PROPERCIO NACIÓ EN UMBRÍA; PERTENECÍA A UNA PODEROSA FAMILIA de Asís, donde se han encontrado inscripciones que llevan los nombres de otros Propercios, emparentados con el poeta. Él mismo nos habla de su “patria, donde la bruma moja a Mevania en el fondo del valle, donde el lago de Umbría entibia sus aguas estivales, donde crece hacia el cielo la muralla de la abrupta Asís, muralla que mi talento ha hecho más conocida” (IV, 1, 125); Mevania es hoy Bebagna, puede verse abajo, en medio de la llanura, cuando se está en Asís, en el Eremo dei Carceri, donde san Francisco iba a rezar.
Ahora bien, en 1979, una epigrafista de gran reputación, Margherita Guarducci, hizo público un curioso descubrimiento realizado en el propio Asís, bajo la iglesia de Santa María la Mayor,[1] donde se desenterró, en parte, una casa romana en la cual un largo corredor estaba decorado con pinturas mitológicas. En cada cuadro se lee, grabado en el revestimiento de la pared, un epigrama griego en estilo culto; por ejemplo, la imagen de Narciso lleva esta leyenda: “Es un mal bien inédito, oh amor, el que tú has pensado en suscitar: este hombre, tenga lo que tenga, está enamorado de su propio retrato, de un poco de agua”. Cuadros y epigramas de ese género se veían en más de una casa romana,[2] cuando un hombre de cultura era su propietario; pero en Asís se descubrió algo más: al lado de uno de esos cuadros, alguien escribió en la pared las palabras siguientes: “El 23 de febrero, año del consulado de… vinus, adoré la casa de la Musa (domum oscilavi Musæ)”. Este letrero es lo que se llama un proscinema; los peregrinos los grababan en las paredes de los santuarios, para conmemorar la fecha en que habían ido a saludar al dios del templo. De ello concluyó la señora Guarducci que esta casa, que estuvo habitada por un enamorado de la poesía griega, se había convertido en lugar de peregrinación cultural, porque el que la había habitado era el propio Propercio. Esta hipótesis me parece plausible y hasta probable.[3]
Esos epigramas griegos en plena Umbría son un testimonio más de la cultura griega de Propercio o, en todo caso, del helenismo de que tan naturalmente estaban imbuidos los romanos. Roma siempre se encontró entre el número de esos pueblos bárbaros que, en las márgenes del helenismo, estaban en gran parte helenizados en todos los dominios, hasta en la lengua: Caria, Licia, Chipre, Macedonia, Siria, tal vez Cartago; Roma, ciudad etrusca durante largo tiempo, forma parte de esos pueblos marginales, “etruscos y chipriotas”, con los cuales Platón admitía que los griegos tuviesen un comercio de piedad.[4] No basta decir que la Hélade ejerció influencia sobre Roma, a la cual concedió empréstitos. Ni siquiera voy a decir que el imperio romano es un crisol donde Grecia e Italia se unieron en una mezcla que nadie dejará de declarar original y sabrosa; lo que hay que decir es que Roma es un pueblo cuya cultura es la cultura de otro pueblo: Grecia.[5] Parece que el caso no es único en la historia, aunque sólo fuera por el Japón de la época de la Novela de Genji, con su cultura china, y el Japón de hoy, con su cultura occidental.
La conquista romana de la cuenca mediterránea, la sumisión de los reinos macedonios y la “finlandización” de las ciudades griegas, un siglo y medio antes de la época en que vivió Propercio, sólo aceleraron las cosas, haciendo de la helenización una moda: la cultura romana escrita (poesía, prosa y también cartas oficiales y decretos del Senado) fue por entero una cultura griega en lengua latina. Hay que leer a Lucrecio para ver con cuánta naturalidad un intelectual romano vivió en una cultura enteramente helénica; para él, ésa es la única cultura; no hay más que una, y no podía haber otra. No podemos creer, para empezar, en la naturalidad de Lucrecio, queremos absolutamente que haya puesto su grano de sal romana en el dogma de Epicuro, sufrimos por él al verlo privado de su “nacionalidad cultural”, pero él no sufrió. No por ello es menos patriota, como buen romano; no es que se interese en la política (pocos romanos tuvieron un alma más apolítica que él, que vivió en las ideas): mas no por esto es menos íntegro su patriotismo, semejante a la fe del carbonero. Sentimos ante él el asombro de un intelectual europeo de hoy ante un intelectual soviético o japonés. En estos últimos, las opiniones más avanzadas o las actitudes más refinadas y complicadas hacen buena pareja con un patriotismo inerradicable e ingenuo. Lucrecio, patriota helenizado, escribe para su pueblo con el celo de un reformador, y su universalismo cultural hace buena pareja con su etnocentrismo romano; recomienda la doctrina de Epicuro a los ciudadanos romanos porque esta doctrina es auténtica y saludable. No era necesario que la adaptara a las necesidades romanas; ciertamente no tocó los dogmas de Epicuro: tal como es, el epicureísmo es perfecto a ojos de Lucrecio, y se apresura a introducir en Italia esta planta útil; puesto que el epicureísmo es excelente, también será excelente para Roma. Epicuro es digno de Roma: para Lucrecio, no hay elogio más grande. La originalidad no es el residuo de una resta entre lo que es cada uno y lo que le ha llegado de los demás, como decía P. Boyancé, cuando uno se asimila tan profundamente a Epicuro, cuando uno se asimila tan exactamente a él, se llega a ser uno mismo.
