Susia rezó una vez a Dios: “Señor, te amo mucho pero no te temo suficientemente. Señor, te amo mucho pero no te temo suficientemente. Infúndeme temor hacia ti al igual que uno de tus ángeles tocado de tu temido nombre.”
Y Dios escuchó su ruego y su nombre penetró el oculto corazón de Susia tal como acontece con los ángeles. Pero Susia, en eso, arrastrose bajo el lecho como un can pequeño y sacudido por un temor animal imploró: “Señor, déjame amarte nuevamente como Susia.”
Y Dios escuchó también esta vez.1
Si no abandonamos la búsqueda de normas de conducta objetivamente válidas, como es el caso del relativismo ético, ¿qué criterio podemos encontrar para tales normas? La clase de criterio depende del tipo del sistema ético cuyas normas estudiemos. Los criterios de la ética autoritaria son, por necesidad, fundamentalmente diferentes de los de la ética humanista.
En la ética autoritaria una autoridad es la que establece lo que es bueno para el hombre y prescribe las leyes y normas de conducta; en la ética humanista es el hombre mismo quien da las normas y es a la vez el sujeto de las mismas, su fuente formal o agencia reguladora y el sujeto de su materia.
El empleo del término “autoritario” hace necesario esclarecer el concepto de autoridad. Existe tanta confusión respecto a este concepto por causa de la creencia generalmente difundida de que nuestra alternativa es o tener una autoridad dictatorial, irracional, o no tener autoridad alguna. Esta alternativa, no obstante, es falsa. El verdadero problema consiste en saber qué clase de autoridad debemos tener. Si hablamos de autoridad: ¿nos referimos a una autoridad racional o irracional? La autoridad racional tiene su fuente en la competencia. La persona cuya autoridad es respetada ejerce competentemente su función en la tarea que le confían aquellos que se la confieren. No necesita intimidarlos ni espolear su admiración por medio de cualidades mágicas. En tanto que ayuda competentemente en lugar de explotarlos, su autoridad se basa en fundamentos racionales y no requiere terrores irracionales. La autoridad racional no solamente permite sino que requiere constantes escrutinios y críticas por parte de los individuos a ella sujetos; es siempre de carácter temporal, y la aceptación depende de su funcionamiento. La fuente de la autoridad irracional, por otra parte, es siempre el poder sobre la gente. Este poder puede ser físico o mental, puede ser real o solamente relativo respecto de la ansiedad y la impotencia de la persona sometida a esta autoridad. El poder, por una parte, y el temor, por la otra, son siempre los cimientos sobre los cuales se erige la autoridad irracional. La crítica a la autoridad no es sólo algo no solicitado sino prohibido. La autoridad racional se basa en la igualdad de dos: del que la ejerce y del sujeto a ella, los cuales difieren únicamente con respecto al grado de saber o de destreza en un terreno particular. La autoridad irracional se basa por su misma naturaleza en la desigualdad, implicando diferencias de valores. Al emplear el término “ética autoritaria” nos estamos refiriendo a la autoridad irracional, ateniéndonos precisamente al uso corriente del término “autoritario” como sinónimo de sistemas totalitarios y antidemocráticos. El lector reconocerá bien pronto que la ética humanista no es incompatible con la autoridad racional.
Puede distinguirse a la ética autoritaria de la ética humanista en dos aspectos: uno formal y otro material. La ética autoritaria niega formalmente la capacidad del hombre para saber lo que es bueno o malo; quien da la norma es siempre una autoridad que trasciende al individuo. Tal sistema no se basa en la razón ni en la sabiduría, sino en el temor a la autoridad y en el sentimiento de debilidad y dependencia del sujeto; la cesión de la capacidad de decidir del sujeto a la autoridad es el resultado del poder mágico de ésta, cuyas decisiones no pueden ni deben objetarse. Materialmente, o en relación con el contenido, la ética autoritaria resuelve la cuestión de lo que es bueno o malo considerando, en primer lugar, los intereses de la autoridad y no los del sujeto; es un sistema de explotación del cual, sin embargo, el sujeto puede derivar considerables beneficios psíquicos o materiales.
Tanto el aspecto formal como el material de la ética autoritaria se manifiestan en la génesis del juicio ético del niño y en el juicio irreflexivo de valor del adulto medio. Los fundamentos de nuestra capacidad para diferenciar lo bueno y lo malo se establecen en nuestra infancia, primero en relación con funciones fisiológicas y después en relación con asuntos más complejos de la conducta. El niño adquiere un sentido de distinción entre bueno y malo antes de conocer la diferencia por medio del razonamiento. Sus juicios de valor se forman como resultado de las reacciones cordiales u hostiles de las personas que ocupan un lugar de importancia en su vida. En vista de su completa dependencia del cuidado y del amor del adulto, no es asombroso que una expresión de aprobación o desaprobación en el semblante de la madre sea suficiente para “enseñar” al niño la diferencia entre lo bueno y lo malo. En la escuela y en la sociedad actúan factores similares. “Bueno” es aquello por lo cual uno es alabado; “malo” aquello por lo cual uno es reprendido o castigado por las autoridades sociales o por la mayoría de la gente. El temor a la desaprobación y la necesidad de aprobación parecen ser, en verdad, los más poderosos y casi exclusivos motivos del juicio ético. Esta intensa presión emocional impide al niño, y posteriormente al adulto, inquirir críticamente si lo “bueno” en un juicio significa bueno para él o para la autoridad. Las alternativas en ese sentido se hacen obvias si consideramos a los juicios de valor con referencia a las cosas. Si yo digo que un auto es “mejor” que otro, es evidente que califico de “mejor” a un auto porque éste me sirve mejor que otro; lo bueno y lo malo se refieren a la utilidad que la cosa tiene para mí. Si el dueño de un perro lo considera “bueno”, se refiere a ciertas cualidades del perro que son de utilidad para él. Así, por ejemplo, si satisface la necesidad que tiene de un perro guardián, un perro de caza o un perro de compañía. Se llama buena a una cosa si es buena para la persona que la usa. El mismo criterio de valor puede usarse en relación con el hombre. El patrono considera como bueno a un empleado si éste es útil para él. El maestro puede calificar de bueno a un alumno si éste es obediente, no le ocasiona molestias y le aumenta su reputación. De igual manera puede calificarse como bueno a un niño si éste es dócil y obediente. El niño “bueno” puede estar atemorizado e inseguro, queriendo solamente complacer a sus padres sometiéndose a su voluntad, mientras que el niño “malo” puede poseer una voluntad propia e intereses genuinos que, sin embargo, no son del agrado de sus padres.
