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LAS PUERTAS DEL DESIERTO

MALI

—Cuando seas presidente de Europa no te olvidarás de nosotros, ¿verdad?

Aquella frase de Cissé, en la parte trasera de una canoa en medio del Níger, fue la primera de mis Áfricas. «Cuando seas presidente de Europa no te olvidarás de nosotros, ¿verdad?», me había preguntado. Desde entonces, dedico mi vida a la parte del trato que puedo cumplir.

Era jueves. Estaba anocheciendo y el río Níger acunaba nuestra embarcación, una gran aguja de madera, de unos quince metros de largo por tres de ancho, calafateada de brea. Aquellas pinazas, una variante de la pinasse francesa con la proa ligeramente elevada, se habían convertido en el medio de transporte fluvial más popular en Mali, un gigante de arena del tamaño de dos Francias, sin salida al mar y con más de dos tercios de su territorio cubiertos de desierto.

Aquél era nuestro octavo día de navegación en la pinaza y, si todo iba bien, a la jornada siguiente debíamos llegar a nuestro destino: Tombuctú. Sólo de pensarlo, se me aceleraba el corazón. Una semana antes había saltado a cubierta, nervioso como un mandril, para buscar un hueco entre decenas de sacos. Encontré un espacio relativamente confortable entre dos fardos de carbón bajo un techo de caña. Era un sitio perfecto porque desde allí podía ver el exterior y, por las noches, podía colgar la mosquitera del techo y mantener a distancia a los insectos cargados de malaria. Ansioso por empezar la travesía, observé a mi alrededor. La proa era maciza y acabada en punta, y en la popa habían instalado un motor. La parte cubierta y central de la embarcación era más ancha y donde se acumulaba la mayor parte de la mercancía. Ahí nos apiñábamos unos treinta pasajeros. Había familias enteras que viajaban hacia el norte y hombres solitarios enviados desde sus aldeas para ir a comprar a la ciudad. Hacía calor y pronto todos dormitábamos entre los sacos. Acababa de cumplir veinte años.

Tombuctú. Estaba enganchado a ese nombre. La ciudad de los sabios, la puerta del desierto o el hogar de los trescientos treinta y tres santos residía en mi imaginación desde hacía tiempo. Ya le había ocurrido antes a otros. En los principales puertos de Francia y Reino Unido de principios del siglo XIX, los marineros se reunían en las tabernas y explicaban leyendas de sus viajes por tierras lejanas. Una de esas historias de voz ronca y whisky barato fascinó a cientos de personas: una ciudad llena de riquezas, con calles pavimentadas de oro y diamantes, estaba perdida en un desierto africano esperando a que alguien la encontrara. Era Eldorado de África. Jamás un europeo la había visto pero aquellos lobos de mar juraban que la ciudad existía. La historia llegó a oídos de los mejores exploradores de la época. En las sociedades geográficas de entonces corría de mano en mano un mapa del siglo XIV en el que aparecía dibujada la figura de un rey negro a las puertas del Sahel con una enorme pepita de oro en la mano. Se desató la locura. Muchos murieron en una carrera contra el tiempo entre franceses y británicos por llegar primero a la ciudad perdida. Incluso el explorador escocés Mungo Park, acompañado de cuarenta soldados británicos, sucumbió a las fiebres y la disentería —y a su soberbia colonialista—, y murió en el Níger atacado por tribus locales. Los infieles no eran bien recibidos en la ciudad sagrada de Tombuctú.

Los aventureros más valerosos y los exploradores más intrépidos fracasaban uno detrás de otro. Tombuctú seguía perdida. Fue entonces cuando el nombre de la ciudad del desierto quedaría ligado para siempre a un tipo normal. El hijo de un panadero galo, de nombre René Caillié, quedó prendado de aquella historia y se prometió encontrar ese lugar a toda costa. Caillié era uno de tantos chiquillos de la época, mitad pícaro, mitad desgraciado. Nunca llegó a conocer a su padre que, en un torpe intento de cambiar por sábanas de seda su destino de trapo, había sido encarcelado por robo antes de que él naciera. El hombre murió en la celda cuando Caillié tenía nueve años. Con doce, falleció su madre y quedó huérfano. Así que el joven escapó. Él quería ser como los héroes de los libros de aventuras que devoraba cada tarde. Con diecisiete años recién cumplidos y sesenta francos en el bolsillo, zarpó hacia África.

