ANTES de pisar el terreno movedizo donde voy a meterme, me parecen del todo imprescindibles algunas aclaraciones previas. Yo soy aquí un intruso en todos los sentidos de la palabra. Empecemos por dejar sentado que no tengo un pelo de cervantista. En mis tiempos de estudiante leí, por supuesto, las principales obras de Cervantes, y después he releído varias veces, como cualquier hijo de vecino, el Quijote, y de vez en cuando alguna otra obra o parte de obra. Pero nunca se me ha ocurrido aportar, como dicen, nada nuevo personalmente mío a los miles de estudios que existen sobre esta gran figura. Debo decir en seguida que tampoco ahora se me ha ocurrido semejante audacia. Si estoy aquí como un intruso caído desde no se sabe dónde en pleno territorio de los estudiosos, no ha sido por iniciativa propia.
Podría decir en mi descargo que más que un intruso soy lo que en los deportes llaman un emergente, uno que sale al paso de una emergencia, aunque esa emergencia es siempre la misma: la imposibilidad de jugar la partida el verdadero jugador. Esta vez salgo al paso de Del Paso, o sea a cubrir en la cancha la posición que él no ha podido cubrir, para seguir hablando en jerga deportiva. Pero tampoco esa disculpa funciona demasiado bien. En el deporte, un emergente no vive sino para esa eventual oportunidad; en el banquillo donde acecha impaciente su golpe de fortuna, se ha preparado tanto o más que el titular, mientras que yo no estaba en ningún banquillo ni me preparaba para nada cuando me pidieron saltar a una cancha en la que me siento tan perdido como en alta mar. Y además, por emergente que sea, nadie me va a perdonar si fallo un penalty.
¿Qué puede hacer un emergente al que echan así a la cancha, o más bien al ruedo, sin muleta ni espada y vestido de paisano? Supongo que quitarse la chaqueta e intentar torear al bicho. Yo, vestido de paisano, tengo que salir del paso con lo que llevo encima, puesto que tampoco en mi armario tengo toga y birrete. Lo que llevo encima, se entiende, es lo que suele llamarse el bagaje intelectual. Que en mi caso seguramente no merece ese nombre, sino cuando mucho el de bolsa de viaje. Llevo encima estos tiempos, en efecto, algunas preocupaciones con las que me muevo de aquí para allá como con un equipaje, o, como también suele decirse, una impedimenta. Arrojado al ruedo, echo una mirada a mi impedimenta en busca de algo con que pueda echar un capotazo al Quijote, no al personaje, a Don Quijote, que supongo que entraría decididamente al trapo, o sea que se iría derecho al engaño, sino a la obra, Don Quijote de la Mancha, un toro de peso que nunca se dejará abrazar y abarcar y menos aún domesticar y encasillar. En mi impedimenta de estos tiempos, un trapo que tal vez podría echarle por delante al Quijote son mis largas cavilaciones sobre la verdad, la mentira y la ficción, no lejos de otras divagaciones sobre el lenguaje directo y el figurado y otras perplejidades de este tenor. Hace años en efecto que estoy tratando de entender un poco mejor cómo se lee una ficción —o cómo se entiende un cuento. Observo que si al escuchar “Éste era un rey que tenía tres hijas, las metió en tres botijas y las tapó con pez”, alguien exclamara indignado “¡Eso es mentira!”, esa exclamación nos parecería absurda. Y sin embargo, según la idea habitual de la verdad, es obvio que ese relato no es verdad. Entonces es que hay cosas que no son verdad y que sin embargo no son mentira —o más precisamente que es absurdo llamarlas mentiras. Porque no es lo mismo ser falso que ser absurdo. Decir por ejemplo que Cervantes era italiano es falso, pero no es absurdo. Pero sin duda hay también afirmaciones que son a la vez falsas y absurdas, como por ejemplo decir que Cervantes se pasea ahora por Nueva York. Lo que no es tan claro es si puede haber afirmaciones que sean absurdas sin ser falsas. Y sin embargo hay en la ciencia moderna afirmaciones absurdas que no son falsas, o por lo menos no lo son para la ciencia, como por ejemplo decir que un fotón puede estar en dos lugares distintos al mismo tiempo. Pero no hace falta ponernos tan modernos para acoger con científico júbilo las ideas más absurdas. Ya antes de Einstein, toda la física clásica se funda en dos ideas absurdas: que el movimiento no es un cambio, sino un estado, y que los cuerpos no pesan. Me refiero, por supuesto, a la ley de la inercia y a la ley de la gravedad, que se justifican la una a la otra y que la ciencia de tiempos de Newton y Descartes sólo pudo digerir tras grandes convulsiones.
