criollos, y su costumbre, de lo más natural en su época, de plagiar a los contemporáneos. Una de sus fuentes favoritas es el Repertorio de los tiempos (1606), ese tratado de astronomía que ofrecía gran cantidad de datos sobre la historia y la geografía universales.
Por ello, su testimonio nos da una imagen muy fiel de la manera en que un habitante de la capital, curioso y medianamente informado de las cosas de su tiempo, se representaba el mundo. Chimalpahin dista mucho de disponer de la información política que está en posesión de quienes rodean al virrey, la alta clerecía, los inquisidores o los jueces de la audiencia; tampoco tiene acceso al conocimiento que circula entre los comerciantes portugueses, italianos y españoles. Pero, fuera de los temas que le atañen directamente —la historia de su señorío, la historia universal y de la orden de san Antonio—, capta todo lo que interesa a los medios acomodados sin despreciar nada de lo que divierte o espanta a las multitudes de la capital mexicana: chismes locales,45 fiestas, “llegadas felices”, temblores de tierra,46 inundaciones, eclipses, hasta aguaceros de nieve sobre los grandes volcanes que dominan el valle.47
El indio Chimalpahin es un escritor mestizo. Su inteligencia y su pluma mezclan tradiciones, ideas y palabras que vienen por lo menos de dos universos: la sociedad amerindia y la Europa occidental. También de un tercero, cuando se pregunta sobre las reacciones de los negros de México; incluso de un cuarto, cuando introduce en su relato términos japoneses y especula sobre el sentido de las costumbres niponas.48 La manera como designa al rey de España es reveladora de esas mezclas. En su Diario, Felipe II aparece con el nombre de cemanahuac tlahtohuani, “soberano universal”.49 En una de esas operaciones a las que el pensamiento mestizo está acostumbrado,50 el cronista indígena combina y recicla términos de su lengua, el náhuatl, tomados del pasado y de la cosmogonía prehispánica, para designar una forma inédita de poder: el que dispone el rey de España desde que gobierna el “reino universal” (altepetl cemanahuac),51 es decir, la monarquía católica. Ya en 1566, en una carta en latín dirigida al rey Felipe II, un aristócrata mexica, don Pablo Nazareno, enriquecía la titularidad del soberano gratificándola con un exótico y estruendoso Chinae Novi Mundi Regi.52 Los títulos que la aristocracia mexicana otorgó a Felipe de Castilla no son, sin embargo, elucubraciones indígenas. El mismo año, el agustino Andrés de Urdaneta apenas se inmutó para afirmar que España poseía “lo más y mejor de la China y las islas de los Lequios e japoneses”,53 lo que una buena década después confirmará el galiciano Bernardino de Escalante: “cae este gran reino [China] en el distrito de la conquista de nuestro Rey Católico”.54
Los mestizajes son indisociables de los contextos donde se desarrollan, y son múltiples y cambiantes. Chimalpahin reacciona primero a las expectativas del medio en el que ha vivido y que podríamos circunscribir a la ciudad de México, incluso a su capilla de San Antonio Abad, a ese círculo confortable y culto de religiosos y curas entre los que pasará la mayor parte de sus días. Morador de la ciudad, Chimalpahin está igualmente atado a su región de origen, el sur del valle de México, que dominó durante mucho tiempo el señorío indígena en el que nació, Chalco-Amecameca. Lo que no le impide franquear con el pensamiento los océanos, tanto porque está preocupado por inscribir la historia de su señorío y de México en una historia universal y divina,55 como porque es sensible al mundo de su tiempo.