Aquella historia también me tenía atrapado. Meses antes de llegar a Mali, y después de rebuscar en viejas librerías del casco antiguo de Barcelona, había conseguido hacerme con una edición francesa del diario de viaje del joven Caillié, editado por primera vez en el año 1830. Me quedé fascinado por las descripciones que inundaban aquellas líneas y por la perseverancia de aquel joven hijo de panadero. «No iba a renunciar ni un solo instante a la esperanza de explorar algún país desconocido de África; la ciudad de Tombuctú se convirtió en objeto continuo de mis pensamientos, en el objetivo de todos mis esfuerzos, mi decisión estaba tomada: la encontraría o moriría en el intento», escribió.

Aquel diario explicaba mil detalles de un viaje asombroso. En lugar de dirigirse directamente a navegar el Níger tal como habían hecho el resto de exploradores, Caillié estudió árabe y el Corán en Senegal durante nueve meses, se cambió el nombre —se hizo llamar Mohamed Abdallah (esclavo de dios)— y aprendió a rezar como un musulmán. Con un turbante como único pasaporte y convencido de que el estudio de lo desconocido no tenía por qué hacerse con tanto ruido, Caillié inició un viaje extraordinario.

Tras leer aquel diario varias veces, quise ver todo aquello con mis propios ojos. Decidí recorrer el último tramo de su viaje emprendido dos siglos atrás. Pero a diferencia de Caillié, a mí no me empujaba la sed de aventuras —si bien más modestas—, sino la curiosidad: quería observar cómo habían cambiado las cosas o cómo todo seguía igual. Y contarlo de la mejor manera posible. En aquel año de 2002, no sabía casi nada y quería aprenderlo todo. Quería empaparme del continente africano y acercar esos otros mundos. El viajero y el reportero pueden viajar en el mismo cuerpo, a menudo ocurre; pero mientras el primero es el protagonista de su viaje, en el segundo lo son los demás.

Metí el diario de Caillié en la mochila y me marché.

A medida que nuestra pinaza avanzaba hacia Tombuctú, más me acercaba a Cissé y a sus colegas Abdu y Omar. Los tres trabajaban como grumetes de la embarcación y obedecían sin rechistar a su patrón, un hombre flaco que vestía turbante y gafas de sol. Durante el día recolocaban los sacos de carbón, ordenaban los fardos de telas o reparaban el tejado de paja. Cuando embarrancábamos en el lecho fangoso del río, y ocurría a menudo porque aquel año había sido escaso en lluvias, saltaban al agua y empujaban la barcaza con el agua al cuello. El resto del tiempo hacían bromas y por las noches se reunían al final de la embarcación, donde tomaban té y rezaban a Alá. Solía unirme a ellos para charlar, comer arroz y pez capitán asado —de una carne sabrosísima— o aprender un poco de lengua bambara. Los chicos tenían brazos finos pero fuertes como cables de acero. Y preguntaban. Primero sobre el inevitable fútbol, pero luego por todo lo demás. Omar alucinaba de que en Europa los chicos y las chicas se dieran besos en la boca. Lo había visto en la tele y le daba un asco tremendo. También había visto el lujo y, en una película, una caja metálica para subir al cielo: un ascensor. Quería saber cómo era subir en uno de ésos. El olvido al que Occidente relega al continente africano es directamente proporcional al interés de miles de africanos por ese otro mundo tan cercano y a la vez inalcanzable.

—¿En España hay pinazas y un río como el Níger? —preguntó Omar.

—Hay muchos ríos, aunque no son iguales. Y la gente no viaja en canoas —respondí.

—Claro, la gente va en coche. En Europa todos tienen coche, lo he visto en la televisión.

—No todos, pero sí hay muchos coches.

—¿Y quién tiene más dinero: el presidente de España o Kanouté?

En aquella época, el delantero maliense era la estrella del Sevilla FC.

—Ni idea.