Pero no teman: ciertamente no he venido aquí a darles una clase de epistemología. Lo que pasa es que conviene darle algunas vueltas al concepto de lo absurdo, porque tiene bastante que ver con lo que discutiremos luego. Por lo pronto saco ya algún principio importante de lo poco que llevo dicho: que la cuestión de la verdad y la mentira no puede plantearse adecuadamente sin referencia a la ficción. Que el hombre ha convivido siempre con sus ficciones parece indudable, pero ¿las ha entendido siempre igual? Los viejos relatos míticos que nosotros tomamos como leyendas, parábolas o alegorías, pa-rece seguro que los antiguos los tomaban literalmente. Toda-vía hoy vemos que muchas personas toman como verdaderos ciertos relatos o aseveraciones que muchas otras personas consideran patrañas y que algunas otras miran como relatos simbólicos o acaso incluso ficciones estéticas. Siempre he pensado que valdría la pena dilucidar un poco cómo funcionan esas creencias. Un hombre del siglo XXI que acepta a la vez que es verdad que Cristo resucitó al tercer día y que es verdad que la materia está hecha de átomos, es evidente que recurre a dos ideas diferentes de la verdad. Es la oscuridad sobre estas clases de verdad lo que hace absolutamente estériles las discusiones sobre cuestiones de fe entre creyentes y no creyentes de cualquier religión o ideología.
En todo caso, la confrontación con la mentalidad de un creyente contemporáneo puede ayudarnos a entender la de un “primitivo”. Por primitivo que sea, un hombre que cree que Palas Atenea combate junto a los aqueos, u otras cosas más arcaicas aún, tiene también dos ideas de la verdad, como lo han mostrado algunos etnólogos a propósito de ciertos mitos de algunas tribus primitivas. Sin duda hay diferencias: el hombre moderno de nuestro ejemplo difícilmente puede ignorar que esas afirmaciones son de diferentes planos, seguramente porque piensa que los hechos a que apuntan son de diferentes planos. Es de suponer que esa diferencia es más nebulosa para un primitivo, pero, a su manera, tampoco él puede ignorar que no cree con la misma clase de creencia que Zeus se transformó en cisne y que su vaca parió un becerro la semana pasada, aunque sólo sea porque la una es una creencia divina y la otra profana.
Otra manera casi inevitable de tratar de entender la mentalidad mítica es compararla con la mentalidad infantil. Es una idea peligrosa, por supuesto, porque un adulto, por primitivo que sea, no es lo mismo que un niño; pero a la vez es claro que hay paralelismos, y aunque siempre hay que tener cuidado de no confundir la ontogenia con la filogenia, es inevitable aclarar aspectos de la una con aspectos de la otra. José Luis Pardo ha mostrado lúcidamente que hay dos maneras de inmadurez: la infantil, que cree que las ficciones son verdad, y la juvenil, que piensa que las ficciones son cochinas mentiras. Nada más cierto, pero es sabido que las buenas ideas no son nunca literales. Tampoco un niño cree en la existencia de los Reyes Magos como cree en la de sus padres. Mejor dicho, en sus padres no cree, sino que sabe que existen. Se dirá que dónde está la diferencia, si creer tiene los mismos efectos que saber, puesto que en el fondo saber y creer son dos maneras de creer que se sabe. Nosotros los adultos tenemos criterios para decidir cuáles de las cosas que creemos saber son engaños y cuáles no, pero un niño no tiene todavía manera de poner a prueba si su creencia está justificada o no. Tiene que apoyarse en nosotros, y eso es lo que lo deja tan expuesto a nuestras impunes manipulaciones de sus creencias. Lo rodeamos de toda clase de triquiñuelas para impedirle descubrir el engaño, lo cual implica obviamente que estamos seguros de que el niño está destinado a descubrir el engaño. Tarde o temprano, todos los niños dejan de creer en los Reyes Magos. Si una fe está destinada al desengaño, eso significa que, de momento, en su significación tomada en un instante inamovible, no se distingue de una verdad inatacable, pero en su sentido las dos son claramente diferentes: el sentido de la una es engañar, el de la otra es revelar. Por eso, si podemos decir también que los niños dejarán de creer en sus padres, es claramente en un sentido muy diferente: no queremos decir con ello que el niño descubrirá que sus padres no existen, sino que en todo caso descubrirá que no significan lo que antes creía que significaban. Todo esto para sugerir que, aun cuando estuviéramos autorizados a afirmar que el primitivo es como un niño, de todas formas la creencia no es exactamente la misma cuando cree la ficción y cuando cree la realidad literal.