Es obvio que el aspecto formal y el material de la ética autoritaria son inseparables. A menos que sea intención de la autoridad explotar al sujeto, no necesitará regir por medio del terror y de la sumisión emocional; puede estimular el juicio y la crítica racionales, corriendo así el riesgo de ser hallada incompetente. Pero como están en juego sus propios intereses, la autoridad ordena que la obediencia sea la máxima virtud y la desobediencia el pecado capital. La rebelión es el pecado imperdonable en la ética autoritaria, el poner en duda el derecho de la autoridad para establecer normas y su axioma de que las normas establecidas por la autoridad están en favor de los más preciados intereses de los sujetos. Aunque una persona peque, su sometimiento al castigo y su sentimiento de culpabilidad le restituyen su “bondad”, porque de ese modo expresa su aceptación de la superioridad de la autoridad.
El Antiguo Testamento, en el relato de los orígenes de la historia del hombre, ofrece una ilustración sobre la ética autoritaria. El pecado de Adán y Eva no está explicado en términos del acto mismo; el comer del árbol del conocimiento del bien y del mal no fue por sí mismo una mala acción. En efecto, tanto la religión judía como la cristiana están acordes en afirmar que la facultad de diferenciar entre lo bueno y lo malo es una virtud básica. El pecado fue la desobediencia, el desafío a la autoridad de Dios, quien tuvo temor de que el hombre, habiendo “llegado a ser como uno de Nosotros conociendo lo bueno y lo malo” podría “estirar su mano y tomar también del árbol de la vida y vivir para siempre”.
La ética humanista, en contraste con la ética autoritaria, puede también distinguirse por un criterio formal y otro material. Formalmente se basa en el principio de que sólo el hombre por sí mismo puede determinar el criterio sobre virtud y pecado, y no una autoridad que lo trascienda. Materialmente se funda en el principio de que “bueno” es aquello que es bueno para el hombre, y “malo” lo que le es nocivo, siendo el único criterio de valor ético el bienestar del hombre.
La diferencia entre la ética humanista y la autoritaria es ilustrada también por los diferentes significados atribuidos al término “virtud”. Aristóteles emplea la palabra “virtud” para significar “excelencia” —excelencia de la actividad por medio de la cual se realizan las potencias particulares del hombre—. Paracelso, por ejemplo, emplea “virtud” como sinónimo de las características individuales de cada cosa, vale decir su peculiaridad. Una piedra o una flor tienen su virtud, su combinación de cualidades específicas. Del mismo modo la virtud del hombre es aquel conjunto preciso de cualidades que es característico de la especie humana, mientras que la virtud de cada persona es su individualidad única. Se es “virtuoso” si se despliega la propia “virtud”. “Virtud” en el sentido moderno es, por contraste, un concepto de la ética autoritaria. Ser virtuoso significa autonegación y obediencia; supresión de la individualidad en lugar de su realización plena.
La ética humanista es antropocéntrica. Ciertamente no en el sentido de que el hombre sea el centro del universo, sino en el de que sus juicios de valor —al igual que todos los demás juicios y aun percepciones— radican en las peculiaridades de su existencia y sólo poseen significado en relación con ella; el hombre es verdaderamente “la medida de todas las cosas”. La posición humanista es que nada hay que sea superior ni más digno que la existencia humana. Se ha argumentado en contra de esto diciendo que es esencial a la naturaleza del comportamiento ético el estar relacionado con algo que trascienda al hombre, y que, por eso, un sistema que sólo reconoce al hombre y a sus intereses no puede ser verdaderamente moral, que su objeto sería únicamente el individuo aislado y egoísta.
Esta objeción, comúnmente esgrimida para desaprobar la facultad —y el derecho— del hombre para postular y juzgar las normas válidas para su vida, se basa en un error, ya que el principio que sostiene que lo bueno es aquello que es bueno para el hombre no implica que la naturaleza del hombre sea tal que el egoísmo o el aislamiento sean buenos para él. No quiere decir que el fin del hombre pueda cumplirse en un estado de desvinculación con el mundo exterior. En efecto, como lo han sugerido tantos defensores de la ética humanista, una de las características de la naturaleza humana es que el hombre encuentra su felicidad y la realización plena de sus facultades únicamente en relación y solidaridad con sus semejantes. No obstante, amar al prójimo no es un fenómeno que trasciende al hombre, sino que es algo inherente y que irradia de él. El amor no es un poder superior que descienda sobre el hombre, ni tampoco un deber que se le haya impuesto; es su propio poder, por medio del cual se vincula a sí mismo con el mundo y lo convierte en realmente suyo.
Si aceptamos el principio de la ética humanista, ¿qué debemos responder a quienes niegan la capacidad del hombre para llegar a principios normativos objetivamente válidos?
En verdad, existe una escuela de la ética humanista que acepta este desafío y está de acuerdo en que los juicios de valor carecen de validez objetiva y no son sino preferencias o aversiones arbitrarias de un individuo. El principio “la libertad es mejor que la esclavitud” desde este punto de vista, por ejemplo, no expresa más que una diferencia de “gustos” sin validez objetiva. Se define al valor, en ese sentido, como “cualquier bien deseado” y el deseo es la medida del valor, y no el valor la medida del deseo. Tal subjetivismo radical es por su misma naturaleza incompatible con la idea de que las normas éticas deben ser universales y aplicables a todos los hombres. Si este subjetivismo fuera la única clase de ética humanista, entonces, ciertamente, no nos quedaría más remedio que elegir entre el autoritarismo ético y el abandono de todas las demandas por normas de validez general.