El único triunfo de que Roma se jactaba era el de haber derrotado a los griegos en un terreno en que no se daba cuenta de que había estado constituido por ellos; “en poesía elegiaca, hemos superado a los griegos”, escribe un crítico romano,[6] quien manifiestamente se imagina que la elegía existe tan natural y universalmente como la flora y la fauna; en ese mismo sentido, según Horacio, “en poesía satírica, todo es para nosotros”: en esos juegos olímpicos de la cultura, los romanos se impusieron. La civilización helénica es pues la civilización, y punto; los griegos no son más que sus primeros posesores, y Roma entiende bien que no debe dejarles ese monopolio. La verdadera originalidad se mide por lo natural del gesto de apropiación; una personalidad lo bastante fuerte para adueñarse de las cosas audazmente también tendrá la fuerza necesaria para asimilarlas, y no se refugiará en una especificidad nacional. Nietzsche admiraba la audacia imperialista con la que Roma consideraba como botín suyo los valores extranjeros.
Lo cual no impide a los poetas romanos ser originales en el sentido moderno de la palabra, pues, ¿cómo no sería original un poeta? Propercio es original, en relación con tal o cual poeta griego al que saluda como su modelo, así como dos poetas griegos cualesquiera son modelos el uno en relación con el otro, ni más ni menos. La cuestión de la originalidad romana pierde su significación y su interés en cuanto dejamos de creer en los genios nacionales y en unos celos universales de cada “patrimonio cultural”; la cultura se aclimata como las plantas útiles, y deja de tener patria, como las plantas. Los romanos son evidentemente originales cuando añaden algo a Grecia, cuando perfeccionan las recetas que ésta conoció antes[7] (pues, a sus ojos, no hay nada de arbitrariedad cultural: la civilización está hecha de técnicas que tienen la universalidad de la naturaleza, de la razón); pero no son menos originales cuando cultivan por su cuenta un bien de origen griego. Como el problema de la originalidad no era el de los orígenes,[8] son ellos mismos, sin complejo de inferioridad, en todo lo que hacen. Dicho esto, queda en pie que nueve décimas de su civilización son de origen helénico.
Si Lucrecio tradujo o, mejor dicho, adaptó a Epicuro, los elegiacos romanos, por su parte, recurrieron a Calímaco; tal es el gran nombre con que se cubren, tal es la fórmula que creen continuar; también invocan otros nombres de poetas helenísticos, entre ellos un tal Filetas, que para nosotros es un desconocido. Propercio, quien tenía clara conciencia de su genio y no era benévolo con sus rivales, se había otorgado a sí mismo el título de nuevo Calímaco: “¡Que Umbría se enorgullezca de mis libros! Puede enorgullecerse de haber dado a luz al Calímaco romano” (IV, 1, 63). El poeta Horacio tenía el mismo protector, Mecenas, pero su propio lirismo estaba en las antípodas del amaneramiento; además, una simplicidad no conformista y una probidad intelectual absoluta hacían que la megalomanía y la complicación de Propercio tuviesen el don de irritarlo. Cuando ambos se encontraban, en la biblioteca de Roma o en la calle, Propercio había impuesto concesiones a Horacio, al que llamaba el nuevo Alceo (este antiguo poeta griego era el padre del lirismo); Horacio no pedía tanto (le habría bastado ser un nuevo Simónides), pero la cortesía lo obligaba a devolver el cumplido a Propercio, declarándole que, por su parte, él era el nuevo Calímaco, pero esperando que los transeúntes no oyeran lo que decía.[9]
Si Calímaco fascinaba a esos jóvenes poetas latinos, no era porque hubiese sido el padre fundador del género elegiaco, sino más bien porque dominaba el género, y lo dominaba por la excepcional sutileza de su arte; Calímaco se encuentra en las antípodas de la ampulosidad, dice Propercio: non inflatus Callimachus (II, 34, 32); mientras para Ovidio, la obra maestra insuperable sería el libro en comparación con el cual Calímaco empezará a parecer rústico.[10] En suma, en el momento literario de esta época, Calímaco era la vanguardia, el antiacademicismo; la sutileza era de actualidad, o volvía a serlo después de dos siglos; la moda literaria consistía en ser inasible.
Es bien cierto que Calímaco fascina por la desenvoltura muy poética con la que se dispensa de precisar la relación que hay entre lo que escribe y lo que piensa. No que se exprese “en segundo grado”: a sus ojos, la poesía es cosa demasiado soberana para condescender más en remedar el error que en decir la verdad. Leyéndolo, nos sentimos cien veces tentados de pronunciar la palabra parodia, sólo para retirarla al punto.[11] Este humorismo no es defensivo, es a la vez condescendiente y benévolo. Nunca estamos seguros de que Calímaco hable en serio o de que se haya enternecido, pero como esto tampoco queda excluido el lector tiene el sentimiento más o menos agradable de que se enfrenta a un interlocutor más inteligente que él. Sería imposible remedar a Calímaco: él se imita a sí mismo sin cesar. Tiene la superioridad de un viejo sagaz que se pone olímpico para hacer creer que ha conservado el vigor de sus años mozos, aquellos en que se llamaba Homero o Tucídides. Homero no censuraba ni aprobaba a Aquiles y su cólera, no era partidario de griegos ni de troyanos. Entre Atenas y Esparta, el ateniense Tucídides, aunque patriota de corazón, permanecía olímpico entre los dos bandos, sin planear por encima de la lucha, sin adoptar el punto de vista de Sirio y sin hablar de los hombres en el tono en que el entomólogo habla de los insectos. El estetismo helenístico continúa, a su modo, esta tradición de grandeza, y eso es lo que siempre hará atractiva la poesía y el arte de esta gran época; si no es helenista de profesión, el lector se verá reducido a creerme bajo mi palabra, pues Calímaco casi ya no es legible; ni siquiera los antiguos lo leían sin un comentario explicativo. Su lenguaje, sus alusiones, sus intenciones están demasiado lejos de nosotros; los grandes esfuerzos necesarios para comprenderlos matan la sensación. Los grandes poetas no son imperecederos, se borran (unos más pronto, otros más lentamente, porque sus oportunidades son desiguales), pero no empiezan por empequeñecerse.
