El día
menos pensado

Las cosas importantes suceden el día menos pensado. Esta vez, fue en jueves. Emilia despertó cuando la luz de la lámpara sobre su buró empezó a titilar. Se hizo la remolona un rato, incluso cuando Mara corrió las cortinas y una gran claridad inundó el dormitorio que compartían las tres hermanas.

Esa mañana, Emilia llegaría tarde a la escuela. Tenía cita con la doctora Guridi a las nueve en punto y era casi seguro que no la recibiría hasta pasadas las diez.

Sintió el ambiente de tormenta que caldeaba su casa cada vez que Mara e Inés se peleaban por el espejo. Últimamente a las dos les había dado por emperifollarse para la escuela como si fueran a un baile, así que Emilia decidió desayunar con calma y bañarse cuando sus hermanas se hubieran ido.

Su papá, casi listo para salir, bebía apresurado una taza de café. Por esta vez, él encaminaría a sus hijas mayores a la secundaria porque Alma, mamá y conductora oficial en esa familia, iba a llevar a Emilia a la clínica.

Inés había festejado sus catorce años la semana anterior y todavía quedaba pastel en el refrigerador. Emilia cortó la penúltima rebanada y se sirvió un vaso de leche. Su papá le hizo un guiño, le robó una cucharada de merengue y murmuró algo relacionado con las noticias, que Emilia no entendió porque él escondió la cara tras el periódico.

Tres minutos más tarde, sus hermanas salieron corriendo del baño, se despidieron con un gesto, literalmente se llevaron de corbata a su papá y dejaron el espejo empañado de vapor, el lavabo atascado de cosméticos y un aroma confuso a laca, jabón y perfume.

Emilia recogió el baño, no por hacendosa, sino porque no soportaba un desorden que no fuera el suyo; además, le entretenía mucho leer el tiradero de sus hermanas: Mara debió haber dudado durante media hora cómo peinarse porque dejó regada su colección completa de cintas, pinzas y broches. Así era su hermana más grande, revisaba mil opciones y terminaba por aferrarse a lo conocido: la diadema de carey que usaba diario.

Inés seguramente se había pintado la cara como un payaso, para luego quitarse el maquillaje capa por capa hasta quedar “natural”. Ésa era su técnica y allí estaba la evidencia: un montón de pañuelos desechables sucios. Por último descubrió algo curioso: Mara se había puesto el perfume de Inés. Lo supo porque Inés nunca lo hubiera dejado destapado. Inés había usado el lápiz labial de Mara. Lo descubrió porque Mara jamás los cerraba después de usarlos.

Esos signos le revelaron algo todavía más importante. A pesar de tantos pleitos, al parecer sus hermanas empezaban a amigarse. Emilia se duchó, se puso el uniforme de deportes y alisó sus sábanas.

No sintió llegar a su mamá hasta que ella le jaló suavemente el pelo, que era su manera de decir buenos días. Alma le explicó, con el gesto de todas las mañanas, que iba a buscar el coche al estacionamiento y regresaría por ella en cinco minutos.

Terminó de tender su cama, buscó el libro que había dejado la noche anterior sobre la mesa de la sala, a treinta páginas del inimaginable desenlace, y lo guardó en su mochila. En ese momento vio encenderse el foco del pasillo y regresó a su recámara para ponerse los aparatos auditivos en los oídos; entonces escuchó un ruido que supuso era la voz de su mamá, que la llamaba por el interfón.

Al subirse al coche, Alma le explicó con calma y clara dicción, que la iba a dejar en el consultorio de la doctora Guridi y que esperaría un mensaje en el celular para recogerla. No podía quedarse porque una clienta la esperaba. Los papás de Emilia eran dueños de la pequeña y bien acreditada papelería de su colonia.

Ya en la clínica, Emilia saludó con un gesto amable a Rosi, la secretaria, que estaba sentada en el mismo lugar desde que ella tenía memoria. Su misión era ofrecer una sonrisa y un chocolate a cada niño que llegaba. Emilia recibió los suyos y guardó el chocolate para la hora del recreo.

