La Ley Rulo de la Rompitud de las Cosas

Rulo tiraba cosas. No lo hacía adrede: simplemente se le caían. Casi siempre tiraba cosas que se rompían con facilidad. No se le caían las hojas de papel ni los calcetines ni las borlas de algodón que usaba su mamá para quitarse el maquillaje. A él se le caían los vasos de vidrio y los floreros, sobre todo si eran caros. Se le caían las esferas de Navidad y los barcos de madera que armaba su papá.

A veces Rulo no tenía que tirar algo para romperlo. Si chutaba un balón, rompía una ventana. Si se agachaba para recoger un lápiz, rompía una silla con la cabeza. El caso es que siempre estaba rompiendo algo.

Desde luego, Rulo también podía tirarse y romperse a sí mismo. Tropezaba siempre, con las banquetas, con los muebles, con el suelo. Aunque era muy joven, Rulo se había dado muchos golpes en la vida. En las fotos familiares aparecía como un bebé con la frente llena de chipotes. Por eso ahora tenía la cabeza más dura que una bala de cañón. ¡Había logrado que su cuerpo fuera un peligro para cualquier cosa rompible que se atravesara en su camino!

Durante un tiempo, Rulo pensó que tropezaba porque nunca le enseñaron a amarrarse las agujetas. Entonces inventó un nudo complicadísimo al que llamó Nudo Ruliano. Desde ese día sus zapatos no se desataban por más que uno lo intentara. Pero Rulo no dejó de tropezar. Era como si un ejército de enanos le metiera el pie a cada rato. ¡Cómo le hubiera gustado mandar a esos enanos a la estratósfera! Pero los enanos eran invisibles, así que nunca consiguió atraparlos. De modo que siguió rompiendo cosas.

Los padres de Rulo eran científicos y trabajaban en un laboratorio. La gente decía que eran muy sabios, pero ellos decían que la naturaleza es todavía más sabia que los científicos, pues tiene sus propias leyes y siempre las obedece. También decían que todas las cosas pueden ordenarse en listas enormes y que el universo entero estaba hecho de números. A la madre de Rulo le gustaba hacer listas y a su padre le gustaban los números. Cuando estaban juntos, hacían listas de cosas, les ponían números y estudiaban las leyes de la naturaleza. Eso los divertía muchísimo.

A Rulo no le divertían tanto los números ni las listas ni las leyes de la naturaleza porque, entre otras cosas, sus padres habían creado una Tabla Numérica de Castigos sobre los objetos que rompía su hijo: quebrar un vaso de vidrio significaba cinco días sin usar su patineta, tres ventanas rotas equivalían a un mes entero sin ver a sus primos, destrozar un animalito de porcelana de la abuela podría costarle hasta dos semanas de lavar platos. En cambio, si rompía uno de sus juguetes sólo lo mandaban a la cama sin cenar.

Rulo estaba confundido, ¿por qué era más grave romper un horrible elefante de porcelana que dos ventanas de la sala? ¿Por qué su colección de piedras volcánicas parecía menos valiosa que un simple vaso de vidrio? Definitivamente las ciencias eran algo complicado. La naturaleza era sabia, pero también muy rara.

Por más que lo intentaba, Rulo no entendía cómo funcionaban las tablas numéricas y las leyes del universo. Un día concluyó que las ciencias habían sido inventadas sólo para amargarle la vida; creía que por culpa de las leyes de la naturaleza, él debía perder un tiempo precioso lavando platos. También era culpa de la naturaleza que su patineta se estuviera llenando de telarañas. ¡Por culpa de las matemáticas, la física y la química Rulo no había visto a sus primos en años!