¿De dónde viene la irony de Calímaco, en el sentido inglés de la palabra? De decir o de insinuar cosas contradictorias[12] al pie de la letra, y de reducir su responsabilidad a lo que ha dicho literalmente: al lector le toca decidir (pero ¿cómo?) lo que Calímaco piensa en el fondo, hasta que el lector comprenda que Calímaco, lejos de pensar, es un artista que juega sobre la particularidad de un texto que le permite reducirse a su significado literal, que, como dice Oswald Ducrot, siempre puede presentarse como independiente.[13] Algunos “verán la broma” (pero, ¿había broma?) y otros tomarán el texto al pie de la letra; el poeta, por su parte, ¿bromeaba, o hablaba en serio? Ni lo uno ni lo otro: escribía versos de manera que no se pudiera saber si son serios o no, y que de todos modos dan de sí. Calímaco fundó una estética sobre un hecho semiótico: la independencia de la significación literal; un ejercicio de equilibrismo y, por tanto, de gracia; un texto que, lejos de ser espejo de la realidad, es equívoco hasta el vértigo; una escritura que se basta a sí misma, puesto que no expresa nada… ¿Cómo no ha de ser arte todo esto?
Dado que el sentido último de un texto no está en el texto, y que todo el arte consiste en eso, Calímaco tenía un tema muy preciso: los mitos, las antigüedades religiosas y nacionales, pues aunque ya no se creía mucho en ellas, aún eran respetadas; en esta materia, no había que ser ni ingenuo ni incrédulo. Calímaco cantará, pues, aquello sobre lo cual los augures trataban de no reírse. ¿Como un volteriano? Todo lo contrario, como un folklorista; a Calímaco le gustaban esas tradiciones nacionales, esas leyendas ingenuas e ingeniosas. El rey griego de Egipto que era su protector lo había nombrado bibliotecario; apasionado por los libros viejos y los textos raros, Calímaco recogió las tradiciones nacionales tan ávidamente como otros eruditos lo harán en la Francia de Napoleón III. Cuando expone un mito poco conocido, se toma la molestia de precisar: “No canto a nada de lo que no pueda presentar testimonios”, lo que también quiere decir: “No invento nada”, y: “Miren qué poco conocido es todo esto”. En tiempos de Calímaco y en parte por obra suya se pasa de los mitos, que eran una creencia, a la mitología, que es una ciencia placentera, un juego de eruditos, donde todos se limitan a saber lo que se cree, sin juzgar el fondo. Desde luego, el mito siempre había sido agradable. En la Iliada, Zeus, sintiendo que renace la pasión por su esposa (el primer asombrado es él), le recita el inventario de su buena fortuna y añade galantemente que nunca deseó a ninguna de sus amantes tanto como ahora desea a su mujer; también aquí, el poeta se divierte; se entrega a un vértigo de erudición mítica. Pero lo hace por su cuenta. Calímaco, en cambio, no habla en su propio nombre: relata leyendas populares.
Lo hace sin la menor intención satírica, con un goce de artista y un humorismo enternecido.[14] El humorismo triunfa en los textos más breves, los epigramas, como este remedo de exvoto: “Tú recibes allí, oh Esculapio, lo que tu fiel te debe por el voto que había hecho para curarse; ¡queda entendido! Por tanto, si tú, olvidándolo, reclamaras lo que se te debe, el presente exvoto valdría como pago”. Como hemos visto, los antiguos a veces trataban a sus dioses como a protectores comprensivos, al lado de los cuales iban a sentarse para contarles sus desdichas; otras veces, los consideraban como amos potentes y caprichosos, cuya política criticaban; pero también llegaban a tenerlos por individuos interesados (como lo somos todos) con quienes negocio es negocio: Calímaco remeda en este epigrama una ingenua idea del pueblo. Más por divertirse que por desdén, pues en ese bibliotecario cortesano existe una vena popular; también la hay en las canciones de Góngora o de ese otro elitista, Velásquez. En una breve obra maestra, la Hecale, Calímaco narra cómo el héroe Teseo había recibido la hospitalidad de una buena anciana, y se explaya a su capricho describiendo esa escena amable y familiar. Así es el gran humorismo de Baco en Los borrachos, en el museo del Prado: el dios, muy humanamente ebrio, con su atuendo de dios como disfraz, se encuentra ante la mesa en compañía de unos rubicundos campesinos cuya verdadera nobleza popular lo hace sentirse a gusto en semejante compañía, y respira la misma benevolencia que el dios que dio a los hombres el beneficio del vino; no hay aquí ni un átomo de condescendencia. Ya el viejo Justi había comentado ese cuadro diciendo con su penetración ordinaria: “Esta bacanal, donde algunos han creído ver una parodia, tal vez sea aún más griega de lo que Velásquez creyó”.
En sus grandes momentos, Calímaco va más lejos aún; no se limita a tomar una grata perspectiva sobre alguna cosa: su texto se pone a mariposear a los ojos del espectador, sin ninguna utilidad para la comprensión sino, por lo contrario, para demostrar que es puro arte, puesto que ya no se trata de un espejo del mundo. Aquí, he de exigir un doble esfuerzo al lector: no rehuir la dificultad y no sentirse decepcionado por algo no figurativo, escrito hace 22 siglos. He aquí el texto:
¡Cuánto ha temblado el follaje del laurel de Apolo! ¡Qué sacudimiento en todo el edificio! ¡Fuera de aquí todos los impuros! Sí, porque con su noble pie, Apolo toca a la puerta. ¿No lo ves? La palma apolínea acaba de inclinarse delicadamente y el cisne canta en el cielo. Ahora abríos vosotros, cerrojos del templo, abríos cerraduras, pues el dios no está lejos. Aprestaos, hijos míos, a cantar y a danzar. Apolo no se deja ver de todos sino de los buenos; honor a quien lo ve, vergüenza a quien no lo ve. Nosotros te veremos, dios arquero, no sufriremos esta ignominia… Bravo, hijos míos, pues su lira no calla. Recogeos y escuchad el canto apolíneo. El mar mismo calla cuando los trovadores cantan al dios arquero, Tetis deja de gemir y Níobe de llorar.
