Capítulo I

Somos novios

 

«Somos novios,

mantenemos un cariño limpio y puro,

como todos,

procuramos el momento más oscuro».

ARMANDO MANZANERO, 1968

 

 

Entrevista a Mercedes Fernández.
Transcripción, 15 de noviembre de 2014

 

MERCEDES: «¿Me escribirás?» Y él: «Nada más llegar, te lo prometo». Y entonces se acerca más de la cuenta. Y yo: «Que no, Antonio, que nos pueden ver». Pero él, erre que erre, ya sabes cómo era tu padre, nunca aceptaba un no por respuesta. Y, claro, como al día siguiente se marchaba a hacer el servicio militar a Sidi Ifni, que más lejos no le pudo tocar, la mili de los pobres se decía entonces, se negaba en redondo a despedirse sin que le diera un beso. Bueno, aquel día y todos, la verdad, que tu padre menudo era, el caso era no quedarse quieto, que no era capaz de refrenar el impulso decía, una no podía bajar la guardia…

(Silencio)

MERCEDES: Pero, hijo, esto ¿para qué es?

CARLOS: Para tenerlo, mamá, por guardar un recuerdo tuyo.

MERCEDES: Ya, lo que pasa es que, no sé, se me hace raro hablar contigo según qué cosas. Y encima queda todo ahí, en el aparato ese.

CARLOS: Si te molesta, apago la grabadora.

MERCEDES: No, si no es eso… Pero, a ver, ¿para qué lo quieres? ¿Vas a escribir un libro? Eso es lo que deberías hacer, volver a escribir. No sé por qué lo dejaste. Pero no escribas de mí, escribe de algo interesante.

CARLOS: Decías que papá no veía la manera de robarte un beso…

MERCEDES: A ver… Me acompañaba a casa y todos los días igual. Él que sí y yo que no. Que no es que yo no quisiera, que tu padre siempre me gustó mucho, las cosas como son, pero entonces había que tener mucho cuidado con esos asuntos, hijo, que por menos de nada la ponían a una de vuelta y media. Como te vieran arrimarte más de la cuenta te colgaban el cartel de p punto, ¿entiendes?, y ya quedabas marcada para los restos. Menudos han sido siempre en el pueblo. Y en aquella época… En aquella época no te quiero ni contar. Y eso que para entonces ya habíamos dado la vuelta redonda. ¿Tú sabes lo que es la vuelta redonda? Ni idea, claro, tú qué vas a saber de esas cosas…

CARLOS: Bueno, algo me contó papá alguna vez.

MERCEDES: No sabes la suerte que has tenido de nacer cuando naciste, hijo. El caso es que allí, en el pueblo, había muy poquito que hacer. La juventud no teníamos mayor diversión que pasear por la plaza. Y comer pipas, eso sí, pipas a todas horas. No había para más. Y a lo mejor tampoco hacía falta. Yo entonces era feliz. Aunque había mucha miseria, hijo, mucha. Sobre todo en las ciudades. En los pueblos, mal que bien, todo el mundo se apañaba. Nos apañábamos. Aunque tener, no teníamos de nada. Pues allí, paseando en la plaza, nos pasábamos las horas, chicos y chicas, todos juntos pero cada uno en su sitio. «Cada cual en su casa y Dios en la de todos, hija», me decía siempre tu abuela, «lo importante es saber siempre cuál es tu lugar, Mercedes». Ay, tu abuela, la pobre, lo que hubiera disfrutado contándote historietas, pues anda que no era amiga de hablar de las cosas del pueblo…

(Otro silencio)

MERCEDES: ¿De qué te estaba hablando, hijo?

CARLOS: De la vuelta redonda.

MERCEDES: Ah, sí, eso… No sé dónde tengo la cabeza… Cuando llegabas a la iglesia, te dabas la vuelta y volvías en dirección a la casa de los Maurillos, donde el callejón. Y así una y otra vez. La cuestión es que antes de dar media vuelta tenías que cambiarte de posición, no podías volver al lado de la misma persona junto a la que habías ido caminando. Del mismo chico, no sé si me entiendes. Si ibas al lado de una amiga, daba lo mismo que volvieras con ella. Eso era la vuelta redonda. Ir y volver al lado del mismo chico. Y eso significaba que ya erais novios formales. Para toda la vida, vamos. Entonces te lo tenías que pensar muy bien, hijo, nada que ver con cuando tú eras joven, ¿eh?, y con lo de ahora ya no te quiero ni contar. Con el novio formal una se tenía que casar. Y si no, a vestir santos. A mi prima Marisa la dejó plantada uno de los Lechuga, ya sabes, los de la casa grande de detrás del ayuntamiento, el hijo mediano de ese que te conté que cuando llegaron los nacionales se juntó con el Cañizo, el capataz de don Mauro, y juntos se llevaron a más de uno por delante. Bueno, pues ese la dejó plantada por una de Tobarra, que encima se la trajo a vivir al pueblo y, claro, la pobre Marisa se tenía que cruzar con ellos todos los días, que no era plato de gusto, y la mujer se encerró en su casa con sus padres y no hizo más que dejar la vida pasar, que salir, solo salía para ir a misa y poco más. Ya ves, que aquello le pasó con veintiuno o veintidós y hasta los setenta y cinco por lo menos no se murió.

CARLOS: Y con papá ¿qué pasó aquel día? Cuando os estabais despidiendo, digo.

