EL SUEÑO DE DILTHEY
(DOCUMENTOS AUTOBIOGRÁFICOS)

1. El punto de partida*

LLEGÓ de los estudios históricos a la filosofía y en su Introducción a las ciencias del espíritu (vol. I) se propuso como tarea hacer valer la independencia de las ciencias del espíritu, dentro de la formación del pensamiento filosófico, frente al predominio de las ciencias de la naturaleza y, al mismo tiempo, poner de relieve el alcance que para la filosofía podían tener los conocimientos contenidos en aquéllas.

2. La conciencia histórica

Cuando llegué a Berlín, allá por el año cincuenta del pasado siglo —¡cuánto tiempo hace de esto y qué pocos los que lo han vivido!—, se hallaba en su cenit el gran movimiento en el cual se ha realizado la constitución definitiva de la ciencia histórica y, por medio de ella, de las ciencias del espíritu. El siglo XVII, con una cooperación sin igual de las naciones civilizadas de entonces, creó la ciencia matemática de la naturaleza; la constitución de la ciencia histórica ha partido de los alemanes —aquí, en Berlín, tuvo su centro— y me cupo la suerte inestimable de vivir y estudiar en Berlín por esa época. Y si me pregunto cuál fue su punto de partida lo encuentro en las grandes objetividades engendradas por el proceso histórico, los nexos finales de la cultura, las naciones, la humanidad misma, la evolución en que se desenvuelve su vida según una ley interna; cómo actúan luego, como fuerzas orgánicas, y surge la historia en las luchas de poder de los estados. De aquí salen infinitas consecuencias. De una manera abreviada quisiera designarlas como conciencia histórica.

La cultura es, antes que nada, un tejido de nexos finales. Cada uno de ellos, lenguaje, derecho, mito y religiosidad, poesía, filosofía, posee una legalidad interna que condiciona su estructura y ésta determina su desarrollo. Por entonces se comprendió la índole histórica de los mismos. Ésta fue la aportación de Hegel y Schleiermacher, pues impregnaron la sistemática abstracta de esos nexos con la conciencia de la historicidad de su ser. Se aplicaron a ellos el método comparado, la idea de desarrollo. Y ¡qué personajes a la obra! ¡Un Humboldt, un Savigny, un Grimm! Me acuerdo de la fina estampa del anciano Bopp, el fundador de la filología comparada. Y tengo presente sobre todas la figura de mi maestro y amigo Trendelenburg, que ejerció sobre mí la mayor influencia. No es posible imaginarse hoy el poder de este hombre. Su secreto residía en cómo sabía trabar en un conjunto los hechos cuidadosamente investigados de la historia de la filosofía, conjunto que operaba así en sus oyentes como una fuerza viva. Personificaba la convicción de que toda la historia de la filosofía se había dado y continuaba dándose para fundamentar la conciencia de la conexión ideal de las cosas. Aristóteles y Platón servían de fundamento. La inconmovilidad de esta convicción, la fundamentación sólida y serena le nimbaban de un aire señorial. No ha buscado jamás el poder, pero se le allegó por su carácter varonil: una fuerza de la naturaleza de nuestras costas nórdicas.

