INTRODUCCIÓN. LOS DAÑOS COLATERALES DE LA DESIGUALDAD SOCIAL

Cuando se sobrecarga un circuito eléctrico, la primera parte que se quema es el fusible. El fusible, un elemento incapaz de resistir el voltaje que soporta el resto de la instalación (de hecho, la parte menos resistente del circuito), fue insertado deliberadamente en la red: se derrite antes de que lo haga cualquier otra parte del sistema, en el preciso momento en que la corriente eléctrica sobrepasa el nivel seguro de tensión, y así interrumpe el funcionamiento del circuito entero junto con todas las unidades periféricas que se alimentan de él. Esto ocurre porque el fusible es un dispositivo de seguridad que protege otras partes de la red evitando que se quemen de forma definitiva e irreparable. Pero también significa que la operatividad y la duración del circuito entero —y en consecuencia, la electricidad que es capaz de absorber y el trabajo que es capaz de hacer— no pueden ser mayores que la resistencia de su fusible. Una vez que el fusible se quema, todo el circuito se detiene.

Un puente no colapsa cuando la carga que sostiene supera la fuerza promedio de sus tramos; el puente colapsa mucho antes, cuando el peso de la carga sobrepasa la capacidad portante de uno de sus tramos: el más débil. La “capacidad de carga promedio” de las pilas y los estribos es una ficción estadística que tiene escaso o nulo impacto en la utilidad del puente, del mismo modo en que no se puede calcular cuánto peso resiste una cadena por la “fuerza promedio” de los eslabones. Calcular promedios, fiarse de ellos y usarlos de guía es la receta más segura para perder tanto el cargamento como la cadena que lo sostiene. No importa cuánta fuerza tienen en general los tramos, las pilas y los estribos: el tramo más débil es el que decide el destino del puente entero.

A estas verdades simples y obvias recurren los ingenieros profesionales y experimentados cada vez que diseñan y prueban estructuras de cualquier tipo. También las recuerdan al dedillo los operarios responsables de mantener las estructuras ya instaladas: en una estructura que recibe los cuidados y controles debidos, los trabajos de reparación suelen comenzar apenas la resistencia de al menos una de sus partes cae por debajo del requisito mínimo. Digo “suelen”… porque lamentablemente esta regla no se aplica a todas las estructuras. De lo que ocurre con las que, por una u otra razón, fueron exceptuadas de ella —como los diques mal mantenidos, los puentes que se descuidan, las aeronaves que se reparan con desidia y los edificios residenciales o públicos donde los inspectores hacen la vista gorda—, nos enteramos después de que se produce una catástrofe: cuando llega la hora de contar las víctimas humanas de la negligencia y los exorbitantes costos financieros de las reparaciones. Pero hay una estructura que supera con creces a las demás en el grado en que estas verdades simples, dictadas por el sentido común, se olvidan o suprimen, se ignoran, se subestiman o incluso se niegan de plano: esa estructura es la sociedad.

Cuando se trata de analizar la sociedad, en general se da por sentado, aunque sin razón, que la calidad del todo puede y debe medirse por la calidad promedio de sus partes; y que si alguna de esas partes se halla muy por debajo del promedio, los perjuicios que pueda sufrir no afectarán a la calidad, la viabilidad y la capacidad operativa del todo. Cuando se evalúa y supervisa el estado de la sociedad, los índices de ingresos, el nivel de vida, salud, etc., suelen “promediarse hacia arriba”; rara vez se toman como indicadores relevantes las variaciones que se registran entre diversos segmentos de la sociedad, así como la amplitud de la brecha que separa los segmentos más altos de los más bajos. El aumento de la desigualdad casi nunca se considera señal de un problema que no sea estrictamente económico; por otra parte, en la mayoría de los debates —relativamente escasos— sobre los peligros que acarrea la desigualdad para las sociedades, se priorizan las amenazas a “la ley y el orden” y se dejan de lado los peligros que acechan a componentes tan superlativos del bienestar social general como la salud mental y física de toda la población, la calidad de su vida cotidiana, el tenor de su compromiso político y la fortaleza de los lazos que la integran en el seno de la sociedad. De hecho, el índice que suele usarse para medir el bienestar, y que se toma como criterio del éxito o el fracaso de las autoridades encargadas de proteger y supervisar la capacidad de la nación para enfrentar desafíos así como para resolver los problemas colectivos, no es el grado de desigualdad entre los ingresos o en la distribución de la riqueza, sino el ingreso promedio o la riqueza media de sus miembros. El mensaje que deja esta elección es que la desigualdad no es en sí misma un peligro para la sociedad en general ni origina problemas que la afecten en su conjunto.