MERCEDES: Pues que estaba más pesado de lo normal… A ver, el pobre, que iban a ser dos años en el Sáhara, separados, que yo tenía una pena que no te quiero ni contar. Y él empeñado en despedirse como Dios manda. O eso decía por lo menos. Pero ya ves, ¿cómo mandaba Dios entonces que se despidiera una de su novio formal en la puerta de su casa, con su padre escuchándolo todo? Porque tu abuelo Rafael a tu padre nunca le tuvo mucho cariño, la verdad, no sé por qué, porque tu padre tenía sus cosas pero siempre fue muy buena persona, pero a tu abuelo, nada, que no le entraba. El caso es que yo creo que con el tiempo le habría cogido cariño. Pero no pudo ser, qué joven murió el pobre. Qué pena que no os conociera a ninguno. ¿Sabes?, de todos tus hermanos, eres el que más se parece a él. Tenéis los mismos ojos. Bueno, a lo que iba, hijo, que me estoy yendo por las ramas. La cuestión es que yo seguía en mis trece, y entonces me dice: «Por lo menos cierra los ojos, Milano». Por entonces ya me llamaba Milano. Tu padre siempre fue muy amigo de poner nombres a las cosas, de no llamarlas de la misma manera que el resto del mundo. A ti te llamaba el Heredero y a María, la Torva, ¿te acuerdas? Y a Inés y a Tony… ¿Cómo llamaba a Inés y a Tony? No sé, tal vez no lo hacía con todo el mundo. «Pero ¿para qué quieres que los cierre?», y él: «Tú ciérralos». Y eso hice. Que sea lo que Dios quiera, pensé. Qué narices, dos años iba a estar sin verlo, ya me explicarás cómo no iba a aflojar un poco. Total, ¿qué iba a hacer?, ¿darme un beso? Pues que me lo diera. Ya nos habíamos dado alguno en la era del Ñeño, donde la encina. A la puerta de casa era otro cantar, claro, pero me dio lo mismo. Y si tu abuelo se enfadaba, pues que se enfadase. Pero no. Ni me tocó. «Abre los ojos», me dijo. «¿Ya?». «Sí, ábrelos, mujer». Y cuando los abrí, zas, ahí estaba, colgando de su mano, una medallita de la Virgen de Fátima, bañada en plata. No pudo gustarme más. Visto ahora no era más que una bagatela, pero entonces era una cosa muy valiosa. O al menos a mí me lo pareció. Todavía la conservo.

CARLOS: Gracias a mí. La encontré un día en el sobrao de la casa de Sagrillas, hace muchos años, ¿no te acuerdas?

MERCEDES: Hay muchas cosas de las que ya no me acuerdo, hijo. Aunque ahora que lo dices, puede ser. Creo que la dejé allí guardada cuando nos vinimos todos a Madrid, y luego se me olvidó. Bueno, cuando nos vinimos todos no, que eso fue en el cincuenta y siete y tú no habías nacido todavía. Si te digo la verdad, no sé de dónde sacó el dinero tu padre para comprarla. Porque entonces no teníamos acceso a muchas cosas, hijo. Creo que se la vendió un merchante que venía al pueblo de vez en cuando. Entonces, las cosas que traían de Pascuas a Ramos los vendedores ambulantes, cuando paraban por el pueblo por la feria o antes del verano, nos parecían de otro mundo. Qué sé yo. Una medallita, una estilográfica, hasta unas bolsas de un plástico así como muy resistente, que no he vuelto a ver una cosa igual, no sé si venían de Portugal o de no sé dónde, con una cuerda así para fruncirlas, que una iba al colmado con eso y parecía que tenía otra categoría.

El caso es que tu padre me la puso. «Tienes el cuello de cisne, Milano». Menudo zalamero estaba hecho, y entonces la que no pudo contenerse fui yo, y le estampé un beso que para qué, que a tu abuelo, que lo estaba escuchando todo detrás de la puerta, le faltó tiempo para poner a todo trapo el disco de Doña Francisquita, la zarzuela, ya sabes, en un gramófono que había comprado de estraperlo unos años antes, que no sé si era el único que había entonces en el pueblo, quizá hubiera otro en casa de los Mauros, claro, y que era lo que hacía siempre cuando estaba demasiado tiempo en la puerta pelando la pava con tu padre. Esa era la señal para que entrara en casa. Esa o el otro disco que tenía, uno así pequeño de Estrellita Castro. Aquel día lo puso más alto que nunca, que yo creo que se oyó hasta en Hellín, y yo me tuve que meter para dentro, claro.

CARLOS: ¿Y ya está? ¿Así os despedisteis?

MERCEDES: A ver, ¿qué íbamos a hacer?

CARLOS: No sé. Pero dos años sin veros era mucho tiempo.

MERCEDES: A mí me lo vas a decir. Ahora: su promesa la cumplió. En todo el tiempo que pasó en el Sáhara no hubo semana que no me llegara una carta suya. Sin falta. Y menos mal, que no fue fácil para ninguno de los dos estar tanto tiempo separados. Nada fácil.

CARLOS: Y fue volver y casaros, ¿no?

MERCEDES: Sí, hijo, sí…

(De nuevo, silencio)

CARLOS: ¿Estás bien, mamá?

MERCEDES: Sí, hijo, no te preocupes. Oye, ¿te importa que lo dejemos para mañana? Estoy un poco cansada.

CARLOS: No me extraña. Si es que hablando, hablando, nos han dado las tantas. ¿Qué quieres para cenar?

MERCEDES: Nada, hijo. No tengo apetito. Me voy a acostar. Ayúdame a levantarme, anda.

 

 

Desde que he vuelto a San Genaro veo a mi padre todas las noches. No importa que lleve más de cinco años muerto. El salón es ahora una especie de museo antropológico. Un Atapuerca del siglo XX. La misma mesa en la que no me comía la verdura frente a la televisión, ahora plana, que mi madre no sabe utilizar.

Lo veo a través del visillo, del cristal empañado, fumando. Porque no es el padre que me llevó por primera vez a la playa, ni tampoco el padre que llevé a urgencias la última vez. Es el padre con el que me peleé, el que quería obligarme a estudiar, a vender la moto, el que engañó una vez a mi madre. Y sé que es imposible porque mi padre en esos años ya no fumaba, al menos no en el balcón, sí algún pitillo a escondidas de vez en cuando. Bebía de vez en cuando y comía lo que le daba la gana, pero con el tabaco quería dar la impresión de que hacía caso a los médicos.

