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NIÑAS DE POSGUERRA:

MEDIO SOCIAL, CLIMA POLÍTICO

Y ENTORNOS FAMILIARES

TRANSITANDO POR LA AUTARQUÍA Y EL NACIONALCATOLICISMO EN MADRID, CEUTA Y BADAJOZ

El país en que nacen Cristina, Manola y Paquita está atravesando una durísima posguerra marcada por las heridas en carne viva de la reciente contienda civil y por una férrea dictadura. Para una gran parte de la población, el hambre y el miedo son vivencias cotidianas que apenas dejan espacio para otras preocupaciones. La situación económica está presidida por la autarquía, una receta que pretende la autosuficiencia sobre la base del aislamiento y el intervencionismo, conforme a un esquema que combina la voluntad propia de todos los fascismos con la necesidad impuesta por el cierre de fronteras y el bloqueo de relaciones comerciales que sufre un régimen como el de Franco, aliado de las potencias del Eje. La consecuencia es un hambre persistente que la propaganda atribuirá a «la pertinaz sequía» y un estancamiento del que únicamente se empieza a salir a partir de la firma en 1953 del tratado de amistad con Estados Unidos, que pone fin al aislamiento y abre la vía de la homologación de la dictadura franquista como un aliado vergonzante al que no se integra en la OTAN, así como más tarde tendrá cerradas las puertas de las Comunidades Europeas. Las cartillas de racionamiento no desaparecen hasta 1952 y la supervivencia requiere el constante recurso al estraperlo, es decir, al mercado negro. La Iglesia católica ostenta un poder omnímodo sobre los asuntos relativos a la moral y las costumbres y ejerce una función política primordial como legitimadora del poder de un dictador que, tal como rezan las monedas, es «Caudillo de España por la Gracia de Dios». Si la guerra civil fue declarada «Cruzada» y los sublevados merecieron, por tanto, la bendición de la Iglesia como combatientes del Bien contra el Mal, el desenlace de la Segunda Guerra Mundial obliga al régimen a desembarazarse de la parafernalia fascista y a apoyarse más en la alternativa que ofrece el nacionalcatolicismo.

Los historiadores hemos producido una extensa bibliografía acerca de la España de posguerra, pero probablemente no exista medio de aproximación al clima imperante en aquel tiempo más ilustrativo que el que nos ofrecen algunas piezas maestras de la literatura. La sociedad de los escenarios en los que transcurre la infancia de nuestras biografiadas (Madrid, Ceuta y Extremadura) ha sido narrada de forma magistral por Camilo José Cela en La colmena o por Miguel Delibes en Los santos inocentes, del mismo modo que el opresivo clima de represión ha sido retratado por Alberto Méndez en Los girasoles ciegos, obras todas ellas que cuentan a su vez con apreciables versiones cinematográficas. Ahora bien, con ser dominantes, esas realidades no alcanzan a toda la población en una sociedad escindida entre vencedores y vencidos y en la que las desigualdades de clase marcan diferencias muy ostensibles.

La guerra civil fue, entre otras cosas, una guerra de clases. Y el clasismo exacerbado es uno de los rasgos dominantes de la sociedad que imponen los vencedores. Más allá de la demagogia falangista acerca de «la revolución pendiente», las clases trabajadoras, ya sea en el campo o en las ciudades, sufren tras su final una absoluta privación de derechos. Para ellas está prohibido todo atisbo de acción colectiva, y en las relaciones cotidianas reina un clima de revanchismo y sumisión para el que el hambre actúa como un poderoso refuerzo de los mecanismos de represión.

Madrid es por aquel entonces una ciudad de poco más de un millón de habitantes (1.096.466 según el censo de 1940) y gira primordialmente en torno a la capitalidad política, sobre la que se asienta su condición de centro administrativo y financiero. Duramente castigada por el asedio y los bombardeos durante la guerra y seriamente herida por la sangrienta represión de uno y otro lado, en la interminable posguerra la supervivencia diaria de la mayoría transcurre atenazada por un grave déficit de viviendas y la dificultad para conseguir productos de primera necesidad, desde comestibles a medicamentos. Pese a todo, la capital ejerce una atracción sobre las regiones más pobres que la hace recibir inmigrantes hasta crecer en casi medio millón en los años cuarenta y otros tantos en los cincuenta. El chabolismo se convierte en un fenómeno extenso y endémico que en sus peores momentos llega a alcanzar probablemente a un 20% de la población y persiste durante décadas tanto en el corazón mismo de la ciudad como en su periferia sur y este. Los recién llegados, jóvenes en su mayoría, encuentran su sustento en primera instancia en el servicio doméstico las mujeres y en la construcción los hombres, si bien la industria acaba siendo el destino final en muchos casos, a medida que el área metropolitana se va transformando, desde los años cincuenta, en un polo industrial que altera las estructuras socioeconómicas.1

A su vez, Extremadura es fuente de una intensa corriente migratoria que tiene Madrid como principal destino. El atraso general del país en los años cuarenta es aún más acusado en las regiones de economía agraria y, dentro de estas, especialmente en las de estructuras latifundistas. Badajoz, el principal núcleo de población de la región, era en 1940 una pequeña ciudad de 55.869 habitantes que, como el resto de las ciudades españolas, tenía en aquel momento serias dificultades de abastecimiento alimenticio, a pesar de ser cabeza de una región eminentemente agrícola. En Extremadura predominaba la propiedad latifundista, lo que unido al atraso técnico (el 41% de los arados que se utilizaban eran romanos) y al absentismo de los grandes propietarios se traducía en un descenso sensible de las tierras cultivadas, lo cual no hacía sino evidenciar la debilidad productiva de su agricultura y su incapacidad para abastecer a una población sometida a las cuotas establecidas en las cartillas de racionamiento y a la tiranía del mercado negro, donde los productos de primera necesidad mantenían unos precios que, como en el caso del aceite, quedaban fuera del alcance de la mayor parte de la población pacense.

En cuanto a las heridas de la reciente guerra civil, Badajoz se distingue por la enorme magnitud de la represión desatada por los franquistas, hasta el punto de ser la segunda provincia de España, tras Sevilla, donde más muertes causa. La caída de la capital pacense en manos de las tropas del coronel Yagüe, en agosto de 1936, da lugar a uno de los episodios de represión más sangrientos de toda la guerra civil. Resultan escalofriantes las crónicas que, al hilo de los acontecimientos, publicaron periodistas extranjeros como el norteamericano Jay Allen (Chicago Tribune), el francés Jacques Berthet ( Journal de Genève) o el portugués Mário Neves (Diario de Lisboa), testigos directos de lo sucedido. En la investigación de Francisco Espinosa son identificadas un total de 1.389 víctimas, si bien el número total forzosamente ha de ser mayor dada la dificultad de poner nombre a los asesinados en un baño de sangre perpetrado en unos pocos días. Pero no solo la capital sufre una durísima represión. Un estudio reciente ha registrado en la provincia un total de 11.205 muertes, quedando una vez más la cifra por debajo de la realidad al no incluir a aquellos a los que no se ha podido poner nombre.2

La plaza africana de Ceuta cuenta por entonces con unos 60.000 habitantes y está presidida por la importante presencia de militares. Ha sido en 1936 uno de los escenarios principales de la sublevación y vía de paso del Ejército de África a la península. La presencia militar es, por otra parte, una constante que guarda directa relación con el carácter estratégico de la ciudad como puerta del Mediterráneo y con su condición de enclave, en esa época pieza importante para el control del territorio del Protectorado de Marruecos. Su población encierra un componente multicultural que incluye la presencia no solo de cristianos y musulmanes sino también de dos pequeñas comunidades judía e hindú. Las diferencias sociales son profundas y destilan cierto aroma de segregación. En cualquier caso, para los ceutíes de origen europeo, ninguna influencia es mayor que la de los cuarteles, los uniformes y el ideario castrense.

Si el trasfondo de Madrid o de Badajoz, como del país entero, está marcado en la posguerra por las privaciones y la tragedia, no van a ser estas las vivencias que marquen la infancia de Paca, Cristina o Manuela. Si la posición social de sus familias las sitúa a cubierto del hambre y las penurias, la suerte hace, además, que no existan parientes próximos que hayan sido víctimas de la represión, al menos en sus formas sangrientas. Su infancia transcurre, por tanto, a resguardo de las caras más siniestras de un país devastado. Tampoco se verán afectadas por una situación en la que casi 5 millones de españoles son analfabetos (dos tercios de ellos mujeres) y una gran cantidad de niños no están escolarizados o tan solo acuden a la escuela de forma ocasional. Por el contrario, son alumnas de colegios de monjas en los que reciben instrucción de calidad para los estándares de la época.