La índole de la política actual puede explicarse en gran parte por el deseo de una clase política —compartido por una porción sustancial de su electorado— de forzar la realidad para que obedezca a la posición descripta más arriba. Un síntoma saliente de ese deseo, así como de la política que apunta a su concreción, es la propensión a encapsular la parte de la población situada en el extremo inferior de la distribución social de riquezas e ingresos en la categoría imaginaria de “clase marginal”: una congregación de individuos que, a diferencia del resto de la población, no pertenecen a ninguna clase, y, en consecuencia, no pertenecen a la sociedad. Ésta es una sociedad de clases en el sentido de totalidad en cuyo seno los individuos son incluidos a través de su pertenencia a una clase, con la expectativa de que cumplan la función asignada a su clase en el interior y en beneficio del “sistema social” como totalidad. La idea de “clase marginal” no sugiere una función a desempeñar (como en el caso de la clase “trabajadora” o la clase “profesional”) ni una posición en el todo social (como en el caso de las clases “alta”, “media” o “baja”). El único significado que acarrea el término “clase marginal” es el de quedar fuera de cualquier clasificación significativa, es decir, de toda clasificación orientada por la función y la posición. La “clase marginal” puede estar “en” la sociedad, pero claramente no es “de” la sociedad: no contribuye a nada de lo que la sociedad necesita para su supervivencia y su bienestar; de hecho, la sociedad estaría mejor sin ella. El estatus de la “clase marginal”, tal como sugiere su denominación, es el de “emigrados internos” o “inmigrantes ilegales” o “forasteros infiltrados”: personas despojadas de los derechos que poseen los miembros reconocidos y reputados de la sociedad; en pocas palabras, esta clase es un cuerpo extraño que no se cuenta entre las partes “naturales” e “indispensables” del organismo social. Algo que no se diferencia mucho de un brote cancerígeno, cuyo tratamiento más sensato es la extirpación, o en su defecto, una confinación y/o remisión forzosas, inducidas y artificiales.

Otro síntoma del mismo deseo, estrechamente ligado al primero, es la visible tendencia a reclasificar la pobreza —el sedimento más extremo y problemático de la desigualdad social— como problema vinculado a la ley y el orden, con lo cual se le aplican las medidas que suelen corresponder al tratamiento de la delincuencia y los actos criminales. Es cierto que la pobreza y el desempleo crónico o “empleo cesante” —informal, a corto plazo, descomprometido y sin perspectivas— se correlacionan con un índice de delincuencia superior al promedio; en Bradford, por ejemplo, a unos 10 kilómetros de mi localidad y donde el 40% de los jóvenes pertenece a familias sin siquiera un integrante con empleo regular, uno de cada diez jóvenes ya tiene antecedentes policiales. Sin embargo, tal correlación estadística no justifica por sí sola la reclasificación de la pobreza como problema criminal; en todo caso, subraya la necesidad de tratar la delincuencia juvenil como problema social: bajar el índice de jóvenes que entran en conflicto con la ley requiere llegar a las raíces de ese fenómeno, y las raíces son sociales. Consisten en una combinación de tres factores: la instilación y la propagación de una filosofía consumista de vida bajo la presión de una economía y una política orientadas por el consumo; la acelerada reducción de oportunidades disponibles para los pobres, y la ausencia, para un segmento creciente de la población, de perspectivas realistas de evitar o superar la pobreza que sean seguras y estén legitimadas por la sociedad.