—En Mali el presidente es el hombre más rico del país. Y luego el vicepresidente, los ministros y así en orden hacia abajo.

Algunas tardes, venían a verme y me pedían si les dejaba hacer dibujos en mi libreta. Pintaban hombres, mujeres, coches y piraguas.

A Cissé, Abdu y Omar los había visto por primera vez en uno de los hormigueros humanos más fascinantes del oeste de África: el puerto fluvial de Mopti. La ciudad, situada en el centro de Mali, está ubicada en la confluencia de los ríos Bani y Níger y se levanta sobre tres islas unidas por diques. Junto a la orilla del puerto, donde había amarradas decenas de pinazas y canoas de madera, un grupo de jóvenes cargaba en una de las barcazas sacos de carbón, mijo o arroz, cabras, gallinas o incluso una motocicleta. Allí estaban Cissé, Abdu y Omar. Dos hombres en la parte trasera de un camión colocaban los sacos en la cabeza de cada joven para que los subieran a la pinaza. Debían de pesar como un demonio porque tenían la cara y las sienes surcadas de chorretones de sudor. En la explanada terrosa junto a la orilla, grupos de mujeres vendían mangos y pescado ahumado y, en el río, niños desnudos saltaban desde las barcas y recibían la bronca del patrón. La vida de la ciudad brotaba del río. En un ir y venir constante, confluían en la orilla pescadores bozo, pastores tuareg, nómadas peul o agricultores dogón y bambara en una suerte de torre de babel étnica unida al río. Decenas de curiosos, sin mucho más que hacer, se reunían cada tarde junto al Níger. Un grupo de hombres observaba cómo dos tipos negociaban a gritos el precio de unas gallinas. Enseguida se formó un corro y cualquiera intervenía para opinar sobre la cuestión.

—¿Dos mil cefas por gallina? ¡Es demasiado! —decía uno.

—Es un precio justo —gritaba otro.

—¡Si cree que le voy a dar más de mil, está loco! —zanjaba el comprador, que exageraba su indignación para chanza de los presentes, que se desternillaban de risa. Al final acordaron un precio por menos de la mitad, y el hombre, satisfecho, se alejó con las dos aves bocabajo, atadas por las patas.

Una gran piragua, llena a rebosar, hundía el casco de madera en el río y parecía estar a punto de estallar. La escena apenas había variado en siglos. Sólo alguna camiseta del Arsenal o del FC Barcelona de fabricación china pintaba algo de modernidad en la postal. «La gran piragua estaba cubierta de esteras, cargada de arroz, de millo, algodón, telas y otras mercancías. La embarcación parecía muy frágil, unida con cuerdas, soportaba cerca de sesenta toneladas de peso», escribió Caillié.

Cissé, el grumete más joven, de unos once años, fue al primero que conocí al subir a la pinaza. En cuanto accedí a cubierta, apareció con una estera de paja que colocó entre los dos sacos de carbón.

—Así dormirás bien.

Siglos antes, Caillié había descrito en su diario esa amabilidad franca. «La hospitalidad de sus gentes es infinita. Cuando llego al poblado, se desviven por mi comodidad. Dicen: “debes de sufrir mucho, no estás acostumbrado a hacer una ruta tan dura”, van a buscar hojas y me preparan una cama.» Las cosas no han cambiado tanto desde entonces.

El patrón me había jurado que tardaríamos tres días en llegar a Tombuctú, pero en realidad nadie tenía ni idea de cuántas jornadas íbamos a necesitar. La sequía había vuelto el río impredecible. Supongo que el hombre simplemente creyó adivinar en mí el interés por un viaje rápido y accedió a desearlo. A mí me daba igual, y el precio del trayecto no variaba si tardábamos más o menos días, pero imagino que relacionó el color blanco de mi piel con las prisas. Y quiso complacerme. Porque no es sólo que en África la concepción del tiempo sea diferente al reloj estricto de Europa, es también una cuestión de actitud. A diferencia del Viejo Continente, donde el optimismo se basa en la lógica o la razón —uno es optimista porque hay motivos para serlo—, el optimismo africano nace del deseo. Por eso a veces es un optimismo kamikaze, que pacta compromisos improbables o mantiene esperanzas imposibles.

