CAPÍTULO 2

 

La fiesta

 

 

 

Tres semanas después me encontraba en la vítrea sala principal del museo de arte del campus, con un vestido de seda de color verde mar, hábilmente drapeado y cosido de tal modo que mi cuerpo aparentaba pesar casi diez kilos menos. Junto a mí estaba Ev, enfundada en una columna de shantung de color champán. Parecía una princesa y, como princesa, quedaba excluida del sometimiento a las normas: saltándonos la ley, sosteníamos sendas copas de vino llenas a rebosar y nadie, ni los mandamases de la universidad ni los profesores ni los doctorandos de Historia del Arte que desfilaban delante de nosotras, nadie pestañeó mientras nosotras nos bebíamos el vino a sorbitos. En la otra punta de la sala una violinista arrancaba una lastimera melodía a su instrumento. La rectora (una decana de manual: con el pelo en forma de casco gris y una sonrisa ducha en el arte de recaudar cuartos institucionales) pululaba cerca de nosotras. Para librarse de su atención, Ev me la presentó. Aunque yo me sentí halagada ante el interés de la rectora por mis estudios («Estoy segura de que podremos meterte en ese seminario de nivel avanzado sobre Milton»), ansiaba verme lejos de ella para poder estar más tiempo a solas con Ev.

Ev me susurraba al oído el nombre de cada invitado, muy pegados los labios a mi oreja (aún hoy ignoro cómo conseguía saber quién era quién, salvo porque había sido adiestrada para ello) y comprendí que de alguna manera, inexplicablemente, yo había acabado siendo la invitada de honor. Puede que Ev cautivase a cada uno de los asistentes al acto, pero a quien hizo sus comentarios más personales fue a mí («Profesor adjunto Oakley —se ha acostado con todo el mundo—»; «Amanda Wyn —trastorno alimenticio grave—»). Tomándolo en conjunto, no podía entender por qué rechazaba todo aquello: el Degas (una bailarina inclinada con unas zapatillas de puntas, en el borde de un escenario), personas adultas prodigando lisonjas, la celebración de su cumpleaños y de la tradición. Mientras que ella insistía en que estaba deseando que la velada terminase, yo lo absorbía todo con avidez, sabiendo perfectamente que al día siguiente estaría de nuevo avanzando torpemente en medio del agua nieve, con las botas de invierno de ella, y rezando para que llegase el cheque de mi ayuda económica para poder comprarme unos mitones.

Las puertas del salón principal se abrieron y la rectora acudió rauda a recibir a los últimos invitados, avanzando entre la multitud, que quedó dividida en dos. Mi cortísima estatura nunca me ha dado ventaja, así que me estiré todo lo que pude para alcanzar a ver quién había llegado (¿una estrella de cine?, ¿un artista influyente?; solo alguien importante podría haber desatado semejante reacción en aquel grupo de personas del mundo académico).

—¿Quién es? —susurré yo, puesta de puntillas.

Ev apuró su segundo gin tonic.

—Mis padres.

Birch y Tilde Winslow eran las personas más glamurosas que había visto en mi vida: deslumbrantes, rutilantes y obviamente hechos de una pasta diferente de la mía.

Tilde era joven, o al menos más joven que mi madre. Tenía el mismo cuello de cisne que Ev, rematado con un rostro de rasgos más angulosos, menos exquisito; pero que nadie se confunda, Tilde Winslow era una belleza. Estaba flaca, demasiado flaca, y aunque reconocí en ella las señales de años contando calorías, debo admitir que me admiró lo que la privación había hecho por ella, como marcarle los bíceps o definirle la línea de la mandíbula. Sus pómulos le cruzaban la cara como dos cuchillas. Llevaba un vestido de seda dupioni color esmeralda, ceñido a la altura de la cintura con un broche de zafiro del tamaño de la mano de un niño. Su melena rubio platino estaba recogida en un moño.

Birch era mayor que ella (le sacaba a Tilde unos veinte años) y tenía esa panza imposible de eliminar de los septuagenarios. Pero el resto de su fisonomía era magra. Su rostro no tenía aspecto abuelil, en absoluto; era un rostro apuesto, juvenil, con unos ojos cristalinos de color azul como dos joyas engarzadas entre pestañas negras y largas, que Ev había heredado de esa parte de la familia. Tilde y él fueron avanzando hacia nosotras, despacio pero con paso decidido. Él iba estrechando manos a diestro y siniestro como un político, repartiendo comentarios socarrones y ocurrencias que despertaban el alborozo entre la multitud. A su lado, Tilde era justo el polo opuesto: esbozó apenas una sonrisa y, cuando finalmente llegaron hasta nosotras, me miró de hito en hito como si fuese un caballo percherón que hubiesen traído para arar la tierra.

—Genevra —la saludó, en tono neutro, una vez hubo comprobado que yo no tenía nada que ofrecer.

—Mamá. —Percibí tensión en la voz de Ev, que se disipó tan pronto como su padre le rodeó los hombros con un brazo.

—Felicidades, pecas —le susurró al oído perfecto, y le dio un toquecito suave en la nariz. Ev se ruborizó—. ¿Y esta —preguntó, tendiéndome la mano— quién es?

—Es Mabel.

—¡La compañera! —exclamó—. Señorita Dagmar, mucho gusto. —Se tragó esa espantosa «g» del centro de mi apellido y lo terminó con una floritura, alargando lo justo la erre. Por una vez, mi apellido sonó delicado. Me besó la mano.

Tilde esbozó una leve sonrisa.

—Tal vez puedas contarnos, Mabel, dónde estuvo nuestra hija en las vacaciones de Navidad. —Tenía una voz atiplada, fina, con un leve deje; resultaba imposible distinguir si se debía al pedigrí o se trataba de un acento extranjero.