Pero en el curso de esta exploración ha asomado otra cosa tal vez más interesante: que esa diferencia es una diferencia de sentido, y que el sentido implica de una manera o de otra al tiempo. ¿Qué sentido concreto es el que hemos puesto en juego para intentar mostrar esa diferencia? Por ahora, nada más que el sentido común. Voltaire dijo que el sentido común es el menos común de todos los sentidos, y sin embargo concuerda con los clásicos en que el sentido común es la humanidad misma. Podemos decir también que el sentido común es el sentido mismo, el sentido como tal, el sentido en sí, por lo menos el bueno, el bon sens, que en el francés de Voltaire es sinónimo bastante exacto de sens commun. Es que no es común porque todos lo tengan, sino como es común un nombre común por oposición a un nombre propio. Aldea es un nombre común, Parangaricutirimícuaro es un nombre propio. O sea que cada aldea tiene su nombre propio, pero si somos incapaces de pronunciarlo, o de alguna otra manera no disponemos de él, no hemos perdido irremediablemente la capacidad de pensarla con un nombre, porque también se llama aldea. Todas las aldeas se llaman también aldeas y todos los sentidos se llaman también sentido común.
Saltaré ya al ruedo desplegando de mi impedimenta una idea que he expresado ya antes en algún otro lugar: que el Quijote es una obra que hace del sentido común una especie de santidad. Con esta humilde prenda intentaré dar algunos capotazos a un libro de tanto trapío como el Quijote. Como toda obra narrativa, este libro ofrece algunos enigmas en cuanto al funcionamiento de la ficción. Intentaré mostrar que todo ello son cuestiones del sentido, distinguido, a la manera de los lingüistas, de la significación pura inseparable de las formas significantes. Una primera toma de posición, a la manera de las primeras verónicas antes de la faena, será declarar que, a mi entender, el sentido del Quijote, como el de toda significación, no puede estar autocontenido en la obra, aislado de cualquier otro sentido que conviva con él, como tampoco de la realidad exterior. Una moda reciente, o más bien un dogma reciente, porque los dogmas han vuelto a estar de moda, era insistir en que el sentido de las obras de arte, como el de cualquier cosa que signifique, tenía que encontrarse sin salir de esa obra, en su interior autosuficiente y estanco, en las relaciones internas entre sus propias partes, o sea en su estructura. Este dogma se había extrapolado de la lingüística propiamente dicha, donde parecía más difícil de refutar. Pero, como es demasiado evidente que las obras de ficción remiten con gran frecuencia a cosas que son ininteligibles desde dentro de la obra, sin salir de ella y sin referencia a nada que le sea exterior, hubo que añadir el concepto de intertextualidad. Las obras de ficción están llenas de alusiones mutuas, de referencias cruzadas, de préstamos e inclusiones constantes. Es obvio que el Ulises de Joyce alude a la Odisea, Carlota en Weimar de Thomas Mann al Werther y muchas otras obras de Goethe, las tragedias de Racine a la Biblia y a los trágicos griegos. Más en general, hay mil cosas en casi cualquier obra de ficción cuya comprensión presupone haber leído alguna otra obra de ficción o no de ficción.
Con la idea de intertextualidad lo que se intenta es llevar un escalón más arriba el dogma de la inmanencia del sentido. Si para entender el Quijote, dice este dogma, necesitamos tener multitud de experiencias que no puede darnos el libro mismo, no es porque su sentido dependa de un mundo exterior al texto donde nosotros los lectores hemos tenido esas experiencias; ese mundo, en todo caso, es tal vez exterior a ese texto concreto llamado el Quijote, pero no es exterior a un mundo más vasto llamado la Literatura, una especie de hipertexto del que el Quijote es un exponente. Lo que importa para el dogma inmanentista es que ese mundo de la literatura tampoco es el mundo, la experiencia humana general e inespecificada. Es a su vez un conjunto cerrado que forma sistema, el sistema de los textos literarios que remiten unos a otros sin tener que pasar para ello por el mundo de la experiencia humana general, o sea por el sentido común, lo cual impediría al crítico teórico o al filósofo doctrinario asegurarse la posibilidad de llegar a poseer sobre un texto la verdad irrefutable y definitiva, que es obviamente su ambición. Si hay una obra que parezca hecha adrede para refutar a cada paso esa doctrina, bien podría ser el Quijote. No sólo hace intervenir, como tantas otras novelas, mil datos del mundo que llamamos real, o sea el mundo que sus lectores o los lectores de novelas en general compartimos con cualquier otro humano, sino que en él es más evidente que en cualquier otra novela que la lectura es un diálogo de sentido común entre el autor y el lector. Pero empecemos por poner algunos puntos sobre algunas íes. Es sabido que las localidades y los itinerarios del Quijote son perfectamente realistas, o sea que casi todos existen literalmente en el mundo real tal como los describe el libro. Pero esa literalidad convive perfectamente con el carácter ficticio de los personajes, los episodios y mil otros detalles. Esa literalidad no es pues imprescindible para el funcionamiento del relato. Es claro que si un lector japonés no acabara de entender el Quijote, no sería por no saber dónde queda Sierra Morena o el campo de Montiel: esos escenarios de las acciones funcionan exactamente igual si son ficticios. No es pues por eso por lo que una obra de ficción se abre sobre la realidad, y las que están abiertas de ese modo lo están contingentemente. Una obra se abre sobre la realidad, una realidad que no consiste sólo en otros textos literarios, simplemente porque tiene sentido. No otra cosa quiere decir tener sentido. Discutir esto en toda su amplitud y con minucia es una tarea que me sobrepasará siempre. Paul Ricoeur lo ha intentado a lo largo de más de mil páginas y todavía se dejó cosas en el tintero. Yo me limitaré a algunos enfoques particulares tratados de manera necesariamente sumaria.