Yo eso entonces no lo sabía, pero uno de mis genes vascos me hizo prever el horror de quedarme sin provisiones si el viaje se alargaba, así que di unas monedas extra a la cocinera, una mujer que pagaba su billete cocinando arroz para toda la tripulación y los pasajeros que quisieran. La mujer, me explicó, pertenecía a la etnia de los bozo, que durante siglos se había ido instalando en las riberas del Níger. Ellos fueron los fundadores de ciudades como Mopti o la bella Djenné, ciudad construida completamente con barro y adobe. Los bozo eran tan famosos en África occidental por sus habilidades en la pesca y sus conocimientos de navegación fluvial que también se les conocía como los «maestros del Níger». Luego, me juró, también cocinaba bien.

La pinaza avanzaba a quejidos y poco a poco las orillas fueron despejándose de vida. A veces la silueta de un tuareg a lomos de un dromedario cortaba el horizonte y desaparecía para dejar de nuevo el protagonismo al vacío. Cuando la canoa se detenía junto a una pequeña aldea y descargaban algo de mercancía, aparecían en pocos segundos en la orilla decenas de hombres, mujeres y sobre todo niños para dar la bienvenida a los vecinos que habían ido a la ciudad. Se oían gritos de júbilo y la aldea se convertía en una fiesta. Los ancianos recibían a los recién llegados y los hombres adultos ayudaban a bajar los sacos de arroz o bloques de sal. Los niños saltaban de alegría y saludaban hacia la canoa, fondeada en la parte más honda del río. La llegada de la pinaza era un acontecimiento de primer nivel. Y en una región tan árida, donde la sequía había golpeado los cultivos con saña, el hecho de que trajeran cereales o grano era, además, un verdadero alivio.

Y entonces llegamos al océano. O eso me pareció, aunque sabía que era imposible. De repente, el Níger se abría y un mar de aguas tranquilas bañaba las entrañas de uno de los países más secos del mundo. Me froté los ojos, alucinado. Acabábamos de entrar en el lago Debo. A Caillié aquel espectáculo de la naturaleza también le fascinó. «El lago Debo —escribió— se derramaba como un mar interior y tres embarcaciones empezaron a disparar al cielo para saludar este lago espectacular mientras gritábamos ¡Salam! con todas nuestras fuerzas, una y otra vez. No podía volver en mí de la sorpresa de ver en el interior del país tal volumen de agua. Aquello tenía algo de majestuoso.»

Cissé me tocó el hombro para comprobar que estaba despierto.

—¡Mira Xavi, mira allí delante, a nuestra izquierda!

Una manada de hipopótamos se refrescaba imperturbable ante el cuerpo de madera que se acercaba a ellos lentamente. Pese a su imagen inofensiva, estos mamíferos, primos lejanos de las ballenas, son junto con los cocodrilos los animales salvajes que provocan más muertes en África. Territoriales y agresivos, los hipopótamos no perdonan que una canoa despistada se meta en su terreno. Cissé, Abdu y Omar sacaron unas largas pértigas que introdujeron en el agua. Las sumergieron hasta casi hacerlas desaparecer y apoyaron su peso para impulsar la barcaza y mantener una distancia prudencial de aquellos gigantes acuáticos. Un hipopótamo macho, con un gesto más de desinterés que de amenaza, abrió la boca y dejó ver dos grandes colmillos del tamaño de un brazo y que podrían atravesar a un hombre como si se tratara de un flan. En la orilla una garza imperial arqueaba su cuello lista para lanzarse sobre una rana despistada y un martín pescador pío se arrojaba con su pico afilado hacia un banco de pececillos. Tombuctú estaba a la vuelta de la esquina y yo no quería que aquel viaje acabara nunca.

Algún dios guasón debió de escuchar mis plegarias. Poco después de abandonar el lago y volver al cauce estrecho del Níger, escuchamos el crack. Enseguida noté que había problemas; y gordos. La barriga de madera de la canoa se había deslizado por el suelo arcilloso del río hasta clavarse sin remedio en unas rocas invisibles desde la superficie. El patrón lanzó un aullido.

