En la introducción a sus Cuentos populares italianos, Italo Calvino afirma que a diferencia de lo que ocurrió en otros países europeos, no hubo en Italia unos hermanos Grimm; es decir, un escritor capaz de reunir en un corpus sustancioso los cuentos populares de su país, otorgándoles una unidad lingüística y estilística que los acercara al gran público. Lo mismo puede decirse de México. No ha habido hasta la fecha en nuestro país un intento de reunir con criterios puramente literarios un acervo de cuentos de tradición oral para ser leídos por el público no especializado, tanto adulto como infantil. Lo que hay son recopilaciones regionales, la mayoría de las cuales se han hecho con criterios no literarios sino científicos (antropológicos, folklóricos, lingüísticos, etcétera), lo que ha determinado la forma como fueron recogidas, transcritas y publicadas.
Entre los principales buscadores y recopiladores de cuentos orales en México hay tres nombres insoslayables: Franz Boas, Konrad Theodor Preuss y Stanley Robe. Los primeros dos son prestigiosos etnólogos, uno norteamericano y otro alemán, que trabajaron en nuestro país en las primeras décadas del siglo XX; el tercero es un lingüista y folklorista, norteamericano que trabajó en la segunda mitad del siglo pasado. A Robe le debemos la recopilación más extensa de cuentos orales mexicanos hasta la fecha, que llevó a cabo en tres regiones distintas del país: Jalisco, Nayarit y Veracruz. Robe sólo recogió cuentos narrados en español, mientras que Preuss trabajó con los huicholes, los coras y los mexicaneros en los estados de Nayarit, Jalisco, Sonora y Sinaloa, familiarizándose con sus idiomas. Franz Boas, por su parte, recogió cuentos orales entre los náhuatl de Milpa Alta, al sur de la Ciudad de México, y en Pochutla, Oaxaca, donde se hablaba todavía pochuteco, idioma emparentado con el náhuatl.
En una época en la que el trabajo de campo era considerado una tarea menor o de dudosa utilidad, Franz Boas impulsó como nadie, a principios del siglo XX, la recolección de toda clase de materiales etnográficos de acuerdo con criterios científicos. Gracias a él se consolidó un método de recolección de los materiales orales que perdura hasta la fecha, en el que la transcripción de cuentos, mitos y leyendas se apega con escrúpulo a la palabra proferida por los narradores e informantes. Huelga decir que un procedimiento tan concienzudo de recolección y transcripción, que llega a menudo a hacer ilegibles los textos, no ha ayudado a la difusión de los cuentos de tradición oral, relegándolos al estatuto de documentos antropológicos. Mi trabajo ha consistido en aderezar con una mano literaria este material crudo y poco hospitalario.1 Los recopiladores que han realizado en nuestro país una tarea relevante de recolección oral son muchos y no es éste el lugar para hacer un recuento exhaustivo de ellos, pero no puedo dejar de citar, al lado de Boas, de Preuss y de Robe, a otro ilustre pionero, el austríaco Roberto J. Weitlaner, que trabajó extensamente en los estados de Guerrero y Oaxaca, y a Aurelio M. Espinosa, que además de una ingente labor de acopio de cuentos populares en su nativa España, trabajó en México, donde se ocupó de la narrativa de origen mexicano de Nuevo México y California, contada en un español ampliamente contaminado por el inglés, que él designó con el nombre de new-mexican. De todos los recopiladores con cuyo material tuve que tratar para redactar este libro, Espinosa me parece el más creativo y equilibrado. En sus cuentos se advierte una intervención estilística prudente y necesaria que, sin atentar contra su naturaleza de documento etnológico, los redime de la redacción rupestre de tantos otros recopiladores. Por último, entre los pioneros mexicanos menciones especiales merecen Pablo González Casanova, a quien debemos una valiosa recopilación de cuentos en náhuatl (aunque no recogidos de forma directa, sino ya transcritos), que se publicaron de manera póstuma en 1946, diez años después de su muerte, con el título de Cuentos indígenas, y Eugenio Gómez Maillefert, que recogió cuentos y mitos en la zona de Teotihuacán, incluidos luego en la monumental investigación La población del valle de Teotihuacán (1922), dirigida por Manuel Gamio.
A causa del espíritu etnológico con el que se hacen la mayoría de las recolecciones de narraciones orales es muy frecuente que en ellas los cuentos se alternen con mitos, leyendas y a veces anécdotas y hasta chistes. Por lo general los recopiladores separan los textos recogidos por géneros, pero en muchos libros de cuentos populares, sobre todo reescritos para un público infantil, esos géneros vuelven a unirse y a mezclarse, lo que les quita garra literaria y acaba por presentar un cuadro empobrecido y simplón de la narrativa oral.
Aclaro pues que el presente libro reúne sólo cuentos, no mitos ni leyendas, y mucho menos anécdotas o cualquier otro tipo de narrativa tradicional.