Primero volveré un poco atrás para seguir divagando sobre la significación y el sentido. Tampoco en el nivel puramente lingüístico podemos cerrar el sistema sin perder con ello lo que era la prenda de toda la empresa: la idea de sentido. Lo diré perentoriamente, por obvia falta de espacio, compendiando en una sola frase a la vez a Hjelmslev y a Wittgenstein (entre otros): el sentido es el uso. Pero el uso aquí no quiere decir la costumbre, el hábito local o pasajero, la moda efímera, la convención caprichosa. El término alude también a todo eso, pero secundariamente. En primer lugar, uso aquí quiere decir aplicación. “Cómo se usa” quiere decir cómo se aplica, cómo se pone en práctica, cómo se proyecta en la realidad, cómo se emplea. A su vez, “en qué sentido” quiere decir en qué aplicación, en qué empleo, en qué contexto. En resumen: el significado está dentro del signo, incluso si queremos dentro del significante; también si queremos está dentro la significación, en una de sus definiciones, como operación constitutiva de signos. Pero el sentido está fuera, está en el contexto. Rigurosamente hablando, los signos no tienen sentido, toman sentido.
Estamos hablando de teoría lingüística, pero ¿no parece que estamos hablando ya del Quijote? Pocas novelas dependen más directamente de otras novelas: ¿qué sería el Quijote sin las novelas de caballería? Éste es un primer contexto, un primer sentido de la obra. En un primer nivel, el Quijote sólo se entiende aplicado a las novelas de caballería, en el contexto de la literatura caballeresca. Esto equivaldría, en el nivel de la lengua, a lo que suele llamarse el contexto lingüístico. La palabra “copa”, pongamos por caso, sólo toma sentido en el contexto de una frase: sólo dentro de una frase sabremos si estamos hablando de la copa Davis, de una copa de vino o de la copa de un pino. Sólo dentro del mundo de la novela caballeresca sabremos de qué está hablando Don Quijote cuando se entrega a sus locuras. Pero es claro que el nivel de la frase es apenas un primer nivel de la lengua. A partir del siguiente nivel, ya no nos va a bastar el contexto lingüístico. No han faltado tentativas de hacer una gramática de esos niveles (gramática transfrástica la llaman). Si me mantengo dentro de una frase, digamos “En un lugar de la Mancha”, en cada punto de esa frase puedo decir qué reglas se aplican: después de en tiene que venir un sustantivo o una palabra sustantivada acompañada o no de artículo u otro determinativo; después de un tiene que venir un sustantivo, etc., de modo que puedo predecir, si no necesidades unívocas, sí posibilidades e imposibilidades. Pero después de esa frase, que es una frase adverbial, puede venir absolutamente cualquier clase de frase de cualquier tamaño y cualquier extensión. ¿Cómo prever qué dirá Cervantes después de “En un lugar de la Mancha”? Eso ya no sería un prever, sino un profetizar. En efecto, para justificar las elecciones de un hablante más allá de la frase, o habría que conocerlo todo sobre el ser humano, o habrá que postular una teoría explicativa del comportamiento humano, una teoría psicológica, o sociológica, o neurológica, que supuestamente podría llegar algún día a explicar por qué Cervantes no escoge decir después “vivía no ha mucho…”, etc., sino que no puede escoger otra cosa. La otra manera de entender esa situación es por supuesto suponer que Cervantes tenía un propósito y escogió ponerlo en práctica guiándose por el sentido común.