En la noticia que consagra a la muerte de Felipe II, traduciendo en náhuatl la idea de “señorío universal”, Chimalpahin expresa claramente la conciencia que tiene de pertenecer a la monarquía católica, es decir, a un sistema político que reunía entonces las posesiones de España y Portugal bajo el cetro del rey Felipe. En efecto, desde 1589 la misma dinastía reinaba sobre una parte de Europa, sobre las costas de África, Goa, Macao, las Filipinas y dominaba América, de la Tierra del Fuego a Nuevo México. Sus navíos dominaban el Atlántico, surcaban el océano Índico y atravesaban el Pacífico. Previendo nuevas extensiones, y prestos a vender la piel del oso antes de haberlo matado, los súbditos de la monarquía tenían incluso tendencia a transformar esas avanzadas sobre las “cuatro partes del mundo” en señorío universal o en supremacía mundial. Es lo que Chimalpahin hace en su noticia sobre la desaparición de Felipe II, y no es el único. Encontramos la misma afirmación en España,56 o en Italia bajo la pluma de Tommaso Campanella, también a su manera un observador periférico de la monarquía. En el alba del siglo XVII, el religioso calabrés se inflama al evocar la inmensidad de la “monarquía española [a la que] todos admiran por su audacia y poderío, porque sometió tantos mares y recorrió todo el globo terráqueo, lo que ni Cartago ni Tiro pudo realizar, ni el sapientísimo Salomón”.57
Aunque Chimalpahin posee una percepción libresca del planeta que se amolda a los esquemas europeos de las “cuatro partes el mundo”, los otros continentes son para él mucho más que un cuadro imaginario. Su experiencia personal, su existencia diaria lo sumergen en una ciudad de cerca de 100 000 habitantes, México, en donde coexisten españoles, portugueses, flamencos, indios, mestizos, mulatos y negros de África,58 sin contar a franceses, italianos y hasta algunos centenares, incluso un millar, de asiáticos desembarcados de Filipinas, China o Japón. Una sociedad colonial en donde las relaciones entre los grupos étnicos eran problemáticas y siempre susceptibles de modificarse, como pareció ser el caso en 1609 o 1612, cuando, presas de pánico, los españoles temieron que sus esclavos africanos masacraran hasta el último de ellos.59
No podríamos, por lo tanto, tratar a Chimalpahin y a la Nueva España sin tomar en cuenta estas dimensiones planetarias. Éstas no son, por otra parte, tan inesperadas, ya que el estudio de los fenómenos de aculturación, de sincretismos religiosos y de imágenes mestizas en el México español no ha dejado de confrontarnos con el choque y el entrecruzamiento de mundos.60 Tanto en los textos como en las pinturas, muchos seres y objetos yuxtaponen o mezclan rasgos que llegan de Europa y de otras partes.61 Esta alquimia de los mestizajes artísticos confirma la intensidad de la circulación y nos proyecta a través de los espacios y los tiempos, revelando mezclas de paisajes, a menudo desconcertantes y siempre imprevisibles.
“HISTORIAS QUE SE CONECTAN”62
¿Cómo concebir la circulación y las relaciones entre mundos e historias múltiples cuando el eurocentrismo, si no es que provincialismo, se las disputa con el gusto por el exotismo y lo primitivo, obstaculizando y viviendo de manera parásita la lectura de los pasados no europeos? Los trabajos de los historiadores europeos occidentales apenas si nos ayudan a mirar más allá de los límites, y sus colegas latinoamericanos, que con frecuencia permanecen atados a las fronteras que el siglo XIX heredó, no nos aportan más aire fresco.63 En cuanto a los especialistas de la historia mundial o World History, si su ejemplo nos alienta a franquear los viejos horizontes nacionales, su andar no está siempre exento de etnocentrismo.64 El etnocentrismo europeo, juzgado intelectualmente reductor y acusado de abrigar intenciones hegemónicas, es objeto de ataques al otro lado del Atlántico.65 Estas críticas, en gran parte merecidas, dan mucho material para reflexionar. Pero otra razón, francamente más poderosa, milita hoy en día para ensanchar nuestros imaginarios. El avance de la mundialización está en trance