Puede haber alguna confusión entre cuentos y mitos, hasta cierto punto comprensible si consideramos que los mitos son narraciones; pero la diferencia entre ambos es más grande que sus similitudes. Los mitos pretenden darnos una explicación fundacional de aquello que forma parte de nuestra realidad conocida, desde el color de ciertas frutas hasta el porqué de la conducta de algunos animales. Surgen pues de la observación de los procesos y fenómenos naturales, como señalaba el propio Preuss. Aportan con ello una explicación de nuestro entorno, pero carecen de suspenso, que representa la médula de cualquier cuento. Sobre todo es imposible identificarse con ellos, porque aquello que narran pasó de una vez por todas, sin posibilidad de repetirse. Los cuentos, en cambio, pueden suceder una y otra vez, en lugares y tiempos distintos. Al leerlos nos sentimos advertidos: en cualquier momento nos puede ocurrir lo mismo. Mientras el mito esclarece de manera admirable las razones de un orden dado, los cuentos tejen la infinita tela del desorden: las equivocaciones, las transgresiones y los infortunios a los que están expuestos todos los seres humanos, no importando qué tan estructurada esté su vida al lado de sus semejantes. Por eso, al revés de los mitos, que son admirables, los cuentos son emocionantes.
Naturalmente la línea divisoria entre unos y otros no siempre es tajante. La historia de Ícaro ¿debemos clasificarla como mito o como cuento? Si simplificamos la célebre anécdota de su vuelo obtenemos lo siguiente: para huir del laberinto Ícaro necesita unas alas, que Dédalo, su padre, le fabrica, advirtiéndole que durante su vuelo no se acerque al sol; pero Ícaro desobedece y la intensidad de los rayos solares acaba por matarlo. Hasta ahí tenemos un mito, provisto de su respectiva alegoría o mensaje: el hombre no debe pretender elevarse hasta alturas que son prerrogativa de los dioses. Pero el mito se transforma en cuento si se introduce un factor aleatorio: la cera con la cual Dédalo pega las alas a la espalda de su hijo. Es el elemento sorpresivo que desencadena la historia hacia un final imprevisto. Ícaro no se acerca tanto al sol como para que los rayos solares lo quemen (no es un estúpido), pero se acerca lo suficiente para que la cera de las alas se derrita sin que él se dé cuenta; por eso, ignaro de la falla “de navegación” de su vuelo, sigue elevándose, hasta que ya es tarde. Un elemento aparentemente inofensivo, la cera, se convierte en el factor que desencadena la tragedia. La malicia de ese hallazgo ha convertido un mito en un cuento de suspenso.
En todo cuento que se respete encontraremos la “cera” escondida, el elemento que estaba presente de manera inocua, como un dato lógicamente necesario y que gracias al rumbo que toman los acontecimientos se convierte en un factor decisivo de la historia. Los cuentos, vistos así, cumplen la función de recordarnos nuestra incapacidad de controlar nuestro entorno, aun el más familiar y doméstico. Un ejemplo de esto es la historia de los niños abandonados por sus padres. A pesar de haber sido dejados en lo más profundo del bosque, encuentran el camino de regreso porque tuvieron la cautela de dejar regado en el camino algún tipo de señal: flores, guijarros, la cáscara de alguna fruta, etcétera. Pero cuando los padres los llevan al bosque por segunda vez, ya no son flores ni guijarros los que dejan regados en el camino, sino migajas de pan. Mala elección, pues los pájaros del bosque se las comen y los niños pierden el rastro que los hubiera conducido de regreso sanos y salvos. Nos preguntamos por qué no usaron el mismo tipo de señal que les dio buen resultado la primera vez. La respuesta es que una constante de los cuentos orales es la ley de la no repetición. Una herramienta no se usa más de una ocasión. La razón de esto, probablemente, es que los cuentos representan una excursión en el bosque de nuestras posibilidades como especie; son una verificación de nuestros recursos; por ello, no pueden adormecerse en el disfrute de lo ya adquirido y deben aspirar a la adquisición de algo nuevo, algo que pueda añadirse a nuestra provisión de soluciones con las cuales nos enfrentamos al mundo.
Los cuentos representan pues unos verdaderos instructivos de vida, esa vida cuyos mecanismos inmutables describen los mitos. El temple de ambos es muy distinto y decidí incluir unas historias con trasfondo mitológico sólo en aquellos pocos casos en los que la narración de los hechos era suficientemente cautivadora para compensar un final bastante opaco, como suelen ser los finales de las narraciones míticas.
Ahora bien, que estos cuentos se hayan recogido en México, que en México hayan arraigado y viajado de una región a otra del territorio nacional, los dota sin duda de un carácter particular, pero también hace más patente su naturaleza geográficamente indeterminada y su procedencia remota, que explica sus asombrosas coincidencias con historias nacidas en latitudes muy distantes.