—¡Todos a la orilla, nos hundimos!

En realidad no pude entender exactamente qué decía porque gritó en árabe, pero la traducción vino a ser ésa. No había tiempo que perder y todos, tripulación y pasaje, lo sabíamos. Un naufragio en esas condiciones podía no parecer tan peligroso, ya que la orilla estaba a apenas unos quince o veinte metros, pero era una trampa mortal para quienes no sabían nadar. Y había muchos rostros de preocupación entre los pasajeros. Mis tres amigos grumetes usaron de nuevo sus pértigas para virar la proa de la canoa y acercarla lo máximo posible a la orilla. Todos los hombres bajamos al agua y, hundidos hasta la barbilla, empujamos con todas nuestras fuerzas. La embarcación apenas se movió.

—¡Hay que vaciarla!, ¡rápido! —ordenó el patrón.

Enseguida se montó una cadena humana para descargar los sacos mientras otros pasajeros achicaban agua con cazos, cubos o las manos. Una anciana tuareg, que viajaba con su familia, alcanzó tierra firme a hombros de su yerno. Poco a poco la canoa ganó altura, fue posible acercarla a la orilla y situar fuera del agua el agujero que habían abierto las rocas.

El patrón calculó en voz alta: la pinaza estaría reparada a la mañana siguiente. De nuevo, el optimismo africano del deseo. A mí me dio la risa floja, pero el resto de pasajeros escucharon sin protestar, se alejaron en silencio, colocaron mantas a la sombra de unos árboles bajos y se pusieron a esperar. No había nada alrededor, tan sólo tierra y arbustos.

A mediodía de la jornada siguiente, por supuesto, la canoa seguía sin estar lista. Como, con el paso de las horas, el tedio y el aburrimiento se hicieron más fuertes que el calor, y hacía algo de viento fresco, recurrimos al entretenimiento del idioma más universal: el fútbol. Omar me ayudó a juntar mis calcetines sucios y formar una pelota de tela. Con una tira de un saco roto atada alrededor de los calcetines, la esfera ganó consistencia. Al rato todos disputábamos un fenomenal partido junto al río.

Al día siguiente, el patrón lanzó un grito para pedir que ayudáramos a cargar de nuevo la pinaza. En África nunca nada está roto, está esperando a ser reparado. Podíamos marcharnos.

El joven explorador René Caillié llegó al puerto de Kabara escondido entre los sacos de su pinaza por miedo a que le descubrieran y le asesinaran por infiel. Años antes, el explorador escocés Alexander Gordon Laing había sido asesinado en los alrededores de Tombuctú al ganarse la enemistad del gobernador de la ciudad. Para Caillié, pasar desapercibido era clave para cumplir su sueño de llegar a Tombuctú y salir vivo para contarlo. «Sobre la una del mediodía, llegamos al puerto de Kabara. Me vinieron a advertir que podía salir de mi prisión. Los demás se quedaron detrás y yo me di prisa a pasar por la pasarela», narró.

Cuando nuestra pinaza tocó tierra, en el puerto había un grupo de tuaregs, dos Land Rover de algún comerciante poderoso y un camión de troncos. Me abracé a Cissé, Omar y Abdu y prometí que un día escribiría sobre ellos.

La tranquilidad de aquella despedida habría sido imposible diez años después, cuando en 2012 el país cayó en el abismo. En los días de mi primer viaje a Mali, el país llevaba décadas siendo un ejemplo de estabilidad en África occidental y se había mantenido al margen de la ola de violencia de sus vecinos marfileños, sierraleoneses, liberianos o guineanos más al sur. Pero el desastre era cuestión de tiempo: Mali era pobre hasta las trancas, con una población de apenas dieciséis años de media y lleno de analfabetos. Sólo tres de cada diez malienses sabían leer y escribir. Y a principios de 2012, ese equilibrio de cristal saltó por los aires. La región del norte del país sucumbió al fundamentalismo religioso y se convirtió en zona de secuestros de occidentales.