En 1960, la tasa de analfabetismo para el tramo entre los quince y diecinueve años (en el que ellas se encuentran) es del 6,5% y se reparte de forma ligeramente desfavorable para las niñas (7,2%) respecto a los niños (5,7%). Estos datos revelan no solo una progresiva y sensible disminución del analfabetismo sino una drástica reducción de la desigualdad de género (en la enseñanza primaria), porque en los tramos de edad de los adultos no solo se dan tasas mucho más elevadas (por encima del 12% a partir de los treinta y cinco años y del 20% a partir de los cincuenta y cinco), sino que en las mujeres son mucho más acusadas, rebasando en más del doble a las de los varones. La discriminación se acentúa a medida que subimos en los niveles educativos. Las mujeres que terminan estudios universitarios suponen un 15% en la primera mitad de la década de los cuarenta y un 24% en el primer lustro de los sesenta. Habría que tener en cuenta, además, las diferencias regionales: en Badajoz, una provincia latifundista con enorme polarización social y extensos sectores de población en la más estricta miseria, el analfabetismo sigue alcanzando al 20% de la población en 1960, en tanto que en Madrid supone el 4,5%.3 Y, por descontado, el acceso a la universidad es privilegio de una exigua oligarquía en una región como la extremeña, donde no existe otra posibilidad de cursar estudios superiores que enviar a los hijos a Salamanca o Madrid.

En cualquier tiempo y lugar, el origen de clase, el género y el entorno familiar se erigen en factores determinantes de las trayectorias vitales de las personas. Entre aquellas tres niñas de posguerra destinadas a encontrarse y a entrelazar reiteradamente sus vidas existen una buena cantidad de afinidades relativas a estos condicionantes. A grandes rasgos, pertenecen a familias que pueden ser consideradas como parte de los vencedores de la guerra civil o que, al menos, no figuran entre los vencidos. Y a entornos donde apenas resuenan los ecos de la reciente contienda civil y se procura evitar la transmisión de los odios que ha suscitado.

El origen familiar constituye una clave fundamental de cualquier biografía. Las raíces, el entorno en el que se crece, la formación recibida, las oportunidades económicas y educativas, las relaciones, los referentes, los horizontes, la memoria transmitida, los valores y, en su caso, los traumas, miedos y fantasmas que habitan los armarios condicionan, a menudo de forma decisiva, la trayectoria vital de la mayoría de nosotros, lastrando o posibilitando proyectos, anhelos e itinerarios. Ya sea para seguir la senda previsible o para romper con los moldes preestablecidos, para cumplir las expectativas paternas o para afrontar una ruptura generacional, para asumir los esquemas culturales, éticos e ideológicos recibidos o para desafiarlos. Y, desde luego, la condición social de la familia marca inexorablemente la infancia tanto en lo referido a las condiciones materiales como al bagaje que se acumula de cara a un futuro en el que se abran oportunidades y alternativas personales y profesionales.

Nacidas casi a la par (en el intervalo de un año, entre julio de 1943 y el mismo mes de 1944), las tres son niñas de la posguerra en familias de la pequeña burguesía. En tiempos de terror y miseria, esto significa que ninguna de ellas pasa hambre en un contexto en que las penurias eran extremas. Sus recuerdos de infancia no evocan colas de racionamiento ni estrecheces económicas, sino que remiten a colegios privados y necesidades básicas cubiertas. No estaban abocadas, como tantas niñas de las clases trabajadoras, al trabajo infantil, la malnutrición y la escasa o nula escolarización. Por el contrario, en sus hogares no se sufren privaciones perentorias y el acceso a la educación y la cultura se considera un bien preciado.

Ahora bien, esas familias económicamente desahogadas, sin grandes lujos pero sin privaciones, resultan ser, a su vez, peculiares en cuanto a la educación de sus hijos, alejada del férreo autoritarismo imperante. Y muy especialmente, son atípicas en lo que se refiere a la apertura de miras con que se plantean el futuro de sus hijas. Que Paca, Manola y Cristina acabaran ingresando en la universidad al albor de los años sesenta es en sí mismo un dato tan relevante para caracterizar su entorno familiar y social como decisivo para marcar el resto de sus vidas. De uno u otro modo, en las tres pesa de forma determinante la influencia de familias en las que la perspectiva de estudiar resulta natural, hasta el punto de que la misma elección de la carrera que van a cursar se ve influida por los consejos de padres, madres o familiares directos. Que lo hicieran, además, en una Facultad de Derecho y no en una escuela de Magisterio o Enfermería, ni tan siquiera en una titulación de Filosofía y Letras —hasta esos días casi los únicos estudios reservados a las féminas— nos informa igualmente del inmenso valor de haber nacido en una familia que les ofrece recursos económicos (ningún hijo de obreros pisa la universidad por entonces), aprecio por la cultura y cierta atemperación del redomado machismo que domina aquella sociedad ultraconservadora, oscurantista, represiva y profundamente patriarcal. Con las reservas precisas y teniendo en cuenta la especificidad de cada uno de los tres casos, se puede detectar cierto talante liberal que se diferencia del clima reinante en la época y que ayudará a abrir mentes y horizontes en la vida futura de aquellas niñas de posguerra. Como veremos, las madres, que no han podido completar sus estudios o ejercer una profesión, desempeñarán a este respecto un papel tanto o más decisivo que los padres, alentando la formación cultural de sus hijas y propiciando su ingreso en la universidad.

Dar estudios a los hijos entra en las perspectivas únicamente de las familias de clases medias y de las élites; en ningún caso, de los trabajadores. Pero para las hijas no basta la clase social. Lo más frecuente es que no se considere necesario prolongar su instrucción más allá del momento en que se convierten en jóvenes casaderas. E incluso cuando van a la universidad, puede suceder que esto sea tan solo una estrategia más ambiciosa de caza de un marido que constituya un buen partido y no una vía para el ejercicio profesional y la consiguiente autonomía personal e independencia económica. Todo ello dentro de las limitadas oportunidades de una legislación que consideraba a las mujeres como eternas menores de edad que habían de estar de por vida bajo la tutela de padres o maridos, hasta el punto de que estos tenían derecho a cobrar su salario en caso de tener un trabajo remunerado. Una parte de las universitarias cursa lo que Judith Carbajo denomina «estudios de adorno», si bien una formación cultural elevada, especialmente si se combinaba con carácter e inteligencia, podía convertirse en un exceso y en un obstáculo para la convivencia si el novio o marido se sentían por debajo de su pareja.

ORÍGENES FAMILIARES

Francisca Sauquillo Pérez del Arco nació en Madrid el 31 de julio de 1943. Es la primogénita de tres hermanos, lo que no deja de suponer una decepción para un padre que esperaba un varón: «A mi padre le hubiera gustado que fuera un chico el hijo mayor y, además, yo no era muy guapa». Luego vendrán sus hermanos José Luis (un año menor) y Francisco Javier (en 1948). Manuela Carmena Castrillo nació también en Madrid el 9 de febrero de 1944 y es la última de tres hermanas. Crece en un hogar donde no existe más figura masculina que la de su padre, puesto que viven, además, con su abuela. A su vez, Cristina Almeida Castro nació en Badajoz el 24 de julio de 1944. Para desesperación de su padre, es la tercera niña de un total de seis hermanos (cuatro mujeres y dos varones):

Yo nací la tercera chica y mi padre no me estampó en la pared de milagro, porque lo que quería era un varón, que pudiera llevar sus apellidos gloriosos, y que no los perdiera con cualquier advenedizo con el que se casara. Y esa visión de las tres niñas hizo que mi padre estuviera anhelante de que viniera el primogénito de los varones, que salió el cuarto, el pobre ya acobardado entre tanta mujer.4

De las tres familias, la de Paca es la que goza de una mejor posición económica, configurando una estirpe de militares, abogados, terratenientes y empresarios. Sus dos abuelos forman parte de las élites políticas, de la Restauración uno y de la burguesía emprendedora el otro. El abogado Luis Sauquillo había sido gobernador civil de Cuenca en 1913 y de Orense en 1915, además de diputado por Madrid. Manuel Pérez del Arco hablaba varios idiomas y fue, entre muchas otras cosas, pionero en el naciente negocio del automóvil, importando y vendiendo coches de la marca Hisparco. La familia paterna es originaria, además, de Getafe y Fuenlabrada, donde poseen una buena extensión de tierras que en el transcurrir de los años se revalorizarán extraordinariamente como fruto de la expansión urbanística del cinturón industrial del sur de Madrid. En cuanto a sus progenitores, José Luis Sauquillo era, además de ingeniero industrial y abogado, militar de carrera perteneciente al cuerpo de artillería, y acabó sus días como teniente coronel de Intervención Militar, y Deseada Pérez del Arco había crecido en un ambiente de refinamiento cultural y contaba con una sólida formación en solfeo, piano y canto.