Aclarado esto, paso a describir someramente cuál ha sido mi método de trabajo.
Un cuento narrado de manera oral no consiste sólo en el conjunto de sus palabras, sino en los gestos, el tono y las inflexiones de voz de quien lo cuenta. Además, y ésta es probablemente la mayor diferencia con un cuento impreso en papel, un cuento oral cambia cada vez que se cuenta. Dependiendo de las circunstancias, del tipo de oyentes y de su cantidad, así como del grado de atención que el narrador percibe en ellos, una historia puede alargarse o acortarse. El injerto es una de las herramientas típicas de la oralidad, lo mismo que la divagación, los paréntesis más o menos oportunos y ciertos saltos repentinos que parecen romper, y a menudo rompen, la secuencia lógica de lo narrado. Hay que tomar en cuenta, por otra parte, el talento específico de cada narrador. Junto a algunos narradores magníficos, hay muchos torpes y sin inspiración. El que un viejo campesino tenga excelente memoria no es garantía de que las historias que cuenta sean buenas. Yo, por ejemplo, aprendí a saltarme sistemáticamente a cierta narradora que aparece en las recopilaciones de Stanley Robe, porque era de una incongruencia enervante.
Por tratarse de historias que cambian permanentemente, habría que encarar su traslado al papel de una manera más creativa y flexible que la de transcribir puntillosamente lo que dicta la grabadora. Creo, pues, que quienes se ocupan de recoger literatura oral (cuentos, mitos, leyendas, etcétera) deberían hacerlo con el espíritu de la traducción y no de la transcripción. Esto quiere decir que no es suficiente con encender la grabadora, sino que hay que tener un entrenamiento literario que permita tener conciencia de la fractura que separa un cuento oral de su plasmación escrita, no con el propósito de atenuarla sino, por el contrario, de no esconderla. Se trata de otorgarles plena autonomía escrita a esos cuentos que nacieron para ser contados en voz alta, y la operación de dotarlos de una voz muda, por decirlo así, no es indolora. No sólo hay que suprimir muchas cosas, por redundantes, sino que hay que añadir otras, sin las cuales el grado de inverosimilitud de ciertas situaciones se torna insostenible. Hay que explicar donde faltan explicaciones y, donde éstas abundan, no dudar en quitarlas. En algunos casos me he visto obligado a cortar una historia en el punto que me parecía el de mayor tensión narrativa, por lo cual tuve que inventar un “cierre” adecuado al carácter del cuento. En otros relatos suprimí personajes que tal vez en otras versiones tenían un papel importante pero que en aquella que tuve en mis manos se habían reducido a meras comparsas. Sólo en muy pocos cuentos mi intervención fue meramente de redacción, moviendo una coma de lugar o sustituyendo un adjetivo por otro, y siempre ocurrió en los cuentos más breves. Por último, en unos casos me vi en la necesidad de echar mano de otras versiones del mismo cuento para resolver algunas insuficiencias de la versión en que estaba trabajando. Por ejemplo, en el cuento tojolabal “El corazón de la muerta”, probablemente el más escalofriante del libro, utilicé elementos de otras dos versiones, que me permitieron estructurar más cumplidamente la trama. Es el cuento con el que me permití un mayor margen de invención y aun así creo haber sido fiel al carácter de los personajes y al tono con el que está narrado.
Uno de los problemas más comunes a la hora de recrear en el papel los cuentos orales son las incongruencias y los giros absurdos que toman a menudo. Un transcriptor científico no está obligado a resolver esas fallas, pues su trabajo se reduce a dejar constancia de un determinado suceso lingüístico, tal como fue recogido de labios de un narrador oral; pero un traductor, que está obligado a entregar un texto, un texto cabal y no una conjetura del mismo, debe tomar una decisión, para lo cual debe plantearse varias preguntas, la primera de las cuales es si tiene el derecho de intervenir ahí donde una historia se presenta como incompleta, defectuosa o incoherente.
Sabemos que en lo que atañe a los cuentos orales el repertorio de las historias es bastante limitado, pero de cada una existen incontables versiones, algunas de las cuales difieren bastante entre sí. El investigador reconoce esas versiones tan pronto como lee o escucha las primeras líneas de un cuento y, al reconocerlas, advierte los cambios, las lagunas, las omisiones o los desarrollos novedosos que cada una presenta. Puede, por lo tanto, enmendar una versión echando mano de alguna otra. Es un procedimiento que los reescritores de cuentos populares han considerado siempre legítimo. Lo mismo pasa con los chistes. A todos nos ha pasado escuchar chistes que, al ser mal contados, no producen el efecto buscado. “Así no va el chiste”, pensamos cuando advertimos una falla en la manera de contarlo y, puesto que los chistes son un patrimonio colectivo, nos sentimos con todo el derecho de corregirlos.