Había por lo menos tres pacientes antes que ella. Esta vez le dio gusto porque eso le permitiría terminar la novela de detec­tives que esperaba impaciente en su mochila. El sillón de piel junto a la ventana le pareció el mejor lugar para sentarse: cómodo y con suficiente luz para leer.

Se zambulló en el libro y, durante media hora, borró lo que su­cedía a su alrededor. Le encantó el final. Era de esos que obligan a releer algunos capítulos. El ladrón de las joyas no fue el primero del que sospechó, ni el segundo, ni el tercero, sino el único que podía y debía haberlo hecho. Todo casaba en la última página.

Se quedó pensando en la trama y, entonces, se fijó en el niñito sentado frente a ella. Debía tener cuatro o cinco años y se veía ansioso y tenso; miraba de reojo el cubículo de cristal donde la doctora examinaba a un muchacho. Seguramente lo asustaban los aparatos y el sofisticado equipo de audiometría.

Se acercó a él y le dijo con su voz más clara:

—No duele.

El niño no pareció escuchar; sin embargo, respondió a su sonrisa. Emilia le dio el chocolate reservado para el recreo y pensó que igual de desconcertada se había sentido la primera vez que fue a la clínica, cuando nadie se podía comunicar con ella para decirle lo que sucedía.

Se abrió una puerta y entró Jaime, el esposo de la que todos, hasta él, llamaban doctora Guridi. A Emilia le caía muy bien. Era, como ella, aficionado a las novelas de detectives y le había regalado una de sus favoritas.

Jaime era oculista, y esa mañana que todavía no habían llegado sus pacientes, le dijo a Emilia:

—Hace tiempo que quiero ver cómo ven esos ojos tan bonitos. Ahora tenemos tiempo.

La hizo sentarse en una silla alta y leer cada una de las letras del cartel que cubría la pared.

Jaime dio su diagnóstico como quien hace una broma sin importancia:

—Ya decía yo que una de las tres beldades iba a heredar la miopía del Topo.

El Topo era el papá de Emilia, que fue compañero de Jaime en la prepa, y las beldades eran sus tres hijas.

Lo siguiente fue ponerle unos aparatosos anteojos a los que les fue cambiando los lentes hasta que Emilia pudo leer la última letrita del dichoso cartel.

—Te mandaré a hacer los lentes. Rosi te mostrará los armazones para que escojas el más lindo.

Allí fue donde Emilia montó en cólera.

De ninguna manera iba a dejar que le pusieran lentes. Ya era suficiente con tener que usar aparatos auditivos.

—Anteojos no, no y no —dijo con voz lenta y grave.

Lo dijo con claridad y fuerza. No explicó, porque su vanidad no se lo permitía, que lo más bonito de su rostro eran sus ojos color miel y sus enormes pestañas. Gracias a ellos la gente no se fijaba tanto en los audífonos. Si le ponían lentes, además de sorda sería “cuatro ojos”.

Tomó su teléfono y le mandó un s.o.s. a su mamá.

Jaime intentó volver sobre sus pasos:

—Mira, Emilia, la miopía es una característica que compartimos muchos. Yo mismo soy miope y eso no me hace la vida ni más fácil ni más difícil. Cuando veas cuánto y cómo cambia tu visión, descubrirás que vale la pena. Además, te vas a ver muy interesante.

—No los quiero.

La doctora Guridi se había desocupado. Emilia no necesitaba más pretexto para huir del consultorio del oculista.

Fue directo al cubículo aislado del ruido, se puso unos grandes audífonos y, paciente, como quien hace una tarea largamente practicada, repitió las palabras que escuchaba en diferentes tonos: primero con el oído izquierdo, luego con el derecho, una vez sin usar los aparatos, otra vez con ellos.