Era, de hecho, una prometedora soprano pero hubo de abandonar su carrera como cantante de ópera para poder obtener el certificado de buena conducta que era preceptivo a su vez para que a un militar le fuera concedida licencia para contraer matrimonio. Tal como regulaba un real decreto de 27 de diciembre de 1901, se requerían informes basados «en investigación reservada, al objeto de apreciar la moralidad de la futura esposa y de su familia, posición social de esta y conveniencia o inconveniencia del proyectado enlace». Resultaba obvio que no había en la familia ni en la posición social ninguna objeción posible, pero en 1942 ninguna cantante, ya fuera cupletista en un cabaret o soprano en la ópera, obtenía certificación de buena conducta.5

La de Manuela es una familia arquetípica de la pequeña burguesía comercial. Carmelo Carmena y Matilde Castrillo viven en una casa de tres plantas con jardín en la Dehesa de la Villa y viven del negocio familiar: una tienda de moda en la calle del Príncipe cuya buena marcha hará posible el posterior traslado a Gran Vía y la apertura de otras dos. El matrimonio resultaba levemente desigual por cuanto el origen del marido era inferior al de la esposa tanto en términos económicos como culturales. Carmelo proviene de Añover de Tajo, un pueblo toledano de unos 2.600 habitantes donde su familia tuvo algunas tierras y una pequeña tienda. Nada que pueda colmar las expectativas de un joven que ha ido a la escuela mientras ha podido y que a muy temprana edad decide buscar su futuro emigrando primero a Talavera y luego a Madrid. En la capital aprende el oficio de cortador de camisas y consigue luego abrir una tienda propia ubicada en las inmediaciones de la pastelería que regenta la familia de Matilde. Ella, en cambio, es madrileña de nacimiento y ha crecido en un entorno más acomodado y también más refinado, donde se cultiva el gusto por la lectura, la naturaleza y el deporte. La pastelería de su abuela había resultado ser un buen negocio, capaz de permitir que se fueran a vivir a una casa grande en las afueras que será la misma donde se instale el matrimonio. Tan solo los avatares de la guerra civil —que convierten la zona en frente de guerra— les harán abandonar temporalmente el hogar donde ya había nacido, en 1934, la primera de sus hijas y donde nacerán, en 1941 y 1944, las otras dos.

En cuanto a Cristina, el ambiente provinciano de la sociedad pacense refuerza la posición social de su familia, a cubierto de las privaciones en un contexto de generalizada pobreza. El abogado y periodista Manuel Almeida ha ocupado, además, cargos políticos y está bien relacionado. Vive del ejercicio de la abogacía y, aunque carece de fortuna o tierras, se desenvuelve de manera desahogada. La madre, Carmen Castro, se dedica al cuidado del hogar y de las hijas e hijos que van llegando.

En plena posguerra, las heridas de la guerra civil están presentes por doquier y la distinción entre vencedores y vencidos resulta determinante para la existencia diaria. De forma inequívoca, las familias SauquilloPérez del Arco y Almeida-Castro pueden ser consideradas adeptas al régimen de Franco, en tanto que los Carmena-Castrillo mantienen una actitud de total retraimiento acerca de la política, si bien no pertenecen, ni por antecedentes políticos ni por condición social, a los vencidos. La política es un tema tabú. Una fuente de peligros, causante de odios y muerte. Lo que Manuela sabe o cree saber de las ideas políticas de sus padres son, más que certezas, deducciones a partir de las escasas veces en que se pronunciaban sobre estos temas o conjeturas a partir de los mucho más abundantes silencios. Del mismo modo percibió que en su casa no eran religiosos sin haber oído nunca una palabra adversa hacia la religión ni hacia la Iglesia y habiendo sido escolarizada en un colegio religioso. Fue precisamente el contacto con las monjas lo que la enfrentó a la evidencia de que su familia no era «normal» a este respecto y de que en su casa ni se rezaba el rosario ni se frecuentaba la iglesia y, peor aún, se arriesgaba a la condenación al fuego eterno comiendo carne en viernes y leyendo libros prohibidos por el Índice.

El alineamiento con el régimen es explícito en el caso de Manuel Almeida, quien ya había participado activamente en la vida política de Badajoz durante la última etapa de la República. Había colaborado en el diario Hoy de la Editorial Católica y, como miembro del partido derechista Acción Popular, había participado en la campaña electoral de febrero de 1936 con la CEDA de José María Gil-Robles. Con estos antecedentes, al comienzo de la guerra civil fue encerrado en la cárcel de Badajoz, donde vivió un intento de asalto por parte de fuerzas incontroladas. Es liberado por las tropas de Juan Yagüe cuando las columnas de legionarios y tropas africanas que avanzan camino de Madrid se apoderan de la ciudad. De inmediato se incorpora al ejército franquista como corresponsal de guerra. Finalizada la contienda, es nombrado vicepresidente de la Diputación Provincial de Badajoz, cargo que ejerció desde el 24 de abril de 1940 al 2 de marzo de 1942. En función de esto, tendrá también responsabilidades en otras instancias político-administrativas como la Delegación de Establecimientos de Beneficencia, la Comisión Provincial de Colocación Obrera o el Patronato Nacional de Turismo.6

A pesar del origen social y del clima reinante en la época, el entorno familiar de Cristina no estuvo excesivamente condicionado por la adscripción política. Sin duda la «familia es una familia tradicional absolutamente, de derechas, más que de derechas, menos alguna parte…», pero no reina en ella un ambiente opresivo o traumático. «Mis padres, la verdad, me educaron sin odios, no me contaron nunca nada de lo que había pasado… los vencedores suelen hablar menos que los vencidos, y a mí eso, afortunadamente, me libró de tener que crear ni odios ni victorias. Y me educaron para ser buena persona.»

José Luis Sauquillo había pasado la guerra en Madrid refugiado en la embajada chilena. No tuvo, por tanto, participación en los combates y se reintegró al Ejército una vez concluida la guerra. Su hija lo recuerda como un hombre culto, con el hábito de la lectura, «bastante más abierto y tolerante de lo que era el común de los militares de aquel momento». E imagina: «Si su temprana muerte no hubiese impedido demostrarlo, a mi padre le hubiésemos conocido como un militar liberal y de tendencia monárquica, partidario del sistema democrático y leal al rey don Juan Carlos».7 No obstante, «en mi familia, que era muy conservadora, había fascistas».

La impronta familiar, siempre decisiva, adquiere aún más peso en un contexto en el que las relaciones fuera del ámbito familiar están rígidamente controladas y reducidas a lo imprescindible mientras en el hogar paterno se mantienen las normas habituales de una familia católica. Pero incluso en este clima de conservadurismo aparecen en ocasiones personajes extravagantes que emiten destellos fuera de la norma. Cristina encuentra en su familia, cerradamente derechista, la figura de una tía que por entonces le resulta desconcertante y a veces incluso la puede incomodar al mismo tiempo que la fascina. Tan solo el paso de tiempo le permitirá descubrir que se trata de una mujer de izquierdas y admirar la independencia con la que ha construido su vida: soltera, culta, con empleo, reuniéndose con hombres y actuando a su aire.

