A Nabor
En el poblado de Ometepec había un músico que se autonombraba El Guitarra, debido a que días antes de empezar su primera gira, fue a la iglesia de santa Matilde y, de pronto, ante la efigie de la santa escuchó en su oído derecho ciertas palabras femeninas sensuales: “Te llamarás El Guitarra, pues tu corazón es una guitarra y también tu alma tiene forma de guitarra; todo concuerda. Ve con Dios, hijo, por estos rumbos del terruño, acompañado de mi bendición”. Cuando volteó hacia su derecha no había nadie; la persona más distante, como a cuatro lugares de donde él estaba hincado, era un hombre. Al pensar que se trataba de un milagro, le entró una vergüenza inaudita por haber pensado que una muchachona, tal vez conocida o parienta de él, le había hecho la broma con esa voz sensual.
Antes de salir de la iglesia, rezó tres padres nuestros y tres aves marías para componerle un poco a su error garrafal; incluso, al salir, como vio que el confesor estaba desocupado, se detuvo un momento con él para comentarle lo que le había sucedido. El sacerdote le dijo que había hecho bien en rezar, pero que no se preocupara pues cuando él, el padre, hablaba con la virgen, ése era su tono de voz pues, antes de arrepentirse de sus pecados, que no fueron pocos, y dedicarse a hacer milagros en Ometepec y otros lugares cercanos, ella se dedicaba a la vida ligera en el sentido que cantaba en un cabaret prohibido y que esa voz siempre había sido la suya desde adolescente y que, ya santa, pues era imposible que Dios le cambiara esa expresión bucal; son pequeñeces, hijo, ve con Dios y que tengas suerte en la música; ya lo dijo nuestra patrona y ella es de las más atinadas por estos rumbos del sur.
Así que El Guitarra salió contentísimo y pensó que hasta había una gran coincidencia con santa Matilde pues, entre otros nombres que él había anotado para su nombre artístico había escrito el de El Guitarra, pues todo mundo se ponía unos nombres extravagantes y muy copetudos. Él había escuchado decir a la gente, incluso entre músicos, cuando un intérprete era bueno con el violín, decían “El Violín” o “El Chelo” y no lo llamaban por su nombre, así que él también anotó “El Guitarra” y, bueno, seguiría el consejo de la patrona. Ya se avecinaba su primer fin de semana en un par de días. Empezaría el viernes y acabaría el sábado hasta la hora que se pudiera y saliera chamba.
Y así fue, el primer fin de semana anduvo de arriba abajo en Ometepec, recorriendo jardines, plazas, bares, cantinas y, para su buena suerte, contratado varias veces para llevar serenata. Terminó por ahí de las dos y media de la mañana de sábado para domingo, con la última serenata a una muchacha en verdad muy guapa, tanto que al mismo Guitarra le había gustado mucho y, como dándole por su lado al novio, le regaló a la mujer un par de rancheras románticas. El único problema, o problemón, según él, es que le empezaron a llamar “El guitarrista”, a pesar de que él insistía en aclararles que su nombre artístico era “El Guitarra” con “guita” al principio y “arra” al final. ¿Cómo era eso de que desacataran lo dicho por santa Matilde, quien también había sido cantante?
Incluso, en la última cantina donde estuvo, se sentó a platicar sus cuitas con su amigo Ernesto y le mostró su guitarra para que viera por qué se llamaba “El Guitarra”: “Mira estas micas amarillas y corales bien acopladas, estas flores anaranjadas subidas, con hojas verde limón arriba y abajo, el entorno colorado con varias estrellitas y además estas cintas azul fuerte y azul claro colgadas al final del brazo, míralas, Ernesto, son una chulada. Ahora mírame a mí, lo contrario a la guitarra para que resaltara ella y dijeran ‘ya llegó El Guitarra’: mi chamarrita de mezclilla, un pantalón de caqui y estos botines negros, además de este simple sombrero de paja; ya no se podía menos, ¿no crees, Ernesto?” Ya medio borracho, Ernesto le comentó: “A lo mejor la virgencita se equivocó o fueron puras alucinaciones tuyas, mi buen Guitarra, pues…”
En cuanto “El Guitarra” escuchó estas palabras de su gran amigo desde la infancia, salió de la cantina más encabronado que nunca, pues necesitaba aunque fuera un apoyito para no sentirse tan de la chingada. Ya en camino a su casa, se prometió que le llamarían “El Guitarra” costara lo que costase y que se iba a dar otras giras de fin de semana, gritando su nombre aunque les dolieran las orejas. Y así lo hizo, pero cuando se dio cuenta de que no lo llamarían por el nombre que le había puesto santa Matilde y que muchos se habían cansado de escuchar su alegato cuando entraba a los sitios de la beberecua y seguían diciéndole “El guitarrista”, se quedó todo confundido y casi le estaba dando la razón a su amigo Ernesto.
Así que se cambió de nombre y se autodenominó “El gallo de Ometepec”, pero antes, pensó, necesito cambiarme de vestimenta y llegar reluciendo de lo lindo.