Es claro que ningún ser humano puede prescindir del todo del sentido común. Alguien puede ceder a una máquina o a una regla automática e infalible la capacidad de decidir por él en un gran número de decisiones, pero es claro que no podrá renunciar a decidir él mismo alguna vez, aunque sólo sea para someterse a esa máquina. Para esas decisiones no podemos apoyarnos más que en una de estas dos cosas: o una regla, o el sentido común. En los hechos de lengua, por ejemplo, vemos que las reglas no nos acompañan mucho trecho. A partir de cierto nivel de riqueza, nos abandonan al sentido común. A menos, por supuesto, que sometamos a otras reglas la libertad que la lengua nos deja. En las novelas se ve con bastante claridad cuándo el autor se esfuerza por someter a regla esa libertad y cuándo se fía más del sentido común. No hace falta decir de qué lado de este reparto me parece evidente que cae Cervantes. Las reglas sólo se aplican de veras en el nivel y en la medida en que la obra se cierre sobre sí misma. Una de estas reglas puede ser por ejemplo la que impone la más rigurosa coherencia a la convención básica de un relato de ficción: contar esa historia como si fuera una historia real efectivamente sucedida. De esta regla se suele derivar otra, que es la de evitar cuidadosamente toda injerencia del autor en su relato. El autor podría aparecer efectivamente en la historia relatada, pero entonces sería como un personaje más. Es en cuanto autor como debe cuidarse de dejarse ver, porque entonces se pone de manifiesto que se lo está inventando todo y que ese cuento no es una historia. Pues bien, es fácil mostrar cómo Cervantes interviene tranquilamente en el relato, de las varias maneras en que esas intervenciones son perceptibles en las obras de ficción: tomando directamente la palabra, como cuando califica a Cide Hamete Benengeli o cuando menciona explícitamente el efecto que algún episodio o aspecto del relato suscita no en los personajes, sino en él personalmente; pero también dejándonos adivinar sus creencias y prejuicios, sus preocupaciones y experiencias, incluso, más sutilmente, sus sentimientos hacia sus propios personajes. Es muy visible por ejemplo la frecuente ironía con que relata ciertos episodios y ciertas conversaciones, ironía que no pertenece al mundo relatado, sino que es claramente una mirada del autor sobre ese mundo. Quiero decir, y perdón por la sutileza, que hay relatos irónicos donde la ironía es por decirlo así estructural, es una regla de composición; pero en el Quijote no se trata de eso, la regla de composición es cómica, pero no irónica; la ironía está en otro nivel.
Ese nivel es el que yo caracterizaría como nivel del sentido, de ese sentido que sólo existe, o más bien sólo tiene lugar, en ese diálogo entre el autor y el lector del que hablaba yo antes. Si Cervantes transgrede la convención de no interferir en el relato es porque todo el tiempo está dialogando con su lector, acompañándolo y guiándolo en la lectura, asomándose con él a la realidad ficticia que nos está narrando. Porque el sentido común, concretamente común al autor y al lector, nos permite mantener la convención sabiendo que es convención, sabiendo que no es una propiedad objetiva del texto, ni siquiera una regla convencional pero fijada y objetivada, sino un acuerdo entre el autor y el lector. Vamos a hacer como si la historia que leemos fuera una historia real, y vamos a ser fieles a esa ficción, pero ser fiel no es obedecer, sino no traicionar. Estamos en la libertad, y si renunciamos a desenmascarar ese relato como una cochina mentira no es porque nos lo impidan no sé qué reglas constrictivas, sino por lealtad al pacto que hemos hecho con el autor.
Hemos vuelto así a la distinción de José Luis Pardo entre la inmadurez del niño y la del joven, dos maneras de faltar al sentido común. El niño podrá quizá desengañarse con puras reglas, reglas lógicas por ejemplo, pero el joven sólo se desengañará gracias al sentido común. Las reglas por sí mismas nunca podrán probar que los relatos de ficción no son cochinas mentiras. Pero la vehemencia denunciadora de la mentalidad juvenil no está obviamente en las reglas. Es una cuestión de sentido, un juicio sobre el sentido de la ficción, en la doble acepción de juicio: como desciframiento y como aplicación de un tribunal. Hay por eso diferentes maneras de denunciar, y quiero detenerme un momento en una de las más interesantes de estos últimos tiempos, la de Rafael Sánchez Ferlosio en su discurso de recepción del Premio Cervantes. Partiendo de la distinción de Walter Benjamin entre Destino y Carácter, Sánchez Ferlosio coloca en el campo del Destino lo que en los relatos ficticios constituye el argumento, o trama, o intriga, mientras que los elementos inconexos, autosuficientes, dispersos de las obras de ficción, principalmente los personajes enfocados como caracteres y no como historias, pertenecen al campo del Carácter. Y Sánchez Ferlosio arremete briosamente contra la ética del Destino, presentada como una ética de la necesidad, la fatalidad inexorable, el sacrificio de la libertad y la renuncia a la felicidad.
Es claro que Sánchez Ferlosio está tomando la idea de Destino en el sentido arcaico de fatalidad, de necesidad inescapable, y que piensa ante todo en la versión hegeliana de esa necesidad concebida como el inexorable plan divino de la historia. Con ese enfoque, despliega una admirable crítica de toda esa ética moderna del triunfo, de la superación, de la competencia, del esfuerzo heroico y gratuito, que para él ejemplifica la preeminencia del Destino sobre el Carácter, y contrapone a esa denuncia una sugerente exaltación de ciertas formas narrativas infantiles y de aspecto irresponsable: los cómics, el guiñol, la Commedia dell’Arte… En cuanto al Quijote, Sánchez Ferlosio riza el rizo diciendo que el héroe de esa novela es un carácter cuya característica consiste en buscar un destino. Puesto en ese camino, llega a defender el nonsense, lo que en una narración no tiene sentido, y por ende a denunciar el sentido, en la narrativa, como máscara ideológica.