Cuando la doctora empezaba a explicarle a Emilia los resultados de su prueba, llegó Alma y pudo alegrarse con ella. La pérdida detectada en la visita anterior debía ser producto de un resfriado, porque esta vez las respuestas de Emilia, sin auxiliares auditivos, eran las de siempre. Su sordera era la misma con la que llegó allí hacía años: hipoacusia bilateral moderada, lo que quiere decir que sus dos oídos estaban afectados y que no podía distinguir con claridad los sonidos de la voz humana. Sin embargo, con los auxiliares auditivos su sordera pasaba a ser leve. Eso le permitía oír los trinos de los pájaros si estaban cerca y las voces de casi todos sus amigos, aunque se le dificultaban algunos sonidos o los tonos muy agudos; por eso tenía que poner atención cuando alguien le hablaba, apoyándose en la lectura de sus labios.

Escuchaba bastante bien las palabras en el ambiente ideal del consultorio, donde sonaban nítidas, sin ruidos de acompañamiento, sin sonidos ambientales ni otras voces tapándose unas a otras. En la vida real, concretamente, en el salón de clases, las cosas podían ser mucho más difíciles para Emilia.

La doctora entretuvo a Alma pidiéndole que se reuniera con los papás del niñito ansioso. Seguramente cuando oyeran hablar a Emilia y supieran de sus éxitos escolares se sentirían muy animados, porque la hipoacusia que enfrentaba era muy semejante a la de ella.

A Emilia le chocaba que la presentaran como la estrellita marinera, aunque su mamá le había explicado mil veces lo agradecidos que se sintieron ellos cuando una familia les mostró que con los auxiliares podría escuchar lo suficiente para aprender a hablar.

Veinte minutos y cuarenta preguntas después, los papás del niño dieron las gracias y se marcharon. Entonces llegó Jaime y explicó una vez más que los lentes eran necesarios.

A Emilia le bastó una mirada para que su mamá entendiera lo que sentía. Alma fue al grano:

—Te agradezco mucho que la hayas examinado. Por favor, mándaselos hacer de contacto.

Una vez más Emilia confirmó que su mamá era un cómplice perfecto; sin embargo, Jaime parecía empeñado en aguarle la fiesta.

—Tienes que usar anteojos por lo menos un año, antes de que pueda prescribirte de contacto.

Ante lo inevitable, Alma actuaba con rapidez: la llevó frente a la vitrina donde estaban los armazones, eligió diez, le probó cinco y dejó tres para que Emilia tomara la decisión. A la niña le parecieron horribles, así que escogió los menos pesados.

Hicieron en silencio el camino a la escuela. Alma sabía que no se podía permitir frases como “Ya verás que bonita te ves…”, así que sólo dijo:

—Lo siento.

Emilia llegó al colegio después del recreo, pensando que todo lo malo que podía sucederle ese día le había pasado en la mañana. Fue directamente al salón de arte, donde esperaba hallar a los únicos dos amigos a quienes podía contar su enojo, pero no los encontró. Andrea estaba en la dirección, castigada por respondona y Diego no estaba allí, ni en ningún lugar conocido, como Emilia comprobaría, con angustia creciente, ese larguísimo día.

Diego se había levantado en el último minuto permitido y, como todas las mañanas, desayunó mal y deprisa. Apenas se despidió de su mamá con un beso volado y emprendió el camino a la escuela. Sin embargo, no llegó. Nadie le dio importancia a su ausencia; en la escuela, sus maestros y compañeros pensaron que debía estar enfermo o se había quedado dormido. Su mamá creyó que estaba en el colegio. El único que pasó la mañana inquieto por él fue don Germán, el dueño del kiosco de periódicos que estaba en la esquina de la escuela. En la mañana, temprano, muchos niños se detenían a comprar dulces en su puesto, mientras los papás revisaban los titulares de los diarios.

Diego no compraba nada; sin embargo, todas las mañanas, aunque fuera retrasado a la escuela, platicaba cinco minutos con don Germán. Su amistad era muy vieja y se había tejido lenta y consistentemente. Los dos eran aficionados al futbol. Al principio sólo comentaban las noticias deportivas o la reseña de algún partido; otros días don Germán le leía alguna entrevista con sus jugadores favoritos. Una tarde, cuando Diego iniciaba el tercero de primaria y su maestra y su mamá se habían convencido de que el niño nunca aprendería a leer de corrido, don Germán le regaló una historieta con la biografía de Pelé.