Veamos lo que se quiso decir. Esos versos son un seudohimno religioso, deformado tan sutilmente que hasta habría podido tener un uso litúrgico, y tal vez lo tuvo. En ocasión de las fiestas religiosas se efectuaba una procesión ante el templo, y coros de niños cantaban y tocaban un himno cuyas palabras comentaban los momentos sucesivos de la liturgia. Los templos, residencias privadas de la divinidad, estaban cerrados todo el año, y sus puertas sólo se entornaban el día de la fiesta, para gran emoción de los espectadores que ese día percibían la imagen del dios sentado en su santuario. Al comenzar la ceremonia, sólo tenían derecho de quedarse los que satisfacían ciertas condiciones de pureza ritual (como haber guardado continencia la víspera); los otros debían irse. La emoción crecía y los fieles sentían que su corazón ya no estaba lejos del dios; creíase que, atraído por el homenaje que le rendían, el dios venía a asistir a su fiesta y a escoger el templo para su residencia de aquel día, cuyas puertas se abrían ante el divino propietario como si hubiese llamado (en la antigüedad, se tocaba a las puertas con el pie); siempre se esperaba que la puerta, en lugar de ser empujada por los sacerdotes, se abriera milagrosamente, por sí sola, ante su amo. Asimismo, diríase que todos sentían aproximarse al dios, y querían creer que unos milagros marcarían su llegada; el laurel, árbol del dios, y el cisne, que era su animal, saludarían a su manera la llegada de su amo. ¡Dichoso quien sentía y creía todo esto! El dios sólo acordaba a los buenos, a los verdaderos devotos, el sentirlo y creerlo; gloria a ellos. Ante este descenso milagroso del dios entre sus fieles, ante esta “epifanía”, pues tal era su nombre, la naturaleza entera parecía contener el aliento; Tetis y Níobe, el mar y las rocas callaban y se regocijaban mientras que el edificio del templo temblaba sobre sus cimientos bajo los pasos del gigante invisible que allí se instalaba. Toda esa emotividad era sincera y da la verdadera medida de un fervor pagano que tenía mucho menos que envidiar al cristianismo de lo que a veces se pretende creer.
¿Cómo dudar de que el propio Calímaco, después de lo que acababa de describir, hubiese sentido esa emoción, o que al menos la haya comprendido y haya simpatizado con ella? Sólo que su poesía no se propone anotar emociones para hacerlas comunicativas, sino transformarlas en obras autónomas. Así como los historiadores hacen historia con esto, a su manera, Calímaco es tan objetivo como ellos. Su actitud es la de un etnógrafo ante unos indígenas. ¿Habla en su propio nombre? ¿Trata de expresar la emoción general? Más bien parece citar y hasta remedar las palabras de un fiel. En realidad, ¿quién nos habla? Mucho sabrá quien lo diga. En los himnos auténticos de la antigua Grecia, mucho antes de Calímaco, se empleaba el “yo”, y ese “yo” remitía indistintamente al coro que cantaba el himno, al director del coro o al poeta; llegaba a ocurrir que el coro, por boca de su jefe, pareciera darse a sí mismo[15] la orden de cantar o que expresara las opiniones personales del poeta; de ello ni resultaba ni se intentaba ningún equívoco. Sólo los filólogos modernos se preguntan si ese “yo” no expresará a veces ideas personales del poeta que escribió el himno, y no las opiniones más corrientes, como debieron ser las de los coristas. Lo que complica las cosas es precisamente que en aquellos lejanos tiempos la opinión corriente esperaba de los poetas unas ideas que no por ser personales dejarían de ser recibidas como verdaderas, pues un poeta tenía el deber de enriquecer los conocimientos religiosos de todos los hombres…[16] Lo menos que puede decirse es que Calímaco no está ya en ésas; se aprovecha de la plurivalencia aparente del “yo” hímnico para sacar de allí un procedimiento literario que le permitirá colocarse, como artista, apartado del resto de los hombres. Se convierte en ventrílocuo; el coro, su jefe, la multitud, todo el mundo habla, la realidad se dispersa en exclamaciones, órdenes e interrogaciones (ya vimos que Propercio imitará el procedimiento); la ausencia de un punto de vista coherente desrealiza lo que el texto dice.
Y eso no es todo: el lector no puede saber si lee el texto mismo del himno o bien un metatexto donde se cita el himno (en Tibulo encontraremos un procedimiento parecido). El himno invita a comenzar el himno, pero, ¿había ya un himno cuando lo hacía? En otros términos, ¿en qué momento la liturgia, acompañada por el himno, empieza a desarrollarse?[17] Los filólogos discutirán interminablemente sobre esto, y con su cuenta y razón: eso era el arte para Calímaco, y por ello este himno puede terminar en ocho versos en que el poeta, que ha vuelto a ser hombre de letras, se jacta de estar protegido por los dioses contra las críticas celosas de sus enemigos literarios.
Digamos que el arte de Calímaco es manierista. Toda la literatura helenística no lo es; Calímaco tiene su antítesis en otro escritor tan refinado como él, Menandro, quien en sus comedias de costumbres pinta sin ilusiones una humanidad mediocre, pero la pinta con una justeza, una verdad, una calidad de detalle a veces tan grandes, que el nombre de Tolstoi no lo aplasta; hasta se nos impone este nombre cuando algunos versos aislados[18] (el texto de Menandro ha llegado hasta nosotros en fragmentos) tienen sobre la condición humana un profundo acento de desilusión sin amargura y sin moraleja: la derrota se convierte en triunfo, y esto es gran clasicismo. Pero si hay que hablar de humanidad, no es evidente que Calímaco, más complicado, sea más seco; su poesía no defiende ni ilustra los “valores”, hay que reconocerlo, pero no por ello es desinteresada; es una obra helenística por excelencia, como la Venus de Milo, y sería difícil unir más sensualidad directa, ingenua, popular, a un modelo tan complejo, tan refinado, tan sagaz. La estética de Calímaco es triunfal; triunfa de lo verdadero y de lo falso, reposa sobre una inteligencia superior que lo comprende todo, no cree en nada y sin embargo no desdeña nada. Goethe, leyendo a Firdousi sobre su diván, no se preguntaba cómo sería posible ser persa; los viejos mitos son, para Calímaco, lo que Persia fue para Goethe: el descubrimiento de la no verdad universal.
