En tardes soleadas el claro del borde del barranco se asemeja a un rincón encantado. Los haces de luz dorada se filtran entre las copas de los árboles y los pájaros campaneros llenan el aire con sus cantos tintineantes. Una cálida brisa arrastra el aroma acre de las flores silvestres y en las profundidades del lecho umbrío del barranco un arroyo susurra en su antiguo cauce.

Pero al caer la noche el cielo se oscurece rápidamente. Las sombras se arremolinan entre los árboles, persiguiendo la luz. Los rayos de sol se desvanecen. Los pájaros se retiran a matorrales de acacias y endrinos mientras, en lo alto, un cúmulo de nubarrones cárdenos cargados de lluvia se despliega desde el oeste.

Bajo la brillante luz de la luna, el lugar adquiere un cariz diferente. Inquietante. De otra dimensión. La explanada de grama argéntea está rodeada de eucaliptos de tronco negro y en el centro se alza un peñasco con forma de aleta.

Siento la llamada de la roca. Da la impresión de que susurra, las sombras parecen congregarse a sus pies. Me aproximo. Un escalofrío me recorre la piel. Tropiezo en la oscuridad y me detengo, aguzando el oído para escuchar el sonido de una voz, de un llanto o un sollozo amortiguado; pero solo se oye el tintineo de la lluvia contra las hojas y el jadeo entrecortado de mi respiración. Más abajo, en la ladera, se dejan sentir los ruidos sordos de los ualabíes ocultos en la espesura y algo ulula por encima, probablemente un nínox maorí.

—Bron, ¿estás ahí?

No es que espere una respuesta, pero al no recibir ninguna mi sensación de pánico se agudiza. Trato de encontrar una rama partida, una mata de hierba pisada, un jirón de tela que me resulte familiar tirado en el suelo…, pero no hay rastro de mi hija ni del hombre que se la ha llevado.

Escudriño las sombras tratando de ver más allá de las siluetas de los árboles que oscilan y se balancean alrededor. Un relámpago ilumina un empinado camino de tierra que atraviesa la maleza. Me acerco poco a poco, pero me detengo. Un escalofrío me sube por la nuca. Presiento que no estoy sola. Hay alguien cerca, debe de ser él. Escondido entre los árboles. Observando. Imagino su mirada acechante mientras urde el mejor modo de atacarme.

Cuando se decida, estaré lista.

Al menos eso es lo que me repito a mí misma. A decir verdad, me da la sensación de haber vivido esta escena miles de veces: vagando por este desolado claro a la espera de que la muerte venga a mi encuentro, pero oponiendo resistencia en el momento crítico.

De repente, el aire se vuelve frío. La lluvia resbala por mi cara. Una ráfaga húmeda comba los árboles y las flores de los eucaliptos salen despedidas de las ramas altas, dejando una estela de intenso perfume.

Una rama produce un chasquido, fuerte pese a la lluvia; un sonido violento como el de una esquirla de hueso al partirse. Me doy la vuelta bruscamente. Un rayo atraviesa las nubes, iluminando el claro. Me fijo en una sombra solitaria al otro lado del claro. Surge de la oscuridad y se dirige hacia mí.

Lo reconozco de inmediato.

Es un hombre corpulento con rasgos blanquecinos desdibujados por la penumbra. Su piel tiene un brillo húmedo y al ver su rostro algo me hiela la sangre.

—Hola, Audrey.

Y es en ese preciso instante cuando veo el mango del hacha que aferra con la mano.