Un día Rulo el Rompedor descubrió el truco de sus padres. Después de pensarlo mucho, comprendió que, además de sabios y raros, los científicos eran tramposos. Los sabios usaban la ciencia para explicar las cosas que no tenían explicación. Las ciencias eran como los enanos que él se había inventado para explicar sus tropezones y sus chichones. La enciclopedia era una lista de enanos que los científicos llamaban Leyes de la Naturaleza. En vez de llamarse Malambruno o Pandafilando, los enanos inventados por los científicos tenían nombres tan feos como Ley de la Gravedad o Ley de la Inercia. Cuando un científico no podía explicar por qué se mueven los planetas, hablaba de un hada extrañísima llamada Ley de la Atracción de los Cuerpos. Cuando no entendían por qué el agua se calienta y se enfría, le echaban la culpa a la Ley de la Termodinámica. A veces también los científicos inventaban nuevas leyes y les ponían sus propios nombres, que eran aún más espantosos, como Ley de Newton, Ley de Boyle-Marriot o Ley de Lavoisier.

Cuando al fin entendió el truco de sus padres, Rulo pensó que lo de ser científico no era tan mala idea: parecía más fácil descubrir leyes que inventarse duendes para culparlos de lo que pasaba en el mundo. El universo entero debía estar lleno de leyes raras esperando que un sabio les pusiera un nombre raro. Entonces Rulo tomó un cuaderno y se dispuso a descubrir nuevas leyes de la naturaleza.

Esa misma semana Rulo descubrió que si dejas tu postre junto a una maceta con geranios el postre se llena de hormigas. Anotó esto en su cuaderno y lo llamó Ley de la Maceta y la Galleta. Luego se lanzó en bici por la rampa del estacionamiento y, después de varios golpes, describió con detalle la Ley del Chipote.

Al final de la semana Rulo tenía hasta nueve leyes muy bien bautizadas, dibujadas y numeradas en su cuaderno, y se sentía el científico más sabio del mundo. ¡Al fin estaba listo para revelar a la humanidad su descubrimiento más importante: la Ley Rulo de la Rompitud de las Cosas!

Esta nueva ley era muy simple. Rulo la había descubierto después de observar con mucha atención lo que pasaba en la naturaleza y lo que pasaba con él cuando entraba en contacto con la naturaleza. Rulo sabía por experiencia que en el universo las cosas casi siempre se rompen. Sabía que si golpeas un vaso de vidrio contra una pared siempre sale perdiendo el vaso de vidrio. Sabía que hasta las cosas más duras pueden romperse y que es casi imposible que vuelvan a quedar como estaban.

Todo esto llevó a Rulo hasta una importante conclusión: a las cosas les gusta romperse. El universo entero está hecho de cosas que sueñan con hacerse pedazos unas contra otras. Esa era la Ley Rulo de la Rompitud. Era una ley importantísima que la naturaleza y los hombres deben obedecer.

El problema es que la humanidad no sabe que existe la Ley Rulo de la Rompitud. Por eso los hombres no dejan que las cosas cumplan con su tremendo deseo de hacerse pedazos. Las cuidamos, las cubrimos, las envolvemos, las ponemos en lugares donde no puedan caer, pero tarde o temprano terminan por romperse: ésa es su misión. Claro que a los hombres les enoja que también las cosas obedezcan a la naturaleza en vez de obedecerlos a ellos. Les fastidia muchísimo que las cosas se salgan con la suya y sean muy felices por cumplir con la Ley Rulo de la Rompitud.

Desde que descubrió esta ley, Rulo dejó de preocuparse por las cosas que rompía. También dejó de inventarse enanos y se convirtió en Rulo el Rompedor. ¡A partir de ese día histórico Rulo sería el máximo defensor de la rompitud de las cosas! ¡Sería el mejor aliado de las cosas que morían de ganas por romperse! Pronto sería famoso. Un día convencería al mundo entero de que hay que respetar las leyes de la naturaleza, en especial la Ley de la Rompitud. Le darían premios, viajaría por el mundo, sus padres dejarían de aplicarle su Tabla Numérica de Castigos y la humanidad sería feliz dejando que el universo entero se rompiera en mil pedazos.