Ese manierismo es, pues, el instrumento soñado para expresar las semicreencias, el wishful thinking o, sencillamente, las falsas posiciones sentimentales. Prueba de esa ambigüedad, prueba también de la inmensa influencia de Calímaco y de su humanidad paradójica: el texto más conmovedor, tal vez, de la poesía latina, también es el más calimaqueano;[19] no se debe a nuestros elegiacos, sino a Virgilio; el Anuncio que recibe Polión, es decir, la Cuarta Bucólica. Tal vez causará asombro verla metida en estos asuntos; sin embargo, creemos que allí está la clave de ese texto enigmático; cuando se ha discutido tanto sobre un enigma, es más cortés y más rápido limitarse a exponer la opinión personal, advirtiendo al lector que hay muchas otras.
El tiempo todavía no ha hecho mella sobre esos versos inspirados en que los primeros cristianos creían ver que Virgilio presentía, con 40 años de anticipación, el nacimiento del Salvador; en efecto, un aliento de mesianismo político-religioso eleva el poema. La situación nunca había sido más sombría que en aquellos años, en que una mitad del Imperio, con el talentoso y pujante Antonio y la genial Cleopatra, había estado a punto de lanzarse sobre la otra, defendida por el agrio y maquiavélico Octavio, a quien la victoria valdrá un día el nombre de Augusto. En aquel año 40, se esperaba, sin gran confianza, haber evitado lo peor, ¿y qué nos dice el poema? Virgilio se dirige a uno de sus protectores, Polión, que en aquel momento tenía el honor de ser cónsul y de dar, por consiguiente, su propio nombre al año; le anuncia que ha llegado el fin de los tiempos, conforme a la profecía de la Sibila, y que en aquel año del consulado de Polión acababa de nacer un niño, un pequeño romano, del que nada nos dice, ni siquiera el nombre: el poeta se limita a informarnos que con este niño volverá a florecer sobre la Tierra la edad de oro, con la abundancia y la paz perpetuas. El paraíso terrenal se establecerá gradualmente, de acuerdo con las etapas de la vida del niño y, por consiguiente, gracias a él (el pueblo imputaba el mérito de los años felices y las buenas cosechas a los amos del momento); cuando haya crecido ese misterioso niño, será el rey de esta tierra de felicidad, donde el león y el cordero coexistirán pacíficamente, donde ya no habrá que trabajar ni que violentar, poco ecológicamente, la naturaleza; ya ni siquiera habrá que teñir la lana: ¡las ovejas nacerán de colores!
¿Qué relación hay entre Polión y este niño misterioso? Ninguna, salvo que Polión tiene el honor de que el niño haya nacido durante su consulado (el pueblo atribuía a Cicerón el honor de que Octavio Augusto hubiese nacido durante su consulado).[20] Pero entonces, ¿quién es este niño? ¿En quién pensaba el poeta? Se discute sobre esto desde hace dos milenios y, naturalmente, se ha pensado en un retoño de los amos del momento. ¿Un hijo de Octavio? Lo que tuvo fue una niña; ¿el niño que fuera a nacer del matrimonio que Antonio, como prenda de paz, acababa de contraer con una hermana de Octavio?[21] ¿O un niño imaginario, un sueño de poeta, como lo ha supuesto más de un comentador? También nosotros pensamos esto, pero entonces me parece que surgen dos dificultades. Si el niño no es más que una fantasía del poeta y el retorno del paraíso a la tierra es otra, ¿cómo conciliar esta imaginación con la seriedad, el fervor, la pasión mesiánica, histórica, patriótica que anima a Virgilio? ¿Y cómo suponer que Virgilio previó que ese niño desconocido y anónimo, en cuyos orígenes nada parece elegirlo entre millones de otros para un destino tan prodigioso, sería un día el amo y salvador del mundo?
La explicación que damos a todas estas preguntas es muy sencilla: el anuncio hecho a Polión es el remedo serio de toda una literatura política semiclandestina[22] que ha corrido entre el pueblo durante siglos, la de los Oráculos de la Sibila; esta poesía mesiánica se hacía pasar por profecía y anunciaba para mañana el fin de los tiempos y el retorno de la edad de oro; hay que colocarnos mentalmente en el universo mental de las viejas escatologías políticas, de los “primitivos de la Revuelta”. Ahora bien, en este extremismo arcaico, creo adivinar que nadie se asombraba cuando, llevado por una inspiración (el espíritu sopla donde quiere), un hombre cualquiera se levantaba y designaba a un niño, no menos común que él mismo, como futuro Salvador:[23] la divinidad se complace en tomar por mensajeros a los humildes, y desea que los últimos pasen a ser los primeros. Los anuncios de esta índole eran siempre bien recibidos, pues permitían a todos decirse que mientras los poderosos creen triunfar, el que pondrá fin a su reinado crece en la sombra de su anonimato. ¿Se realizará verdaderamente la profecía relativa a ese niño? De eso no se preocupaba nadie: lo importante era que el anuncio devaluaba el triunfo provisorio del mal, y la esperanza volvía a florecer.