La chispa fue la enésima revuelta tuareg, que llevaban más de cien años protestando por el desprecio del Gobierno central y reclamando la independencia de una región desértica del norte, bautizada como Azawad. Pero aquel año, algo más había cambiado en la partida de ajedrez del desierto: un año antes, la caída de Muamar el Gadafi en Libia había dejado sin trabajo a miles de mercenarios tuareg y de otras tribus del Sahel que luchaban a sus órdenes. Eran hombres bien armados y entrenados; y que conocían el desierto como si fuera su jardín. Reforzados por esos mercenarios, los tuareg aprovecharon la debilidad del Gobierno de Mali para lanzar una nueva rebelión. Supieron aguardar el momento indicado, que llegó en forma de traición: un grupo de soldados del ejército maliense, hartos de morir en el desierto contra un enemigo más poderoso, dieron un golpe de Estado que dejó tiritando al país. El avance de la revuelta en el norte se aceleró porque a la causa tuareg se apuntaron grupos islamistas yihadistas. Los tuareg aún no lo sabían, pero acababan de pactar con el diablo.

Una vez declarada la independencia de Azawad, los fanáticos religiosos secuestraron el sueño independentista de los nómadas del desierto. Los diferentes grupos extremistas expulsaron a los tuareg de las principales ciudades del norte, Tombuctú entre ellas, y fundaron un Estado fundamentalista radical. La implantación de una visión muy estricta de la ley islámica, que castigaba con latigazos a las mujeres que hablaran con hombres o con la amputación de la mano a los ladrones, aterrorizó a la población durante meses. A principios del año 2013, Francia, alarmada por el nido de terroristas que se estaba creando tan cerca de Europa y preocupada por las reservas de uranio en la vecina Níger, envió a sus soldados al Sahel y expulsó a los extremistas de las ciudades. Pero, desde entonces, de la inmensidad del desierto nadie es capaz de echarles.

Cuando descendí de la piragua en el puerto de Kabara, a un tuareg envuelto en un turbante azul le brillaron los ojos y un colmillo. Se acercó y me preguntó socarrón si sabía que Tombuctú estaba unos quince kilómetros hacia el norte y no había ningún transporte público que recorriera el trayecto. ¡Ése era el motivo por el que decenas de exploradores habían fracasado en su empeño de encontrar la ciudad! Con el paso de los siglos, el curso del Níger se había desplazado al sur, y aquellos aventureros occidentales, tras meses de penurias y peligros, pasaban de largo sin saber que Tombuctú esperaba pocos kilómetros al norte. René Caillié no se perdió. El hijo del panadero francés había aprendido a hablar el idioma de los locales y podía comunicarse, así que simplemente preguntó el camino a Tombuctú.

El único acceso para llegar a la ciudad era una carretera arenosa que ardía bajo el sol del Sahel. Sin vehículo era una locura meterse ahí. El tuareg olió sangre y me debió ver cara de emir qatarí, porque se ofreció a llevarme en su todoterreno a cambio de una auténtica fortuna. Rechacé su propuesta y me dirigí hacia la otra punta del puerto, donde unos hombres cargaban unos troncos en un camión. Pregunté al conductor si podían llevarme a la ciudad. Cuando estaba a punto de aceptar, el tuareg del turbante azul culebreó entre los dos y le gritó un par de cosas que no pude entender. El muy cabrón. El conductor del camión me miró apesadumbrado y me dijo que lo sentía pero no me podía llevar. Estaba atrapado. O pagaba un dineral a aquel tipo o me iba a quedar a las puertas de Tombuctú. La sonrisa de hiena del tuareg ante la que creía una victoria segura me hizo reaccionar. Agarré mi mochila, pregunté cuál era la dirección hacia Tombuctú y empecé a caminar.

—¡Te perderás y morirás de sed, idiota! —gritó el tuareg.

Rojo de rabia, seguí andando sin girarme dispuesto a caminar hasta la ciudad.