El semblante de Ev reflejó un pánico pasajero.

—Estuvo conmigo —respondí yo.

—¿Contigo? —preguntó Tilde como si la inundase una sincera hilaridad—. ¿Y qué estaba haciendo contigo, si puede saberse?

—Fuimos a Baltimore a visitar a una tía mía.

—¡A Baltimore! Esto va mejorando por momentos.

—Fue precioso, mamá. Ya os dije que estaba en buenas manos.

Tilde levantó una ceja y nos lanzó una mirada a las dos, tras lo cual se volvió hacia la conservadora del museo, a su lado, y le preguntó si los Rodin estaban expuestos. Ev puso una mano en uno de mis hombros y me dio un ligero apretón.

No tenía ni idea de dónde había estado Ev en las vacaciones de Navidad. Conmigo no, desde luego. Pero no había mentido del todo: yo sí había estado en Baltimore, obligada a aguantar la compañía de mi tía Jeanne la única y penosa semana durante la cual la residencia universitaria había echado el cierre. Ir a casa de mi tía Jeanne cuando tenía doce años, la única aventura que mi madre y yo habíamos vivido juntas (un viaje relámpago de cinco días a la Costa Este), había representado el súmmum de mi existencia preadolescente. Aunque lo recordaba todo como una nebulosa turbia, pues correspondía a la época de «Antes de que todo cambiase», eran unos recuerdos alegres. La tía Jeanne me había parecido una mujer con un halo de glamur, el contrapunto despreocupado de mi densa y cumplidora madre. Habíamos tomado cangrejos de Maryland y habíamos ido a tomar copas de helado a una cafetería.

Pero, o bien mi tía Jeanne había cambiado, o bien mi mirada se había matizado considerablemente con los años que habían transcurrido. El caso fue que aquel primer diciembre en la universidad descubrí que antes me pegaría un tiro en la cabeza que convertirme en ella. Vivía en un piso frío, húmedo, infestado de gatos, y cuando le propuse ir al Smithsonian me miró atónita. Cenaba en el sofá, delante del televisor, y se quedaba frita mientras veía el canal de televenta a medianoche. Mientras Tilde se alejaba de nosotras, recordé con horror la promesa que me había arrancado mi tía al término de mi estancia (le bastó con invocar el nombre de mi abandonada madre): dos semanas interminables en mayo antes de regresar a Oregón. Me atreví a soñar que Ev vendría conmigo. Ella sería la clave para sobrevivir a El precio justo y al cosquilleo del pelo de gato en el fondo del paladar.

—Mabel va a hacer Historia del Arte. —Ev me empujó suavemente hacia su padre—. Le encanta el Degas.

—¿No me digas? —replicó Birch—. Puedes acercarte más, ¿eh? Sigue siendo nuestro.

Miré el lienzo, perfectamente iluminado, montado en un sencillo caballete. Solo me separaban de él unos palmos, pero habrían podido ser kilómetros.

—Gracias —dije yo, rehusando educadamente.

—Conque vas para Historia del Arte, ¿eh?

—Creía que querías estudiar Filología Inglesa —interrumpió la rectora, que había aparecido repentinamente a mi lado.

Me puse como un tomate, con toda la luz en la cara, y me sentí como si me hubiesen pillado mintiendo.

—Oh —balbucí—, las dos carreras me gustan…, es verdad…, y, vaya, estoy en primero nada más y…

—Bueno, a la literatura no se le puede quitar el arte, ¿verdad que no? —me interrumpió Birch amigablemente, y abrió el círculo a un puñado de admiradores de Ev. Apretó el hombro de su hija—. Cuando esta mocita tenía apenas cinco años, nos llevamos a los críos a Florencia y ella no podía dejar de mirar la cabeza de la Medusa en el palacio de los Uffizi. ¡Y Judith y Holofernes! A los niños les encantan ese tipo de fábulas horripilantes. —Todo el mundo rio. Yo volvía a ser invisible. Birch cruzó su mirada con la mía durante una milésima de segundo y me guiñó un ojo. Sentí que me ruborizaba, agradecida.

Tras el brindis de bienvenida de la rectora y tras los canapés y las magdalenas de cumpleaños con un glaseado del mismo color que mi vestido y después de que Ev dijese unas palabras acerca de cómo la escuela universitaria había conseguido hacer que se sintiera como en casa y de que esperaba que el Degas viviese muchos años feliz en el museo, Birch alzó una copa, atrayendo la atención de todos los congregados.

—Ha sido tradición de los Winslow —empezó a decir, como si todos formásemos parte de su familia— donar, cada vez que uno de los hijos cumplía dieciocho años, un cuadro a una institución de su elección. Mis hijos varones escogieron el Metropolitan. Mi hija ha elegido una escuela superior que antiguamente fue colegio universitario femenino. —La frase fue recibida con una carcajada general. Birch inclinó su copa en dirección a la rectora, en un gesto de disculpa retórica. Carraspeó mientras una sonrisa sardónica se borraba de sus labios—. Quizá esta tradición se deba a la voluntad de proporcionar a cada hijo una pingüe deducción de cara a su primera declaración de la renta —una vez más, la frase fue recibida con una carcajada—, pero su espíritu verdadero reside en el deseo de enseñar, en la práctica, que nunca poseemos verdaderamente las cosas que importan. La tierra, el arte e, incluso, por mucho que nos parta el corazón separarnos de ella, una gran obra de arte. Los Winslow son ejemplo vivo de filantropía. Fila, amor. Anthro, hombre. El amor al hombre, el amor a los demás. —Diciendo esto, se volvió hacia Ev y levantó su copa de champán—. Te queremos, Ev. Recuérdalo: no damos porque podemos, sino porque debemos.