En lo que respecta a Bradford, así como a tantos otros casos similares desperdigados por el mundo entero, es preciso señalar dos aspectos fundamentales. En primer lugar, resulta un esfuerzo vano explicar estos fenómenos con referencia exclusiva a causas locales, inmediatas y directas (y ni hablar de vincularlos unívocamente a la premeditación maliciosa de una persona). En segundo lugar, es poco lo que pueden hacer las instituciones locales, por muchos recursos y buena voluntad que implementen, para remediar o prevenir estas adversidades. Las estribaciones del fenómeno que afecta a Bradford se extienden mucho más allá de los confines de la ciudad. La situación de sus habitantes jóvenes es una baja colateral de la globalización descoordinada, descontrolada e impulsada por los dividendos.

El término “baja (o daño, o víctima) colateral” fue acuñado en tiempos recientes en el vocabulario de las fuerzas militares expedicionarias, y difundido a su vez por los periodistas que informan sobre sus acciones, para denotar los efectos no intencionales ni planeados —e “imprevistos”, como suele decirse erróneamente—, que no obstante son dañinos, lesivos y perjudiciales. Calificar de “colaterales” a ciertos efectos destructivos de la acción militar sugiere que esos efectos no fueron tomados en cuenta cuando se planeó la operación y se ordenó a las tropas que actuaran; o bien que se advirtió y ponderó la posibilidad de que tuvieran lugar dichos efectos, pero, no obstante, se consideró que el riesgo valía la pena, dada la importancia del objetivo militar: y esta segunda opción es mucho más previsible (y mucho más probable) si se tiene en cuenta que quienes decidieron sobre las bondades del riesgo no eran los mismos que sufrirían sus consecuencias. Muchos de quienes dan las órdenes tratan con posterioridad de exonerar su voluntad de poner en riesgo vidas y sustentos ajenos señalando que no se puede hacer una tortilla sin romper huevos. El subtexto de esa afirmación, claro está, indica que alguien ha usurpado o ha logrado que se le legitime el poder de decidir qué tortilla freír y saborear, qué huevos romper, y que los huevos rotos no sean los mismos que saboreen la tortilla… El pensamiento que se rige por los daños colaterales supone, de forma tácita, una desigualdad ya existente de derechos y oportunidades, en tanto que acepta a priori la distribución desigual de los costos que implica emprender una acción (o bien desistir de ella).

En apariencia, los riesgos son neutrales y no apuntan a un blanco determinado, por lo cual sus efectos son azarosos; sin embargo, en el juego de los riesgos, los dados están cargados. Existe una afinidad selectiva entre la desigualdad social y la probabilidad de transformarse en víctima de las catástrofes, ya sean ocasionadas por la mano humana o “naturales”, aunque en ambos casos se diga que los daños no fueron intencionales ni planeados. Ocupar el extremo inferior en la escala de la desigualdad y pasar a ser “víctima colateral” de una acción humana o de un desastre natural son posiciones que interactúan como los polos opuestos de un imán: tienden a gravitar una hacia la otra.

En 2005, el huracán Katrina asoló la costa de Luisiana. En Nueva Orleans y sus alrededores, todos sabían que se aproximaba el Katrina y todos disponían de tiempo para correr en busca de refugio. Sin embargo, no todos pudieron actuar de acuerdo con su conocimiento ni hacer buen uso del tiempo disponible para escapar. Algunos —bastantes— no tenían dinero para comprar pasajes aéreos. Podían meter a su familia en un camión, pero ¿hacia dónde la llevarían? Los hoteles también cuestan dinero, y era seguro que no lo tenían. Y, paradójicamente, para los vecinos que estaban en una situación holgada, era más fácil obedecer el exhorto de alejarse de sus hogares, de abandonar su propiedad para salvar la vida: los ricos tenían las pertenencias aseguradas, de modo que si el Katrina era una amenaza mortal para su vida, no lo era para sus riquezas. Más aun, las posesiones de los pobres sin dinero para pasajes aéreos ni para habitaciones de hotel eran ínfimas en comparación con la opulencia de los ricos, y por lo tanto, parecía menos lamentable su pérdida; sin embargo, se trataba de sus únicas pertenencias, y nadie se las compensaría: una vez perdidas, esas cosas se perderían para siempre junto con los ahorros de toda la vida.