La única que era un poco «rojeras» era una tía mía que era la gente más culta y que, de pequeña, me daba hasta vergüenza porque vestía como una Gilda y trabajaba de aparejadora en Capitanía General, y en los años cincuenta fumaba en pipa y los niños me decían «mira cómo se viste, mira cómo fuma» […]. Era una tía extravagante. Y yo era la preferida de esa casa. Los domingos, los hermanos nos repartíamos entre distintos tíos y a mí me tocaba ir a casa de mi tío Enrique, que era catedrático, y de mi tía Esperanza, que era aparejadora. Ella vivía con sus padres, pero tenía una habitación propia, con llave, toda empapelada de damasco rojo, llena de libros por todos lados y con su mesa de dibujo. A mí me dio a leer a los quince años el Trópico de Cáncer y el Trópico de Capricornio. Y yo decía: «Ay, Dios mío, esto estará en el Índice» […]. Todos los sábados se reunía con un montón de tíos en su habitación y a mí me daba mal por pensar qué haría allí con todos esos tíos… y eran los rojos de Badajoz que se reunían allí. Para mí era un ser raro y extraño que tenía esa independencia de vivir con sus padres. Era soltera e independiente… eso me quedó a mí como una cuestión no política sino como una cuestión de familia.

Aunque la tía Esperanza es en realidad una pieza clave en los círculos antifranquistas de Badajoz, no es, por entonces, un referente político para su sobrina. Esa consciencia llegará mucho más tarde cuando el propio despertar otorgue pleno sentido a las vivencias. Y también cuando en su ejercicio profesional como abogada descubra facetas desconocidas: «Ella iba mucho a Málaga y en una caída del PC en Málaga que yo defendí, todos me hablaban de mi tía y fue cuando yo descubrí… pero para mí era hasta entonces un ser raro. Soltera y absolutamente independiente. Luego que la he entendido, ha tenido mucha influencia». Al cabo de los años, Cristina acabará recibiendo un premio que lleva su nombre: «Se ha establecido en Badajoz un premio a las mujeres que se llama Esperanza Segura. Y el primer premio Esperanza Segura, que era mi tía, me lo dieron a mí».

Aparte de acomodados, los entornos familiares de las tres son propicios y posibilitan que las hijas crezcan sin traumas y vivan una infancia y adolescencia felices. Para Cristina, el recuerdo de la infancia es el de «la estación más feliz de mi vida. Mi padre ganaba bastante y en casa no nos faltaba de nada, a pesar de que fuésemos muchos […]. En aquel tiempo no se hacía otra cosa que jugar y pelear, pelear y jugar».8

El traslado a Madrid, con doce años, no representa tampoco un cambio traumático sino, más bien al contrario, una fuente de oportunidades. A mediados de los años cincuenta, diversas circunstancias de carácter familiar (la muerte de su abuela y la situación de desamparo de un tío materno que se había quedado cojo en un accidente) llevaron a sus progenitores a plantearse el fijar su residencia en Madrid, y su madre, además de la necesidad de cuidar a su hermano, entendió que la idea era una oportunidad para cumplir una aspiración personal relacionada con la formación de sus cuatro hijas.

También la infancia de Manuela puede considerarse feliz. Tanto en casa como en el colegio encuentra ambientes que le permiten crecer sin traumas ni limitaciones. No hay en su mochila ninguna carga que pueda lastrar el desarrollo de su personalidad. Ha tenido afecto, un ambiente tolerante y una educación de calidad para los estándares de la época. Su gusto por la lectura y su deseo de estudiar encuentran estímulo, y valores como el trabajo, la verdad o la cultura han formado parte desde siempre de su entorno vital. La posición económica de la familia la ha situado al abrigo de las privaciones de la posguerra. El bienestar económico se combina con los valores del ahorro y el esfuerzo, de modo que viven sin ostentación. No hay lugar para caprichos de niña rica ni para juguetes caros: «No teníamos Mariquita Pérez porque se consideraba de otro estatus social […]. En mi casa se vivía bien pero sin lujos porque eso se consideraba despilfarro».9 En aquella España de posguerra, la muñeca Mariquita Pérez era, entre los juguetes infantiles femeninos, un símbolo inequívoco de estatus, dado que su precio la hacía prohibitiva para la mayoría hasta el punto de convertirse en un artículo de lujo y un fenómeno social. Paquita, que sí tuvo una durante sus años en Ceuta, lo recuerda en estos términos: «Crecer con una Mariquita Pérez entre los brazos en una sociedad mestiza también influye, estoy segura».10

Tampoco el paso a la adolescencia le resultó especialmente complicado a Manuela. Si acaso, adquirió más importancia un cierto complejo que venía de antiguo respecto a su hermana Ana, que era tres años mayor y en la cual siempre encontrará apoyo afectivo, pero también una referencia incómoda porque sacaba mejores notas y era más guapa. De niñas, Manuela trata de compensar esto haciéndose el propósito de ser, ya que no la más lista ni la más guapa, sí la más valiente. Un acicate que la hace tragarse el miedo y mantener la calma ante los perros, precisamente porque su hermana les tiene pánico. Pero al crecer se vuelve menos llevadero heredar vestidos «que a mí nunca me quedaban tan bien como a ella» o tener que soportar algunas bromas hirientes cuando en Preuniversitario se encuentra por primera vez en un aula mixta donde las chicas son minoría. Será, en todo caso, un sufrimiento pasajero ligado a los años de tránsito hacia la juventud porque en la universidad descubrirá que sus atractivos son suficientes no solo para interesar a los varones sino para provocar el desconcierto en más de uno y de una: «A mí me vino una vez uno que me dijo que estaba sorprendido de que tuviera novio porque pensaba que yo estaba en la política como una especie de sustitución por no tener novio. “Y, además, he conocido a tu novio y es muy guapo.” Eso pasó también con algunas de las chicas».

La mayor de las adversidades recae, obviamente, sobre Paquita, huérfana de padre cuando está a punto de cumplir tan solo catorce años. Además de la pérdida, esto significa en las convenciones de la época y el medio social en que se desenvuelven, un prolongado luto que la acompaña durante su adolescencia. El entierro es un acto solemne presidido por el general de Intervención Militar, con el féretro portado a hombros desde el domicilio familiar hasta la plaza de Salamanca y conducido luego hasta Fuenlabrada para darle sepultura. Allí esperan «unas señoras absolutamente desconocidas para mí que lloraban desconsoladamente con un aparente y hondísimo sentimiento, las llamadas plañideras, que puede que conociesen al difunto pero sinceramente creo que la mayoría no». A partir de ese momento, «durante casi tres años fui vestida de luto, el primero de un luto riguroso y a partir del segundo de lo que se conocía como alivio de luto, o sea, una licencia para poder alternar el blanco y el negro en los colores del vestuario. Así es que mis catorce, quince, dieciséis fueron negros».11

El luto no resulta, sin embargo, un condicionante que impida llevar una vida acorde con los hábitos propios de una joven en «edad de merecer» dentro de su clase social. Se mueve, por tanto, entre guateques en casas de amigos, veraneos en San Sebastián, paseos por la calle Serrano («que ya entonces se conocía como el tontódromo») e ir a la sierra a esquiar. En verano acuden a las fiestas de los pueblos como Leganés, Parla, Pinto, Villaviciosa de Odón, Griñón y Torrejón de la Calzada, dadas las raíces familiares en la zona. En 1962 causan furor entre la juventud madrileña los conciertos matinales de los domingos en el Teatro Circo Price. El cine es el gran medio de evasión de masas, sometido a estricta censura pero con una enorme repercusión que puede ser considerada, además, interclasista. Sus actores favoritos son Gregory Peck y Gary Cooper y su película preferida El hidalgo de los mares, que recuerda haber ido a ver cinco veces.

NIÑAS DE COLEGIO (DE MONJAS)

Como resulta casi obligado en quienes pueden permitírselo, las tres son escolarizadas en la enseñanza privada, lo que viene a significar colegios religiosos. La enseñanza pública queda reservada para las clases populares que no tienen capacidad económica para ofrecer a sus hijos otra alternativa. La Escuela Nacional ha sido depurada drásticamente de cuantos maestros y maestras ofrecieran lugar a la sospecha de abrigar veleidades republicanas y para cubrir, al menos en parte, el vacío se recurre a reclutar para el magisterio a personas que se distinguen más por su adhesión al «Glorioso Movimiento Nacional» que por su formación. En 1940 son convocadas 4.000 plazas a cubrir por oficiales provisionales, de complemento y honoríficos del Ejército, de tal modo que muchas escuelas pasan a ser regidas por alféreces provisionales y otros excombatientes a quienes se recompensa así por sus méritos de guerra, bastando que tengan título de bachiller o equivalente y que realicen un cursillo de un mes para instruirlos en materias «pedagógicas, religiosas, patrióticas y del Movimiento».12 En estas condiciones, no solo las élites económicas sino también capas medias y pequeña burguesía enviarán a sus vástagos a colegios de pago doblemente segregados en función del sexo y de la clase social. Los religiosos, que son la inmensa mayoría, son de curas para los niños y de monjas para las niñas y, a su vez, dando cumplimiento al precepto de la caridad cristiana, existe un cupo para hijos o hijas de familias pobres que son objeto de una patente discriminación.