Descubro primero el resplandor del mechero y luego el rojo incandescente del cigarrillo. El humo llevado por el viento y él mirando primero enfrente, luego al bar de su hermano y finalmente a la calle, esperando a alguien que llega más tarde de la hora. Mi madre. Mis hermanos. Tal vez yo mismo.

Y no le digo nada porque las cosas que no se les han dicho a los vivos no tiene sentido decírselas a los muertos. Y supongo que él después de muerto no iba a cambiar su discurso. «Estudia, hijo, estudia, nunca es tarde para sacarse una carrera, mira a tu madre». «Aquí habéis hecho lo que os ha dado la gana, eso es lo que pasa». «Si es que sois de plomo derretido».

Aun así me acerco al ventanal notando el frío de las baldosas en mis pies descalzos, no hago ruido, pero él me escucha y gira la cabeza. Me mira. Me ve. Y tarda en reconocerme. Lo mismo que me pasa a mí todas las mañanas delante del espejo. Va a decir algo, pero justo antes despierto en mi antigua habitación, que me parece más grande que nunca, como cuando la compartía con mi hermano.

Durante un segundo creo que voy a oír la respiración de Tony, a abrir los ojos y ver el póster del Che, el tocadiscos, pero solo estoy yo, yo y cuarenta años más. La maleta con mi ropa sigue en el suelo. Las cinco cajas que traje de casa siguen cerradas. Yo sigo sin saber cómo he llegado a vivir con mi madre a los cincuenta y cuatro. Bueno, sí lo sé, pero no quiero recordarlo, así que me levanto y, como en el sueño, las baldosas están frías. Nunca pusimos parqué.

Como en el sueño camino a oscuras, sin ni siquiera la luz del móvil, y como en el sueño llego al salón, pero no hay nadie en el balcón, aunque tengo que ir a comprobarlo.

Y salgo, y fumo, y miro como lo hace él en el sueño.

El otro día incluso creí ver a Karina girando la esquina de la calle, pero la Karina de cuando éramos novios. Como si estuviera mirando hacia atrás treinta años y no hacia la avenida Roberto Cairo. Duró un instante y se desvaneció. No estaba soñando, así que puede que simplemente esté perdiendo la cabeza. No sería mala opción. Adelantar a mi madre en esa carrera.

En mi sueño siempre me despierto antes de que hable porque ya no recuerdo su voz. Recuerdo sus palabras, pero no su voz. Su cara, su risa, su forma de ser siempre el centro de cualquier grupo. Pero no su voz. Por eso estoy grabando a mi madre, para mantener su voz cuando no esté, para recordarla cuando ella ya no nos recuerde.

Así que por la mañana, mientras suena la cafetera italiana, le pregunto si hay alguna grabación de mi padre, algún súper ocho con sonido, alguna cinta jugando con el primer radio-casete. Y sin dudar me lleva a su dormitorio, abre el armario y saca una caja de metal con lo que dentro de poco será su única memoria.

—No pierdas nada, Tony.

—Mamá, soy Carlos.

—Ay, hijo, es que siempre me confundo con vuestros nombres.

Pero ella nunca se confundía con nuestros nombres.

—Gracias, mamá. No te preocupes.

Nunca, nunca se confundió con nuestros nombres.

Rebusco entre los objetos, pero no están las películas ni hay ninguna cinta, solo fotografías, de ellos, de nosotros, de la playa, del pueblo, el libro de familia y unas cartas atadas con una cuerda.

Pienso que serán cartas de mi padre enviadas a mi madre, pero aparto el nudo y en la primera carta el destinatario no era ella, sino mi abuelo Rafael.

 

Sidi Ifni, 12-08-1947

 

Estimado Señor:

 

Al recibo de la presente espero que se encuentre usted bien.

Me han dicho que le han llegado ciertos rumores que lo tienen preocupado. No hay razón.

Sé que en el pueblo se habla siempre de más y sin saber, pero quiero dejar claro que mis intenciones con su hija Mercedes son totalmente serias y respetuosas.

Si no hablé con usted antes de venir al servicio militar fue más por tener algo que ofrecer a su hija antes de proponerle matrimonio.

Nada me gustaría más que hacer esto en persona, de hombre a hombre, que es ahí donde se ve la sinceridad de uno, pero sabiendo lo que sé no me queda otro remedio.

Aunque todavía me falten unos meses para licenciarme me gustaría casarme con su hija nada más volver al pueblo, acallando así los chismes y apartando a tanto moscón que tiene su hija rondando.

Quiero que sepa que mi intención no es solo querer y respetar a su hija, sino darle una vida mejor, la que ella sin duda se merece.

Atentamente,

Antonio Alcántara Barbadillo

 

«Merche, qué frío hace en este pueblo, si lo sé me quedo con los moros», eso es lo primero que oyó mi madre al meterse en la cama la noche de bodas. Y supongo que se rio. Es lo único que me contaron. Siempre que mi padre lo recordaba miraba a mi madre y se reía y ella movía la cabeza: «¡Antonio!».

Sé que esa carta trajo cola. Porque esa era la esencia de mi padre: hacer sin preguntar. Decidir por él y por mi madre. Hacer lo que creía mejor. Él. Antonio Alcántara Barbadillo, el P’arriba, que se fue a la mili con las manos manchadas de uva de la vendimia y el olor de su novia en la ropa, después de robarle un par de besos al lado de una encina que había delante de las eras y que cortaron hace años. Me gustaría saber si el que la echó en la chimenea vería arder los nombres de Antonio y Mercedes, que ellos mismos grabaron cuando novios, mientras se calentaba y si sabía quiénes son, o mejor, quiénes fueron.