El otro factor de las nuevas ciencias del espíritu radicaba en la atención prestada a las nacionalidades. Su conocimiento había surgido del estudio de la literatura de los diversos pueblos realizado por la escuela romántica, y se fue ahondando en todos los sentidos por la lucha contra el imperialismo napoleónico. En Alemania los dos factores actuaron de consuno. Fue en Berlín, precisamente, donde se dieron cita las grandes capacidades históricas que aunaban la filología y la ciencia histórica y abarcaban el conjunto de las manifestaciones de la vida de una nación partiendo del lenguaje. En primer lugar, Niebuhr: toda la tradición fabulosa se deshizo ante el poder de su mirada y creó una nueva historia de Roma partiendo de las fuentes. El segundo lugar entre estos próceres lo ocupa Böckh, y pude experimentar todavía la influencia de sus lecciones. Todos sus trabajos se hallaban colocados bajo el punto de vista de una visión total de la vida griega. Su personalidad producía una impresión muy peculiar, gracias a la fusión de agudeza y entusiasmo, de espíritu sistemático y artístico, de fuerte sentido por todo lo mensurable en la métrica, en las finanzas y en la astronomía y de ideales. Después, Jacobo Grimm. ¡Cómo el respeto nos mantenía a distancia de este gigante! Después la visión total de la vieja vida alemana. Me acuerdo todavía del discurso que acerca de su hermano Guillermo pronunció en la Academia, cómo sostenía las hojas contra la lámpara, para que pudieran leer sus cansados ojos, cómo se inclinaba su rostro macizo, escucho su voz apagada, como en sordina; unión del fervor más íntimo con la ponderación más sobria, sin que asomara jamás ninguna palabra excesiva. En la última época de mi estancia en Berlín llegó también Mommsen, el más afortunado en la serie de estos investigadores. De manera más completa que nadie habría de resolver el problema de edificar la vida de un pueblo. Ritter y Ranke han trabado luego todas las investigaciones particulares en una visión universal de la tierra y de la historia que transcurre sobre ella. Para nosotros eran dos figuras inseparables, la patriarcal de Ritter, con sus gafas de concha y sus poderosos ojos, su palabra reposada, serena, agradable, y la tan animosa de Ranke: parecía como si un movimiento interior, que también se manifestaba exteriormente, le hiciera adentrarse, cambiarse en el acontecimiento o los hombres de los que hablaba. Retengo la impresión que me produjo al hablar de la relación entre Alejandro VI y su hijo César: lo amaba, lo temía, lo odiaba. De él he recibido la impresión determinante, más en su seminario todavía que en su cátedra. Era como un organismo poderoso que se había asimilado las crónicas, los políticos, los embajadores, los historiadores italianos, Niebuhr, Fichte y hasta el mismo Hegel, transformándolo todo en una fuerza de visión objetiva de lo acontecido. Era para mí como la encarnación misma de la virtud histórica.

A estas grandes impresiones debo yo la dirección de mi espíritu. He intentado escribir la historia de los movimientos literarios y filosóficos en el sentido de esta consideración histórico-universal. Me encaminé a investigar la naturaleza y la condición de la conciencia histórica: una crítica de la razón histórica. Esta tarea me condujo al “problema”. Cuando se sigue la conciencia histórica en sus últimas consecuencias surge una contradicción al parecer insoluble: la última palabra de la visión histórica del mundo es la finitud de toda manifestación histórica, ya sea una religión o un ideal o un sistema filosófico, por lo tanto, la relatividad de todo género de concepción humana de la conexión de las cosas; todo fluye en proceso, nada permanece. Contra esto se levanta la necesidad del pensamiento y el afán de la filosofía por un conocimiento de validez universal. La concepción histórica del mundo es la que libera al espíritu humano de las últimas cadenas que no han podido quebrantar todavía la ciencia natural ni la filosofía. Pero, ¿dónde están los medios para superar esa anarquía de las convicciones que nos amenaza con su irrupción? Durante toda mi vida he trabajado en la solución de la larga serie de problemas que se juntan a éste. Veo la meta. Si me quedo a mitad de camino, espero que mis jóvenes compañeros de jornada, mis discípulos, llegarán hasta el fin.

3. El trasfondo filosófico*

Cuando daba yo los primeros pasos en la filosofía, el monismo idealista de Hegel había sido desplazado por el señorío de la ciencia natural. Cuando el espíritu científico-natural se convirtió en filosofía, como ocurrió con los enciclopedistas y Comte y, en Alemania, con los investigadores de la naturaleza, trató al espíritu como un producto de la naturaleza y de este modo lo mutiló. Los grandes investigadores de la naturaleza intentaron abarcar el problema con más hondura. Esto hizo volver la mirada a Kant. Si Kant había sido movido por el espíritu científico-natural, era Helmholtz quien parecía encarnarlo ahora. Nadie que le haya tratado de cerca puede olvidar la impresión que esta personalidad producía: seguro de sí mismo, todo ojos para abarcar el mundo visible, todo oídos para percibir sus voces. El mundo del espíritu se hallaba presente para él únicamente en el arte. En esto se parecía a Lange. Pero tampoco encontraba en ellos el mundo histórico lugar alguno dentro de la conexión de las ciencias, cuyo fundamento procedía de la percepción exterior. El no tolerar el fraude, el no dejarse engañar, he aquí la gran fuerza que este positivismo abrigaba. Pero la mutilación del mundo espiritual para poder acomodarlo en los marcos del mundo exterior representa su limitación.