Dos días después le preguntó qué le había parecido y, por sus comentarios, dedujo que había observado con detenimiento cada viñeta del libro y supo extraer toda la información que contenían.

—Se ve que eres un gran lector —le dijo con una admiración sincera que desconcertó a Diego.

—En realidad no sé leer bien —contestó el niño apesadumbrado.

—Sí sabes, Diego. Leer es descifrar y tú eres muy listo para leer las imágenes.

—Pero las letras no; puedo deletrear, pero no leer de corrido.

En dosis de quince minutos cada día, don Germán le demostró a Diego sus capacidades y lo curó de la desconfianza que le impedía ser un buen lector.

El primer libro que leyó completo fue Pelé, el magnífico. Después, don Germán le empezó a prestar historias de piratas y de aventuras que atesoraba desde su infancia.

Esa mañana don Germán le había preparado a su amigo una sorpresa extraordinaria. Era su novela predilecta y esperó casi tres años hasta estar seguro de que Diego estaba listo para embarcarse en esa aventura. Ya le había dado algunos avances para estimular su interés.

Lo vio venir desde la otra esquina de la calle y Diego levantó la mano en un saludo alegre. Don Germán contestó al gesto y entró en el puesto de periódicos para buscar la novela que quería entregarle. No pudo haber tardado más de quince segundos en entrar, tomar el libro del fondo de su morral, ponerle llave al cajón de los dineros, como hacía siempre que iba a distraerse un buen rato, y salir. Lo buscó con la mirada, pero ya no estaba. Esperó un minuto pensando que a lo mejor Diego había entrado a la panadería, aguardó un poco más, le dio tres veces la vuelta al kiosco, miró hacia la otra calle, en dirección a la entrada del colegio, pensando lo impensable, que Diego había pasado por el puesto sin detenerse a hablar con él; pero no, no se veía en la entrada de la escuela…

Se distrajo un poco con los clientes que a esa hora compraban los diarios. Cada día había un escándalo nuevo en las primeras planas. Cuando se fueron, el viejo se sentó a cavilar.

A lo largo de esa mañana, don Germán hizo varias veces la prueba: cronometró con cuidado cuántos segundos podía haberse tardado en buscar la novela para Diego. Si lo hacía muy rápido, doce, si iba en cámara lenta, diecinueve. Ese tiempo no bastaba para que alguien desapareciera.

Cuando dio la una de la tarde, puntualmente, el tránsito empezó a hacerse denso y pesado. Llegó el camión repartidor de los periódicos vespertinos, la camioneta que distribuía las revistas que salen los jueves. Doña Lucía, conserje de la escuela, vino a recoger la revista de manualidades en la que ofrecían la segunda parte de las instrucciones del mantel que estaba bordando. Ella fue la primera a quien le preguntó por Diego.

—Ahora que lo pienso, don Germán, me parece que hoy no llegó a la escuela.

A las dos de la tarde espió la salida de los de secundaria. Unos venían en grupo, otros pasaban corriendo y apenas se detenían a contestarle:

—No vino.

Emilia se encaminó directamente a él.

—Don Germán, hoy faltó Diego, ¿sabe usted si está enfermo?

El viejo le contó a la niña cómo lo vio venir y esfumarse.

Emilia especuló:

—¿Y si se sintió mal y tuvo que regresar a su casa de emergencia?

—Puede ser —dijo el vendedor de periódicos, aunque no se oía del todo convencido.

Emilia esperó en esa esquina a sus hermanas, que venían de la secundaria situada tres calles más arriba. Luego, juntas, caminaron hasta la casa.

Mara e Inés le preguntaron cómo le había ido con la doctora y, cuando Emilia les iba a explicar el asunto de los lentes y el enigma de Diego, se cruzó en su camino el Premio, el chico más guapo del mundo y sus orillas, el galardón que todas deseaban. Una sonrisita bastó para que Mara e Inés se volvieran sordas a las preocupaciones de su hermana menor.