Alguien avisó a mi padre de que estaban malmetiendo contra él con mi abuelo, que le decían que si le llamaban el P’arriba era porque tenía la cabeza llena de sueños y no sobre los hombros, que no era de fiar, que decía una cosa y hacía la contraria, que había pretendido a la Seca pero que después de la mili no volvería más a Sagrillas y si te he visto no me acuerdo.

Pero a Antonio lo de enviar la carta sin consultar ni a Dios ni al diablo no le salió gratis. Si Dios se te cruza, mal asunto; si cabreas al diablo, pues peor me lo pones; pero cabrear a mi madre, herir el orgullo de Mercedes Fernández, a la que llamaban la Seca, eso sí que es mala idea. Lo era en los sesenta cuando mi hermana se metía a actriz, mi hermano se metía en política y yo no hacía más que meterme en un lío tras otro, pero en el cuarenta y ocho, con diecinueve años, no puedo imaginarme lo que podía ser iracunda, callada, con los ojos ardiendo pero la mirada de hielo, la boca apretada, sin hablar, para decir poco, pero qué poco. Tenía menos años que mi hija Mercedes, pero con una guerra encima, el hambre, los disparos en mitad de la noche en las fosas cerca de la carretera. A veces cuando discuto con mi hija, qué digo discuto, peleo con mi hija, noto ese fuego contenido, esa fiera dormida que no ha tenido que despertar, pero que a veces ronronea y da tanto miedo como su abuela.

La Seca…, nunca hubo un mote tan atinado y a la vez tan superficial. Porque mi madre no era seca, la habían secado, la habían obligado a secarse, enseñado a mejor callarse, mejor no hablar, mejor no hacer, mejor no pensar, pero mi madre podía callarse, no decir, obedecer, pero no podía dejar de pensar. Por eso cuando sus pensamientos se ponían en acción era imparable. Y como aguantaba mucho, porque en esos años no había otra, en el momento en el que consideraba que algo ya era demasiado, que se pasaba de la raya, no tenía piedad.

Así que la Seca, cuando llegó la carta de Antonio pidiendo su mano, como en una de esas obras de repertorio que caían de vez en cuando en Sagrillas traídas por los cómicos de la legua, no esperó a oír la respuesta de su padre, porque ya no le interesaba. Sí, habían paseado por la plaza, habían escrito el nombre en la encina, le había dado un beso, bueno dos, pero todo eso perdía su valor si él pasaba por encima de ella para llevarla al altar.

«Que se quede con las moras», le dijo a mi tía Liceria mientras se le saltaban las lágrimas en el cine de verano viendo una peli de Clark Gable, que por lo visto le recordaba a mi padre. Lo que hace el amor o el blanco y negro. Mi tía dice que Mercedes no dejó en toda la película de comer altramuces porque si paraba le temblaba el labio por las lágrimas.

Cuando llegó la siguiente carta de mi padre ella ni la abrió. Es más, del poco dinero que le quedaba después de dar en casa lo que sacaba cosiendo donde la Emilia compró unos sellos y la devolvió sin abrir. Y así hizo con la siguiente que llegó en la vendimia, un año después de la encina y el beso. Y conociendo a mi madre me extraña que no cogiera un hacha y se fuera a talar el árbol. Le diría mi abuela Herminia que era pecado.

Aprovechando que mi padre, como él decía, daba tripazos en mitad del desierto, el Bragazas, un chaval del pueblo, empezó a rondar a mi madre. Mi tía decía siempre que fue él quien envenenó al abuelo contra mi padre y cuando supo lo de las cartas devueltas vio su oportunidad.

La verdad es que el pobre Bragazas no era mal tipo, pero no era demasiado espabilado. A él no lo recuerdo mucho, a pesar de que montó la bodega con mi padre, pero a su hija sí. Una inglesa con voz de pito, acento inglés y un cuerpo simplemente perfecto. Aunque tengo que reconocer que lo que más me ponía era su voz de pito. Charlie, me llamaba. Parece que la oigo ahora. Que la veo ahora. Recuerdo su piel mojada en la Pedriza, pero no su nombre. Aunque era inglesa creo que tenía nombre de un estado americano… Carolina, Dakota, Iowa… Era difícil creer que esa chica fuera hija de su padre. Un pobre hombre que no entendía que mi madre devolvía las cartas a mi padre por amor. Porque se consumía por él y esa pequeña traición al enviar la carta sin pedírselo a ella antes la atravesó. Había dejado a la vista ese pequeño mundo que habían construido juntos el verano antes de irse a Sidi Ifni. Porque hasta ese momento había algo secreto en su relación que a mi madre le gustaba, un sentimiento hacia el tarambana de mi padre que si le daba vergüenza tenerlo, más vergüenza le daba admitirlo y mucha más enseñarlo.

Mi abuela me dijo que cuando al mes siguiente no llegó la carta de rigor mi madre se puso triste. Algo que yo he visto pocas veces en mi vida. Ni siquiera con la enfermedad. Sus lágrimas siempre han sido de indignación, de rabia y puede que de risa. Porque mi madre es siempre de hacer, de solucionar y nunca de compadecerse, ni de ella ni de los demás. Pero conociendo a mi padre mi abuela se temía lo peor. Me contó que se despertaba todas las mañanas con el miedo de abrir la puerta y encontrarse al P’arriba con el uniforme de soldado, lleno de arena del Sáhara, las alpargatas destrozadas, la piel quemada. Antonio Alcántara hecho un desertor por venir a recuperar a su Milano.

Mi padre no desertó, pero hizo algo casi más peligroso.

La mañana que llamó el cabo de la Guardia Civil era casi octubre y el sol no calentaba hasta pasadas las once. Mi abuelo estaba en el campo y el cabo cruzó la plaza entera. En esos tiempos, que la Guardia Civil llamara a tu puerta no traía nada bueno. Por eso cuando abrió mi abuela solo dijo:

—¿Qué ha pasado?