Como consecuencia del monismo hegeliano se había constituido una metafísica filosófica que pretendía salvar dentro de un mundo áspero y frío las necesidades del corazón. Espíritus ricos, muchas y grandes verdades, pero sobre la trabazón de estas ideas caían las sombras del atardecer de la metafísica.

Yo había crecido con un afán insaciable por encontrar en el mundo histórico la expresión de esta vida nuestra en su diversidad multiforme y en su hondura. El mundo espiritual es, en sí mismo, conexión de realidad, molde de valores y reino de fines, y todo ello en proporciones de una riqueza infinita dentro de la cual se va plasmando el yo personal en nexo efectivo con el todo. Los grandes poetas, Shakespeare, Cervantes, Goethe me enseñaron a comprender el mundo desde este punto de vista y a establecer un ideal de la vida sobre este terreno. Tucídides, Maquiavelo, Ranke, me descubrieron el mundo histórico, que gira en torno a su propio centro y que no necesita de ningún otro. Estudios teológicos me llevaron a examinar la concepción del mundo del joven Schleiermacher, para quien la experiencia de la humanidad, como individuación concreta del universo, es algo cerrado en sí mismo y suficiente.

Los conceptos de la filosofía científico-natural no podían dar satisfacción a este mundo que en mí se agitaba, y todavía menos los adversarios de estos filósofos investigadores de la naturaleza, que de la separación del pensamiento y la percepción sensible deducían la conexión teleológica interna y su fundamento en Dios que hacían posible el conocimiento de la vida. Esta restauración artificial de una concepción teológica del mundo en forma tan desvaída me era insoportable, y antipático el carácter meramente hipotético de aquello en lo que el alma tenía que encontrar su abasto.

De esta situación surgió el impulso dominante en mi pensamiento filosófico, que pretende comprender la vida por sí misma. Este impulso me empujaba a penetrar cada vez más en el mundo histórico con el propósito de escuchar las palpitaciones de su alma; y el rasgo filosófico consistente en el afán de buscar el acceso a esta realidad, de fundar su validez, de asegurar el conocimiento objetivo de la misma, no era sino el otro aspecto de mi anhelo por penetrar cada vez más profundamente en el mundo histórico. Eran como las dos vertientes del trabajo de mi vida, nacido en tales circunstancias.

Mi ensayo sobre el estudio del hombre y de la historia muestra cómo en este afán filosófico me sentía cerca del positivismo. Al mismo tiempo era natural que por entonces en Alemania se reconociera la superioridad del análisis kantiano. Su punto de partida lo constituía el problema de la validez universal del saber, la necesidad y universalidad de las verdades lógicas y matemáticas, la fundación de las ciencias de la naturaleza sobre ellas, pero, al mismo tiempo, la limitación del saber a lo experimentable. En esto coincidían los grandes pensadores alemanes con los filósofos occidentales desde D’Alembert hasta Mill y Comte; estos principios kantianos constituían la base de mi desarrollo intelectual. Así comencé yo mis lecciones.

Pero también rastreaba en Kant el impulso que me movía. Si la realidad del mundo espiritual tenía que ser justificada era menester, antes que nada, una crítica de la teoría de Kant que hacía del tiempo un mero fenómeno y, por consiguiente, de la vida misma. El pensamiento de Lotze, que se apoyaba en esta teoría del tiempo, me señalaba las consecuencias con toda la claridad posible. Comencé con la crítica de esta teoría. Así surgió la proposición: el pensamiento no puede ir más allá de la vida misma. Considerar la vida como apariencia es una contradictio in adjecto: porque en el curso de la vida, en el crecimiento desde el pasado y en la proyección hacia el futuro radican las realidades que constituyen el nexo efectivo y el valor de nuestra vida. Si tras la vida, que transcurre entre el pasado, el presente y el futuro, hubiera algo atemporal, entonces constituiría un “antecedente” de la vida, sería como la condición del curso de la vida en toda su conexión, aquello precisamente que no vivimos y, por lo tanto, un reino de sombras. En mis lecciones sobre introducción a la filosofía ninguna proposición ha sido tan fecunda como ésta.