Así, en uno de los cuentos de esta antología, “La hija del rey del Sol Adorado”, me topé con una omisión que hacía ininteligible la conducta de uno de los personajes principales, el fiel vasallo del príncipe. Obligado a cometer una serie de acciones irrespetuosas hacia su amo con el objeto de salvarles la vida a él y a la princesa, me parecía a todas luces absurdo que no explicara las razones de su proceder. En lugar de eso, se sumía en un silencio que lo único que hacía era perjudicarlo ante los ojos del rey, del propio príncipe y de toda la corte. Finalmente, encontré en otra versión de la historia la raíz del problema. El narrador había omitido un hecho sencillo, pero crucial, que era la prohibición de divulgar las razones del propio proceder, so pena de convertirse en una estatua de piedra. Al omitirse ese dato, la conducta del vasallo fiel carecía de sentido. Ya me disponía pues a introducir el tabique faltante, con la misma satisfacción de un mecánico que ha encontrado el engranaje defectuoso y se dispone a reemplazarlo con uno sano, cuando me asaltó el pensamiento de que el cuento había sido contado de esa manera, con su defecto congénito a la vista. En otras palabras, el narrador del cuento se las había arreglado con esa anomalía frente a su público. Naturalmente es posible que se tratara de un mal narrador, que aburría y decepcionaba sistemáticamente a sus oyentes, pero lo contrario también era posible, y como no había manera de averiguar ni lo primero ni lo segundo, no quedaba más remedio que aceptar que la historia podía narrarse de esa manera defectuosa, o sea respetando el silencio del personaje sobre los motivos profundos de su conducta ofensiva hacia el príncipe y la princesa.
Decidí, entonces, no reemplazar el engranaje defectuoso por uno sano, sino trabajar en otra vertiente del cuento para hacer plausible el proceder del personaje. Para ello, me inventé un diálogo en el cual el vasallo fiel le confiesa al príncipe que su deseo es morirse, porque las acciones que cometió para salvarlos a él y a la princesa fueron sumamente ofensivas para ambos y el recuerdo de esas ofensas lo perseguirá toda la vida sin darle descanso. Así, para enmendar lo que era a todas luces una inconsistencia, decidí que era mejor profundizar un aspecto de la personalidad del personaje y no traer en vilo desde afuera un hecho que en el cuento, sencillamente, no existía. Preferí trabajar en el subsuelo de la historia, por así decirlo, extrayendo algo de ella que no estaba visible, en vez de importar un elemento nuevo. Procediendo de esta manera quizá cometí una traición mayor que si me hubiera limitado a hacer una pequeña operación de trasplante, pero decidí hacerlo de ese modo porque imaginé que el narrador, tal vez, había transmitido a su público con su voz y sus gestos el horror y la vergüenza experimentados por el fiel vasallo.
Volvamos pues a las condiciones concretas en las cuales se desenvuelve este tipo de cuentos, en los cuales el narrador está obligado a tener permanentemente en vilo a su auditorio. Aquello que desde la perspectiva de la literatura escrita nos puede parecer una inconsistencia argumental, en el estilo oral guarda una secreta coherencia; una omisión o un añadido inútil, que se nos antojan unas fallas graves en la página impresa, en la narración de viva voz pierden importancia o se compensan con ese sentimiento de intimidad entre el narrador y sus escuchas que se ha perdido en la literatura escrita, donde el grado de lógica y de verosimilitud se incrementa de manera exponencial, ya que los personajes deben responder de cada una de sus acciones bajo la lupa despiadada del lector, que sólo se tiene a sí mismo para mantener unidos los hilos de la historia. En el performance oral, en cambio, el escucha se vuelve parte de un rito colectivo y sus exigencias y expectativas ante lo narrado cambian radicalmente. Los personajes de la historia se le aparecen revestidos de un halo inalterable. Así, el hecho de que el vasallo fiel decida guardar un silencio que a la postre acabará por perjudicarlo, se toma como una incongruencia que es parte íntima de su ser; más aún, como una peculiaridad que lo enaltece. No se les exige congruencia a los personajes, porque cada uno cumple un destino absoluto y fatal. El escucha de un cuento oral no pierde nunca de vista el hecho de que la historia que escucha ha sido contada un número infinito de veces; que antes que la oyera él, otros muchos la oyeron de la misma manera. Ese simple hecho la avala como algo incuestionable, un sentimiento que la literatura escrita no conoce. En ésta, el narrador, el escritor propiamente dicho, que se halla separado de su público por la escritura, debe convertirse en su propio público y verter en la escritura toda su capacidad de “escucha”, dotando cada una de sus palabras de un eco, de una reverberación y de una ambigüedad que sean capaces de reemplazar de algún modo la presencia nunca suficientemente añorada del oyente de carne y hueso.