El hedonismo ético es la primera concesión hecha al principio de la objetividad: al sostener que el placer es bueno para el hombre y que el dolor es malo, provee un principio de acuerdo con el cual se valúan los deseos: solamente aquellos deseos cuya realización causa placer son valiosos; los demás carecen de valor. El placer, sin embargo, no puede ser un criterio de valor a pesar de la tesis de Herbert Spencer de que el placer tiene una función objetiva en el proceso de la evolución biológica. Porque hay individuos que gozan con la sumisión y no con la libertad; que experimentan placer con el odio y no con el amor, con la explotación y no con el trabajo productivo. Este fenómeno del placer que se deriva de lo que es objetivamente pernicioso es típico del carácter neurótico y ha sido objeto de extenso estudio por el psicoanálisis. Volveremos a considerar este problema al analizar la estructura del carácter y en el capítulo dedicado a la felicidad y al placer.
Un paso importante en dirección a un criterio de valor más objetivo fue la modificación del principio hedonista introducida por Epicuro, quien intentó resolver la dificultad diferenciando entre órdenes de placeres “bajos” y “elevados”. Pero mientras que la dificultad intrínseca del hedonismo fue entonces reconocida, la solución intentada permaneció abstracta y dogmática. Al hedonismo, no obstante, le corresponde un gran mérito: al hacer de la propia experiencia de placer y felicidad del hombre el único criterio de valor, cierra la puerta a todos los intentos por tener una autoridad que determine “lo que es mejor para el hombre”, sin dar al hombre una oportunidad para considerar su propio sentimiento acerca de lo que se dice que es mejor para él. No debe sorprender, por consiguiente, el encontrar que la ética hedonista en Grecia, en Roma y en la cultura moderna de Europa y de América, ha tenido por partidarios a pensadores progresistas que genuina y ardientemente estaban interesados en la felicidad del hombre.
A pesar de sus méritos, el hedonismo no pudo establecer las bases para hacer juicios éticos objetivamente válidos. ¿Debemos entonces abandonar la objetividad si elegimos al humanismo? ¿O es, acaso, posible establecer normas de conducta y juicios de valor que sean objetivamente válidos para todos los hombres, y, sin embargo, postulados por el hombre mismo y no por una autoridad que lo trascienda? En verdad, yo creo que esto es posible e intentaré ahora demostrar tal posibilidad.
Antes de comenzar, no olvidemos que “objetivamente válido” no es idéntico a “absoluto”. Una aseveración de probabilidad, de aproximación o cualquier hipótesis, por ejemplo, puede ser válida y al mismo tiempo “relativa”, en el sentido de haber sido establecida sobre una evidencia limitada y estar sujeta a un perfeccionamiento futuro si los hechos o los procedimientos lo requieren. El concepto todo de relativo vs. absoluto tiene sus raíces en el pensamiento teológico según el cual un reino divino en tanto que “absoluto” está separado del reino imperfecto del hombre. Excluyendo esta acepción teológica, el concepto de absoluto carece de significado y tiene tan poca cabida en la ética como en el pensamiento científico en general.
Pero a pesar de estar de acuerdo en este punto, permanece sin respuesta la principal objeción a la posibilidad de establecer juicios éticos objetivamente válidos: la objeción de que los “hechos” deben distinguirse claramente de los “valores”. Desde Kant se ha sostenido ampliamente que los juicios objetivamente válidos pueden establecerse únicamente sobre hechos y no sobre valores y que una prueba de ser científico es la exclusión de aseveraciones de valor.
No obstante, en las artes estamos acostumbrados a elaborar normas objetivamente válidas, deducidas de principios científicos que a su vez se establecen por la observación del hecho o por medio de extensos procedimientos matemático-deductivos, o por ambos. Las ciencias puras o “teóricas” se ocupan del descubrimiento de hechos y principios aunque incluso en las ciencias físicas y biológicas entra un elemento normativo que no vicia su objetividad. Las ciencias aplicadas se ocupan, en primer lugar, de normas prácticas de acuerdo con las cuales deben hacerse las cosas, siendo el “deben” determinado por el conocimiento científico de hechos y principios. Las artes son actividades que requieren un conocimiento y una destreza específicos. Mientras que algunas de ellas exigen solamente un conocimiento de sentido común, otras, en cambio, como el arte de la ingeniería o de la medicina, requieren un extenso conjunto de conocimientos teóricos. Si, por ejemplo, deseo construir una vía férrea, deberé construirla de acuerdo con ciertos principios de la física. En todas las artes, un sistema de normas objetivamente válidas constituye la teoría de la práctica (ciencia aplicada) basada en la ciencia teórica. Aunque pueden existir diferentes maneras para obtener resultados excelentes en cualquiera de las artes, las normas no son, bajo ningún aspecto, arbitrarias; su violación es penada con un resultado pobre o aun con un fracaso completo en la realización del fin deseado.
Sin embargo, no solamente la medicina, la ingeniería y la pintura son artes; el vivir es en sí mismo un arte:2 de hecho, el más importante y a la vez el arte más difícil y complejo practicado por el hombre. Su objeto no es tal o cual desempeño especializado sino la conformación del vivir, el proceso de desarrollar lo que cada uno es potencialmente. En el arte del vivir, el hombre es al mismo tiempo el artista y el objeto de su arte; es el escultor y el mármol, el médico y el paciente.
La ética humanista, para la cual “bueno” es sinónimo de bueno para el hombre, y “malo” de malo para el hombre, propone que para saber lo que es bueno para el hombre debemos conocer su naturaleza. La ética humanista es la ciencia aplicada del “arte de vivir” basada en la “ciencia del hombre” teórica. Aquí, como en otras artes, la excelencia de la ejecución (“virtud”) de uno es proporcional al conocimiento que uno tiene de la ciencia del hombre y a la destreza y la práctica de cada uno. Pero se pueden deducir normas a partir de teorías únicamente sobre la premisa de que una cierta actividad es elegida y un cierto fin es deseado. La premisa en las ciencias médicas es que es deseable curar la enfermedad y prolongar la vida; si éste no fuere el caso, todas las reglas de las ciencias médicas serían superfluas. Toda ciencia aplicada se basa en un axioma que resulta de un acto de elección, a saber: que el fin de la actividad es deseable. Existe, no obstante, una diferencia entre el axioma que rige a la ética y el que rige a otras artes. Podemos imaginar una cultura hipotética en la cual los individuos no desean pinturas ni puentes, pero no una cultura en la que la gente no quiera vivir. El impulso de vivir es inherente a cada organismo y el hombre no puede evitar el querer vivir, a pesar de lo que le gustaría pensar acerca de ello.3 La elección entre vida y muerte es más aparente que real; la verdadera elección del hombre consiste en elegir entre una vida buena y una vida mala.