En cuanto llegó a la casa, Emilia marcó el teléfono y le pasó el auricular a su hermana.

—Por favor, pregunta si está Diego.

Inés contó siete timbrazos.

—No hay nadie, no contestan. Si quieres, lo intentamos después de comer.

El menú preferido de Emilia era el de los jueves. Había caldo de gallina, albóndigas, frijoles y, de postre, natillas. Probó con gusto la sopa y fue hasta la tercera cucharada cuando notó un gran agujero en el estómago, que le dolía como una ausencia. El caldo no le cayó bien.

Ya en el postre, Alma les anunció a todos que Emilia usaría lentes a partir del lunes.

Alfredo se quitó sus anteojos y los limpió morosamente mientras miraba a su hija Emilia, como disculpándose:

—Nadie es responsable de lo que hereda a sus hijos. Lo siento cariño…

—También le tocaron tu capacidad de observar y tus dotes de actor —argumentó Alma.

—Y es la única que sacó tus pestañas —subrayó envidiosa Mara—; así que estamos a mano.

—Esto de la genética estaría mejor organizado si cada quien heredara sobre pedido —siguió cavilando Alfredo—. ¿Qué tal si al llegar a los dieciocho pudiéramos decir: ya me harté de mi nariz, quisiera la de Inés, o mi memoria no es suficiente, necesito la de Alma… ¿Qué pediría cada una de ustedes?

Inés seguro ya lo había pensado, porque contestó enseguida:

—A mí me encantarían las piernas de mi mamá, el color de tu pelo, las calificaciones de Mara y la paciencia de Emilia.

Cuando Alfredo proponía este tipo de juegos, la sobremesa se alargaba. Él quería provocar la participación de Emilia porque la veía cabizbaja, silenciosa.

El teléfono interrumpió el juego, antes de que realmente se iniciara. Contestó Mara; debía ser el Premio, se notaba en su sonrisa. Se encerró en la recámara de sus papás para que nadie escuchara su conversación.

Inés se levantó a lavar los platos. Emilia fue la única que reparó en esa conducta inusual. Normalmente su hermana necesitaba que le recordaran por lo menos seis veces que era jueves y le tocaba la cocina.

A Emilia la impacientaba la llamada del Premio; quién sabe cuánto duraría y a ella le urgía comunicarse a casa de Diego. Apenas cuatro horas antes, la miopía era la tragedia de su vida y los lentes el más horroroso futuro. Ahora, perdían toda relevancia ante la desaparición de Diego y las preguntas que el miedo no la dejaba formular. Se dispuso a enfrentar la tarea: dibujar unas amibas para biología. Era una suerte, pues al iluminar el citoplasma y pintar el núcleo, podía pensar en sus amigos.

¿Adónde y con quién se fue su amigo? Últimamente le había dado por decir cosas a medias y formular preguntas misteriosas:

—¿Qué harías si, de repente, conocieras a alguien que te interesa mucho, pero de quien no puedes hablar con nadie?

La pregunta de Diego flotaba en el aire mientras ella dibujaba los mil pelitos con los que respira cada amiba…

“Diego está rarísimo —dictaminó Emilia para sí—. Y Andrea, enojada, en guardia, siempre a punto de estallar… Quién sabe qué le habrá contestado a la maestra de música que la mandaron derechito a la dirección… Es la tercera vez en esta semana… Seguramente la directora la acusó con su mamá… Ya me imagino el castigo que le habrán puesto en su casa…”

Cuando terminó de iluminar amibas, Inés había acabado de enjuagar los sartenes, así que Emilia se ofreció a secarlos porque quería pedirle un favor. Primero le contó de la desaparición de Diego y luego le pidió que, si algún día Mara y el Premio terminaban de hablar, le hiciera el favor de marcar su número y averiguar por qué no fue a la escuela.