Los colegios religiosos se configuran de este modo como marcadamente clasistas, ya sea considerando la extracción social del alumnado, la organización interna de los centros o los valores que se inculcan. Para la inmensa mayoría de los docentes, las familias y el alumnado, este es un hecho natural y deseable que en absoluto se cuestiona. Pero en algunos casos, una especial sensibilidad hacia las desigualdades o la injusticia puede hacer que germine alguna semilla de desasosiego o bien que, andando el tiempo, se desarrolle un sentido crítico hacia lo vivido. Ese será el caso de nuestras tres biografiadas, que conservan recuerdos concordantes respecto a una cierta extrañeza acerca de una situación a la que el paso del tiempo añadirá luz para poder cuestionarla en todas sus dimensiones. Cristina evoca a las «gratuitas… iban con otro uniforme, con unos libros distintos y entraban por una puerta… eso a mí socialmente me influyó mucho, me chocó mucho… hay hechos en la vida que te chocan». En términos muy similares, Paca recuerda cómo había una puerta, un patio de juegos y un horario de recreo diferente para las niñas ricas y para las pobres: «En el colegio había las de pago y las gratuitas. Y tenía una amiga que desde que entrábamos hasta que salíamos ya no la volvía a ver porque teníamos patios separados incluso. Y a mí aquello me chocaba. Imagino que pensaba: ella es la hija del portero y yo no. Pero me marcó. Me marcó luego cuando comprendí que el colegio era muy clasista». Manuela tiene una vivencia prácticamente idéntica. Nunca llega a asimilar la razón por la que una amiga con la que a diario hace el trayecto hasta el colegio entra por una puerta diferente, asiste a una clase diferente y tiene el recreo aparte porque «las de pago» nunca se mezclan con «las de beneficencia». Por más que sea una virtud teologal, la caridad cristiana es ejercida de forma que en todo momento subraya la inferior condición social de quienes reciben ayuda. Si acaso, estas alumnas sirven de argumento para reprender a «las de pago», cuando se esgrime la comparación con unas niñas que, pese a ser pobres, estudian o se portan mejor que ellas.

Esta percepción de la desigualdad como un hecho injusto dista de ser una respuesta universal, tanto en adultos como en menores. Requiere de cierto tipo de empatía y sensibilidad que no todos comparten. Por el contrario, a menudo estas situaciones surten el efecto de naturalizar las desigualdades y los privilegios, como un aprendizaje destinado a legitimar lo existente y no a cuestionarlo. Alguna de las biografiadas remarca el hecho de que lo que ella percibe como discriminación injusta hacia las niñas pobres del colegio es visto por sus hermanas con aprobación o, al menos, con absoluta indiferencia, como si el compartir familia y educación no les hubiera proporcionado una mirada común hacia el mundo que las rodea.

En Manuela, esa rebeldía ante la desigualdad parece anidar desde edad muy temprana. Así lo indicaría un episodio que la hizo entrar en conflicto con los Reyes Magos. El casus belli se desata en su fuero interno como reacción a las explicaciones de una monja, cuyo único propósito es apelar a los sentimientos caritativos de unas niñas ricas de las que pretende que regalen juguetes para los niños pobres. La pregunta surge de forma natural: pero ¿no son magos los Reyes y van a las casas de todos los niños dejando sus juguetes? Y la respuesta hiere sus oídos: ¿cómo van a ir los Reyes Magos, tan lujosamente vestidos con sus capas de armiño, a los barrios de los niños pobres, tan llenos de barro, donde ensuciarían sus ropajes? Es tal la indignación que le provoca justificar semejante injusticia con motivos tan nimios que el recuerdo le quedará marcado de por vida: «Me pareció tan inconsistente… que se te queda grabado a fuego».

Su enfado con los Reyes Magos encuentra también apoyo al descubrir en una de sus lecturas infantiles favoritas —los libros de Elena Fortún protagonizados por el personaje de Celia— un relato en el que la protagonista sostiene una conversación con el rey Baltasar precisamente a propósito de los niños pobres que no reciben juguetes. La figura de Celia, una niña que constantemente plantea preguntas y cuestiona las reglas y convenciones sin sentido de los adultos, no puede dejar de resultarle atractiva. Personajes como Celia o Antoñita la Fantástica (desprovista de una carga crítica comparable) forman parte igualmente de las lecturas infantiles de Cristina y de muchas otras niñas de la época.13 A su vez, Paquita guarda memoria de la impresión que le causó Marcelino Pan y Vino, un éxito cinematográfico de exaltación religiosa protagonizado por una figura infantil.

Además de clasista y sexista, la enseñanza está «toda ella empapada de una pátina religiosa y de una moral tremendamente estricta». La vivencia resulta distinta, no obstante, según se trate de familias marcadamente religiosas como las de Paquita y Cristina o distanciadas de la Iglesia como la de Manuela, y también los colegios presentan entre sí algunos matices que los distinguen. Los primeros años escolares de Cristina y Paquita transcurren, además, fuera de Madrid: la primera porque sigue viviendo en Badajoz y la segunda porque ha visto cómo su padre era destinado a Ceuta, donde vive hasta 1952. La vida en la plaza africana perteneciendo a la familia de un militar y gozando de una posición social privilegiada marca sus primeros años. Se trata de «una ciudad en la que vivían muchos militares españoles entre hebreos, comerciantes, árabes trabajadores, pescadores, viajantes de comercio y una población que nunca supe muy bien a qué se dedicaba». Por descontado, en aquella España franquista confesional y ultracatólica, vivir en una ciudad multicultural y donde existe diversidad religiosa resulta algo insólito que no puede pasar desapercibido:

Recuerdo que en aquellos años llegaban los misioneros cruzando el estrecho de Gibraltar en el barco La Paloma con el fin de evangelizar y catequizar a la población. Durante la estancia de aquellos misioneros en Ceuta, todas las calles y plazas se convertían en iglesias provisionales donde se hacían misas y se realizaban procesiones. La vida se paralizaba, o al menos esa era la sensación que yo tenía. […] Ningún recuerdo es tan intenso como el que me producían las procesiones de Semana Santa.14 Cuando regrese a Madrid, en 1952, ingresará en un centro acorde con la posición de la familia, el colegio Nuestra Señora de Loreto, donde recibe una educación «rigorista, elegante, trasnochada, clasista y muy religiosa», según ella misma la caracteriza.15 Una disciplina estricta y un marcado conservadurismo ideológico forman parte de la impronta: «Teníamos que ir en fila a las clases, y cuando estábamos en presencia de la madre superiora, había que saludarla doblando la rodilla a modo de genuflexión seis veces hacia abajo y seis veces hacia arriba». De acuerdo con estos esquemas, la presencia de un militar de alta graduación como el padre de Paquita se convierte en un motivo de ostentación: «Obligaban a que mi padre se pusiese las medallas (lo que le fastidiaba mucho) cuando había la procesión del Corpus».

Obviamente, la religión se antepone a cualquier otra cosa: «Hacíamos la típica cultura religiosa de ejercicios espirituales… La idea de que si cometías un pecado te podías ir al infierno… Era la típica tradición que había en España en ese momento, en una Iglesia muy tradicional. El colegio estaba muy metido en esa cultura».16 Paquita se distingue por su fervor y también por su buena conducta, seguramente ayudada por su timidez, acentuada por las dificultades de adaptación al nuevo colegio:

Llegué a ser medallón, que era el máximo reconocimiento al buen comportamiento de conducta y estudios, y aquel mérito venía acompañado con ser la «campanera» del colegio, es decir, tocar la campana cuando era la hora de terminar las clases, el momento de recreo o el tiempo destinado a los estudios.17

La buena conducta —entendida como un ideal de niña obediente y modosa— no es una de las virtudes que adornan a Cristina, que asiste, tanto en Badajoz como posteriormente en Madrid, a donde llega con doce años, a un colegio de monjas del Santo Ángel. Era una joven sin preocupaciones y aplicada que «estudiaba a gusto, tenía buenas notas, no me planteaba problemas de ningún género», aunque reconoce que no era de comportamiento fácil y ya apuntaba maneras perturbadoras del orden impuesto: «En el colegio yo era de las niñas más malas y desobedientes, eso me daba un cierto liderazgo porque no me traumatizaban tanto las monjas. Yo creo que las traumatizaba más yo a ellas».