Es cierto que el huracán en sí no es selectivo ni clasista y que puede golpear a ricos y pobres con fría y ciega ecuanimidad; sin embargo, la catástrofe que todos reconocieron como natural no fue igualmente “natural” para la totalidad de las víctimas. Si el huracán no fue en sí mismo un producto humano, es obvio que sus consecuencias para los seres humanos sí lo fueron. Tal como lo sintetizó el reverendo Calvin O. Butts III, pastor de la Iglesia Bautista Abisinia de Harlem (y no sólo él), “los afectados fueron en su gran mayoría los pobres. Los negros pobres”.[1] Por su parte, David Gonzalez, corresponsal especial de The New York Times, escribió lo siguiente:

En los días transcurridos desde que los barrios y las ciudades de la Costa del Golfo sucumbieron ante los vientos y el agua, se ha instalado cada vez más la idea de que la raza y la clase social fueron los marcadores tácitos de víctimas e ilesos. Tal como ocurre en los países más pobres, donde las falencias de las políticas de desarrollo rural adquieren pasmosa evidencia cuando se producen desastres naturales como inundaciones y sequías —afirmaron muchos líderes nacionales—, algunas de las ciudades más pobres de Estados Unidos han quedado en una posición vulnerable a causa de las políticas federales.

“En días soleados, a nadie se le ocurría venir a ver cómo estaba la población negra de estas parroquias”, dijo el alcalde Milton D. Tutwiler, de Winstonville, Misisipi. “Entonces, ¿debería sorprenderme de que nadie haya venido a ayudarnos ahora? No.”

Según Martin Espada, profesor de inglés en la Universidad de Massachusetts, “solemos pensar que los desastres naturales son en cierto modo imparciales y azarosos. Sin embargo, siempre ocurre lo mismo: son los pobres quienes corren peligro. Eso es lo que implica ser pobre. Es peligroso ser pobre. Es peligroso ser negro. Es peligroso ser latino”. Y de hecho, las categorías que se consideran particularmente expuestas al peligro tienden en gran medida a superponerse. Muchos de los pobres son negros o latinos. Dos tercios de los residentes de Nueva Orleans eran negros y más de un cuarto vivía en la pobreza, mientras que en el Lower Ninth Ward,[*] borrado de la faz de la Tierra por la crecida, más del 98% de los residentes eran negros y más de un tercio vivía en la pobreza.

Las víctimas más golpeadas por la catástrofe natural fueron quienes ya eran desechos de clase y residuos de la modernización mucho antes de que el Katrina asolara la ciudad: ya eran víctimas del mantenimiento del orden y del progreso económico, dos empresas eminentemente humanas y claramente antinaturales.[2] Mucho antes de que fueran a parar al último lugar en la lista de problemas prioritarios para las autoridades responsables por la seguridad de los ciudadanos, habían sido empujados a los márgenes de la atención (y la agenda política) de las autoridades que proclamaban la búsqueda de la felicidad como derecho humano universal, y la supervivencia del más apto como el medio primordial para implementarla.

He aquí una idea espeluznante: ¿no ayudó el Katrina, siquiera de forma inadvertida, a la mórbida industria de eliminación de desechos humanos en su desesperado esfuerzo por lidiar con las consecuencias sociales que acarrea la producción globalizada de “población redundante” en un planeta muy poblado (superpoblado, según la industria de eliminación de desechos)? ¿No fue esa ayuda una de las razones por las que no se sintió con fuerza la necesidad de despachar tropas hacia la zona afectada hasta que se quebró el orden social y se avizoró la perspectiva de que se produjeran disturbios sociales? ¿Cuál de los “sistemas de alerta temprana” señaló la necesidad de desplegar la Guardia Nacional? La idea es por cierto degradante y terrorífica; uno la desecharía con gusto por injustificada o descabellada si la secuencia de acontecimientos la hubiera vuelto menos creíble de lo que era…

La posibilidad de convertirse en “víctima colateral” de cualquier emprendimiento humano, por noble que se declare su propósito, y de cualquier catástrofe “natural”, por muy ciega que sea a la división en clases, es hoy una de las dimensiones más drásticas e impactantes de la desigualdad social. Este fenómeno dice muchísimo sobre la posición relegada y descendente que ocupa la desigualdad social en la agenda política contemporánea. Y para quienes recuerdan el destino que corren los puentes cuya resistencia se mide por la fuerza promedio de sus pilas y estribos, también dice muchísimo más acerca de los problemas que nos reserva para el futuro compartido la ascendente desigualdad social entre las sociedades y en el interior de cada una.