Después de una hora de caminata, ya había sudado mi dignidad entera. El sol del Sahel se clavaba en mis hombros y sus rayos se incrustaban en mi cabeza. Respiraba con dificultad y me resbalaban gotas de sudor por todo el cuerpo. Cuando ya estaba a punto de dar media vuelta y regresar al puerto, noté un leve temblor bajo mis pies. A lo lejos, envuelto en una polvareda descomunal, apareció el camión de troncos. Por un momento pensé si el calor no había empezado a provocarme delirios y era un espejismo; pero no. Aquel monstruo con ruedas se detuvo al pasar por mi lado, se abrió la puerta y apareció el sonriente conductor.

—Sube y colócate entre los troncos, amigo.

Cuando René Caillié llegó por fin a Tombuctú, le embargó una felicidad total. Pero no se encontró la ciudad de la leyenda. En la ciudad del desierto no había oro ni riqueza, tan sólo había arena y muros que se caían a pedazos. Fue entonces cuando Caillié hizo un esbozo del lugar que desencantaría a muchos europeos. «La ciudad es una masa de edificios de adobe de aspecto penoso. Por todas partes hay inmensas llanuras de arena de un amarillo blanquecino y el cielo en el horizonte es rojo pálido. La naturaleza es desoladora, reina el más profundo silencio y ni siquiera se oye el trinar de los pájaros», apuntó. La tradición oral había creado el mito. Durante siglos, la ciudad había servido de punto de encuentro entre las caravanas que traían oro y plata de las ricas minas de la costa occidental del golfo de Guinea y los nómadas tuareg que traían telas y especias del norte y de Arabia. Tombuctú era un punto de intercambio, la última ciudad antes de entrar en el Sahel. Todos escuchaban que los metales más preciosos, las telas más delicadas y las especias más sabrosas se dirigían a la ciudad y se propagó la idea de que la riqueza se quedaba allí. El imaginario popular creó un lugar de calles bañadas en oro y diamantes. Pero jamás existió.

Un dicho maliense guardaba la esencia de tal desengaño, pero sin una pizca de decepción. «La sal —reza el proverbio— viene del norte; el oro, del sur y la plata, de la tierra de los blancos; pero la palabra de Dios, las cosas famosas, las historias y cuentos de hadas, sólo se encuentran en Tombuctú.»

Nada más saltar del camión, fui a buscar a un primo de Abdulayé, un buen amigo de Bamako. Sólo conocía su nombre y apellido y, como única referencia, sabía que vivía cerca de la mayor biblioteca de la ciudad, así que pregunté a un chaval, que a su vez preguntó a dos niños y luego a otro. Todos quisieron acompañarme. Al rato se nos habían unido tantos niños que a esas alturas todo Tombuctú se había enterado de mi llegada. Como el primo de Abdulayé no estaba en casa, su mujer, Amina, me invitó a un té y a tomar la primera ducha en nueve días. Situado en el patio, el baño era un cubículo de adobe, a cielo abierto, al que se accedía por una estrecha apertura en una de las paredes. Había un barreño de agua fría en una esquina, un cazo de plástico y un trozo de espejo apoyado sobre dos clavos. Me observé en el reflejo y me di cuenta de que tenía un aspecto lamentable, con una barba espesa, el pelo apelmazado y la cara llena de polvo. Tras asearme, le pedí a Amina que, por favor, le dijera a su marido que estaría en el bar de la plaza. Escogí un pollo con patatas fritas con menos carne que un gregario del Tour de Francia, pero que devoré con ansia después de más de una semana prácticamente a base de arroz blanco.

Al otro lado de la calle, un grupo de hombres descargaba un camión lleno de mangos apilados en la parte trasera del vehículo. Como no estaban colocados en cajas, los del fondo estaban chafados o podridos. Junto al camión, había un grupo de mujeres y niños que esperaban a que les lanzaran las piezas de fruta en mal estado. En el mercado, sobre tenderetes de madera, se vendían sandalias, tortas de sorgo, queso de camello o camisetas. La mayoría de calles de arena, infestadas de orines, albergaban edificios decrépitos y muchos niños vestían con harapos. Me acerqué a ver las camisetas a la venta y vi que una de ellas tenía estampada la cara de Bin Laden. Junto a su rostro afilado, se distinguía la silueta de las Torres Gemelas de Nueva York en llamas, un tanque y dos aviones de guerra.