de modificar los formatos habituales de nuestro pensamiento. Nuestras maneras de rememorar el pasado se encuentran inexorablemente trastornadas. intercambios de toda especie, que cuestionan radicalmente la centralidad de nuestro Viejo Mundo y de sus concepciones, se desarrollan entre las diferentes partes del orbe. La evolución de las técnicas, la aceleración de las comunicaciones, pero de igual manera la creación artística en todas sus formas no cesan de devolvernos día tras día a estos cuestionamientos. La producción cinematográfica asiática de estos últimos años, para tomar sólo un ejemplo, trastorna todas nuestras nociones de tradición y modernidad. “Que el mundo chino modernizado, sin renegar de sus orígenes y de sus singularidades, pueda ‘naturalmente’ ser portador de valores formales hacia los que la modernidad cinematográfica tiende es una promesa extraña, no sólo para el cine.”66
Semejante desafío implica que desconfiemos de las historiografías nacionales que durante mucho tiempo se las han ingeniado para eludir esta circulación impermeabilizando sus fronteras. Éstas separan también a Portugal de España y han llevado estos ajustes hasta la caricatura.67 Las distancias que generaciones de historiadores han introducido entre los pasados de los dos países ibéricos explican que hoy en día cueste comprender que grandes textos españoles68 se hayan publicado en Lisboa con “licencias” portuguesas antes que en Castilla o que los portugueses hayan ejercido responsabilidades en la América española.69 Estas separaciones repercuten en las divisiones de América Latina que apartan a Brasil de una América hispánica, en su momento fragmentada en una retahíla de historias nacionales nacidas de las independencias del siglo XIX. Más recientes y más capciosas todavía, las retóricas de la alteridad —los discursos o la mirada sobre el Otro, la visión del Otro…— levantan obstáculos tan temibles como las torpezas y los reduccionismos de las historiografías locales. Diferencias y distancias, frecuentemente exageradas, reificadas y a veces, incluso, totalmente imaginadas, terminan por enterrar las continuidades, escamotear las coincidencias o los pasajes que harían viable la diaria coexistencia entre los seres y las sociedades.70 En cuanto a la moda de la microhistoria —o de la microetnohistoria—, apenas si ha contribuido a ensanchar nuestros horizontes.
¿Cómo lograr reunir elementos aparentemente tan inconexos como el asesinato del rey Enrique IV, la escritura india en el México español y el interés de los habitantes de ese país por el Japón de Tokugawa? En otros términos, ¿cómo retomar el estudio de los “desenclavamientos planetarios” (Pierre Chaunu)71 o de los “recubrimientos de civilizaciones” (Fernand Braudel).72 En El Mediterráneo y el mundo mediterráneo, Fernand Braudel había ya planteado el “problema fundamental del contacto de las civilizaciones y las culturas”,73 cuando se preguntaba por los vínculos de la Europa cristiana y el islam turco, esos “recubrimientos de civilizaciones” que obraron tanto en la península ibérica como en la de los Balcanes.74 Para comprender por qué el indígena chalca Domingo Chimalpahin se interesa en el Japón de los Tokugawa y en la Francia de Enrique IV hay, por lo tanto, que volver a aprender a franquear los océanos aprovechándonos, por ejemplo, de las lecciones de una World History, tan saludable en tiempos de repliegue, pero sin tomar maquinalmente sus vías, en la medida en que sus aproximaciones macrohistóricas sacrifican el estudio en profundidad de las situaciones y de los seres que nos interesan.75 Las pistas de una historia cultural descentrada, atenta al grado de permeabilidad de los mundos y a los cruzamientos de civilizaciones, pueden revelarse igualmente fecundas, a condición de que la historia se libre de las acostumbradas carencias de esta disciplina. Anclada en la esfera del arte y de la cultura, esta historia cultural ampliada sólo adquiere su pleno sentido en un marco más vasto, capaz de explicar, más allá de “la historia compartida”,76 cómo y a qué precio los mundos se articulan.