Así, la traducción de un texto oral a su versión escrita no debe caer en la tentación de reproducir con la escritura la dimensión oral del original, tarea que siempre pecará no sólo de torpe sino de sutilmente fraudulenta, dado que las leyes que rigen ambos dominios son por completo distintas. La transcripción, tal como se practica todavía en gran parte de las recopilaciones de campo, debe tomarse en el mejor de los casos como un registro burocrático o el borrador inicial de una elaboración a posteriori que encare de un modo creativo la fractura entre oralidad y escritura, acentuando sus diferencias o, al menos, no disimulándolas mediante un ejercicio de conservación de la oralidad en un frasco de vidrio, que parece ser el ideal de tantos recopiladores de cuentos populares.
En el cuento “La hija del rey del Sol Adorado” encontramos muchos de los elementos que configuran la mayoría de los cuentos que he recogido en este libro: reyes, princesas, animales que hablan, transformaciones milagrosas, viajes llenos de peligros, etc. Se ha hablado al respecto de una fuerte presencia de la Edad Media en los cuentos populares. Esto no significa que esos cuentos nacieron en esa época. Muchos de ellos, si no es que la mayoría, son anteriores a ese periodo. De hecho es tarea casi imposible fechar los cuentos orales. Su increíble ductilidad, que los hace diferentes en cada variante, les otorga, a cambio de una fisonomía siempre cambiante, una vida larguísima, diríase perpetua. Si ahora a muchos de ellos los conocemos en su atuendo medieval es porque ese atuendo se ha convertido en nuestro referente arcaico más próximo y familiar, y les otorga ese carácter de indeterminación temporal y espacial sin el cual dejarían de ser poéticamente verosímiles. Como se comprueba leyendo El señor de los anillos y la inmensa secuela de cuentos de magia que la saga de Tolkien ha desatado en nuestros días, la escenografía medieval funciona como un señuelo de lo maravilloso y, por lo tanto, como definición de un género. No puede haber reyes sin castillos, ni castillos sin bosques, ni bosques sin brujas, ni brujería sin viajes, ni éstos sin un paisaje silvestre y a menudo hostil que es incompatible con la electricidad y las carreteras.
La Edad Media no es útil solamente porque provee a esos cuentos de un escenario arcaico y misterioso, sino por la verticalidad del poder que se asocia con esa época. Reyes y príncipes gozan de un mando absoluto sobre sus súbditos. Esa estructura vertical del poder suple la falta de interioridad psicológica de los personajes. Estos últimos, independientemente del rango que tengan, al estar inmersos en una sociedad muy estratificada, donde cada cual cumple un rol preciso, apenas conocen la duda y, por lo tanto, no cuestionan su lugar en el mundo. Sin la claridad de roles que otorga el poder vertical y lo que se deriva de ella, que es el carácter predecible del comportamiento de cada cual, los cuentos populares perecerían por inanición, porque les faltaría su principal alimento, que es la aventura, y la aventura, entendida como la desviación de la normalidad, como la anomalía dentro de lo conocido, como el exabrupto que rompe el ritmo cotidiano, sólo puede existir plenamente en un mundo regular y fuertemente jerarquizado.
Por otra parte, la Edad Media otorga algo que es como el oxígeno de los cuentos populares: las grandes distancias, que hacen posible el surgimiento de lo desconocido y, en consecuencia, del peligro. Toda aventura nace de un desplazamiento o traslado del protagonista, casi siempre originado por la aspiración a una vida mejor o por el deseo de conocer a alguien o simplemente de recorrer el mundo. El viaje es el comienzo de lo sobrenatural y basta con franquear los límites de la propia comarca para que el mundo adquiera otra fisonomía. En este sentido, en muchos de los cuentos recogidos aquí el escenario medieval-maravilloso se ve suplantado por el campo, por la sierra, en fin, por aquello que cabe en la genérica definición de “monte”, que realiza la misma función de extrañamiento y hechizo que cumple el bosque en el medioevo. Diríase por momentos que al campo mexicano, tan aislado de las ciudades, la ficción medieval le queda chica. Por ello, en muchos de los cuentos recogidos en este libro la Edad Media no pasa de ser un constructo vago, y una de sus consecuencias es que la misma separación entre pasado arcaico y tiempo actual se ve comprometida, lo que ocasiona que convivan en un mismo escenario elementos antiguos y modernos. Por ejemplo, en el cuento “El espejo de Amarilis” hace su aparición, dentro del consabido escenario de reyes, brujas y princesas, una “agencia de correos”; en otros cuentos asistimos a la irrupción de armas de fuego dentro de un contexto que el lector imagina como muy anterior al invento de ese tipo de armas; en otro cuento más, cierto rey de un país lejano recibe por medio de un telegrama la noticia de que sus enemigos le han declarado la guerra; pero la palma se la lleva un cuento tojolabal no incluido en este libro en el que un rey, para poner a prueba al protagonista de la historia, echa el anillo de su hija en el mar, para lo cual utiliza su avión. Por lo demás, sin llegar a estos extremos, es frecuente en muchas historias la conversión del rey en hacendado o ranchero.