Desde siempre, el fundamentalismo religioso ha aprovechado la mecha de pólvora que forman la pobreza, la desesperanza y el analfabetismo. Aquella camiseta que pintaba al líder de Al Qaeda como si fuera un icono revolucionario era un aviso velado de lo que ocurriría una década después.

Y cuando ocurrió fue una desgracia para la ciudad que durante siglos había sido el centro cultural del islam en África occidental. En Tombuctú, que conservaba bellísimas mezquitas de adobe y bibliotecas repletas de manuscritos antiguos, se había vivido hasta entonces sin tensiones y bajo una interpretación laxa de la religión. No era raro ver a chicas en tirantes o vestidas con alegres telas africanas. Pero la llegada de los yihadistas en el año 2012 convirtió la ciudad en un destino hostil. Miles huyeron y los que se quedaron tuvieron que convivir con el silencio y el terror. También hubo héroes. Cuando los fundamentalistas destrozaron mausoleos de santotes al considerarlos haram (aquello prohibido por el islam), un grupo de intelectuales se movilizó secretamente para evitar otro desastre: la destrucción de manuscritos. Durante siglos, el comercio de libros en la zona fue uno de los más importantes del mundo. En las estanterías de las bibliotecas de Tombuctú podían encontrarse tomos antiquísimos de historia, astrología, botánica o matemáticas. Algunos conservaban en los márgenes inscripciones en español de los moriscos expulsados de la península Ibérica en el siglo XVII. También había legajos en hebreo. Tras huir de la Península, algunas familias atravesaron el desierto con su biblioteca familiar a cuestas y se instalaron en Tombuctú. Se pagaban auténticas fortunas por aquellos libros, pero su valor histórico y cultural era incalculable. Por eso hubo quien arriesgó su vida para proteger aquellos libros «infieles» de las hogueras integristas. Algunos libros abandonaron la ciudad escondidos en maleteros y otros se dispersaron de manera discreta en aldeas apartadas a lo largo del Níger, bajo la custodia de familias de confianza.

Después de mi visita al mercado, cuando ya atardecía, me perdí por las calles del norte de la ciudad. Apenas se escuchaba una conversación desde un patio cercano y el rumor lejano de los últimos comerciantes desmontando sus paradas. Deambulé un buen rato y me dejé atrapar por el embrujo de la ciudad. Pensé que la magia de Tombuctú no está en sus calles de arena, sus decadentes edificios o sus bellas mezquitas de barro, ni siquiera en la inquietante fortaleza que el desierto levanta a su alrededor o en sus noches negrísimas y estrelladas. No era nada de eso o era todo a la vez. Si uno se esforzaba en mirar, la ciudad mantenía su esencia intacta. Como si la dignidad de los tiempos en que fue el eje del islam ilustrado de África perdurara en el aire y la memoria.

Pasé junto a un campamento de chozas tuareg. Sus techos circulares y abovedados, de paja trenzada, estaban construidos con maestría de orfebre. Un tuareg captó mi curiosidad y me invitó a pasar para tomar un té muy dulce. El suelo estaba cubierto de esteras ornamentadas y, al fondo, había cojines y sacos de piel de camello. En tres días, me explicó aquel hombre, partía con su familia y animales hacia Argelia. No le tenía miedo al desierto porque, decía, era su casa y nadie tiene miedo de su hogar. Mientras hablaba, desplegó una tela en el suelo y quedaron al descubierto un puñado de anillos y collares de plata. Los tuareg, excelentes comerciantes, habían usado su artesanía desde tiempos antiguos como divisa o forma de ahorro. Los observé con interés pero yo no quería comprar nada. El tuareg entendió que no iba a caer en su red y, después de un breve regateo inevitable que pinchó hueso, proseguimos la charla. Tras acabar mi té, me di cuenta de que me había vendido uno de los dos sacos de piel de camello. Hice como si nada y le pregunté si sabía acerca del desconcierto que la ciudad provoca entre muchos recién llegados, que se decepcionan ante el estado ruinoso de sus calles y casas. Me miró y se tomó su tiempo en responder.

—Tombuctú —dijo por fin— no es una ciudad a la que simplemente se pueda llegar, Tombuctú es el camino.