Al llegar a este punto es interesante indagar a qué se debe el que en nuestra era se haya perdido el concepto de la vida como un arte. El hombre moderno parece creer que leer y escribir son artes que deben aprenderse, que el llegar a ser un arquitecto, ingeniero o trabajador competente requiere mucho estudio, pero que vivir es algo tan sencillo que el aprender a hacerlo no exige ningún esfuerzo en particular. Precisamente porque cada uno “vive” de algún modo la vida, se le considera como un asunto en el cual todo el mundo pasa por experto. Pero no es por el hecho de haber llegado a dominar el arte del vivir en grado tal por lo que el hombre ha perdido el sentido de su dificultad. La ausencia de alegría y felicidad genuinas que prevalece en el proceso del vivir excluye obviamente tal explicación. A pesar de todo el énfasis que la sociedad moderna ha puesto en la felicidad, en la individualidad y en el propio interés, ha enseñado al hombre a sentir que no es su felicidad (o si queremos usar un término teológico, su salvación) la meta de la vida, sino su éxito o el cumplimiento de su deber de trabajar. El dinero, el prestigio y el poder se han convertido en sus incentivos y sus metas. Actúa bajo la ilusión de que sus acciones benefician a sus propios intereses, aunque de hecho sirve a todo lo demás, menos a los intereses de su propio ser. Todo tiene importancia para él, excepto su vida y el arte de vivir. Existe para todo, excepto para sí mismo.
Si la ética constituye el cuerpo de normas para el logro de resultados excelentes en la ejecución del arte del vivir, sus principios más generales deberán derivar de la naturaleza de la vida en general y de la existencia humana en particular. La naturaleza de toda vida, en los términos más generales, es preservar y afirmar su propia existencia. Todos los organismos poseen de suyo una tendencia a conservar su existencia: de este hecho han partido los psicólogos al postular un “instinto” de autoconservación. El primer “deber” de un organismo es estar vivo.
“Estar vivo” es un concepto dinámico y no estático. La existencia y el despliegue de las potencias específicas de un organismo son una misma cosa. Todos los organismos poseen una tendencia inherente a volver actuales sus potencialidades específicas. El fin de la vida del hombre, por consiguiente, debe ser entendido como el despliegue de sus poderes de acuerdo con las leyes de su naturaleza.
El hombre, sin embargo, no existe “en general”. Si bien comparte la esencia de las cualidades humanas con todos los miembros de su especie, es siempre un individuo, un ente único y diferente a todos los demás. Difiere por su combinación particular de carácter, temperamento, talento y disposiciones al igual que difiere por sus impresiones digitales. Únicamente puede afirmar sus potencialidades humanas realizando su individualidad. El deber de estar vivo es el mismo que el deber de llegar a ser sí mismo, de desarrollarse hasta ser el individuo que cada uno es potencialmente.
Para resumir: lo “bueno” en la ética humanista es la afirmación de la vida, el despliegue de los poderes del hombre. La virtud es la responsabilidad hacia la propia existencia. Lo “malo” lo constituye la mutilación de las potencias del hombre. El vicio es la irresponsabilidad hacia sí mismo.
Éstos son los primeros principios para una ética humanista objetivista. No los podemos dilucidar aquí, pero volveremos a los principios de la ética humanista en el capítulo IV. No obstante, en este punto, debemos considerar el problema de si es posible establecer una “ciencia del hombre” como fundamento teórico de una ciencia aplicada de la ética.
El concepto de una ciencia del hombre descansa sobre la premisa de que su objeto, el hombre, existe y de que hay una naturaleza humana que caracteriza a la especie humana. En este aspecto la historia del pensamiento exhibe sus ironías y contradicciones especiales.
Los pensadores autoritarios han asumido por conveniencia la existencia de una naturaleza humana, a la cual consideraron fija e inmutable. Esta presunción les sirvió para demostrar que tanto sus sistemas éticos como sus instituciones sociales eran necesarios e inmutables por estar edificados sobre la alegada naturaleza del hombre. No obstante, aquello que ellos consideraron como la naturaleza del hombre fue un reflejo de sus normas —e intereses— y no el resultado de una investigación objetiva. Es, por lo tanto, explicable que los progresistas celebraran los hallazgos de la antropología y de la psicología que en contraste parecen establecer la infinita maleabilidad de la naturaleza humana. Entendiendo por maleabilidad que las normas e instituciones —la causa supuesta de la naturaleza humana, más bien que el efecto— pueden ser maleables también. Pero en oposición a la presunción errónea de que ciertos patrones históricos de cultura son la expresión de una naturaleza humana fija y eterna, los partidarios de la teoría de la infinita maleabilidad de la naturaleza humana arribaron a una posición igualmente insostenible. Antes que nada conviene dejar sentado que el concepto de la maleabilidad infinita de la naturaleza humana conduce fácilmente a conclusiones que son tan insatisfactorias como el concepto de una naturaleza humana fija e inmutable. Si el hombre fuera infinitamente maleable, entonces las normas e instituciones desfavorables para la prosperidad humana tendrían, en verdad, la oportunidad de moldear al hombre para siempre según sus patrones, sin la posibilidad de que fuerzas intrínsecas a la naturaleza del hombre se movilizaran y tendieran a modificar dichos moldes. El hombre sería únicamente el títere de los órdenes sociales y no —como lo ha demostrado ser en la historia— un agente cuyas propiedades intrínsecas reaccionan estruendosamente contra la poderosa presión de modelos sociales y culturales desfavorables. De hecho, si el hombre no fuere más que el reflejo de moldes de cultura, ningún orden social podría ser criticado o juzgado desde el punto de vista del bienestar del hombre, puesto que no existiría un concepto del “hombre”.