El vínculo entre la probabilidad aumentada de sufrir el destino de “baja colateral” y la posición degradada en la escala de la desigualdad resulta de una convergencia entre la “invisibilidad” endémica o artificiosa de las víctimas colaterales, por una parte, y la “invisibilidad” forzosa de los “forasteros infiltrados” —los pobres e indigentes—, por la otra. Ambas categorías, aunque por razones diversas, se dejan fuera de consideración cada vez que se evalúan y calculan los costos de un emprendimiento y los riesgos que entraña su puesta en acto. Las bajas se tildan de “colaterales” en la medida en que se descartan porque su escasa importancia no justifica los costos que implicaría su protección, o bien de “inesperadas” porque los planificadores no las consideraron dignas de inclusión entre los objetivos del reconocimiento preliminar. En consecuencia, los pobres, cada vez más criminalizados, son candidatos “naturales” al daño colateral, marcados de forma permanente, tal como indica la tendencia, con el doble estigma de la irrelevancia y la falta de mérito. Esta regla funciona en las operaciones policiales contra los traficantes de drogas y contrabandistas de migrantes así como en las expediciones militares contra terroristas, pero también cuando los gobiernos se proponen recaudar más ingresos aumentando el impuesto al valor agregado y reduciendo las áreas destinadas al recreo infantil en lugar de incrementar las cargas impositivas de los ricos. En todos estos casos y en una creciente multitud de otros, resulta más fácil causar “daños colaterales” en los barrios pobres y en las calles escabrosas de las ciudades que en los recintos amurallados de los ricos y poderosos. Así distribuidos, los riesgos de crear víctimas colaterales pueden incluso transformarse a veces (y en favor de ciertos intereses y propósitos) de valor pasivo en valor activo…

Esta íntima afinidad e interacción entre la desigualdad y las bajas colaterales —los dos fenómenos de nuestro tiempo que crecen tanto en volumen como en importancia, así como en la toxicidad de los peligros que auguran— es el tema que se aborda, desde perspectivas sutilmente distintas en cada caso, en los sucesivos capítulos del presente volumen, basados en su mayoría en conferencias que se prepararon y dictaron durante los años 2010 y 2011. En algunos capítulos, ambas cuestiones aparecen en primer plano; en otros, funcionan como telón de fondo. Queda por elaborar una teoría general de sus mecanismos interrelacionados; en el mejor de los casos, este volumen puede verse como una red de afluentes que corren hacia el cauce de un río inexplorado y virgen. Me consta que aún queda pendiente la tarea de la síntesis.

No obstante, estoy seguro de que el compuesto explosivo que forman la desigualdad social en aumento y el creciente sufrimiento humano relegado al estatus de “colateralidad” (puesto que la marginalidad, la externalidad y la cualidad descartable no se han introducido como parte legítima de la agenda política) tiene todas las calificaciones para ser el más desastroso entre los incontables problemas potenciales que la humanidad puede verse obligada a enfrentar, contener y resolver durante el siglo en curso.


[1] Ésta y las siguientes citas fueron extraídas de David Gonzalez, “From margins of society to centre of the tragedy”, en The New York Times, 2 de septiembre de 2005.

[*] El Lower Ninth Ward es un barrio de Nueva Orleans (el Distrito Noveno) situado en la zona más baja de la ciudad, cerca de la desembocadura del Misisipi. [N. de la T.]

[2] Véase mi Wasted Lives. Modernity and its Outcasts, Cambridge, Polity, 2004 [trad. esp.: Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias, Buenos Aires, Paidós, 2005].