Pero el impulso que guiaba mis trabajos exigía algo más. La vida no se nos da de modo inmediato sino que es esclarecida mediante la objetivación del pensamiento. Para que la captación objetiva de la vida no se convierta en dudosa por el hecho de que es elaborada por las actividades del pensamiento, es menester mostrar la validez objetiva del pensar. Se puede analizar el pensamiento y su logismo. No se trata de su génesis, de su historia, sino de la presencia de actividades que lo enlazan con la percepción: se trata de una fundación. Existen en el pensamiento contenidos que nos conducen a otros contenidos y de este modo puede demostrarse que se fundan en la percepción y en la vivencia.

Si se demuestra así la realidad de la vivencia y la posibilidad de su captación objetiva, se abre de este modo el camino hacia la realidad del mundo exterior. Mi ensayo a este respecto lo hace ver. Pero es menester abarcar con justeza su concepto. Es obvio que nada sabemos de un mundo real como existente fuera de nuestra conciencia. Sabemos únicamente de una realidad en la medida en que nuestra voluntad y su adopción de fines se hallan determinadas, en la medida en que nuestros impulsos experimentan una resistencia.

Así tenemos la circunstancia que abre la posibilidad de fundar el conocimiento del mundo espiritual, que hace posible el mundo espiritual. Durante largo tiempo los historiadores fueron ahondando en el alma de los tiempos pasados al margen de esta fundación, hasta que comencé yo…

4. La conciencia histórica y las concepciones del mundo*

De esta insondabilidad de la vida procede que la misma no pueda ser expresada sino en un lenguaje figurado. Reconocer esto, ponerlo en claro por sus razones, desarrollar las consecuencias, he aquí el comienzo de una filosofía que dé razón real de los grandes fenómenos de la poesía, de la religión y de la metafísica, concibiendo su unidad en su último núcleo. Todos estos fenómenos expresan la misma vida, unos en imágenes, otros en dogmas, otros en conceptos; pues ni los mismos dogmas, bien entendidos, hablan de un más allá.

5. Las concepciones del mundo y la filosofía

. . . He considerado siempre a mis discípulos como amigos. Siento hoy una necesidad especial de darles las gracias por lo que siempre han sido para mí, por el amor y la lealtad de que me hablan tantas cartas suyas, a todo lo cual correspondo cordialmente.

He intentado comunicar a mis discípulos métodos de investigación, el arte analizador de la realidad que hace al filósofo, el pensamiento histórico. No estoy en posesión de ninguna solución del enigma de la vida, pero lo que yo quise comunicarles siempre fue el temple vital que en mí ha producido la meditación constante sobre las consecuencias de la conciencia histórica.

¿Me será permitido hablarles a ustedes de esto en el día de hoy? Pues nos encontramos reunidos en un simposio filosófico.

La forma sistemática es imprescindible en el campo del conocimiento, pero implica al mismo tiempo una limitación. Lo que yo quiero comunicarles es este sentimiento de la vida que surge de la conciencia histórica cuando es elevada por el pensamiento al conocimiento de su alcance. A esto hubiese querido dar expresión en este día. Pero toda expresión de una doctrina es algo pesado y frío. El amigo Wildenbruch me ha señalado un camino. Le agradezco sus palabras. Siempre ha sido la dicha mayor de hombres y mujeres el ser loados por los poetas. Pues que ha invocado al poeta en mí, él sea responsable si una vez más se reaviva el rescoldo de cenizas y me resuelvo a expresar el sentimiento vital que ha fluido del trabajo filosófico de tantos años, si no en verso —¡no tengan miedo!— por lo menos un poco poéticamente.