Para Emilia era muy complicado usar el teléfono; la bocina provocaba estática en el aparato auditivo. Algunas veces su mamá la ayudaba, explicándole el mensaje de su interlocutor y repitiendo al otro su respuesta, como en el juego del teléfono descompuesto. Prefería chatear con sus amigos por la computadora a tener que hablar a través de intermediarios.

A Inés le encantó el pretexto para interrumpir la larga conversación de Mara y el Premio, que ya llevaban más de cuarenta minutos platicando, pero Mara no le dio ese gusto, colgó el teléfono justo cuando Inés abrió la puerta de la recámara. En ese momento sonó una llamada, era Elisa Castillo, la mamá de Diego. Emilia hubiera querido ahorrarse las explicaciones y que Inés fingiera ser ella, pero su hermana se le adelantó:

—Emilia no puede contestar el teléfono porque no oye bien; pero si me da el recado yo puedo servirle de puente en la llama­da —escuchó atenta unos segundos y dijo—: La mamá de Diego está muy preocupada porque su hijo no ha regresado de la escuela. Quiere saber a qué hora salieron.

—Explícale lo que te conté.

Inés lo narró apegándose a la versión de Emilia.

Del otro lado de la línea, Elisa se oía conmocionada; su voz se iba adelgazando, parecía a punto de romperse en lágrimas.

—Dile que si quiere hablar con don Germán, debe apurarse, porque él cierra su puesto a las cinco y media en punto, insistió Emilia.

En eso, Inés oyó un ruido que no pudo identificar y la voz de Elisa pidiéndole que esperara. Un largo minuto y un murmullo indescifrable; después oyó:

—Acaba de llegar Diego. Les agradezco mucho su ayuda y perdonen la molestia.

Fue un gran alivio saber que Diego ya estaba en su casa; sin embargo, Emilia había acumulado una lista enorme de preguntas para su amigo. Las ordenó y las guardó en la memoria para planteárselas al día siguiente, a la hora del recreo.

El viernes, Emilia no vio a sus amigos al llegar a la escuela y más le hubiera valido tampoco encontrarlos en el recreo.

Al salir al patio distinguió a Diego en la cola de la cooperativa, donde la conserje vendía unos deliciosos sándwiches de frijol, que ella misma preparaba. Corrió a buscarlo con cinco preguntas en la punta de la lengua, pero no alcanzó a pronunciar ni una.

—¡Qué metiche! ¿Por qué tenías que irle a mi mamá con el chisme? Si no hubiera sido por eso, jamás se habría enterado de que no vine a la escuela.

—No fue chisme —se defendió Emilia—. Estaba preocupada por ti. Don Germán me contó cómo te esfumaste a media cuadra y a los dos nos entró pánico de que te hubieran secuestrado.

—Pues los dos son iguales, se meten en donde no los llaman.

Diego pagó su sándwich y no esperó a que atendieran a su amiga; se fue hacia el grupo de Los Seis Gandules, adonde Emilia no lo podía seguir. En ese selecto club no se admitían niñas.

Se paseó sola y desconcertada mientras comía su almuerzo. Diego era su amigo desde que entró a esa escuela, en tercero de primaria, y nunca habían tenido un desencuentro de ese tamaño. Además, ni siquiera le dio tiempo para explicarle… Ella no era metiche; es más, nunca le hablaba por teléfono a su casa… No tenía la culpa de los líos en los que andaba Diego… ¿Por qué no valoraba que se preocuparan por él? Hasta don Germán había salido raspado.

A la quinta vuelta alrededor del patio, vio a Andrea y a su mamá salir de la dirección. Muy tiesa y trajeada, la señora se despidió de la señorita Berta, arregló el moño de las trenzas de su hija y se marchó con ese aire marcial que tanto llamaba la atención de Emilia. Daba pasitos cortos, exactos y rapidísimos, sobre los tacones altos, altos, de sus zapatos chiquitos, chiquitos.

En cuanto su amiga se quedó sola, se acercó a ella.

—¿Por qué te castigaron? ¿Qué pasó ayer?