Es muy posible que algunos de estos elementos anacrónicos aparezcan también en los cuentos populares europeos, pero dudo que con la misma frecuencia y alegre desparpajo que en los mexicanos. Me inclino a pensar que la mezcla frecuente entre lo antiguo y lo moderno que se puede encontrar en muchos cuentos populares de México responde a una estructura mental de los narradores orales que ha permanecido casi intocada por el mundo citadino. Debido a la gran extensión de su territorio, a sus accidentes geográficos, a sus múltiples fronteras lingüísticas y a una población relativamente escasa, el campo mexicano, sobre todo en la época en la que muchos de estos cuentos fueron recogidos, que son las primeras décadas del siglo pasado, ha vivido muy apartado de las concentraciones urbanas. Al revés de lo que ocurrió en España y en Italia, donde la villa y el campo se mantuvieron siempre en contacto estrecho,2 el mundo rural mexicano, sobre todo el indígena, ha guardado durante mucho tiempo una relación distante y esporádica con la ciudad y con aquello que la ciudad representa: lo moderno y lo innovador. Así, en la conciencia de nuestros narradores campesinos la línea divisoria entre tiempo antiguo y tiempo actual resulta harto desdibujada. En consecuencia, la propia coreografía medieval de sus narraciones fantásticas resulta más porosa e incierta, y acoge sin problemas elementos modernos, lo que crea a los ojos del lector un peculiar clima de dislocamiento temporal, ese mismo clima, dicho entre paréntesis, que es uno de los componentes principales de la poética de lo real maravilloso, que tanto marcó la literatura latinoamericana en décadas recientes. Basta leer las páginas iniciales de Cien años de soledad, de García Márquez, que han asumido con el tiempo el estatus de prontuario de esa poética, para ver que su motivo principal es la desordenada intrusión de lo moderno en la mansedumbre de un pueblo situado en el origen de los tiempos. El hielo y los demás inventos que traen los gitanos a Macondo, desde el imán hasta los catalejos y las lupas, reproponen la misma revoltura temporal que ya encontramos en los cuentos populares recogidos en Oaxaca, Nayarit y Sinaloa por Preuss, Boas, Weitlaner y compañía.
Ha llegado el momento de tocar un tema bastante espinoso, que es el del presunto carácter infantil de los cuentos populares, porque atañe a la misma edición del presente libro. Quiero dejar en claro que mi intención no fue hacer una reunión de cuentos para niños, y añadiré que la equiparación tan frecuente entre cuentos populares y cuentos infantiles me parece que hace agua por todos lados. Miremos, si no, el cuento de “La hija del rey del Sol Adorado”, que cité anteriormente. Tiene las características propias de los cuentos maravillosos y como tal podría pasar por un cuento infantil, pero su episodio más decisivo es explícitamente sexual: el sargento le chupa los senos a la princesa el día de su boda y delante de todos. A menos que no ensanchemos generosamente nuestro criterio de la psicología infantil, ese episodio no cabe en lo que solemos definir literatura para niños. Y sin embargo no advertimos ninguna ruptura en el cuento cuando el fiel sargento se abalanza sobre las tetas de la princesa. Tal vez porque como lectores estamos preparados para ese trance, ya que las palomas del barco lo anunciaron previamente, el episodio no nos parece forzado y mucho menos vulgar. Es voluptuoso, pero no arbitrario, y puedo imaginarme a más de un niño carcajearse ante la locura del sargento fiel. Tal vez me equivoque y, en lugar de una carcajada, el niño promedio, al llegar a esta escena, se sentirá turbado. Ahora bien, ¿es eso necesariamente malo? ¿No es eso lo que le pedimos en el fondo a todo libro: que nos provoque alguna turbación o sacudimiento? ¿No son éstos a menudo el principio de un descubrimiento y de un aprendizaje? Se me objetará que hay grados y grados de turbación y que algunos episodios pueden sumir a un niño en una confusión profunda, porque carece de los elementos para otorgarle un sentido, aunque sea aproximado. Es verdad. Pero no olvidemos que el propio texto actúa como un filtro de lectura. Su estilo y su vocabulario seleccionan al lector, dejando atrás desde las primeras páginas a los lectores más inexpertos, que son también los más vulnerables ante ciertas situaciones escabrosas.
Con todo, en más de una ocasión me he sentido tentado de amortiguar el lenguaje de algunos de los cuentos más sexuales y escatológicos reunidos aquí, para luego descubrir que no hacía falta, porque el propio estilo, más que la expurgación puntual de tal palabra o de tal otra, actúa como un elemento normalizador e incluyente, una lección que había aprendido leyendo el Decamerón y que por lo visto había olvidado. Por eso dije líneas atrás que la escena donde el sargento fiel se abalanza sobre los senos de la princesa y se los chupa, no rompe en lo absoluto la tesitura del cuento y se inscribe en él como una fatalidad. La historia, que no es sólo lo que se cuenta sino el estilo con que se cuenta, arropa ese episodio como la costa arropa un promontorio que, aunque se interne varios kilómetros en el mar, le sigue perteneciendo.