—Hay una llamada en el cuartelillo.

—¿En el cuartelillo? ¿Yo?

Mi madre, que estaba haciendo las camas, salió con una sábana blanca y se encontró con la mirada de mi abuela, que, como casi toda su vida, estaba llena de miedo.

—Madre, ¿qué hay?

—Me llaman en el cuartelillo.

—No, a usted no, a su hija.

—¿A mi hija? —dijo mi abuela agarrándose a la puerta para no caer.

—Dese prisa, es una conferencia desde África.

Mercedes asintió y dobló la sábana con mucho cuidado para que no se le notara el temblor. Sin atreverse a preguntar, porque estaba claro que la respuesta le daba miedo.

Herminia se sentó en la silla junto a la mesa mientras decía su perpetuo «Ay, Señor, Señor».

Mercedes dejó la sábana en el respaldo de una silla, se echó un chal por encima, se dirigió a la puerta y antes de salir dijo:

—Madre, ahora termino.

Mi abuela tocó la sábana y asintió sin decir nada más.

Mercedes atravesó la plaza detrás del guardia civil. Su mirada se cruzó con la del cura, con la del Bragazas, con la de un ditero de Cartagena y todos apartaron la vista. Porque ir detrás de un guardia civil no era un buen presagio y mirar a esos ojos solo podía llevarte al cuartelillo o al remordimiento.

Pero Mercedes no se dio cuenta de esto, porque estoy seguro de que ella miraba sin ver. Se preguntaba qué había pasado en África, por qué le decían a ella que su amor había muerto en alguna escaramuza con los moros manchando con su sangre la arena del desierto. ¿Por qué no avisaban a doña Pura? O a lo mejor ya la habían avisado a ella, había dicho algo inconveniente y estaba detenida en los calabozos, porque todo el mundo sabía de qué pie cojeaba doña Pura.

Sagrillas es un pueblo de mucho, en todo. Si hace frío, hace mucho frío. Si hace calor, hace mucho calor. Si hace viento, hace mucho viento. Y en octubre hace mucho viento, así que veo a mi madre con su pelo rubio ondeando como una bandera de fuego, levantando el polvo de la calle con su paso que quiere ocultar el temblor, alta, espigada, sin bajar la mirada, pero no por falta de miedo, sino porque quiere ver más allá de La Mancha, más allá de las montañas y del mar, y ver, mejor no ver, el cuerpo de mi padre agonizante en alguna tienda de campaña, como en las películas que ha visto de la legión extranjera en el cine de verano.

Pero cuando entró en el cuartelillo la cara del sargento no parecía la de alguien que tuviera malas noticias:

—Mercedes, aprisa.

Y mi madre cogió el teléfono esperando una voz neutra que le preguntara su nombre, que le dijera «le acompaño en el sentimiento», que le contara que ya no habría más cartas con arena dentro.

—Milano, dime rápido qué pasa que me van a fusilar.

La voz de mi padre a miles de kilómetros, a miles de grados de temperatura.

Puede que no dijera eso, tal vez fue: «Milano, que mañana me fusilan, dime que me quieres» o «Milano, me he hecho mahometano, vente y te hago maharaní de Sidi Ifni» o alguna tontería que le hizo reír, luego contener la risa y después hacerse la indignada y la enfadada, la seca, pero otra vez rendida a mi padre, y no tanto a sus palabras como a sus acciones.

Porque ella podía imaginar a su Antonio en mitad de la arena moviendo hilos, con su gorro torcido, hablando con uno en la imaginaria, dando su tabaco a otro en la guardia, invitando a aquel a lo que podía en las salidas de domingo, dando el poco embutido que le mandaba su madre al cabo de la oficina para poder hablar con un sargento y luego con un alférez y así hasta un brigada y contar sus penas con gracia y con cierta alegría, ser zalamero sin ser pelota, generar compasión, que no es lo mismo que dar pena, y caer en gracia, que es en lo que mi padre era experto.

Mi madre sabía que la llamada de teléfono, la conferencia de un cuartel en mitad de África con la península, una línea reservada para asuntos militares, dependía de un coronel o un general y que Antonio había llegado hasta él y le había puesto la cabeza como un bombo hasta obligar al baranda en cuestión a meterlo en un penal militar cinco años o dejarle usar el teléfono unos minutos.

Mi tía Liceria me dijo que entró en el cuartelillo muerta de miedo y que en ese momento oyó a mi madre reírse y luego decir muy seria pero con una sonrisa:

—Pero, Antonio, las cosas no se hacen así. Así no.

Mi padre siempre le hizo reír. Como yo. Mis otros hermanos no, a lo mejor María. Pero mi padre y yo teníamos la llave de la risa de mi madre, que en el fondo es la de su corazón.

Por eso cuando mi padre dijo al meterse en la cama, helado de frío y de deseo, «Merche, qué frío hace en este pueblo, si lo sé me quedo con los moros», volvió a conquistarla una vez más.

Mi abuela supo que se habían reconciliado nada más entrar su hija por la puerta, pero no dijo nada. Esperó a la comida para preguntar a su marido qué pasaba con lo de Antonio y el abuelo solo dijo: «Ya veremos cuándo vuelve. Si vuelve». Y mi madre no dijo nada, porque sabía que insistir solo empeoraría las cosas.

Mientras hacía la casa, la costura, iba a misa o paseaba con Liceria y su futuro marido haciendo de carabina plaza arriba y plaza abajo, pensaba de qué forma podría convencer a su padre. Mi abuela le insistía para que rezara y Mercedes rezaba, pero pensando que con eso solo no era suficiente. Liceria le decía que confiara en Antonio, pero mi madre no era de dejar sus asuntos en manos de otro, ni de su padre ni de Antonio ni de los rezos.