Tan importantes como las repercusiones políticas y morales de la teoría de la maleabilidad son sus implicaciones teóricas. Si asumimos que no existe la naturaleza humana (salvo cuando se le define en términos de necesidades fisiológicas básicas), entonces la única psicología posible sería un conductismo radical, que estaría satisfecho con describir un número infinito de tipos de comportamiento, o bien con medir aspectos cuantitativos de la conducta humana. La psicología y la antropología no podrían hacer otra cosa que describir las diversas formas en que las instituciones sociales y los patrones culturales moldean al hombre y, como las manifestaciones especiales del hombre no serían otra cosa que el sello que el modelo social le habría estampado, sólo existiría una ciencia del hombre: la sociología comparada. Si, no obstante, la psicología y la antropología han de establecer proposiciones válidas acerca de las leyes que gobiernan la conducta humana, deben partir de la premisa de que algo, digamos X, reacciona ante las influencias ambientales en formas, susceptibles de averiguación, que derivan de sus propiedades. La naturaleza humana no es fija —y por eso la cultura no puede ser interpretada como el resultado de instintos humanos fijos—, ni la cultura es un factor fijo al que se adapte la naturaleza humana en forma pasiva y completa. Es verdad que el hombre puede adaptarse aun a condiciones insatisfactorias, pero en este proceso de adaptación desarrolla reacciones mentales y emocionales definidas que derivan de las propiedades específicas de su propia naturaleza.
El hombre puede adaptarse a la esclavitud, pero reacciona frente a ella disminuyendo sus cualidades intelectuales y morales; puede adaptarse a una cultura saturada de desconfianza y hostilidad mutuas, pero reacciona a esta adaptación transformándose en un ente débil y estéril. El hombre puede también adaptarse a condiciones culturales que demandan la represión de los impulsos sexuales, pero con el logro de esta adaptación desarrolla —tal como Freud demostró— síntomas neuróticos. Puede adaptarse a casi cualquier tipo de cultura, pero en tanto ésta se contraponga a su naturaleza, desarrollará perturbaciones mentales y emocionales que lo obligarán, con seguridad, a modificar tales condiciones puesto que no puede modificar su propia naturaleza.
El hombre no es una hoja en blanco sobre la cual la cultura puede escribir su texto; él es una entidad cargada de energía y estructurada en formas específicas que, al adaptarse, reacciona en formas específicas también, susceptibles de investigarse, frente a las condiciones externas. Si el hombre se hubiera adaptado autoplásticamente a las condiciones externas, alterando, al igual que un animal, su propia naturaleza, y fuera apto para vivir bajo un solo conjunto de condiciones ante las cuales desarrollaría una adaptación especial, habría alcanzado ese callejón sin salida de la especialización que es el destino de toda especie animal, haciendo de ese modo imposible la historia. Si, por otra parte, el hombre pudiera adaptarse a todas las condiciones sin combatir aquellas que van contra su naturaleza, carecería también de historia. La evolución humana tiene su raíz en la adaptabilidad del hombre y en ciertas cualidades indestructibles de su naturaleza que le impulsan a no cesar jamás en la búsqueda de condiciones más ajustadas a sus necesidades intrínsecas.
El objeto de la ciencia del hombre es la naturaleza humana. Pero esta ciencia no se inicia con un cuadro completo y adecuado de lo que la naturaleza humana es; lograr una definición satisfactoria del objeto de su estudio es su fin y no su premisa. Su método consiste en observar las reacciones del hombre frente a diversas condiciones individuales y sociales, y hacer inferencias acerca de la naturaleza del hombre a partir de la observación de tales reacciones. La historia y la antropología estudian las reacciones del hombre ante condiciones culturales y sociales diferentes a las nuestras; la psicología social estudia sus reacciones a distintas situaciones sociales dentro de nuestra propia cultura. La psicología infantil estudia las reacciones del niño en desarrollo frente a varias situaciones; la psicopatología trata de llegar a conclusiones acerca de la naturaleza humana estudiando sus distorsiones bajo condiciones patógenas. La naturaleza humana, como tal, nunca puede ser observada, sino únicamente en sus manifestaciones específicas en situaciones también específicas. Es una construcción teórica que puede inferirse del estudio empírico de la conducta del hombre. En este sentido, la ciencia del hombre, al construir un “modelo de la naturaleza humana”, no difiere de otras ciencias que operan con conceptos de entidades basados en deducciones inferidas de datos observados, o controlados por éstas, y no directamente observables en sí mismas.
A pesar de la riqueza de datos que ofrece tanto la antropología como la psicología, únicamente tenemos un cuadro provisional de la naturaleza humana. Si buscamos un concepto empírico y objetivo sobre lo que es la “naturaleza humana”, podemos aún aprender de Shylock, si sabemos comprender sus palabras acerca de los judíos y cristianos, considerados, en un sentido amplio, como representantes de toda la humanidad.
¡Yo soy un judío! ¿No tiene ojos un judío? ¿Acaso un judío no tiene manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos y pasiones? ¿Acaso no es alimentado con la misma comida, herido con las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, sanado por los mismos medios, calentado y enfriado por el mismo invierno y verano como lo es un cristiano? ¿Si vosotros nos punzáis, acaso no sangramos? ¿Si vosotros nos hacéis cosquillas, acaso no reímos? ¿Si nos envenenáis, no morimos? ¿Y si vosotros nos hacéis mal, acaso no nos vengamos? Si somos como vosotros en lo demás, nos parecemos a vosotros en aquello.
En la tradición de la ética humanista prevalece la opinión de que el conocimiento del hombre es la base para poder establecer normas y valores. Los tratados sobre ética de Aristóteles, Spinoza y Dewey —pensadores cuyas opiniones bosquejaremos en este capítulo— son, por lo tanto, al mismo tiempo tratados de psicología. No es mi intención repasar aquí la historia de la ética humanista, sino solamente dar una ilustración acerca de sus principios tal como fueron expresados por algunos de sus más grandes representantes.