—Nada que te importe —fue la respuesta que le golpeó en el rostro con una violencia inesperada.

—¿Estás enojada conmigo? ¿Qué te hice?

—Nada, tú eres una niña buena. No le haces mal a nadie y no debes estar conmigo que soy la peor de todas, así que órale, sácate, vete con tus iguales. Mira, al fondo están los ángeles sin alas. Allá estarás mejor.

Andrea se fue, dejando a Emilia con la boca abierta, el estómago hecho nudo y el corazón lastimado. Sonó la chicharra que anunciaba el fin del recreo y el principio de la clase de biología. Desde que entraron a primero de secundaria, hacía justamente un mes, el alfabeto la separó de sus mejores amigos. Su apellido empezaba con M y los de Diego y Andrea con C. Esa simple diferencia la condenó a primero B. Ahora, sólo se veían en los recesos, en educación física y en el club de pintura al que se inscribieron los tres.

Sólo el hábito arraigadísimo de poner atención hizo que Emilia se enterara de lo que el maestro decía sobre los bichitos microscópicos llamados amibas, que dibujó con precisión la tarde anterior. Al ingresar a la primaria, Emilia descubrió que para ella no había medias tintas: o se concentraba en las palabras del maestro o lo perdía todo. No podía, como sus compañeros, pescar ideas al vuelo.

Su mamá y su maestra de lenguaje le enseñaron a leer antes de entrar al colegio y, junto con la maestra de tercero, armaron una estrategia muy eficaz que Emilia utilizaba en cada curso: preparaban por adelantado cada clase, para que la niña llegara a la escuela conociendo de antemano los conceptos y palabras nuevas que incluiría la lección. Se necesitaba disciplina, pero eso le había exigido la vida desde los nueve meses de edad, cuando descubrieron que no balbuceaba porque no oía bien.

Ella hubiera querido ser menos matadita en la escuela, más mal portada. Ser audaz, segura y directa, como Andrea. No le faltaban ganas de participar en el relajo en el salón. Sin embargo, su sordera no se lo permitía. No era capaz de distinguir las palabras cuando todos gritaban al mismo tiempo. El ruido bloqueaba los sonidos. Si todos hablaban, no sabía qué labios ver y la invadía una sensación de ansiedad insoportable. Por eso, cuando se armaba en grande, la confusión la expulsaba al corredor.

A Emilia le intrigaba por qué Andrea estaba tan enojada con ella, así que a la salida buscó a Margarita, que estaba en primero A, y le preguntó directo:

—¿Por qué castigaron ayer a Andrea?

—Es que le gritó a la maestra de español. Le dijo que era injusta o algo así.

A la salida, Emilia caminó lentamente hasta la esquina donde se encontraría con sus hermanas. En parte, porque se sentía triste, desanimada y sin fuerzas, y en parte porque quería darle tiempo a Diego o a Andrea para que la alcanzaran corriendo y le dijeran algo como: ¿te lo creíste, verdad? ¡Era broma!

La sacó de su ensimismamiento la voz cálida y grave de don Germán.

—¿Qué le pasa a nuestro amigo Diego?

—Eso quisiera yo saber. Está furioso porque le conté a su mamá que había desaparecido de repente.

—Conmigo también está muy molesto. Hoy casi ni se detuvo en el puesto. Le tenía reservada esta novela y me salió con que va a estar muy ocupado y no tendrá tiempo de leer.

Había tal decepción en la voz de don Germán que Emilia se interesó en el libro para cambiar de tema.

—Ya había oído hablar de El conde de Montecristo. A mi papá le encantó. ¿Me lo podría prestar a mí mientras Diego se desocupa?

—Son dos tomos —le mostró don Germán—. Cuando termines el primero te presto el segundo, así le damos tiempo al tiempo.

“Y también a Diego”, pensó Emilia.

Mara e Inés se tardaban, así que tuvieron tiempo de platicar. Emilia había visto en la televisión una versión de la novela, la recordaba muy bien. Don Germán aprovechó para contarle algunos pasajes que no estaban en la película y eso sirvió de gancho para interesarla más.