En otro cuento llegué a dudar fuertemente si usar o no una palabra dura como es la palabra “castrar”. Una joven hechicera le “roba” los genitales a un muchacho que le declara su amor, y después de devolvérselos, lo amenaza con estas palabras: “Ahora ve a tu casa con tu mujercita y no regreses nunca más a Copalillo; porque si vienes, te castramos”. La amenaza es más intensa porque se profiere en plural. La hechicera no está sola, con lo cual se insinúa la sospecha de que ella y sus compañeras han castrado anteriormente a otros hombres, probablemente culpables, como el protagonista de ese cuento, de prometer amores que no pueden cumplir. La amenaza se acompaña del desprecio implícito en la palabra “mujercita”, que sobrentiende la incapacidad del varón de salir del esquema de vida hogareña que le impuso la sociedad y al cual él terminó por acomodarse.
Pensando en el público infantil que se asomará a un libro como éste, que tanto tiene de cuentos de hadas, pensé suprimir la frase “te vamos a castrar” y sustituirla por la de “te vamos a matar”, que conserva la gravedad de la amenaza que profiere la joven hechicera, aunque la despoja de toda su perversión. De hecho lo hice, pero cuando se lo comenté a una amiga que escribe libros para niños, recibí su respuesta, que no me resisto a citar textualmente: “Con respecto al cuento en donde las brujas le dicen al hombre que, si regresa a Copalillo, lo van a castrar, yo lo dejaba así. Dudo que haya un solo niño que pregunte lo que es eso: lo saben desde el kínder. Y si lo preguntan y les contestan, está bien por cuatro razones, al menos: porque de eso se trata el cuento; porque en esta vida hay que saber lo que es la castración (y mientras más pronto, mejor); porque la amenaza de la castración es mucho más poderosa que la posibilidad de la muerte y porque… con las brujas hay que andarse con cuidado”.
Su respuesta me convenció de hacer marcha atrás y dejar la frase original. Aunque dudo mucho que los niños saben qué es la castración desde el kínder, sí creo que es muy posible que lo sepa el niño capaz de leer ese cuento de principio a fin. Pero además pensé que cuando ese cuento fue narrado oralmente es muy probable que hubiera unos niños escuchándolo. Los cuentos orales se narran sobre todo en acontecimientos sociales (velorios, bodas, festejos de varia índole, etcétera) de los cuales los niños no están nunca excluidos, y dudo mucho de que un contador de historias prevenga a los familiares acerca del lenguaje “osado” que se dispone a utilizar, para que éstos alejen a sus críos. Más bien me imagino a los niños contagiarse de la risa de los adultos, aunque no entiendan bien a bien lo que ocurre. Así ha sido siempre. Tanto al escuchar como al leer, la atención del niño es receptiva como una esponja, más intuitiva que racional y capaz por ello de sobrellevar una gran dosis de malentendidos o semientendidos sin perder la adhesión emotiva a la historia que le están contando.
Por último quiero señalar algunas características lingüísticas de este libro. En él están representadas varias de las lenguas que se hablan en nuestro país. Por razones obvias el español se lleva la palma en cuanto a número de cuentos representados, constituyendo un poco más del cincuenta por ciento de los cuentos recogidos (sesenta y cinco sobre un total de ciento veinticinco). Los sesenta cuentos restantes se dividen entre veinte lenguas indígenas, excluyendo de este grupo el peculiar dialecto new-mexican en el que están transcritos los cuentos que recopiló Aurelio M. Espinosa en Nuevo México. Mi decisión de incluir tanto éstos como los muy atractivos recogidos por Elaine K. Miller en el área de Los Ángeles, California, responde al criterio de que los cuentos populares no respetan las fronteras políticas y su carácter movedizo los lleva de boca en boca ahí donde son llevados por las personas que los cuentan. El hecho de que al ser narrados oralmente vengan contaminados del idioma que se habla en la nueva residencia del narrador, no le quita su carácter originario, pues son relatos que por lo general el narrador escuchó de labios de sus parientes más cercanos, padres, tíos o abuelos, y probablemente no sería capaz de narrarlos en otra lengua que no sea su idioma materno, tan unidos están en su mente a sus raíces familiares.