Virgilio parece adoptar en su poema ese papel de anunciador. No lo hace para restar importancia a los amos del momento, como lo hacían los oráculos sibilinos, de inspiración judía o cristiana, cuyo texto ha llegado hasta nosotros y que profetizan el fin próximo de tiranos extranjeros o de emperadores perseguidores.[24] Pero, si Virgilio no practica la oposición, no por ello deja de expresar su exigencia y su esperanza de ver a la patria salir del infierno de las guerras civiles para conocer, de nuevo, la paz y la prosperidad; a ese precio, está dispuesto a poner su confianza en un amo y se representa el porvenir con rasgos monárquicos; lo que, por cierto, no disgustaría al amo del momento. En suma, Virgilio fabrica un modelo de “buena” literatura mesiánica; separa lo que hay de legítimo y sano en este extremismo popular, que otros estaban impacientes por condenar. Y sobre todo, Virgilio aprovecha la ambigüedad semiseria de todo remedo para abandonarse a su propio deseo de creer y de esperar; y también, para ofrecer a Polión un poema que, a través de la ficción del Niño Salvador, le da la enhorabuena por el honor de su consulado.
Virgilio se abandona a ello con toda su alma, hasta tal punto que se podrían tomar sus versos –como de hecho se han tomado– al pie de la letra, si no fuera por ciertas sonrisas del poeta; esos corderos que nacen de colores[25] son un sonriente mentís que Virgilio se da a sí mismo… El poeta no quería pasar por el ridículo de jugar al profeta, y no escribía un texto de actualidad, destinado a morir al día siguiente. El Niño no existe, o bien es todos los niños a la vez, pues deseamos creer que el porvenir no está gravado con el pasado, y que todo hombre nace sano y salvo e inventa. Ese remedo de anuncio, en cuanto ya no se le toma al pie de la letra, se vuelve eternamente verdadero; y, además, sigue siendo monárquico.
El Anuncio hecho a Polión es la obra maestra del arte calimaqueano. Este arte de lo no verdadero pudo satisfacer impunemente una necesidad de fervor que buscaba en vano su objeto. Virgilio pudo expresar –sin creer en ella y sin desmentirla brutalmente– una credulidad popular cuyo fondo lo conmovía profundamente y que no le habría desagradado poder compartir. Afición divertida y soñadora a las leyendas ingenuas, remedo nostálgico.
Unos veinte años después, cuando Octavio Augusto, con su victoria, habrá hecho reinar una paz monárquica, tocará a los elegiacos romanos sentir la misma atracción por las creencias populares y las antigüedades nacionales; al respecto harán poemas en que también causarán confusiones de diversas maneras sobre esos temas en que la verdad dogmática no se imponía ya a los espíritus cultivados. Pero se sentirán más atraídos por otro tema, el amor, materia “dudosa” y subalterna cuando no se trata de amor conyugal y la heroína es una “irregular” y no una matrona. Calímaco cantaba los mitos porque ya sólo a medias se creía en ellos; los elegiacos situarán su ficción amorosa en el mundo galante, para que el lector sólo a medias la tome en serio.
Pero ocurre que llegan a cantar también las antigüedades romanas; el último libro de las elegías de Propercio, donde el poeta intenta renovar sus temas, contiene varias piezas sobre la historia y los cultos de la Roma primitiva; Ovidio escribió un largo poema en versos elegiacos, los Fastos, que describe agradablemente las fiestas religiosas del calendario romano y narra sus orígenes, siguiendo la tradición del gran poema elegiaco de Calímaco, las Aitia u Orígenes. En materia de religión, Ovidio era tan escéptico como Cicerón: “Es útil que haya dioses y, puesto que es útil, creamos que existen”;[26] no por ello le gustan menos las costumbres populares, el espectáculo de las fiestas,[27] y se divierte discretamente de las ingenuidades de la mitología, según la mejor tradición helenística. Propercio, por su parte, sin duda era demasiado patriota para hacer bromas sobre las antigüedades nacionales; pero, como poeta, pensaba que tenía el deber de transformarlas en objetos de arte, cincela versos preciosos y crea un arte gratuito. El patriotismo de nuestro hombre no llegó a expresar en la elegía más que la concepción no conformista de la vida, de la que había hecho una doctrina. El estetismo de los poemas nacionales los ha convertido en tours de force alambicados, productos de una imaginación sentimental. Propercio inventa que Tarpeya, vestal legendaria que había quedado como prototipo de traidora a la patria, traicionó a Roma por amor a un general enemigo; expresa largamente su pasión en versos operísticos. En otra elegía, el dios Vertumno (divinidad popular pasada por alto en la religión oficial, la única que había que respetar), atestigua personalmente sobre la extrañeza de las metamorfosis que le atribuía su leyenda, e incluso él mismo parece considerarse pintoresco.
La elegía erótica guardará la tradición de sonreír ante las creencias populares, de remedar el texto de las leyes sagradas y de los exvotos. “Que nadie se atreva a irse de viaje a pesar de su amor; si no, quede advertido de que parte desobedeciendo a un dios”,[28] que lo castigará: con lo cual se imitaban esas leyes sagradas que se leían a la entrada de los santuarios y que amenazaban con el castigo divino a quienes no respetaran las observancias sagradas: pues el brazo secular dejaba a la divinidad el trabajo de castigar por sí misma los agravios que se le hicieran, cuando le fuera posible.[29] Habiendo partido de viaje a pesar de Amor, el poeta Tibulo fue castigado: cayó enfermo, y no le quedó más remedio que llamar en su auxilio a otra divinidad: “Ven, Isis, a socorrerme; tú puedes curarme, como lo muestran tantos cuadros que se ven en tu santuario”;[30] hay que convenir en que las pinturas de los exvotos constituyen pruebas a las que hay que rendir las armas.[31] Y las palabras: “tú puedes”, son una parodia: el gran argumento de las plegarias consistía en recordar a la divinidad que podía hacer el bien, que no debía hacer menos por su fiel de lo que hubiera hecho por otros, que debía deleitarse en su reputación de poderío, y no dar lugar a la duda.[32] La gente se representaba sus relaciones con los dioses siguiendo el modelo de las relaciones que tenía con los ricos y los poderosos, o con las naciones extranjeras.