Hace de esto más de diez años. En un caluroso atardecer de verano había llegado yo al palacio de mi amigo en Klein-Ols. Y como siempre ocurría entre los dos, nuestro diálogo filosófico se prolongó hasta bien entrada la noche. Todavía resonaba dentro de mí cuando comencé a desnudarme en el viejo dormitorio. Me detuve largo rato, como tantas veces, ante el bello grabado de La escuela de Atenas, por Volpato, que pendía sobre mi cama. En esa noche sentí con especial fruición cómo el espíritu armonioso del divino Rafael había amortiguado hasta convertirla en una conversación pacífica la lucha a vida y muerte de los sistemas. Sobre estas figuras, en serena relación, parece flotar aquel hálito de paz que en el ocaso de la cultura antigua procuró conciliar los ásperos antagonismos de los sistemas y que todavía en el Renacimiento inspiró a los espíritus más nobles. Rendido de sueño, me acosté y dormí en seguida. Muy pronto me sumergí en un sueño en el que se mezclaban el cuadro de Rafael y la conversación que había tenido. En él cobraron cuerpo las figuras de los filósofos. A la izquierda del templo de los filósofos, y desde lejos, muy lejos, se iba aproximando una larga fila de varones, con los abigarrados trajes de muchos siglos. Cuantas veces pasaba alguien delante de mí y volvía hacia mí su rostro, me esforzaba por reconocerlo. Allí estaban Bruno, Descartes, Leibniz... y tantos otros, tal como me los había figurado por sus retratos. Subían la escalinata. A medida que iban entrando, caían los muros del templo. En un campo espacioso se confundieron entre las figuras de los filósofos griegos. De pronto, ocurrió algo que me sorprendió, aun en medio del sueño. Como empujados por un viento interior iban unos hacia otros, para formar un solo grupo. Al principio el movimiento se dirige hacia el lado derecho, allí donde el matemático Arquimedes está trazando su círculo y se reconoce al astrónomo Ptolomeo por el globo terráqueo que lleva en la mano. Se agrupan los pensadores que fundan su explicación del mundo sobre la firme naturaleza física, que todo lo abarca, que proceden de abajo arriba, que tratan de encontrar una explicación causal unitaria del universo poniendo en conexión leyes naturales independientes, y que de este modo subordinan el espíritu a la naturaleza o limitan resignadamente nuestro saber a lo que se puede conocer por nuestros métodos científico-naturales. En este grupo de materialistas y positivistas reconocí también a D’Alembert por sus finos rasgos y la sonrisa irónica de su boca, que parecía burlarse de los sueños de los metafísicos. También vi allí a Comte, el sistemático de esta filosofía positivista, al que escuchaba con respeto todo un corro de pensadores de todos los países.

Una nueva procesión acudía hacia el centro, donde se hallaban Sócrates y el divino Platón, con su venerable figura de anciano: los dos pensadores que han intentado fundar sobre la conciencia de Dios en el hombre el saber acerca de un orden suprasensible del mundo. Vi también a Agustín, el del apasionado corazón en busca de Dios, en cuyo torno se habían agrupado tantos teólogos filósofos. Escuché su conversación, en la que trataban de armonizar el idealismo de la personalidad, que constituye el alma del cristianismo, con las enseñanzas de aquellos venerables antiguos. Y he aquí que del grupo de los investigadores matemáticos se destaca Descartes, una figura delicada, macilenta, consumida por el poder del pensamiento, y es llevado, como por un viento interior, hacia estos idealistas de la libertad y de la personalidad. Se abrió todo el grupo cuando se aproximó la figura un poco encorvada y fina de Kant, con su tricornio y su bastón, los rasgos como paralizados por la tensión del pensamiento —el grande que había elevado el idealismo de la libertad a conciencia crítica y lo había reconciliado así con las ciencias empíricas. Al encuentro del maestro Kant subió las escaleras con desembarazo juvenil una figura resplandeciente, con su noble cabeza inclinada por la meditación: en sus rasgos melancólicos asoman el pensamiento profundo y la intuición poética e idealizadora mezclados con el presentimiento del destino que le aguarda; es el poeta del idealismo de la libertad, nuestro Schiller. Se acercan también Fichte y Carlyle. Me pareció que Ranke, Guizot y otros grandes historiadores les estaban escuchando. Pero me sacudió un calofrío extraño cuando vi a su vera a un amigo de mis años juveniles, a Enrique von Treitschke.