Los vínculos que unen a un cronista mexicano con los continentes europeo, asiático o africano muestran, en efecto, que las circulaciones del Renacimiento no se limitan a Europa y a su vecino otomano. La cuestión es, por lo tanto, planetaria. La presencia de un retablo barroco en el fondo de una capilla india de Nuevo México o la inserción de un término japonés en el náhuatl de Chimalpahin son datos de apariencia microscópica, pero su interpretación exige que cuestionemos el modo en que un mundo se engancha con el otro, sin limitarnos a los lazos que la Europa occidental anudó con el resto del orbe. La relación entre las artes europeas y amerindias, entre las mitologías del Viejo y del Nuevo Mundo, pone de manifiesto una mecánica compleja. Esos fenómenos se desarrollan en realidad en el seno de un campo más vasto, el de una historia que debe construirse y que se apoyaría, para retomar la fórmula del historiador de Asia y Portugal, Sanjay Subrahmanyam,77 en las connected histories. La exhumación de dichas “conexiones” históricas puede servir para desbaratar las aproximaciones o los a priori de la historia comparada, pero obliga también a reconocer que las historias son múltiples, incluso si, con frecuencia, se comunican entre sí o se relacionan en parte. Los universos que reúne la crónica de Chimalpahin —el Asia japonesa, la Europa de Roma y de París, el México profundo de Chalco-Amecameca— están implicados en procesos históricos de gran envergadura que sobrepasan por mucho las preocupaciones del autor y desbordan el ámbito de la Historia tal y como comúnmente la entendemos, es decir, la historia occidental. A primera vista, la tarea es fácil: se trata de liberar o de restablecer las conexiones que aparecieron entre los mundos y las sociedades, un poco a la manera de un electricista que llegara a reparar lo que el tiempo y los historiadores desunieron.
UN TEATRO DE OBSERVACIÓN: LA MONARQUÍA CATÓLICA (1580-1640)
Queda por definir a qué escala, en qué registro y en qué espacio se debe intervenir para analizar esos “contactos” o esos “recubrimientos”. Al analizar los frescos y visitar los talleres de los pintores indios de México en la segunda mitad del siglo XVI,78 descubrimos que la fábula antigua, el estilo manierista, el modo y la técnica de los grotescos servían de vínculo, incluso de atracciones, entre creencias amerindias y creencias cristianas. Entre los pintores tlacuilos, los nobles indígenas y los religiosos españoles, a través de los motivos, las formas y los colores, habíamos descubierto una de esas innumerables “historias conectadas” que iluminan la construcción de las sociedades coloniales en América Latina. Ahora es tiempo de abrir otras averiguaciones en horizontes más vastos, definidos menos en función de un guión de escenas que hoy en día sería lo nuestro —Europa occidental, América Latina, México, Perú, el mundo hispánico…— que a partir de conjuntos políticos con miras planetarias que existieron en ciertas épocas del pasado.
Las curiosidades del cronista Chimalpahin nos han enseñado cómo un letrado indígena podía representarse uno de esos conjuntos planetarios, vivirlo y describirlo. El conjunto que aquí nos interesa asocia cuatro continentes y constituye una configuración política que sus contemporáneos llamarían “la monarquía católica”. La monarquía reunía inmensos territorios bajo el cetro de Felipe II. A partir de 1580, la “unión de las coronas” agregó Portugal y sus posesiones de ultramar a la herencia de Carlos V ya sin el imperio; reinos tan distantes como Nápoles, Nueva España, Perú, ciudades diseminadas por el orbe, como Goa, Manila, Salvador de Bahia, Lima, Potosí, Amberes, Madrid, Milán, Nápoles, se encontraron así bajo el mismo soberano. Después de Felipe II, sus sucesores Felipe III y Felipe IV dominaron ese gigantesco espacio hasta 1640.