No hay duda de que todas estas ideas en extremo sugerentes chocan en varios puntos con el sentido común. Cosa perfectamente saludable, porque el sentido común, que por definición no puede nunca fijarse en sentido establecido, probado y constituido, necesita rectificarse y ratificarse sin cesar. Pero no es difícil reconciliar muchas de esas ideas con el sentido común si tomamos en otro sentido las mismas premisas de que parte Sánchez Ferlosio. Para empezar, no es tan evidente que la ética del esfuerzo competitivo, autoafirmativo y gratuito no sea justamente el triunfo del Carácter sobre el Destino. La dolorosa autodomesticación de un campeón deportivo es sin duda un sacrificio, pero no parece que el campeón se sacrifique en aras de ninguna necesidad trascendente, sino más bien de su propia personalidad, renunciando a mucho goce a cambio de algún poder.
Es que la idea de destino puede tomarse también en otro sentido, un sentido romántico (porque los verdaderos románticos, no los de los tratados de historia literaria, como he dicho otras veces, son mucho más kantianos que hegelianos). Ese destino es todo lo contrario de la fatalidad y de la necesidad preestablecida, de lo que está ya escrito y quita todo sentido a la libertad; destino en ese sentido es superación de la predestinación; es justamente la construcción y la búsqueda del sentido de una vida, tanto en la realidad como en la ficción. Tiene toda la razón Sánchez Ferlosio cuando insiste en la importancia del capítulo II de la Primera Parte del Quijote. Cuando nuestro caballero se pone a imaginar mientras cabalga la historia de sus hazañas que escribirá algún futuro historiador, está imaginando sin duda sus aventuras como ya escritas, como ya decididas y en ese sentido ya vividas. Pero no olvidemos que todo eso lo está imaginando, y lo está imaginando mientras lo está viviendo. Al poner en el futuro el relato de su propia vida como vida ya pasada cuando se la relata, lo que hace es poner en práctica la ley general de la ficción. O más bien, diría Ricoeur, del relatar en general. El estilo paródico de ese relato que Don Quijote se hace a sí mismo no es sólo una caricatura de un estilo arcaizante, indica también que todo relato es arcaizante en el sentido de que coloca necesariamente en el pasado la historia que relata. Cuando Cervantes culmina esa prolongada ironía diciendo que Don Quijote cabalgaba por ese mismo campo que el relato describe, nos devuelve con ello al presente de Don Quijote, pero eso nos lo cuenta a su vez en pretérito imperfecto, el pretérito narrativo de la lectura: “Y era verdad que por él caminaba”.
Podemos por eso coordinar esta descripción de Sánchez Ferlosio con la reflexión de Ricoeur sobre el tiempo y el relato. Al contrario de Sánchez Ferlosio, Ricoeur piensa que sólo la trama, el argumento, la “puesta en intriga”, como dice él (mise en intrigue), asegura la inteligibilidad de los relatos, tanto históricos o reales como ficticios. Es más: la inteligibilidad de lo narrado es la única inteligibilidad de la propia vida, o sea, podríamos decir, románticamente, el único destino. Apoyándose en Hannah Arendt, Ricoeur afirma: “Responder a la pregunta ‘quién’ es contar la historia de una vida. La historia contada dice el quién. La identidad del quién no es pues a su vez más que una identidad narrativa”. De esta manera, el carácter no sería sino el resultado de una historia, y sólo estaría completo y contenido en sí mismo cuando esa historia estuviera terminada, o sea en la muerte. Cuado Benjamin opone el Carácter al Destino, parte de Nietzsche, que dijo que el que tiene carácter tiene también una experiencia que siempre vuelve. Si no queremos llamar directamente muerte al terreno que funda al carácter, podemos llamarlo Eterno Retorno, que es otra manera de decir Eternidad. Sólo fuera del tiempo, fuera de la historia, fuera de la vida, puede concebirse una identidad trascendente del hombre, tanto del sujeto como del humano en general. Si seguimos lo mismo a Hume que a Nietzsche, nos dice Ricoeur, “ese sujeto idéntico no es más que una ilusión sustancialista […] El dilema desaparece si, a la identidad comprendida en el sentido de un mismo (idem), se sustituye la identidad comprendida en el sentido de un sí mismo (soi-même en francés) (ipse); la diferencia entre idem e ipse no es otra que la diferencia entre una identidad sustancial o formal y la identidad narrativa”. Una vez más, se trata de sentido, del contexto al que apliquemos una noción. En el contexto de la ipseidad, la noción de identidad revela un sentido que resultaría por ejemplo altamente esclarecedor ante ciertos conflictos de la España actual: “Se puede hablar de la ipseidad de una comunidad, como acabamos de hablar de la de un sujeto individual: individuo y comunidad se constituyen en su identidad recibiendo tales o cuales relatos que se convierten para el uno como para la otra en su historia efectiva”.