Aunque las lenguas indígenas de México están razonablemente representadas en este libro, lo ideal sería que lo estuvieran todas, incluyendo las variantes de un mismo tronco, que a menudo deben considerarse un nuevo idioma. Cada lengua encierra un universo humano, como sabemos, y no hay universo humano que no invente historias. Me habría gustado tener al menos una historia de cada idioma, en especial de aquellos que por distintas razones están a punto de extinguirse, pero ha sido imposible por falta de material sobre el cual trabajar. Ese material debe de andar por ahí, inédito o circulando en publicaciones que no pude rastrear, y espero que este libro vaya creciendo en futuras ediciones hasta abarcar idiomas y regiones del país que en esta primera edición no están presentes. También ha ocurrido que tuve en mis manos colecciones de cuentos en algún idioma indígena que me habría gustado que estuviera representado, pero la calidad del material era pobre o no reunía las características que yo buscaba.
El criterio principal de mi selección, en efecto, ha sido la belleza y eficacia de los cuentos, más allá de su carácter mestizo o indígena o de la región de procedencia. Este último, en particular, me parece un criterio secundario, pues no creo que haya, al menos en los cuentos de carácter maravilloso, que son la mayoría de este libro, una huella regional significativa. El mismo cuento, con las variantes que dependen de cada narrador, circula indistintamente en muchos lugares y pretender encontrar su sabor regional me parece una empresa quimérica, a menos que no elevemos a categoría de sabor regional ciertos aspectos menores, como algún tipo de comida o de producto agrícola, que, al igual que ciertas costumbres y modos de decir, son propios del lugar de procedencia de cada cuento.
Obviamente, en relación con los cuentos narrados en lengua indígena, sólo he trabajado sobre textos traducidos, por mi desconocimiento de los idiomas originales. Así que al traslado de lo oral a lo escrito, en el que se pierden fatalmente matices, color y expresividad (que la reescritura intenta recobrar con los instrumentos que le son propios), hay que sumar en esos casos la pérdida del idioma particular en el cual el cuento fue contado originalmente. Son demasiadas interferencias como para pretender que el cuento que tiene el lector ante sus ojos no haya sufrido una transformación dramática en relación con su primera emisión, cuando salió de la boca de quien lo contó ante un puñado de oyentes.
Sin embargo, esa misma suma de interferencias me ha concedido la libertad que necesitaba para concentrarme en la factura exquisitamente cuentística de mi material, exonerado de una vez por todas de cualquier afán documental o rescatista.
A tantas interferencias, por si fuera poco, hay que añadir otra más: mi carácter de escritor “anómalo”, de lengua materna italiana, que llegó a México a los quince años y a esa edad aprendió español. Ya veo venir las objeciones en este punto. ¿Cómo le dieron la tarea de reescribir algunos de nuestros cuentos populares a un extranjero? ¿Qué sabe él de nuestras raíces? ¿Qué tanto entiende nuestra alma?
Puede que esas objeciones tengan algún fundamento. Tal vez este libro habría estado mejor en otras manos. A menudo lo pensé mientras trabajaba en él. Sin embargo, nunca llegó a paralizarme la idea de ser un intruso, pues cuando se trabaja con una tradición oral que procede de tantas regiones y sobre todo de tantas lenguas diferentes, no podemos hablar de un solo México, sino de muchos. En un territorio tan heterogéneo el concepto de extranjero se torna relativo, porque no hay nadie que no lo sea en alguna medida. Pero sobre todo hay que tomar en cuenta la materia misma de la que está hecho este libro, que es una materia que no podría calificar de extranjera, pero sí de apátrida y de congénitamente migratoria. En este sentido, pocas cosas como los cuentos populares para evidenciar la fragilidad de las fronteras no sólo políticas sino lingüísticas que separan los pueblos. Atravesando continentes y arraigando en cualquier terreno, son el permanente recordatorio de que no existe la extranjería absoluta en ninguna parte del planeta.
Paradójicamente y de un modo dialéctico, al mismo tiempo que disuelven las fronteras, pueden alimentar la idea de territorio homogéneo y de una espiritualidad compartida. Así, el México que ante una mirada atenta se resquebraja en pueblos, territorios y subnaciones, parece reintegrarse en una única comarca si atendemos el flujo de su cuentística popular. Un mismo motivo, como el de los niños abandonados en el bosque, puede recorrer la longitud de la república desde Sonora hasta Chiapas, desde los rarámuris hasta los chontales y, más allá todavía, incursionar en California y Nuevo México, para reaparecer más adelante en Veracruz y Querétaro. ¿Dónde están más perdidos esos niños? ¿En qué rincón del país particularmente inaccesible los daremos por desaparecidos para siempre? Parece que en ninguno, pues en todos ellos, hasta ahora, han encontrado el camino de vuelta a casa. Una nación virtual y profunda, pues, flota sobre un territorio fracturado por cordilleras, idiomas y climas, ofreciendo las mismas soluciones a los mismos conflictos básicos, y quizá sea justamente un extranjero, avezado más que los demás a encontrar en lo diverso lo común y en lo múltiple lo semejante, quien puede, si no con más talento, sí con más convicción, rescatar mejor esa aldea imaginaria.
Fabio Morábito