La ética, según Aristóteles, está edificada sobre la ciencia del hombre. La psicología investiga la naturaleza del hombre, y la ética, por consiguiente, es psicología aplicada. Como el estudiante de la ciencia política, quien se dedique al estudio de la ética “debe conocer de alguna manera los hechos del alma, al igual que el hombre que se ocupa en sanar los ojos o el cuerpo debe tener conocimiento acerca de los ojos o el cuerpo sano… pero aun entre los médicos, los más instruidos dedican mucho trabajo a adquirir conocimientos sobre el cuerpo”.5 De la naturaleza del hombre, Aristóteles deduce la norma de que “virtud” (excelencia) es “actividad”, con lo cual se refiere al ejercicio de las funciones y actividades peculiares del hombre. La felicidad, que es el fin del hombre, es el resultado de la “actividad” y del “uso”; no es un bien apacible o un estado de la mente. Para explicar su concepto de actividad, Aristóteles utiliza a los Juegos Olímpicos como símil. “Y tal como en los Juegos Olímpicos, dice, el laureado no está entre los más hermosos y los más fuertes, sino entre aquellos que compiten (porque son algunos de éstos los que resultan victoriosos), así sólo quienes actúan ganan, y ganan con justicia, las cosas nobles y buenas en la vida.”6 El hombre libre, racional y activo (contemplativo) es el bueno y, por consiguiente, la persona feliz. Tenemos, pues, aquí, proposiciones de valor objetivo que tienen por centro al hombre, humanistas, y que al mismo tiempo son derivadas del entendimiento de la naturaleza y de la función del hombre.
Spinoza, al igual que Aristóteles, inquiere acerca de la función distintiva del hombre. Comienza por considerar la función distinta y el fin de toda cosa que hay en la naturaleza y responde que: “Cada cosa se esfuerza, cuanto está en ella, por perseverar en su ser”.7 El hombre, su función y su fin no pueden ser distintos que los de cualquier otra cosa: conservarse a sí mismo y perseverar en su existencia. Spinoza llega a un concepto de virtud, el cual es solamente la aplicación de la norma general a la existencia del hombre. “Obrar absolutamente por virtud no es en nosotros nada más que obrar, vivir y conservar nuestro ser (estas tres cosas tienen el mismo significado) bajo la guía de la razón, partiendo de la base de la busca de nuestro propio provecho.”8
“Conservar el propio ser” significa para Spinoza llegar a ser lo que uno es potencialmente. Esto rige para todas las cosas. “Un caballo —dice Spinoza— sería destruido tanto si se transformara en hombre como en un insecto”; y nosotros debemos agregar que, de acuerdo con Spinoza, un hombre sería destruido por igual ya se transformase en un ángel, ya en un caballo. La virtud es el desarrollo de las potencias específicas de cada organismo; para el hombre es el estado en el cual es más humano. Spinoza, en consecuencia, entiende por bueno todo “aquello que sabemos con certeza que es un medio para acercarnos más y más al modelo de la naturaleza humana que Él coloca ante nosotros” (lo cursivo es mío). Por malo entiende “aquello que sabemos con certeza que nos impide alcanzar ese modelo”.9 La virtud es, entonces, idéntica a la realización de la naturaleza del hombre, y la ciencia del hombre es, por consiguiente, la ciencia teórica en que se basa la ética.
En tanto que la razón señala al hombre lo que debe hacer a fin de ser realmente él mismo, enseñándole de ese modo lo que es bueno, la virtud se logra por medio del uso activo que el hombre hace de sus poderes. Potencia, por consiguiente, es lo mismo que virtud; impotencia, lo mismo que vicio. La felicidad no es un fin en sí misma, sino aquello que acompaña a la experiencia del aumento en potencia; la impotencia, en cambio, es acompañada por la depresión. Potencia e impotencia se refieren a todos los poderes característicos del hombre. Los juicios de valor son sólo aplicables al hombre y a sus intereses. Tales juicios de valor, no obstante, no son meras aseveraciones sobre las preferencias o aversiones de los individuos, ya que las propiedades del hombre son intrínsecas a la especie y, en consecuencia, comunes a todos los hombres. El carácter objetivo de la ética de Spinoza se funda en el carácter objetivo del modelo de la naturaleza humana, el cual, a pesar de consentir numerosas variaciones individuales, es en su esencia el mismo para todos los hombres. Spinoza se opone radicalmente a la ética autoritaria. El hombre es para él un fin en sí mismo y no un medio para una autoridad que lo trasciende. El valor puede determinarse solamente en relación con sus verdaderos intereses que son la libertad y el uso productivo de sus poderes.10
John Dewey es el más importante postulante contemporáneo de una ética científica; sus opiniones son opuestas tanto al autoritarismo como al relativismo en la ética. En cuanto al primero, sostiene que el rasgo común de apelar a la revelación, los mandatos divinos, ordenamientos del Estado, convencionalismos, tradiciones, etc., “indica que existe alguna voz tan autoritaria como para impedir la necesidad de indagar”.11 En cuanto al segundo, opina que el hecho de que algo sea disfrutable no es en sí “un juicio acerca del valor de lo que se disfruta”.12 El disfrute es un dato básico, pero debe ser “verificado por hechos evidentes”.13 Como Spinoza, sostiene que proposiciones de valor objetivamente válidas pueden lograrse por el poder de la razón humana; para él también la meta de la vida humana es el crecimiento y el desarrollo del hombre, de acuerdo con su naturaleza y constitución. Pero su oposición a cualquier fin previamente fijado, le conduce a abandonar la importante posición alcanzada por Spinoza: la de un “modelo de la naturaleza humana” como concepto científico. El mayor énfasis en la posición de Dewey radica en la relación entre medios y fines (o consecuencias) como la base empírica de la validez de las normas. La valoración, de acuerdo con Dewey, tiene lugar “únicamente cuando existe algún problema, cuando existe alguna dificultad que hay que eliminar, alguna necesidad, carencia o privación que hay que mantener, algún conflicto de tendencias que deba resolverse por medio de cambios en las condiciones existentes. Este hecho prueba, a su vez, la presencia de un factor intelectual —un factor de indagación— siempre que hay valoración; porque el fin en cuestión es formado y proyectado como el que, de llevarse a cabo, suplirá la necesidad o la carencia y resolverá el conflicto existente”.14