Después de un buen rato de plática, don Germán la miró con curiosidad.

—Y tú, ¿de dónde eres?

—¿De dónde voy a ser?, ¡de aquí!

—Tu acento es diferente, como alemán.

—Ah —sonrió paciente Emilia—, es mi r. Hablo así porque no oigo bien.

—Yo pensaba que todos los sordos eran mudos. ¿Cómo es que tú hablas?

La niña iba a empezar su explicación cuando la voz irritada de Mara contestó a su espalda.

—Le enseñaron con mucha paciencia.

—Y aprendió porque es muy inteligente —completó Inés echando bronca.

Emilia se apenó. El interés de su amigo no se merecía esa respuesta.

—Otro día le cuento, don Germán, y muchas gracias por el libro. Nos vemos el lunes.

Su despedida se alargaba como una disculpa por el exabrupto de sus hermanas, que ya seguían su camino.

Cuando las alcanzó, veinte metros adelante, se habían sincronizado en uno de esos diálogos en los que enumeraban sus quejas por turnos; no podía leer sus palabras cuando hablaban de perfil, así que dejó de ponerles atención pensando que, en realidad, y aunque dijeran lo contrario, ninguna de sus hermanas se sentía cómoda con su sordera. Si les pareciera normal, no se ofenderían por la pregunta y contestarían sin problema, como cuando alguien averigua el nombre de una calle. Para Mara, observaba Emilia, era importantísimo que todos reconocieran que su hermanita era “normal”. “Aprendió a hablar, a leer y escribir, y con sus aparatos oye todo.” Era la explicación que daba a sus amigas, y que ella misma quería creer.

Inés, por el contrario, la veía como alguien especial, que debía ser reconocida como extraordinaria porque había aprendido a pesar de no oír. Como si por eso fuera más lista.

Ninguna de las dos podía entender que Emilia nada más era diferente. No era igual que las otras, como pretendía Mara y tampoco era mejor, como suponía Inés para ocultar su miedo de que alguien la considerara menos. Simplemente era distinta.

Emilia lo aprendió de Tere, su maestra cuando era pequeña, que también era sorda. Fue en esa época cuando la niña empezó a percibir que algo la distinguía y separaba de sus hermanas. Primero creyó que de alguna manera le hacían trampa, sabían algo que ella ignoraba, compartían un truco indescifrable. Le llevaría varios años de mucho esfuerzo adueñarse del código secreto, del lenguaje que los demás habían asimilado casi sin sentir.

Tere lo explicó con una sola frase:

—Eres distinta, Emilia. Todos somos diferentes y nadie es perfecto.

Le dio muchas vueltas a esa frase. Cuando lo platicó con su papá, él recordó un cuento que leyó en un libro tiempo atrás: El club de los más, más.

Se trataba de una asociación muy exclusiva. Sus miembros contaban entre lo más selecto de la sociedad y para ser admitido el requisito indispensable era ser “más”. Se reunían allí los más altos de los chaparros y los más chaparros de los altos, los más gordos de los flacos y los más flacos de los gordos, los más tontos de los listos y los más listos de los tontos, los más bonitos de los feos y los más feos de los bonitos. La lista se alargaba un poco cada vez que Alfredo lo contaba y las tres niñas contribuían con nuevas categorías para los socios del club.

En las reuniones anuales de esta agrupación, en las que no podía faltar ninguno de los agremiados, se organizaba un concurso muy importante. Quien lo ganaba se hacía acreedor a un enorme trofeo que llevaba cincuenta años adornando el gran salón, en espera de alguien capaz de resolver el enigma. Se trataba de distinguir quién era el más alto de los chaparros y quién el más chaparro de los altos. Dónde estaba el más gordo de los flacos y dónde el más flaco de los gordos…

Ese juego marcó su infancia. Antes de entrar en la casa, Emilia les preguntó a sus hermanas:

—¿Se acuerdan del club de los más, más?