Paquita y Cristina crecen en familias de estricta observancia católica. Manuela, en cambio, proviene de una familia en la que las inquietudes religiosas están ausentes. Las tres serán, en los años de pubertad y adolescencia, fervientes católicas acordes con la educación que reciben en sus respectivos colegios. Pero en tanto que esto resulta exento de contradicciones para las dos primeras, cuyo entorno favorece que germine la fe en ellas, en Manuela se produce una disonancia entre el colegio de monjas y el ambiente doméstico en el que está creciendo. En casa nadie se preocupa por el cine que ve o las novelas que lee. Todo les parece cultura y, por tanto, beneficioso. Pero en el colegio descubre que existe un Índice de obras prohibidas y que Los tres mosqueteros figura entre ellas y, según le dice el cura, debe quemar el libro, que acaba yendo a parar a la caldera a escondidas de su madre. No es que ella viera pecado en el libro, como no lo veía en la ingesta de chorizo los viernes o en Cuaresma, pero la forma abrupta en que la niña entra en contacto con la religiosidad es algo muy imperativo, que no admite dudas y cuya transgresión trae consecuencias terribles. Se trata, por otra parte, del modo común en que por entonces se concibe la educación y se inculcan los valores morales: a través del miedo. Miedo al castigo, miedo al infierno, dentro de un oscurantismo religioso perfectamente concordante con el terror político que impera en el país. La anomalía está precisamente en familias como la de los Carmena-Castrillo, donde se respira un ambiente que, aun no siendo explícitamente desafecto, sí resulta eficazmente contradictorio por omisión, por la ausencia de afán represivo e inquisitorial. La esfera doméstica se contrapone de este modo silencioso, tácito, a lo que le rodea en una sociedad atenazada por miedos de toda índole, terrenales y sobrenaturales.

Esta actitud de distancia se rodea al mismo tiempo de prudencia. De ahí la elección de un colegio religioso para la educación de las dos hijas menores, cuando la hermana mayor había ido a uno laico, heredero, además, del espíritu de la Institución Libre de Enseñanza (el azar quiso que este colegio perteneciera a la familia de Fernando Ontañón, marido de la abogada María Luisa Suárez, con quien tanto Manuela Carmena como Cristina Almeida dieron sus primeros pasos como laboralistas). Pero algún instinto de protección llevó a los padres a preferir para sus dos hijas menores un colegio religioso, tan poco acorde con su notoria falta de fervor. Aun dentro de esto, la decisión se inclina por un colegio regentado por monjas francesas, Saint Maur de las Damas Negras. Entre el deseo del padre de mandarlas a un centro religioso y el de la madre de que aprendieran francés, esta fue la solución de compromiso para un asunto de importancia capital en una familia en la que la educación y la cultura son valoradas en grado sumo. El aprendizaje del idioma no es la única ventaja que Manolita encuentra en ese colegio para niñas «de buena familia» porque las monjas se mostraban en general menos rígidas e integristas de lo que cabía esperar. Tampoco el ambiente del colegio podría ser considerado propiamente franquista. Las exaltaciones del régimen no forman parte de su parafernalia y, en general, lo relacionado con el falangismo es tratado más bien como algo rancio y ordinario, de cierto mal gusto para el tono selecto de la educación que allí se imparte. Pese a todo, el miedo no dejará de hacer su aparición a través de una educación religiosa que se apoya en infundir en las mentes infantiles un «temor de Dios» que resulta más bien tenebroso.

La inmersión en un colegio religioso, aun tratándose de uno afrancesado y menos rígido que la mayoría, crea en Manolita Carmena un desasosiego que la hace sufrir ante la contradicción entre lo que le enseñan las monjas y lo que se vive en casa. Visto con ojos retrospectivos, «me he dado cuenta de que yo no les contaba nada a mis amigas de ese divorcio que había entre mi familia y las suyas y la cosa religiosa. Y eso que éramos buenas amigas y hablábamos de cambiar el mundo».

La fe recién implantada por las prédicas la empuja a tratar de salvar las almas de unos padres que ni van a misa, ni rezan, ni guardan vigilia en Cuaresma. Su primer recurso serán los rosarios dedicados a rogar por la conversión de sus padres. Pero, entre tanto esta llegaba, algunas prácticas ostensiblemente pecaminosas, como los bocadillos de chorizo de los viernes, requieren solución inmediata. A la angustia de las tardes escuchando en la radio a Diego Valor mientras contemplaba un bocadillo que le resultaba imposible de tragar se añade la necesidad de salvar también las almas del resto de la familia. La solución llegará con el descubrimiento de que ese es un pecado que la Iglesia redime a cambio de dinero. Con nueve años se enterará de cómo conseguir una bula que dispense de la prohibición de comer carne y dedicará sus exiguos recursos a comprar la más barata: una peseta a cambio de un salvoconducto hacia la salvación bajo la forma de un papel tranquilizador pero clandestino que esconde entre las páginas de un libro.

A la postre, en un giro que a sus ojos resultaba milagroso, las plegarias, sacrificios y esfuerzos por portarse bien en aras de la conversión de sus padres se vieron recompensados. O al menos eso pensó el día en que su madre le pidió que la enseñara a rezar el rosario. Matilde Castrillo había quedado profundamente impactada por la lectura de El hecho extraordinario, del filósofo Manuel García Morente, un escrito autobiográfico publicado de forma póstuma en 1951 donde relata su conversión a la fe. A raíz de esto se suscitó en ella un interés por la religión en el que, de pronto, la hija menor desempeña el papel de orientadora de su madre: «Fue como una especie de conmoción rarísima tenerle yo que explicar a mi madre cosas de la religión. Por una parte, me sentí como muy realizada después de tanto que había rezado para que mis padres arreglaran las cosas con Dios, porque yo veía que se iban al infierno por lo del chorizo y todo lo demás». A partir de entonces, el matrimonio empezó a ir a misa, «mi madre porque pensaba que debía ir y mi padre por acompañarla. Pero nunca fueron muy religiosos. Era más una religiosidad social, adquirida y poco enraizada».

Los milagros forman parte del imaginario colectivo y sirven como interpretación recurrente para cualquier suceso inesperado o incomprendido. La intervención sobrenatural sustituye a las explicaciones racionales con total naturalidad. La transformación de Paquita, por ejemplo, en una buena estudiante da pie a que la directora de su colegio vea una mano providencial que la está compensando por su prematura orfandad.

Cuando años después, la misma directora del colegio se encontró con las buenas notas que obtuve en el Preuniversitario; todo lo achacó a un milagro a través del cual Dios me había compensado por la muerte de mi padre. Es muy simple echar la culpa a alguien o pensar que las cosas se producen por milagro. La realidad es que a la edad de trece años, los chicos y las chicas empiezan a cambiar, y conmigo sucedió algo tan sencillo como que mi tardía incorporación al colegio dificultó los primeros años. Luego, el asentamiento en él me condujo a obtener los máximos honores.18

El colegio ofrece a veces otros indicios mucho más difíciles de percibir por unos ojos infantiles. Por razones evidentes, Cristina no puede entender entonces una relación a la que asiste, sin embargo, con suficiente atención como para haberla retenido en la memoria y alcanzar a interpretarla a posteriori:

Yo tengo un recuerdo del colegio de unas monjas que debían de ser lesbianas. Yo no sabía ni lo que era ser lesbiana, pero estaba una dándonos clase y venía la otra, subía y se ponían ahí a hablar y reír; las oíamos reírse, a sus cosas. Hasta que nos enteramos de que las querían expulsar porque habían dicho que una se iba a un sitio y otra a otro y como no se querían separar pues las echaron del colegio… pusieron una academia las dos en Sevilla… Y yo luego analizándolo, que lo tenía ahí guardado sin saber qué era pero que algo les pasaba a las monjas, porque, claro, cuando luego ya descubres el sentimiento, pues te das cuenta de que estas eran dos mujeres así.