Apenas se habían reunido éstos cuando también empezaron a agruparse, hacia la izquierda, en torno a Pitágoras y a Heráclito, los primeros que habían contemplado la armonía divina del universo, pensadores de todas las naciones. Giordano Bruno, Spinoza, Leibniz. Y ¡espectáculo admirable! de la mano, como en sus años de juventud, marchaban los dos grandes pensadores suabos, Schelling y Hegel. Todos ellos proclamadores de una fuerza espiritual divina que se expande por todo el universo: que vive en toda cosa y en toda persona, que opera en todo según leyes, de suerte que, fuera de ella, no existe ningún orden trascendente ni lugar alguno para la libertad de elección. Me pareció que todos estos pensadores escondían un alma de poeta tras sus graves rostros. También se produjo tras ellos un impetuoso movimiento de acercamiento. En esto se fue aproximando, a pasos mesurados, una figura mayestática, con una actitud solemne, casi rígida: temblé de veneración cuando vi los grandes ojos, que alumbraban como soles, y la cabeza apolínea de Goethe: se hallaba en la mitad de la vida y todas sus figuras, Fausto, Guillermo Meister, la Ifigenia, Tasso, parecían revolotear en su torno: todas sus grandes ideas acerca de las leyes formadoras que desde la naturaleza ascienden a la creación del hombre.

Percibí que entre estas figuras grandiosas se agitaban otras de un lugar para otro. Parecía como si quisieran mediar inútilmente entre la áspera renuncia del positivismo a todo enigma de la vida y a la metafísica y la conexión que todo lo determina y la libertad de la persona. Pero en balde se afanaban estos componedores entre uno y otro grupo, pues la distancia se fue agrandando, hasta que, de pronto, desapareció el suelo, y un terrible extrañamiento y hostilidad parecía separar a los grupos. Fui presa de una rara angustia al ver cómo la filosofía se me presentaba en tres o más figuras distintas y la unidad misma de mi ser parecía desgarrarse, ya que me sentía atraído anhelosamente ora por un grupo, ora por otro, y trataba con el mayor coraje de conservar mi unidad. Bajo las ansias de mis pensamientos se fue adelgazando la capa del sueño, empalidecieron las figuras y desperté.

A través de la gran ventana titilaban en el cielo las estrellas. Me sobrecogió la inmensidad e insondabilidad del universo. Como una liberación, repensé las ideas consoladoras que había expuesto a mi amigo en aquella conversación de la noche.

Este universo inmenso, insondable, inabarcable, se refleja múltiplemente en los videntes religiosos, en los poetas y en los filósofos. Todos se hallan bajo la acción del lugar y de la hora. Toda concepción del mundo se halla históricamente condicionada; es, por lo tanto, limitada, relativa. Así parece surgir una terrible anarquía del pensamiento. Pero la misma conciencia histórica que ha producido esta duda absoluta es capaz de señalarle sus límites. En primer lugar, las concepciones del mundo se han diversificado según una ley interna. Mis pensamientos se volvieron hacia las grandes formas fundamentales de concepción del mundo, tal como se habían presentado al soñador en la imagen de los tres grupos de filósofos. Estos tipos de concepción del mundo se afirmaban unos junto a otros en el correr de los siglos. Y también otro motivo liberador: las concepciones del mundo se fundan en la naturaleza del universo y en la relación con él del espíritu, que capta finitamente. Así cada una de ellas expresa, dentro de las limitaciones de nuestro pensamiento, un aspecto —un lado— del universo. Dentro de este aspecto, cada una es verdadera. Pero cada una es, también, unilateral. Nos es imposible abarcar en un haz todos estos conceptos. No podemos ver la luz pura de la verdad más que desflecada en rayos de color.

Se trata de una vieja y fatal maraña. El filósofo busca un saber de valor universal y, mediante él, una decisión acerca del enigma de la vida. Es menester desenmarañarla.

La filosofía muestra una faz doble. El insaciable afán metafísico se encamina a la solución del enigma del mundo y de la vida y en esto se emparentan los filósofos con los religiosos y los poetas. Pero el filósofo se diferencia de ellos porque pretende resolver el enigma mediante un saber de validez universal. Esta vieja maraña debe ser desenmarañada hoy por nosotros.