En el campo de Montiel, Don Quijote se está contando su vida como todos nosotros. Su vida imaginaria, como todos nosotros. Porque ninguno de nosotros puede imaginar su vida sino bajo forma narrativa. Tal vez el carácter, por su parte, se puede imaginar de manera aislada e inconexa, autosuficiente y autojustificada, perdurable e inmóvil, como una verdadera identidad. Pero parece bastante innegable que esa identidad será siempre imaginaria, legible tal vez, pero sólo legible como máscara, que tal vez en algún enfoque, en alguna teoría o en algún sentido, pueda verse como máscara significativa o reveladora. Nuestra vida imaginaria en cambio no está destinada a ser eternamente imaginaria. En el campo de Montiel, Don Quijote se está narrando a la vez su vida real y su vida imaginaria. Pero si se ha echado a los caminos es justamente para intentar hacer de su vida imaginaria su vida real. O sea en busca de su destino en el sentido romántico. Sólo que en este caso se trata del destino de un loco, que se narra su vida imaginaria como si fuera ya real, como si estuviera ya escrita, como si su sentido fuera automático y garantizado de antemano; así, el paso de la vida imaginaria a la real es cada vez una catástrofe. Como muchas veces en la historia de todos nosotros, con la única diferencia de que en la historia de un cuerdo las catástrofes son menos frecuentes y no del todo irrecuperables, o sea que pueden a su vez formar sentido en su historia. Es cuando queremos poner el sentido antes que la significación, interpretar antes de hacer, explicar antes de ver, cuando hacemos de nuestra vida una locura, o peor aún, una mentira.
“Y era verdad que por él caminaba.” Eso es lo que dice escuetamente el texto. Es claro que eso lo dice Cervantes, o Cide Hamete Benengeli, en todo caso el narrador de esa historia, pero ¿lo piensa él o lo piensa Don Quijote? Tal vez preguntar eso es atribuir demasiada modernidad al arte narrativo de Cervantes: darnos el pensamiento de un personaje sin el ingenuo apoyo de un “pensó” o “se dijo” o “se preguntó”, o algo así, es tal vez impropio de un narrador del siglo XVII. Pero es difícil que el lector, incluso contemporáneo de Cervantes, no se figure en ese momento a Don Quijote saliendo de su ensueño y dándose cuenta de dónde está. Ese paso de la ficción a la realidad está lleno de sentido. Para empezar, asienta magistralmente la regla del juego fundamental del arte novelesco, que es el “como si” pactado entre el autor y el lector: leer esa historia como si hubiese sucedido efectivamente. Nada más hábil que establecer un segundo nivel de ficción (o varios otros niveles), para producir el efecto, cuando se vuelve al nivel primario, de que ése es el nivel de la realidad. Se ha dicho que la lectura de una novela es un experimento imaginario que el lector hace de su experiencia. Uno de los enriquecimientos que ese experimento nos aporta consiste justamente en explorar varios niveles de ficción. El entendimiento de esos niveles es un aprendizaje fundamental para el entendimiento de la vida humana real. En esa exploración no podemos tener más auxilio que el de la verosimilitud, o sea el del sentido común. Porque hay las reglas lógicas, que son las verdaderas reglas, las reglas propiamente dichas, que no pueden tener grados o aproximaciones ni depender del lugar y del momento, y hay las reglas del sentido común, o también, como las llama José Luis Pardo, las reglas del juego, que se aplican según el lugar y el momento, que viven en el tiempo y del tiempo, o sea en el mundo del sentido.