El fin, para Dewey, “es meramente una serie de actos vistos en una etapa remota; y un medio es meramente la serie vista en una etapa más temprana. La distinción entre medios y fines surge al examinar el curso de una línea de acción propuesta, una serie conectada en el tiempo. El ‘fin’ es el último acto pensado; los medios son los actos que deben ejecutarse con anterioridad temporal al fin… Medios y fines son dos denominaciones para una misma realidad. Los términos no indican una división en la realidad, sino una distinción en el juicio”.15
El énfasis puesto por Dewey en la interrelación entre medios y fines es indudablemente un punto significativo en el desarrollo de una teoría de ética racional, especialmente por prevenirnos contra teorías que, divorciando a los fines de los medios, se vuelven inútiles. Pero no parece ser verdad que “no sabemos lo que realmente perseguimos hasta que no hemos concebido mentalmente un curso de acción”.16 Los fines pueden establecerse por medio del análisis empírico del fenómeno total —del hombre— aun en caso de ignorarse aún los medios para alcanzarlos. Existen fines acerca de los cuales pueden hacerse proposiciones válidas aunque por el momento, por así decirlo, les falten manos y pies. La ciencia del hombre puede proporcionarnos un cuadro de un “modelo de naturaleza humana” del cual pueden deducirse fines antes de hallar los medios para lograrlos.17
De lo anteriormente expuesto resulta manifiesto que el desarrollo de una ética humanista objetivista, como ciencia aplicada, depende del desarrollo de la psicología como ciencia teórica. El progreso de la ética desde Aristóteles a Spinoza se debe en gran parte a la superioridad de la psicología dinámica de éste sobre la psicología de aquél. Spinoza descubrió la motivación inconsciente, las leyes de la asociación y la persistencia de la infancia a través de la vida. Su concepto del deseo es un concepto dinámico, superior al “hábito” de Aristóteles. Pero la psicología de Spinoza, como todo el pensamiento psicológico hasta el siglo XIX, tendió a permanecer abstracta, y no estableció un método para verificar sus teorías por medio de una investigación empírica y la exploración de nuevos datos relativos al hombre.
La indagación empírica es el concepto clave de la ética y de la psicología de Dewey, quien reconoce la motivación inconsciente y cuyo concepto de “hábito” es diferente del concepto descriptivo de hábito del conductismo tradicional. Su enunciado18 de que la psicología clínica moderna “exhibe un sentido realista con su insistencia en la profunda importancia de las fuerzas inconscientes determinantes no solamente de la conducta patente, sino también del deseo, el juicio, la creencia, la idealización” muestra la importancia que atribuye a los factores inconscientes, aunque, sin embargo, no agotó todas las posibilidades de este nuevo método en su teoría ética.
Ha habido pocos intentos, tanto desde el campo filosófico como desde el psicológico, de aplicar los hallazgos del psicoanálisis al desarrollo de la teoría ética;19 hecho tanto más sorprendente cuanto que la teoría psicoanalítica ha aportado contribuciones que son de particular relieve para la ética.
La contribución más importante es, quizá, el hecho de que la teoría psicoanalítica es el primer sistema psicológico moderno cuyo objeto principal no lo constituyen aspectos aislados del hombre, sino su personalidad total. En lugar del método de la psicología convencional que tiene que limitarse al estudio de fenómenos tales que pueden aislarse suficientemente para ser observados en un experimento, Freud descubrió un nuevo método que le permitió estudiar la personalidad total y comprender aquello que hace que el hombre actúe como lo hace. Este método —el análisis de las asociaciones libres, de los sueños, errores y transferencias— es un enfoque por medio del cual datos “privados”, sólo asequibles al propio conocimiento y a la introspección, se hacen “públicos” y demostrables en la comunicación entre el sujeto y el analista. El método psicoanalítico logró de ese modo acceso a fenómenos que de otra manera no serían susceptibles de ser observados. Al mismo tiempo descubrió numerosas experiencias emocionales que no hubieran podido reconocerse ni siquiera por la introspección por estar reprimidas, divorciadas de la conciencia.20
Freud se interesó, al comienzo de sus estudios, principalmente por los síntomas neuróticos, pero a medida que avanzó el psicoanálisis, se hizo más evidente que un síntoma neurótico puede comprenderse únicamente comprendiendo la estructura del carácter en el cual está incrustado. El carácter neurótico, más que el síntoma, llegó a ser el objeto principal de la teoría y terapéutica psicoanalíticas. En la prosecución de su estudio del carácter neurótico, Freud estableció nuevos fundamentos para una ciencia del carácter (caracterología), fundamentos que durante los últimos siglos fueron menospreciados por la psicología y dejados para los novelistas y los comediógrafos.
La caracterología psicoanalítica, no obstante hallarse aún en sus principios, es indispensable para el desarrollo de la teoría ética. Todas las virtudes y los vicios de que se ocupa la ética tradicional tienen que permanecer ambiguos porque frecuentemente con una misma palabra designa actitudes humanas diferentes y en parte contradictorias; únicamente pierden su ambigüedad si se les comprende en relación con la estructura del carácter de la persona a la cual se atribuye una virtud o un vicio. Una virtud aislada de la estructura del carácter puede resultar algo carente de valor (v. gr., la humildad que nace del temor o en compensación de la arrogancia reprimida); o un vicio puede ser contemplado bajo diferente luz si se le comprende como formando parte de la estructura integral del carácter (v. gr., la arrogancia como expresión de inseguridad y desvalorización de sí). Esta consideración es sobradamente importante para la ética: es insuficiente y erróneo ocuparse de virtudes y vicios como rasgos aislados. El tema principal de la ética es el carácter, y solamente en conexión con la estructura del carácter como un todo pueden establecerse juicios de valor acerca de rasgos o acciones separados. El carácter virtuoso o vicioso, más que las virtudes o los vicios aislados, son el verdadero objeto de la investigación ética.