Durante ese largo medio siglo, toda la península ibérica, una buena parte de Italia, los Países Bajos meridionales, las Américas española y portuguesa, desde California hasta la Tierra del Fuego, costas del África occidental, regiones de la India y Japón, océanos y mares lejanos componían “el planeta filipino” en el que cada media hora se celebraba la misa. Ese conglomerado planetario se presenta, primero, como una construcción dinástica, política e ideológica cuyos pormenores con frecuencia se han disecado: la herencia del imperio romano y de las experiencias medievales, los impulsos de la “conquista espiritual”, la turbulenta sombra de los mesianismos que ocupan en ella tanto sitio como las alianzas matrimoniales que giran alrededor de los Reyes Católicos antes de ir en provecho de los Habsburgo. El azar anuda y desanuda las combinaciones matrimoniales que desde fines del siglo XV mantienen la unión de tres coronas —Castilla, Aragón y Portugal— en el orden de las cosas venideras.79 Por no poder inscribirse en la tradición imperial de la Europa medieval —Felipe II no es emperador—, el dominio filipino intentó fundar sus pretensiones universales sobre su extensión geográfica: “los reinos más extensos”.80 Los historiadores de las instituciones nos han enseñado mucho sobre estas cuestiones. Los de la economía no se quedaron atrás al mostrar que la monarquía católica había sido la cuna de una primera economía-mundo.81 Pero estos trabajos no podrían hacer olvidar otras facetas no menos universales, comenzando por el despliegue planetario de las burocracias y de las instituciones que servían a la Corona y a la Iglesia.82 Las redes que tejieron las órdenes mendicantes, la Compañía de Jesús, los banqueros italianos o también los hombres de negocio marranos,83 vinculan de la misma manera las cuatro partes del mundo sin confundirse con la monarquía. La exploración de dominios aparentemente menos estratégicos —trátese de manifestaciones literarias, plásticas, arquitectónicas o musicales de la dominación filipina— es igualmente rica. Esa exploración descubre la irradiación internacional del manierismo, el primer arte que simultáneamente se desplegó en muchos continentes a la vez.
La monarquía católica se singulariza también por el espacio planetario que la constituye. Demasiado fragmentado y disperso por el orbe para dejarse fácilmente abrazar, ese espacio por lo común se ha escamoteado en provecho de aproximaciones centradas en Castilla o en el Mediterráneo occidental.84 Estudios italianos, con frecuencia muy sugestivos, desprecian paralelamente los pesos de las Américas ibéricas, de Portugal y del Asia portuguesa en los desarrollos que consagran al sistema imperial.85 La tarea no es en verdad sencilla. Como el Mediterráneo de Fernand Braudel, la monarquía católica es un “personaje complejo, embarazoso, difícil de entender, [que] escapa a nuestras medidas habituales”.86 No sólo es un mosaico planetario constituido de piezas adicionales cuyo número, diversidad y articulaciones desafían la exploración, sino que ese conjunto, que tal vez merece (más que el imperio de Carlos V) el epíteto de efímero, no se inscribe en ninguna duración larga. Ese conglomerado no sobrevivirá a la revuelta de Portugal en 1640.87
Sin pasado y sin precedente, desanudada de la menor unidad geográfica, la monarquía está a la vez arraigada en continentes —las Indias occidentales— e instalada en los mares —el océano Índico de los portugueses—.88 Presenta otra singularidad: multiplica el enfrentamiento con otras grandes civilizaciones del mundo, en América con los antiguos imperios de México y de los Andes; en Asia con la Turquía de los otomanos, la India de los grandes mogoles, la China de los Ming, el Japón de la era Momoyama y de los Tokugawa; en África con los reinos de Guinea, el imperio del Mandimansa, el imperio del Mali y el imperio de Etiopía.89 Por todas partes, excepto en América, de Filipinas a las costas de África, se enfrenta a uno de sus enemigos más irreductibles, el Islam.