El “yo” elegiaco tolera, por tanto, un humorismo más: el poeta toma por su cuenta la fe del carbonero.[33] Tibulo desea no hacer carrera, vivir en sus tierras y contar con buenas cosechas, “pues”, dice, “venero todos los árboles muertos, en los campos, y todas las piedras antiguas, en las encrucijadas, que se adornan con guirnaldas de flores”;[34] los campos estaban llenos de pequeños monumentos sacros de ese género, comparables a los oratorios de la Provenza de ayer y de la Grecia de hoy, y se les “veneraba”,[35] al pasar ante ellos, saludándolos con la mano o enviándoles un beso. Nuestro noble y rico poeta se pinta, complacido, en su papel de campesino devoto; se ve a sí mismo desde el exterior, para diversión del lector. La falsa ingenuidad en materia de religión es tradicional en la elegía; una broma ya consagrada consistía en pedir a una bella una de esas proezas piadosas, una pannychis, una noche, en que uno se privaba completamente de sueño, como prenda de piedad; el poeta mismo se convertía en el dios que la bella, bien despierta, celebraría en el lecho. El único Júpiter que conoce la elegía es el dios donjuanesco de las amantes innumerables del que hablaba la mitología.[36] En suma, la elegía erótica era un género en el que se podía hacer broma de las cosas santas y también de la moral y del deber de hacer carrera pública para servir a la patria, sin que la broma tuviese consecuencias. “La elegía, obra engañosa”, fallax opus, escribe en alguna parte Propercio[37] (mucho daríamos por saber qué alcance daba precisamente a ese adjetivo). La “mentira” poética, que tiene muchos grados, permitió a Tibulo escribir los que podemos considerar sus mejores versos, y que no son una elegía de amor; son un seudohimno, muy comparable al de Calímaco, en que el poeta se convierte en hombre-orquesta y habla por todas las bocas, pero sin que de ello resulte la dispersión fatigosa del poeta griego; por lo contrario, Tibulo describe con gran encanto, gravedad dulce y alegría una fiesta religiosa del calendario rústico.[38]
También la elegía erótica, ya sea ésta mentira agradable o transformación de la realidad en objeto de arte, es de origen helenístico.[39] Los romanos sabían desde hacía dos siglos que los amantes escribían elegías sobre la casa de su amada.[40] Hacía seis o siete siglos que los griegos cantaban al amor, en los metros más variados, en primera o en tercera persona; saber si omitieron cantarlo así, en primera persona, en el ritmo elegiaco, dejando a los romanos el honor de ser los primeros en pensar en ello, es cuestión que no por haber sido muy discutida deja de tener un interés limitado y cuya respuesta probable es No: ya había habido elegías helenísticas en donde se cantaba al amor tras la ficción del ego, aunque sólo fuesen esas elegías erróneamente llamadas epigramas, con el pretexto de que son demasiado breves.[41] Una cuestión más interesante consistiría en saber si, en la elegía helenística, el poeta se limitaba a evocar brevemente los problemas sentimentales de su Ego, para narrar extensamente mitos en que se planteaba el mismo problema amoroso (recordamos que una vez Propercio también deslizó así su propio caso en la leyenda de Antíope); o si el relato mítico se reducía a algunas alusiones mitológicas, ya que la mayor parte del poema estaba consagrado al caso personal del poeta.[42]
Sea como fuere, los romanos nunca reivindicaron la menor originalidad en materia de elegía. Y los problemas de estética parecen haber sido más importantes que los del género literario en la impresión que tenían de Calímaco: no lo elogian por haber escrito en primera o en tercera persona, sino por tener un arte refinado (doctus); por lo demás, también hacen este cumplido a Menandro;[43] un arte delicado (lenis) que contrasta con la musculosa epopeya,[44] un arte sutil, en las antípodas de la ampulosidad.[45] Una breve elegía que debió nacer en uno de los círculos literarios de la época[46] termina con esta declaración de principio: “No quiero tener nada en común con la gente pesada”.
Para que la gente pesada se sofoque corriendo tras ellos, los elegiacos crean un arte puro, pero con ciertas trampas de manera que no se le crea puro; que se le crea sensual, sentimental, apasionado. Desmentir su propia ficción no es resucitar la realidad; es crear un vacío de afirmación, lo que resulta más estético. Si un poeta (supongámoslo auténticamente enamorado), en lugar de desahogarse haciendo comunicativa su emoción a sus lectores compone una especie de imitación de sí mismo, un cuadrito complaciente, haciéndose una idea muy precisa de la idea que el lector se formará de él, será entonces calimaqueano.
Y se encontrará entonces en las antípodas de un fenómeno familiar a los modernos: la ironía lírica. La elegía romana, mezcla desconcertante de amor y de humorismo, ¿se habrá debido al pudor de un poeta que simula reír para no llorar? Lo inverso sería lo cierto. Hemos visto a Tibulo o a Propercio remedar los exvotos o las plegarias de los humildes, sin dejar por ello de tenerles afecto. Ahora bien, Tristan Corbière hace lo mismo en ese Pardon de Sainte-Anne que permite al historiador comprender mejor, por analogía, lo que fue la religiosidad pagana, de la que no están lejos los bretones de Corbière:
Trois jours, trois nuits, la palud grogne,
Selon l’antique rituel,
Chœur séraphique et chant d’ivrogne,
Le CANTIQUE SPIRITUEL:
“Mère taillèe à coups de hache,
Tout cœur de chêne dur et bon,
Sous l’or de ta robe se cache
L’âme en pièce d’un franc Breton.
Servante-maîtresse altière,
Très-haute devant le Très-Haut,
Au pauvre monde pas fière,
Dame pleine de comme-il-faut!
Dame bonne en mer et sur terre,
Montre-nous le ciel et le port
Dans la tempête ou dans la guerre,
O fanal de la bonne mort.
A l’an prochain. Voici ton cierge.
C’est deux livres qu’il a coûté.
Respects à Madame la Vierge,
Sans oublier la Trinité.”