Hasta que un día de mucho frío, puede que el más frío del año, poco antes de que saliera el sol, mi abuelo murió en mitad de un camino.

Y allí estuvo todo el día, mirando, sin saberlo, hacia el cielo claro.

Lo encontraron unos niños ya tarde en el momento en el que las estrellas empiezan a brillar.

Cuando Mercedes abrió la puerta y descubrió al cabo de los civiles pensó que tenía que ver con Antonio. En cierta forma sí.

Nunca he hablado de esto con ella. No sé si el dolor, que seguro que lo hubo, fue superado por saber que podría casarse con mi padre. Si se casó sintiendo que de alguna forma esas oraciones provocaron la muerte de mi abuelo. Si hubiera preferido a su padre a su marido. Mi abuela y ella estuvieron llevando flores todos los meses hasta que vinieron a Madrid y luego lo hicieron solo los veranos, como si el Día de Difuntos fuera el treinta y uno de agosto.

Mi padre volvió del desierto un seis de enero, moreno y sonriente. «Parecía Baltasar», decía mi tía Liceria, y mi padre siempre se reía: «Un rey, di que sí, Liceria, parecía un rey».

 

 

Si nunca hablé con mi madre de la muerte de mi abuelo, menos lo hice de lo que pasó la noche de «Merche, vaya frío que hace en este pueblo».

Entre las conversaciones de Liceria con mi tía cuando iba en vacaciones y ellas bajaban a lavar al río, los comentarios de mi abuela, alguna broma de mi padre, alguna charla secreta en el patio fumando entre mi tío Miguel y mi padre, con esos fragmentos y la fotografía de bodas con mi madre vestida de luto puedo imaginar cómo fue ese día para la Seca.

Un día de enero, con niebla, pero no la neblina que se va antes de salir a la calle, la niebla que se queda, se agarra y se te mete por los pulmones sin dejarte respirar. Mi madre sin aliento, por la boda, por la muerte de su padre, por la noche de bodas. Porque, conociéndola, no preguntaría a nadie. Ni a su madre ni al cura, lo más alguna charla con Liceria que para poco serviría. Lo único que sabía mi madre de una relación carnal eran los cochinos del Mauro, los gritos de las gatas en mitad de la noche como niños llorando, los perros montando en verano a la sombra de su casa. Y lo único que había en todos esos momentos era dolor.

Por eso cuando le he preguntado si hubo convite, quién estuvo en la iglesia, quién de testigo, siempre dice: «Eso qué más da», «Pues todo el mundo», «Poca gente»… Mi madre, que se acuerda de casi todo, no recuerda eso, supongo que porque miraba a mi padre y sentía dentro la encina creciendo, pero en llamas, y miedo por la sangre, el dolor, por si cometía una torpeza, un error, por si gritaba o por si no lo hacía.

La niebla siguió todo el día… y mi padre con su chaqueta, que si ves la foto claramente no abriga, y mi madre sin sentir frío porque estaba en llamas. Tal vez al ver sus ropas de negro pensaría en su padre, desearía que estuviera vivo más que nunca para que no llegara la noche.

No sé si retrasó el momento de irse a la cama, pero conociendo a mi madre seguro que intentó que el mal trago pasara pronto.

Los veo con la ropa de la foto, solos por primera vez, por primera noche, mirándose, quietos, uno helado por fuera y helado por dentro, la otra con la niebla pegada a su mente, asustada por tantas cosas.

Miedo al dolor y a gritar por el dolor y a que no le gustara. «Duele un poco, pero no te asustes. Por la sangre no te asustes», le dijo mi abuela.

Miedo a que le gustara y a gritar por el gozo. Don Bernardo se había encargado de hablar del pecado carnal, del pecado de la lujuria y ella veía a mi padre con su cuerpo moreno a jirones por el uniforme, sus labios resecos, sus ojos oscuros y se sentía pecar cada segundo por pensamiento, por obra y por omisión al no honrar la memoria de su padre.

Miedo a que mi padre no tuviera experiencia y le hiciera más daño del necesario o no supiera qué hacer. O peor, miedo a que mi padre supiera demasiado porque hubiera estado con otras mujeres, tal vez con una chica del desierto de piel tostada e idioma incomprensible salvo para el amor, que le hubiera robado el corazón y lo guardara en una jaima junto a un dromedario y un juego de té.

La cabeza de mi madre era la niebla, pero una niebla hirviente que le impedía pensar más, casi ver.

Pero supongo que mi padre no estaba para disquisiciones, para pensamientos, solo para ver a mi madre con diecinueve años, el vestido negro, la piel más blanca que las sábanas, la mirada perdida, los labios a punto de empezar una frase que no llegaba nunca.

Y mi madre veía esa mirada lobuna, esos ojos que tenían el pecado. Esos ojos de los hombres que solo quieren lo mismo. Dáselo y ya está. Todos son así. Y esos ojos la atraían, pero también la asustaban, incluso le daban pena porque no eran los mismos ojos de los que se enamoró.

No sé cómo se desnudaron ni cuánto tardaron, pero la casa de mi abuela en invierno no invita a recrearse, así que seguro que fue rápido. Seguro que lo hizo mi padre. Seguro que intentó calentar las sábanas un poco y dejó que mi madre entrara en la cama con su combinación cosida para el ajuar años atrás.

Mi madre temblando, no por el frío, sino por el miedo, tapada hasta el cuello. Asustada por todo. Deseando algo que no sabía lo que era y lo poco que sabía no le parecía deseable. Sintiendo. Pensando. Aterrada. Hasta que mi padre entró en la cama y tiritando dijo: «Merche, qué frío hace en este pueblo. Si lo sé me quedo con los moros».