Principio y tarea máxima de la filosofía es elevar a conciencia de sí mismo el pensamiento objetivo de las ciencias empíricas, que a base de los fenómenos establece un orden según leyes, justificándolo así ante sus propios ojos. En los fenómenos se nos da una realidad accesible: el orden según leyes; ésta es la única verdad que se nos ofrece con valor universal, también en el lenguaje de signos de nuestros sentidos y de nuestra facultad perceptivas. Éste es el objeto de la ciencia filosófica fundamental. Esta fundación de nuestro saber representa la gran función de la ciencia filosófica fundamental en cuya construcción están trabajando todos los filósofos desde Sócrates. Otra aportación de la filosofía consiste en la organización de las ciencias empíricas. El espíritu filosófico se halla presente allí donde se simplifican los fundamentos de una ciencia o donde se enlazan ciencias diferentes o donde se establece su relación con la idea del saber o se examinan los métodos en cuanto a su valor cognoscitivo. Pero me parece que ya pasó el tiempo en que podía darse una filosofía especial del arte y de la religión, del derecho o del estado. Ésta es, por lo tanto, la función máxima de la filosofía: fundación, legitimación, conciencia crítica, fuerza organizadora que arremete con todo el pensamiento objetivo, con todas las determinaciones de valor y con todas las adopciones de fines. La poderosa conexión que así surge está destinada a dirigir al género humano. Las ciencias empíricas de la naturaleza han transformado el mundo exterior y ya ha comenzado la época histórica en la cual las ciencias de la sociedad irán cobrando sobre ésta una influencia creciente.

Más allá de este saber universalmente válido se hallan la cuestiones que interesan a la persona, que se enfrenta por sí sola con la vida y con la muerte. La respuesta a estas cuestiones se encuentra únicamente en el orden de las concepciones del mundo, que expresan la pluralidad de aspectos de la realidad en formas diferentes para nuestro entendimiento y que apuntan hacia la verdad. Esta es incognoscible, cada sistema se enreda en antinomias. La conciencia histórica rompe las últimas cadenas que la filosofía y la investigación natural no pudieron quebrantar. El hombre se halla ya libre. Pero, al mismo tiempo, esa conciencia le salva al hombre la unidad de su alma, la visión de una conexión de las cosas que, si bien es insondable, se hace patente a la vida de nuestro ser. Consoladoramente, podemos venerar en cada una de estas concepciones del mundo una parte de la verdad. Y cuando el curso de nuestra vida nos acerca sólo algunos aspectos de la conexión insondable, si la verdad de la concepción del mundo que expresa este aspecto hace presa en nosotros de una manera viva, entonces podemos entregarnos tranquilamente a ella: la verdad se halla presente en todas.

Esto, poco más o menos, pensaba yo, pero como alguien a quien, desvelado entre sueño y sueño, se le cruzan los pensamientos; éstas eran las ideas sobre las que fui cavilando largo tiempo mientras mi mirada era atraída por el esplendor veraniego de las estrellas. Por fin, me entregué al sueño ligero del amanecer, pespunteado por las ensoñaciones que suelen acompañarle. La bóveda del cielo me parecía cada vez más resplandeciente a medida que avanzaba la luz de la mañana. Tenues, beatas figuras flotaban por el cielo. Fue inútil que al despertar tratara yo de reproducir estas deliciosas figuras ensoñadas. Sentía tan sólo que en ellas se expresaba la delicia de una máxima libertad y movilidad del alma. He escrito este sueño para mis amigos, para ver si de ese modo pudiera comunicarles también el sentimiento vivo en que pareció desembocar. Con más desasosiego que nunca busca hoy nuestra especie descifrar el misterioso rostro de la vida, de boca sonriente y mirada melancólica. Sí, queridos amigos, vayamos en pos de la luz, de la libertad y de la belleza de la existencia. Pero no en un nuevo comienzo, despojándonos del pasado. Es menester que a cada nuevo hogar llevemos con nosotros los viejos dioses. Sólo quien se entrega vive la vida... Ociosamente buscaba Nietzsche, en una solitaria observación de sí mismo, la naturaleza primitiva, su ser sin historia. Fue arrancando una piel tras otra. ¿Qué le quedó entre las manos? Algo históricamente condicionado: la piel del hombre de poder del Renacimiento. Lo que es el hombre, sólo su historia nos lo dice. Es inútil, como hacen algunos, desprenderse de todo el pasado para comenzar de nuevo con la vida, sin prejuicio alguno. No es posible desentenderse de lo que ha sido; los dioses del pasado se convierten entonces en fantasmas. La melodía de nuestra vida lleva el acompañamiento del pasado. El hombre se libera del tormento del momento y de la fugacidad de toda alegría sólo mediante la entrega a los grandes poderes objetivos que ha engendrado la historia. Entrega a ellos, y no subjetividad del arbitrio y del goce; sólo así procuraremos la reconciliación de la personalidad soberana con el curso cósmico.