Antes de que la universidad alterara radicalmente el escenario vital, cultural e ideológico donde se desenvolvían, los años del bachillerato representan un periodo de inquietudes en busca de respuesta. Manuela se recuerda a sí misma todavía inmersa en convicciones religiosas y en algún momento fascinada por la lectura de los escritos de José Antonio Primo de Rivera. Las de Letras son pocas y tienen la fortuna de contar con profesoras que pueden ser calificadas de «modernas», con clases donde se fomenta el debate y un cinefórum que da pie a la discusión. Especialmente la asignatura de Filosofía invita a plantearse multitud de cuestiones y ofrece también la ocasión de expresarse en público. El grupo de amigas lee y habla mucho, tratando de conciliar fe y razón. Una vez más, la injusticia emerge como un desafío que cuestiona el papel de Dios. La solución (provisional) consistirá para ella en adaptar para este propósito la teoría de la relatividad y concluir que para Dios no existe el tiempo, lo que le exculparía de crear a personas siendo consciente de que a la postre se van a condenar.

ENTRE EL PESO DEL PASADO Y LOS ATISBOS DEL FUTURO

En ninguna de las tres familias anidan odios exacerbados fruto de la guerra civil. Seguramente contribuye a ello el que tengan la fortuna de no haber llorado la pérdida de ningún ser querido. Aunque los AlmeidaCastro y los Sauquillo-Pérez del Arco son inequívocamente de derechas y su alineamiento político no ofrece dudas, no ha quedado en el recuerdo de sus hijas la huella de una memoria beligerante acerca del pasado reciente. «Yo casi ignoraba que había habido una guerra, porque nadie me hablaba… afortunadamente, mi padre no nos metió rencores ni nada y yo, la verdad […], tenía noticias pero no tenía conciencia», recuerda Cristina. El conservadurismo impregna todo el ambiente que las rodea, pero no llega a ser opresivo para ellas. Simplemente, los campos están muy claramente delimitados y la realidad parece plana y monocolor. Como refiere Paquita, «venía de un colegio de monjas y venía con unas ideas muy concretas. Que España era de una determinada forma. […] Creía que los rojos eran unos, los azules eran otros. Procedía de una familia más o menos conservadora, de los que habían ganado la guerra».

El caso de los Carmena-Castrillo resulta ligeramente distinto porque, aunque el medio social sea semejante, no son ni adeptos al régimen ni devotos de la Iglesia. El pasado, por supuesto, flota en el ambiente condicionando también los silencios, que en gran medida se explican por la larga sombra de la guerra civil y los traumas que ha dejado. En realidad, la guerra es un tabú. No se habla de ella. Como no se habla de otros asuntos que puedan resultar delicados o peligrosos, lo que en general excluye a la política como tema de conversación. Esta actitud no es fruto de una tragedia familiar directa, ni en los Carmena ni en los Castrillo. Pero no por ello la guerra ha dejado de marcarlos. En Añover de Tajo ha corrido la sangre tanto de unos como de otros: 32 caídos por Dios y por España según el foro Historia en Libertad, basándose en la fuente que proporciona el Santuario de la Gran Promesa de Valladolid, y varios fusilados posteriormente por los vencedores de acuerdo con el Foro por la Memoria de Toledo. Y Madrid ha sufrido en extremo los combates en las mismas puertas de la ciudad (que en el caso de la familia de Manuela los obliga a abandonar su propia casa, situada en pleno frente de combate), los bombardeos, las «sacas», los «paseos» y los fusilamientos que prolongan la tragedia bastante más allá del parte que anunciaba el fin de la guerra.

Según recuerda Manuela, su madre rara vez hacía referencia a la guerra y, cuando la recordaba, solía ser a propósito de las dificultades que habían pasado. Su padre, en general poco locuaz por su carácter, jamás hablaba de la contienda civil. Deducir sus opiniones políticas obliga a interpretar más sus silencios que sus palabras. La versión maniquea de buenos y malos está ausente por completo en su casa y tampoco se escuchan elogios a Franco. Hay, además, disposición a prestar ayuda a necesitados o vencidos. Así sucede, por ejemplo, con dos maestras represaliadas a las que encargan clases particulares de dibujo y manualidades. Sobre las inclinaciones políticas que hubieran podido tener durante los años de la Segunda República no es posible sino conjeturar. Manuela intuye que la familia materna pudo haber recibido con alegría la proclamación de la República y, en cambio, la paterna no. Carece de datos acerca de a quién pudieran haber votado en las sucesivas elecciones. Durante mucho tiempo, ni siquiera supo lo que era votar, pues la palabra le resultaba desconocida, del mismo modo que la primera referencia del comunismo le llega a través de una monja que cuenta cómo España había derrotado primero a los franceses y luego a los comunistas.

Para una niña, el manto de silencio que cubre todo lo relativo a la guerra en particular y a la política en general está preñado de referencias incomprensibles que solo al cabo de los años cobrarán sentido. Tardará en descubrir que hay dos exiliados entre los parientes de la rama materna, un hecho que concuerda con el carácter ilustrado y moderno en el que ha sido educada su madre, una lectora empedernida que sabe francés, tiene gusto por la naturaleza, practica el esquí y no frecuenta la iglesia. Todos estos rasgos parecen corresponder, en las coordenadas de la época, a un ambiente propio del republicanismo moderado de la pequeña burguesía urbana del primer tercio de siglo. Con un origen más conservador y una formación cultural más rudimentaria, su padre es, ante todo, una persona de orden y un devoto del trabajo y el ahorro: «Si adorábamos algún dios yo creo que era el dios del trabajo. Mi padre ponía —y mi madre también— como ejemplo de degradación a alguien que era un vago. Eso era horrible». Muchos años después, su padre será un entusiasta votante de Adolfo Suárez cuando llegue la democracia, probablemente porque valora tanto el que haya puesto fin a la dictadura como el haber evitado las confrontaciones.

Si en el entorno más inmediato la guerra civil está más presente por omisión que de forma explícita, el progresivo despertar de una conciencia social que andando el tiempo derivará en conciencia política va encontrando algunos atisbos desde los años infantiles. La percepción de la desigualdad, vista con ojos críticos que las hacen salirse de la óptica que las rodea, y el descubrimiento de la pobreza, con la que no tienen contacto sino de forma muy esporádica, actuarán como revulsivos de una progresiva disconformidad con el orden establecido. La catequesis y el ejercicio de la caridad juegan un papel importante en ese despertar porque son casi la única vía que rompe las barreras de aislamiento que protegen a los privilegiados de la violencia simbólica que suscita la visión de la pobreza. Cristina sitúa en ese contexto sus primeras inquietudes: «Siempre he tenido una inquietud social, por ir a la catequesis, saludar a todo el mundo, esas cosas que hacías en los barrios… iba a la catequesis y yo me acuerdo de que veía las diferencias, claro». También Paquita sitúa en sus incursiones como catequista en un barrio marginal su primer contacto con una realidad desconocida: «Ya en el colegio tenía inquietudes. Cuando me llevaban a catequesis a Caraque, que es un barrio que está en Aluche, ya me preocupaba». Incluso antes, durante el tiempo vivido en Ceuta, es a través del ejercicio de la caridad como vislumbra la crudeza de la miseria: «Cada día de la semana, a la hora de comer, venían a pedir a mi casa diferentes personas. Nunca podré olvidarme de la pobre de los lunes, una madre de familia numerosa que, al decir de la mía, “tenía los huesos de cristal por falta de alimentación y vitaminas”».19

La combinación de la moral religiosa infundida por el colegio con los principios éticos del entorno familiar (una madre tan intransigente ante la mentira como lo era el padre ante la pereza) estimula el instintivo afán por ayudar a los demás y mejorar el estado de cosas que acompañará a Manuela el resto de su vida. La raíz de esta actitud parece residir en una muy temprana capacidad de empatía y una no menos prematura predisposición a reaccionar ante la injusticia. En las coordenadas en las que es educada, esto tanto puede significar una voluntad de llegar más allá como de ir en dirección contraria a la que le señalan. Su experiencia de largos años con las monjas deja muestra de ambas respuestas, que de un modo u otro la distinguen de la mayoría de las compañeras que se conforman y permanecen pasivas, sin cuestionar ni los hechos ni las palabras que les vienen dadas mientras en ella surten efectos no previstos o incluso no deseados.