Y mi madre se rio, mucho. Miró a mi padre a los ojos y comprendió que era él, debajo de todo era él. Que nunca le haría daño. Y se sintió libre para dejarse ir, para gritar, de dolor o de no dolor, para que la oyera su madre, los perros o el cura. Sonrió y le pegó el beso más largo que nunca se dieron y mi padre, que no se había enamorado de ninguna chica del desierto pero que sí había estado con mujeres que vivían de los soldados del desierto, la rodeó y la estrujó para calentarse con la llama que era mi madre.

Ella seguro que sintió que su fuego fundía a mi padre, porque siempre fue así, mi padre se derretía delante de ella. Y la niebla se evaporó y, aunque no había mucho que ver, todo fue más nítido, cristalino. Como los ojos de mi padre, los ojos de alguien que nunca te haría daño.

Por eso cuando años después mi padre engañó a mi madre, no fue una traición, fue un asesinato. La muerte de esa noche primera de amor, de esa mirada de deseo y calor.

Evidentemente no estuve esa noche, pero no tengo la menor duda de que nunca en mi vida nadie me ha mirado como esa noche mi madre miró a mi padre.

En una habitación helada, en mitad de un pueblo helado, de un país helado, una mirada que habría fundido toda la niebla, todo el hielo y todas las cadenas.

Merche, qué frío hace en este pueblo. Si lo sé me quedo con los moros.

 

 

Bajar la basura siempre fue mi misión hasta que me marché de casa. Muchas veces de chaval intentaba el truco de ponerme el pijama y decir que no estaba vestido, pero mi madre decía: «Carlos, que vas a tirar la basura, no al hotel Ritz». Y allí tenía que bajar yo con el abrigo encima del pijama, volando escaleras abajo para que nadie me viera. Hoy me gustaría volar escaleras abajo, pero me imagino más rodando escaleras abajo y no es algo que me apetezca.

Abro el cubo y tengo frío, pero no sé si tardo más en abrocharme o en subir a toda prisa.

Una mujer entra en el portal y enciende la luz. Nos miramos. Nos encontramos. Como cuando éramos pequeños.

Tarda más tiempo en reconocerme que yo a ella, no mucho, el suficiente para dejar claro que el paso del tiempo ha sido más benévolo con ella que conmigo.

—Karina, que soy yo.

—¡No me lo puedo creer!

Nos damos un abrazo y con él llega su mismo olor de siempre y un montón de recuerdos.

—¡Madre mía, qué sorpresa! —me dice—, ¿cuánto hace que no nos veíamos? ¿Veinte años?

Veintitrés. Exactamente desde que se separó de su marido y se fue a vivir al extranjero. Desde entonces, los primeros años intercambiamos alguna llamada, alguna carta, pero con el paso del tiempo nos perdimos la pista. Hasta el año pasado, que volví a saber de ella. Josete se dedicó a buscar a toda la promoción que salimos del colegio en el setenta y cuatro y organizó una cena que bien podía ser la de la parada de los monstruos. No entiendo esa obsesión por volver a juntar a gente que no has visto en los últimos cuarenta años, sobre todo cuando sabes de antemano lo que te vas a encontrar: gente decrépita que funciona para uno mismo como un espejo. Tú has convivido contigo todo este tiempo y te has ido acostumbrando poco a poco a tus entradas, a tus arrugas, a tus kilitos de más. Pero ver toda esa decadencia de golpe en los que fueron tus compañeros de pupitre resulta desolador.

Desolador y aburrido, porque en ese tipo de reuniones con personas que conformaron tu mundo en la infancia, cuando todos estábamos por hacer, y que ahora son extraños, apenas hay lugar para la sorpresa. Todos caben en la siguiente clasificación: los triunfadores, que son los menos; los fracasados, que iban para algo más de lo que son pero se torcieron en el camino y que son unos pocos más; y el resto, la gran mayoría, los que han seguido en la vida más o menos la senda que se les podía suponer cuando no eran más que chavales. Mi ego me coloca entre los segundos, pero siendo honesto creo que mi grupo, como el de casi todo el mundo, es el de los terceros.

Mi habitual querencia de contradecir con actos mis pensamientos y la natural curiosidad por saber qué había sido de alguno de mis compañeros hicieron que, aunque en un principio me negué a asistir, al final me dejara convencer por Josete. Cenamos un menú cerrado en un restaurante bastante casposo que se adaptaba a todos los presupuestos, sobre todo al mío, y acabamos tomando copas en un bar de ligoteo en la mediana edad, de esos que solo ponen música de los ochenta. Volví a ver a Mayka, que solo hablaba de su nieto, ya tenía un nieto, y a Fátima, que no hacía más que tirar fotos para subirlas a su Tumblr o su Twitter o su photoleches, a punto de reventar con tantas imágenes de amigos, gatos y cosas mullidas de diversa consideración. Araceli no pudo venir. También me reencontré con Abel y con Benito. Cada uno habló de su vida, más o menos monótona como las del resto. Luis apenas salió en la conversación. No era lo más apropiado hablar en una celebración de los que ya no están. Y la gran ausente fue Karina. Josete había dado con ella a través de Facebook, invento del demonio que aborrezco como el resto de redes sociales, de las que no solo rehúyo, sino que condeno ante quien me quiera escuchar siempre que tengo ocasión. Qué manía tiene la gente de compartir sus pequeños pensamientos, sus insignificantes actos cotidianos o los vídeos de trompazos ajenos que circulan por internet. Y todo acompañado por emoticonos, esas caritas estúpidas que al paso que vamos van a acabar con el alfabeto. Estado: «Ilusionado con una nueva relación —cara con corazoncitos en vez de ojos—». O peor: «Hoy me he levantado dispuesto a disfrutar de cada minuto». Y ya el colmo son los consejos de autoayuda que algunos se permiten publicar para ilustrar al mundo: «No busques fuera, la felicidad está en tu interior». ¡Y a mí qué me importa lo que pienses! ¿Te he pedido que me des consejo? ¡Dejadme tranquilo! Mi hija me llama viejuno, lo que en mi época denominábamos carroza, y tal vez tenga razón. Aunque creo que el problema es aún más grave: me estoy convirtiendo en cascarrabias.