La verisimilitud, como la llama él, es una obsesión del autor del Quijote, que la menciona incontables veces en el libro. Una de las genialidades de esa obra es la audacia del juego con los niveles de ficción, hasta arriesgarse casi a arruinar la verisimilitud. Ya en el campo de Montiel, como hemos visto, aparece un segundo nivel de ficción, aunque sólo en la imaginación del personaje y no en el plano de la realidad-verosímil relatada. Pero esa limitación no es necesariamente una pobreza; puede perfectamente interpretarse como una sutileza más compleja aún que si apareciera en la realidad ficticia del relato, fuera de la imaginación del héroe. Pero cuando Sansón Carrasco, en el capítulo iii de la Segunda Parte, le cuenta a Don Quijote su propia historia leída en la edición de la Primera Parte, o cuando Don Quijote mismo ve en la imprenta esa edición, la situación es bastante vertiginosa. Si las dos partes del libro son una misma historia, como está pactado entre el autor y el lector, ¿sigue siendo verosímil que el personaje lea la misma historia que está leyendo el lector, puesto que sólo en la lectura del lector existe el personaje? Nótese que esto es bastante más vertiginoso que el teatro dentro del teatro de Hamlet, porque la pantomima que el héroe pone en escena bien puede ser, en la realidad-verosímil de la obra, una acción de ese héroe, de Hamlet, pero la existencia misma de Hamlet no reside en esa pantomima, como la de Don Quijote reside en ese relato. Aquí Cervantes pide al lector que olvide en absoluto que esté leyendo una novela: sólo si Don Quijote está ante él en carne y hueso es creíble que lea un libro que fue impreso un día del pasado real, no en un pasado ficticio que sólo puede existir dentro de ese libro mismo. Pedirnos eso es quizá demasiado, es pedirnos una fe infantil, no una fe de lector. ¿Cómo podemos entonces tragarnos esa situación? Obviamente, por sentido común. La ironía con que todo eso está relatado salta a la vista. La ironía es una figura de retórica, o sea lenguaje figurado o indirecto. ¿Cómo sabemos que una expresión es figurada y no literal? A ojo de buen cubero, no cabe duda. Ninguna regla puede decirnos que burro, en cierto momento, no quiere decir burro sino otra cosa, tal vez algún amigo nuestro. Eso nos lo dice el contexto, a veces el simple contexto lingüístico, más a menudo lo que los lingüistas llaman contexto situacional. Pero a qué contexto vamos a aplicar la expresión, nos lo dice el sentido común. La ironía de Cervantes salva a menudo la verosimilitud recordándonos el pacto de sentido común entre el autor y el lector. Es como si nos dijera: Estamos entre adultos, sabemos que esto es una ficción, pero no son cochinas mentiras; como narrador, estoy tal vez transgrediendo la verosimilitud, pero como autor, tú sabes lo que quiero decirte con ello; soy tal vez irrespetuoso con la regla, pero no desleal, si tú lo aceptas. Es que la injerencia del autor en la narración puede también tener sentido, si no nos atenemos a la regla lógica, sino a la regla del juego. Algo de esto ha mostrado Paul Ricoeur a propósito de las injerencias del autor en La montaña mágica de Thomas Mann. José Luis Pardo nos sugiere que la regla del juego, a fin de cuentas, no es tal vez sino la verosimilitud, porque el juego, a fin de cuentas, es siempre el mismo: es el tiempo. Ricoeur por su parte nos dice que el tiempo es impensable fuera de los relatos. Los relatos hacen inteligible el orden del tiempo, el orden de la acción y de la vida, porque el orden del tiempo no es lógico, es sólo verosímil. Nuestra vida personal sólo es inteligible en la medida en que es narrable y a menudo narrada. Pero nuestra vida personal es necesariamente un relato inacabado: sólo los demás sabrán cómo acaba, nosotros sólo podríamos saberlo estando muertos. Por eso dice José Luis Pardo que “nuestras existencias tienen mucho menos sentido que las ficciones”. Pero también nos dice que no podríamos “comprender relato alguno si no fuera porque nuestra propia existencia está llena de ellos, empezando por ese relato —el que nosotros no podremos nunca relatar— que comienza con nuestro nacimiento y termina con nuestra muerte”. Es evidente que todo esto se aplica muy exactamente al Quijote, pero yo quisiera añadir algo para terminar. El Quijote es a la vez, paradójicamente, un libro cómico y uno de los relatos más sabios que se han escrito. El género cómico es el que más se acerca a ese juego con el carácter del que hablaba Sánchez Ferlosio. Es por excelencia el más infantil de los géneros, aquel donde la verosimilitud no tiene prácticamente ninguna pertinencia. Sobre ese cañamazo Cervantes establece con el lector un diálogo de insuperable madurez, lleno de sensatez, de ironía, de comprensión. A la vez, le hace oír una lengua incomparablemente rica, madura, sabia, no tanto por la riqueza de los recursos lingüísticos, sino sobre todo porque esa lengua deja derramarse en su curso o su discurso toda la sabiduría que está sedimentada y acumulada en una lengua. Pero un pacto tan adulto y maduro entre el autor y el lector es natural que mire también con ironía el pacto mismo. Sin duda cuando leemos el Quijote lo leemos junto con Cervantes, y en alguna medida y algún momento, no es extraño que la convención de la verosimilitud nos parezca… un poco infantil. Pero lo que yo quiero decir es que eso no es denunciar o “superar” la verosimilitud, que sería mucho más infantil, sino aceptar el pacto como un pacto de sentido común, no de regla formal. Tengo para mí que en muchas obras de ficción, tal vez de una manera o de otra en todas ellas, hay un nivel donde el intercambio no es sólo entre el narrador y el lector, que se imponen seguir la regla del juego, sino al mismo tiempo entre el autor y su interlocutor, que aceptan la regla del juego a la vez que la tienen en sus manos. Un autor como Cervantes, o como Thomas Mann, puede presenciar su propio relato sin estar por eso rompiendo el pacto, sin estar propiamente mintiendo y manipulándonos, sino al contrario, fiándose de la madurez que nos impedirá denunciar esa cochina mentira.