En realidad, no es infrecuente que las enseñanzas que recibe acaben provocando el efecto contrario al deseado, sembrando una semilla de rebeldía y de repudio de la desigualdad, un hecho que suscita en ella un rechazo insuperable allí donde sus hermanas o compañeras permanecen impasibles. De ahí que la incomode disfrutar de un patio anexo a la casa donde ella puede jugar pero que está vedado a otras niñas. Y de ahí también la reacción que ya hemos explicado ante una tía que en una velada familiar sentenció como natural e inevitable la existencia de ricos y pobres. No es argumento que pueda conformar a Manuela, sensibilizada por su primer contacto directo con la pobreza de la mano de las monjas, que habían decidido llevarlas a enseñar el catecismo en un barrio marginal. La miseria y las chabolas de la calle Picos de Europa, en Vallecas, acabaron por suscitar en ella más afán social que evangelizador, de modo que un grupo de niñas decidió que el catecismo de las mañanas de los domingos debía ser complementado con clases de alfabetización las tardes de los sábados, y comenzaron a ir por propia iniciativa a enseñar a leer a niños que ni siquiera estaban escolarizados. Enfrentado el entusiasmo infantil a la prueba de la práctica, pronto descubrieron que la labor pedagógica excedía su capacidad: «No conseguimos enseñar a leer, pero, en cambio, nuestros bocadillos tuvieron un éxito extraordinario». Si el objetivo concreto se saldó con fracaso, la experiencia sirvió, sin embargo, para despertar la conciencia social.

A LAS PUERTAS DE LA UNIVERSIDAD: «MI HIJA ESTUDIA»

El destino natural de las jóvenes de familia acomodada que cursan estudios en colegios de monjas en los años cincuenta es el matrimonio. Jovencitas casaderas educadas para aspirar a comprometerse con un novio que sea un buen partido, pero no para formarse como profesionales. La decisión de acceder a la universidad resulta excepcional y en buena medida denota un entorno familiar peculiar. En los tres casos que nos ocupan, las madres tienen un papel importante —cuando no decisivo— en lo que respecta al rumbo que toman sus hijas, diferente del que a ellas mismas les había correspondido. Carmen Castro, Deseada Pérez del Arco y Matilde Castrillo desempeñan el rol tradicional de ama de casa, pero propiciarán de forma activa que sus hijas tengan otras oportunidades. Tanto Manuela como Cristina no hacen sino seguir la senda previamente transitada por sus hermanas mayores y la decisión de ir a la universidad les viene dada de forma natural en tanto muestran capacidad e interés. Paquita, en cambio, es la primogénita y ha sufrido el riesgo de que le fuera vedado el camino. Así como Manuela sitúa a su padre en el centro de las decisiones sobre los estudios de sus hijas, Cristina y Paca no dudan en atribuir a sus madres la iniciativa.

Carmen Castro, políticamente menos conservadora que su marido, se interesaba por la lectura y mostraba gran preocupación por la formación educativa de sus hijas, procurando para ellas la oportunidad que a ella le había estado vedada. El traslado a Madrid permitiría hacer realidad un sueño —que sus hijas pudiesen acceder a la universidad pues— aunque la situación económica de la familia era desahogada, no lo era tanto como para que todos sus hijos, incluidas las mujeres, pudiesen estudiar una carrera:

A ella no la habían dejado estudiar… ella lo que quería era venirse a Madrid porque si no, nosotras no estudiaríamos, porque no había universidades en Badajoz, y lo que estaba claro es que para un niño todavía pagaban un colegio mayor o lo que sea, pero para las niñas no. Entonces nos vinimos y él [su padre] estuvo de abogado en el Consejo Farmacéutico y en varios sitios, como la Secretaría General del Movimiento, trabajó con Herrero Tejedor y cosas así… Y mi madre dijo: «Mis niñas estudian todas». En el 59, mi hermana mayor empezó Políticas, en el 60 otra empezó Económicas, yo lo haría en el 61 y luego la pequeña también estudió una carrera. Es decir, que eso es algo que le debemos a mi madre, porque mi padre todavía por los niños… casi le da un ataque cuando mi hermano no quiso estudiar, pero por las niñas le daba igual.

Si el padre de Cristina se mostraba indiferente acerca del acceso de sus hijas a la universidad, el de Paquita era, en principio, contrario, si bien su temprana desaparición deja toda la responsabilidad en manos de su madre. La discusión se había planteado prematuramente cuando ella hubo de repetir curso y la directora del colegio la dio por desahuciada como estudiante:

El día que suspendí tercer curso de bachillerato, la madre Eulalia, la directora del colegio, le dijo a mi madre que tenía que dejar los estudios y dedicarme a lo que hacían otras chicas de aquel mismo colegio, corte y confección, porque, literalmente, en su opinión «yo era un poco cortita». Pasé la noche llorando, quería estudiar, pero también es cierto que no estaba centrada en el colegio. Había llegado a él a los nueve años, todo el mundo se conocía, y tanto la educación que se impartía como el modo en que se relacionaban eran extraños para mí.20

En esta tesitura, la cuestión es objeto de discusión en el seno de la familia:

Y mi padre, como sabía que se iba a morir pronto porque tenía una enfermedad de riñón, tenía mucho interés en que mis hermanos estudiaran, pero yo que me casara […]. Por fortuna pude convencer a mi madre, que a su vez convenció a mi padre, de repetir curso y continuar estudiando. […] Con trece años, llorando toda una noche: yo quiero seguir estudiando. Y, gracias a mi madre, yo seguí estudiando.

Desde el punto de vista de Paca, la actitud de su madre guardaría relación con su propia frustración por haber tenido que renunciar a ser cantante de ópera para casarse, y encuentra continuidad una vez se ha quedado viuda porque esto la lleva a volcarse aún más con sus hijos, a quienes apoyará sin reserva incluso cuando adopten una deriva ideológica que no comparte.

En el caso de los Carmena-Castrillo, que la hija menor vaya a la universidad resulta un hecho natural que no plantea duda alguna. Antes que ella ha cursado estudios universitarios su hermana mayor y está haciéndolo la mediana. Lejos de ser un obstáculo, Carmelo Carmena es un activo alentador y orientador de los estudios superiores de sus hijas. Con el sentido práctico de comerciante que le distingue, las conduce hacia carreras que puedan tener utilidad para el negocio familiar y en cualquier caso, por supuesto, que tengan salidas laborales. No desprecia los intereses o vocaciones de sus hijas, pero concibe los estudios como parte de una estrategia pragmática de maximización de oportunidades en la perspectiva de que sus hijas ejercerán una profesión o desempeñarán un trabajo remunerado. Orienta a la mayor hacia los estudios de Comercio y, una vez que ha obtenido el título de perito mercantil, la envía a Inglaterra en una estancia larga para que aprenda inglés porque percibe, con notable visión, la importancia que ha de adquirir el conocimiento de ese idioma. Sobre la base de esta formación se ocupará de las tiendas de la Gran Vía (avenida de José Antonio, por entonces) que son el sustento de la familia. Se trata, sin duda, de un itinerario muy poco frecuente en una joven española de los años cincuenta. A su segunda hija la encamina hacia la carrera de Económicas. Ambas dejarán sus trabajos al casarse, pero, en un gesto enormemente revelador del talante de su padre, será él mismo quien le aconseje a la segunda que, antes de contraer matrimonio, saque unas oposiciones que le proporcionen seguridad para lo que pueda depararle el futuro. Siguiendo el consejo paterno, Ana Carmena obtiene plaza en el Cuerpo de Estadísticos del Estado.

La importancia de estos entornos familiares donde predominan actitudes propicias para que las hijas vayan a la universidad se advierte mejor si se contrasta con lo que les sucede a otras compañeras de colegio. Manuela relata cómo en su grupo de bachillerato hay algunas que no pueden proseguir sus estudios por la negativa paterna, al considerar que no es apropiado que mujeres cuyo destino en la vida es el matrimonio, la maternidad y el hogar pierdan el tiempo y, quizá, el rumbo en andanzas universitarias. Dos de sus amigas se ven de este modo privadas de ir a la universidad. Una de ellas acabará cumpliendo su deseo de estudiar una vez crecidos sus hijos y llega a ser catedrática de Historia. Más trágico resulta el destino de la que se distinguía por ser la chica más guapa del colegio, a quien la belleza se le vuelve en contra. El consejo de una de las monjas era inequívoco: «Margarita, usted es demasiado guapa para estudiar. No tiene por qué estudiar». Haciendo lo que de ella se esperaba, «no estudió, se casó con un imbécil que le dio una mala vida horrorosa y también tuvo que estudiar de mayor. Acabó de profesora de Latín».