El espacio de la monarquía se distingue ante todo por la circulación planetaria que se despliega en él y que, por la mezcla de los hombres, de las sociedades y de las civilizaciones,90 lo irriga. En cualquier parte del mundo, el dominio ibérico aproxima, pone en relación o choca de frente con formas de gobierno, de explotación económica y de organización social. Súbitamente las temporalidades se empalman. Por todas partes en ese dominio, instituciones religiosas y sistemas de creencias, que nada dispone para que coexistan, se confrontan brutalmente. El cristianismo romano se opone en él no sólo al Islam, sino también a lo que los ibéricos llamaban “las idolatrías”, designando con ese vocablo tanto a las culturas de América y de África como a las grandes religiones asiáticas.91 Agreguemos a ello la lucha contra los judaizantes y protestantes que por todas partes acompañan a la monarquía en su movilización planetaria. Desde Goa, México o Lima, el Santo oficio de la inquisición tuvo que aprender a enfrentarse a medios e inmensidades que, en su momento, transformaron inexorablemente las modalidades y la capacidad de su acción.92
MESTIZAJES Y DOMINACIÓN PLANETARIA
Los mestizajes son en gran parte constitutivos de la monarquía. Están en ella omnipresentes. No son fenómenos sólo de índole cultural sino igualmente —o incluso más— de índole social, económica, religiosa y, sobre todo, política.93 El enfoque “cultural” no puede dar cuenta de la multiplicidad de ámbitos en el seno de los cuales los mestizajes se desarrollan. ¿Cómo, en particular, disociar los mestizajes de las relaciones de fuerza de los que surgen?
Las empresas de dominación que precipitan los mestizajes o, en cierto momento, los paralizan y los borran, se ejercen a muy diversas escalas. Pueden ser locales (México), regionales (Nueva España), coloniales (las relaciones con la metrópoli), pero igualmente globales (la monarquía). A la monarquía católica y a la mezcla de sus mundos las recorren así miríadas de interacciones que nos devuelven a formas múltiples y móviles de dominación.94 ¿En qué medida se inscriben estos vínculos en una estrategia de conjunto, por más ambiciosa que sea? La Iglesia, la Corona, la administración ibérica ¿alimentan un gran propósito global al que una infinidad de “historias locales”95 se oponen? En presencia de realidades mucho más complejas, ¿dónde nos encontramos nosotros? En este contexto histórico, y retomando una reflexión que inicié en mis anteriores trabajos, me pregunto por la proliferación de los mestizajes —pero también por su limitación— en sociedades sometidas a una dominación de ambiciones universales.96 Sin duda, la pregunta es hoy en día crucial. Si se plantea de manera general, “choque de civilizaciones” y mezcla de sociedades son temas que nos remiten invariablemente a la escena contemporánea, ya sea que identifiquemos mundialización con “imperio norteamericano” o que nos preguntemos por la homogenización de las sociedades y de los modos de vida en el planeta.97
Nada nos asegura que los procesos en acción dentro de la monarquía hayan estado directamente en la fuente de las transformaciones que acompañaron el fin del siglo XX. La búsqueda de los orígenes es una vieja obsesión de la historiografía occidental que, si no ha perdido su encanto, alcanza pronto sus límites. El ejemplo del indio Domingo Chimalpahin nos anima más bien a visitar “las cuatro partes del mundo” con las herramientas de la historia y de la curiosidad del cronista y, por lo tanto, a despejar archivos, a extraer, de imágenes y textos, otro pasado que permanece atascado en las páginas reconstruidas por otras formas de historia. Ese pasado, tejido con “historias conectadas”, si no es más revelador ni más auténtico que las versiones que lo han antecedido, provoca preguntas que, con la distancia crítica que imponen los siglos y los océanos, confirman frecuentemente las nuestras. Estas cuestiones desbordan ampliamente el campo de la economía, de las tecnologías y de las comunicaciones en el que habitualmente se encierran los expertos de la mundialización contemporánea.