Josete nos leyó un mensaje de Karina. En él explicaba que le resultaba imposible volar en estas fechas a Madrid desde Nueva York, donde vivía y se ganaba la vida como intérprete. También decía que le apenaba mucho no vernos y nos emplazaba para otra ocasión.

—¿Así que estás de vuelta? —le digo.

—Solo por unos días. Voy a vender la casa.

Con la que está cayendo no es el mejor momento para vender, pero viviendo en el extranjero me imagino que ejercer de casera de un piso ya bastante antiguo, proclive a las averías, debe de darte más dolores de cabeza al mes que euros en concepto de alquiler.

Estos días, hablando con mi madre de su noviazgo, me he acordado mucho de Karina. Ella fue mi primera novia más o menos seria y la primera chica con la que me acosté. Me acuerdo de nuestra primera vez con bastante nitidez. Franco llevaba un par de años muerto y España estaba cambiando a pasos de gigante. También mi familia, que en un efímero alarde de prosperidad decidió mudarse de San Genaro al barrio de Salamanca. Fue precisamente dentro del camión de la mudanza donde lo hicimos, a unos metros del portal de casa, la noche antes de dejar el barrio, con cuidado de que nadie nos viese entrar, entre muebles y cajas, incómodos, muertos de frío, pero muy enamorados. El resultado, como todas las primeras veces, fue un pequeño desastre, o al menos no tan satisfactorio como el de otras que siguieron, pero su impronta es naturalmente imborrable. Fue la primera vez para los dos. Todo estaba mudando a nuestro alrededor y nosotros también.

A pesar del tiempo que llevamos sin vernos, allí, al pie de las escaleras, me siento bastante cercano a ella. No es que hablemos dos amigos que se habían visto ayer mismo, pero tampoco somos un par de extraños. Para mi sorpresa, gracias a Josete y al dichoso Facebook, está bastante al corriente de mi vida, lo que en cierta forma me hace sentirme halagado.

Hablamos de mi divorcio, de la muerte de mi padre hace unos años, de que mi carrera como escritor está estancada —más bien muerta, digo yo—. No sabía, sin embargo, que me había mudado a San Genaro hacía apenas un mes para cuidar de mi madre, después de que sufriera ciertos episodios de desorientación a los que los médicos no han sabido poner nombre pero que al parecer tienen que ver con problemas de riego propios de su edad. Me pregunto si mis problemas actuales también son propios de mi edad o de mi falta de criterio.

Lo que tampoco sabe, y no me molesto en explicarle, es que mi vuelta al barrio está también motivada por otras razones menos altruistas y más prácticas. Después de que la revista donde llevaba un tiempo trabajando no resistiera los embates de internet y tuviera que echar a casi todo el mundo hace un par de años, sobrevivo a duras penas a base de colaboraciones en prensa, cada vez peor pagadas. Mis escasos ingresos no soportan el pago de un alquiler sumado al de la hipoteca del piso en donde vive mi exmujer con mi hija. Así que, tras reunirme con mis hermanos hace un par de meses para encontrar la manera de cuidar entre todos de mi madre, se me ocurrió la idea. Mi madre estaría mejor conmigo que con una cuidadora y a mí me venía de perlas dejar de pagar el alquiler. A ninguno le pareció mal del todo. Inés incluso lo consideró buena idea. Y aquí estoy, a mis cincuenta y cuatro de vuelta al nido. Pero contarle más miserias a la Karina triunfante recién llegada de Nueva York me produce más vergüenza que el esquijama y las zapatillas de andar por casa que mira disimuladamente debajo del abrigo.

—Siento mucho lo de tu madre. Me gustaría ir a verla un día.

—Claro, seguro que le hace ilusión verte.

Seguro que sí. Mis padres siempre le tuvieron mucho cariño. Para ellos, Karina siempre fue la chica con la que me tenía que haber casado. Mi padre me dijo en más de una ocasión que buscaba demasiado lejos. «Fíjate en mí, Heredero, lo bien que me ha ido con tu madre, y más cerca no la podía tener. Cuando una mujer te conviene, no hay que darle más vueltas». Mi madre también la recuerda con cariño, y eso que tuvo algún roce con ella. El año que empezábamos COU, Karina decidió quedarse a vivir una temporada en Londres, ganándose la vida de au pair, y yo, claro, quise reunirme con ella, abandonando estudios, familia y amigos. Mi madre, naturalmente, no acogió la idea con entusiasmo y se las tuvo tiesas con Karina en más de una conferencia telefónica para que le ayudara a hacerme entrar en razón. Karina no solo se negó a hacer equipo con mi madre, sino que, sintiéndose juzgada por ella, me animó más si cabe a irme a vivir a Londres. Sin el consentimiento familiar y sin apenas un duro, tracé un descabellado plan de huida que mi madre abortó en plena estación de autobuses de un buen sopapo, el último que me dio, cuando estaba a punto de viajar a Santander para allí embarcarme Dios sabe cómo en algún barco con destino a Plymouth. Del trayecto de allí a Londres no me había parado a pensar. Y seguramente tampoco hacía falta. En eso consiste la juventud, en hacer planes, por alocados que sean, en coger trenes, autobuses o barcos sin saber su destino.

Ahora, más de treinta años después de aquello, con la bolsa de basura todavía en la mano, un poco de vaho en el aire y tras intercambiarnos los teléfonos, me quedo mirando a Karina mientras sube las escaleras, pensando qué habría sido de mí si en vez de tomar otros caminos, hubiese pasado la vida junto a ella.

Subo unos escalones siguiendo su rastro y me doy cuenta de que todavía tengo la bolsa de basura en la mano.