No es de menor importancia para la ética el concepto psicoanalítico de la motivación inconsciente. Aunque este concepto, en su aspecto general, se remonta a Leibniz y Spinoza, fue Freud el primero que estudió en forma empírica y con gran detalle los impulsos inconscientes, estableciendo así los fundamentos para una teoría de las motivaciones humanas. La evolución del pensamiento ético se caracteriza por el hecho de que los juicios de valor concernientes a la conducta humana se hicieron en referencia a las motivaciones subyacentes al acto, antes que al acto en sí. La comprensión de la motivación inconsciente abre, por ende, una nueva dimensión para la investigación ética. No sólo “lo más bajo —como señaló Freud— sino también lo más alto en el yo puede ser inconsciente”21 y ser el motivo más poderoso para la acción, lo cual no puede ser ignorado en la investigación ética.
A pesar de las grandes posibilidades que proporciona el psicoanálisis para el estudio científico de los valores, Freud y su escuela no han hecho el uso más productivo de su método en la investigación de los problemas éticos. A decir verdad, contribuyeron en gran parte a la confusión de los problemas éticos. La confusión surge de la posición relativista de Freud, pues sostiene que la psicología puede ayudarnos a comprender la motivación de los juicios de valor pero no nos ayuda a establecer la validez de los mismos.
El relativismo de Freud quedó señalado muy distintamente en su teoría del superyó (conciencia). De acuerdo con dicha teoría, cualquier cosa puede convertirse en contenido de la conciencia con sólo ser parte del sistema de mandatos y prohibiciones personificado en el superyó del padre y en la tradición cultural. La conciencia bajo este concepto no es más que la autoridad interiorizada. El análisis del superyó de Freud es únicamente el análisis de la “conciencia autoritaria”.22
Una buena ilustración de este punto de vista relativista es el artículo de T. Schroeder titulado “Actitud de un psicólogo amoral”.23 El autor llega a la conclusión de que “cada evaluación moral es el producto de la morbidez emocional —intensos impulsos conflictivos— derivada de experiencias emocionales pasadas”, y que el psiquiatra amoral “reemplazará a las normas, los valores y juicios morales, por la clasificación psiquiátrica y psicoevolucionista de los impulsos moralistas y de los métodos intelectuales”. Luego el autor pasa a confundir el asunto al sostener que “los psicólogos amorales evolucionistas no tienen reglas absolutas o eternas acerca de lo cierto o lo falso de nada”, como si la ciencia hubiera hecho alguna vez aseveraciones “absolutas y eternas”.
Ligeramente diferente de la teoría del superyó es la opinión de Freud de que la moral es esencialmente una formación de reacción contra la maldad inherente al hombre. Sostiene que los impulsos sexuales del niño se dirigen directamente hacia el progenitor del sexo opuesto; que el niño, en consecuencia, odia al progenitor rival del mismo sexo y que la hostilidad, el temor y el sentimiento de culpa emanan entonces necesariamente de esta situación precoz (complejo de Edipo). Esta teoría es la versión secularizada del concepto del “pecado original”. Puesto que estos impulsos incestuosos y homicidas son parte integral de la naturaleza del hombre, Freud razona que el hombre tuvo que desarrollar normas éticas a fin de hacer posible la vida en sociedad. El hombre estableció —primitivamente en un sistema de tabúes y posteriormente en sistemas éticos menos primitivos— normas de comportamiento social a fin de proteger al individuo y al grupo de los peligros de estos impulsos.
No obstante, la posición de Freud no es de ninguna manera consistentemente relativista. Profesa una fe apasionada en la verdad como el fin por el cual el hombre debe luchar y cree, por ende, en la capacidad del hombre para luchar por ese fin, ya que por naturaleza se halla dotado de razón. Esta actitud antirrelativista se encuentra expresada con claridad en sus disquisiciones acerca de “una filosofía de la vida”.24 Se opone a la teoría de que la verdad es “únicamente el producto de nuestras propias necesidades y deseos tal como se formulan bajo diversas condiciones externas”; en su opinión, una teoría “anarquista” de tal naturaleza “se derrumba en el momento en que entra en contacto con la vida práctica”. Su creencia en el poder de la razón y en su capacidad para unificar a la especie humana y liberar al hombre de las trabas de la superstición tiene el pathos característico de la filosofía del Iluminismo. Su fe en la verdad constituye el fundamento de su concepto de la cura psicoanalítica, siendo el psicoanálisis el intento de descubrir la verdad acerca de uno mismo. En este sentido, Freud continúa la tradición del pensamiento que desde Buda y Sócrates sostiene que la verdad es el poder capaz de hacer al hombre virtuoso y libre o —en la terminología de Freud— “sano”. El fin de la cura analítica es remplazar lo irracional (el ello) por la razón (el yo). Desde este punto de vista puede definirse a la situación analítica como una situación en la cual dos personas —el analista y el paciente— se dedican a la búsqueda de la verdad. El fin de la cura es restaurar la salud, y los remedios son la verdad y la razón. El haber postulado una situación basada en una honestidad radical en medio de una cultura en la que es rara tal franqueza es tal vez la expresión más grande del genio de Freud.
En su caracterología Freud presenta también una posición que no es relativista, aunque solamente por implicación. Supone que el desarrollo de la libido continúa desde la fase oral a través de la anal y la genital, y que la orientación genital llega a ser predominante en la persona sana. Aunque Freud no se refiere explícitamente a los valores éticos, hay allí una conexión implícita: las orientaciones pregenitales características de las actitudes dependientes, insaciables y avaras, son éticamente inferiores a la genital, es decir, al carácter maduro y productivo. La caracterología de Freud implica que la virtud es el fin natural del desarrollo del hombre. Este desarrollo puede ser obstruido por circunstancias específicas y generalmente externas y puede así ocasionar la formación del carácter neurótico. El crecimiento normal, no obstante, producirá el carácter maduro, independiente y productivo, capaz de amar y de trabajar; para Freud, en último análisis, salud y virtud son lo mismo.
Pero esta conexión entre carácter y ética no es explícita. Tuvo que permanecer confusa, en parte, debido a la contradicción entre el relativismo de Freud y el reconocimiento implícito de los valores de la ética humanista y, en parte, porque ocupándose principalmente del carácter neurótico, Freud dispensó escasa atención al análisis y a la descripción del carácter genital y maduro.
El capítulo siguiente, después de haber examinado a la “situación humana” y su significado para el desarrollo del carácter, conduce a un detallado análisis del equivalente del carácter genital: la “orientación productiva”.