[Tres días, tres noches, la ciénaga gruñe, / Según el antiguo ritual, / Coro seráfico y canto de ebrios, / EL CÁNTICO ESPIRITUAL: / “Madre tallada a hachazos, / Toda corazón de roble duro y bueno, / Bajo el oro de tu túnica se oculta / El alma de una sola pieza de un franco bretón. / Criada patrona altiva, / Muy alta ante el Altísimo, / Ante el pobre mundo no orgullosa, / ¡Dama llena de dignidad! / Dama buena en el mar y en la tierra, / Muéstranos el cielo y el puerto / En la tempestad o en la guerra, / Oh faro de la buena muerte. / Hasta el año próximo. He aquí tu cirio. / Me ha costado dos libras. / Respetos a la Señora Virgen, / Sin olvidarnos de la Trinidad”.]
La ironía lírica, dicen los formalistas rusos,[47] nace del choque de dos evaluaciones: esos piojosos son tus hermanos desdichados y tú los quieres con afecto agreste; su fe, como tú la comprendas, pero no puedes compartirla. Esta ironía está hecha de impotencia: las cosas están mal, pero son las más fuertes; en el siglo pasado, la ironía lírica, en Heine o en Laforgue, nacía de los conflictos políticos y religiosos o del malestar del artista en el mundo burgués.
En la elegía también hay impotencia, pero simulada. El poeta simula ser esclavo de una pasión, soñar vanamente con una pureza rústica, pero en realidad no entra en conflicto con las cosas; no echa la culpa al mundo y no milita ante sus lectores para modificar sus ideas sobre las supersticiones religiosas o las mujeres calificadas de demasiado fáciles. La elegía sólo apela a la realidad en calidad de contraste; una parodia de plegaria desmentirá la sinceridad de las súplicas de un amante que se hace el desesperado. Mas para que el lector vea la parodia, es necesario que él mismo sea escéptico en materia de religión; no se trata, pues, de un lector real, sino de un destinatario de la narración: los verdaderos lectores pueden seguir pensando lo que quieran; el poeta sólo les pide ver la religión con ojos como los suyos mientras dure la lectura. La elegía apela a las cosas para lograr un efecto, no trata de cambiarlas, y por ello hablaremos de semiótica y no de sociología o de ideología de la elegía.
Partiendo de la falsa evidencia según la cual Propercio tenía el designio de expresar sus sentimientos, Brooks Otis ha hablado de lo muy extraña que entonces parecía su poesía:
Propercio es el más enigmático de los poetas latinos; hay en él artificio bastante para que podamos dudar de la realidad de casi toda su experiencia amorosa, y bastante verdad desconcertante para que dudemos del artificio; lo encontramos irónico donde habríamos esperado encontrarlo serio, y a la inversa; incluso hay emoción en él, pero esta emoción desafía el análisis y la explicación.[48]
La impresión está bien expresada y se pueden conservar los términos invirtiéndolos; en lugar de encontrar un poco extraña esta sinceridad, habremos de preguntarnos dónde recubre este humorismo una sinceridad.
¿Se trata de un gran poeta? La poesía elegiaca ha representado largo tiempo, para Occidente, la poesía amorosa, y su prestigio provenía, sobre todo, de haber estado consagrada a ese tema exclusivo; no se podría jurar que la invención y la ejecución elevan a Propercio y a Tibulo por encima de los poetas menores, pues el talento de Ovidio era el de un cuentista ingenioso y simpático. En cambio, Propercio tiene una concepción poderosa y, en ello, es completa la originalidad de este poeta helenizante, pese a su falta de claridad, de gracia, de precisión en la composición. Originalidad completa, ya que Propercio retoma por entero la concepción de Calímaco y le restituye toda su coherencia. ¿Preferiríamos que se hubiese limitado a tomarla como pretexto de una obra más heterogénea, y a apropiarse ciertos elementos pintorescos? Tal es la paradoja de la originalidad, que no es lo que piensa más de un latinista; no hay aquí imitación episódica de motivos, sino emulación en la misma carrera. Más que Tibulo, Propercio tuvo vigor suficiente para apoderarse del arte de Calímaco como si fuera el suyo propio, con toda su finura y su extrañeza.
[Notas]
[1] M. Guarducci, “Domus Musae: epigrafi greche e latine in un’antica casa di Assisi”, en Atti della Academia naz. dei Lincei, Memorie, XXIII, 1979, fasc. 3.
[2] Ático, amigo de Cicerón, también tenía una villa llena de epigramas (Cicerón, Ad Atticum, I, 16, 15; Cornelio Nepote, Atticus, XVIII, 6); en Pompeya, la Casa de los Epigramas también tiene inscripciones en griego que comentan escenas mitológicas: M. Gigante, Civiltà delle forme letterarie nell’antica Pompei, Nápoles, 1979, pp. 71-75.
[3] No es posible pronunciarse antes de una publicación completa y la continuación eventual de la investigación. Sin embargo, el escepticismo con que a menudo se ha recibido la hipótesis properciana de la señora Guarducci sorprende un poco; cierto es que los epigrafistas son menos escépticos (J. y L. Robert en Revue des études greques, p. 482, núm. 578). En las Guide archeologiche Laterza, vol. IV, Umbria, Marche, 1980, p. 163, leemos que una objeción sería que las pinturas son del cuarto estilo, es decir, de los años sesenta de nuestra era. El viridarium que publica la señora Guarducci (lámina 1) más bien parece recordar el jardín imitado de la casa llamada de Livio, en Roma, que es contemporánea de Propercio. La existencia del proscinema parece argumento en favor más difícil de rechazar; en cambio, no se obtendrá ningún argumento del descubrimiento, efectuado en la casa, de una inscripción con el nombre de familia de los Propercio: esta inscripción era una repetición, y no proviene de la propia casa (Guarducci, p. 271n). Se habla de esta casa de Propercio en Plinio, Cartas, IX, 22, 1: los descendientes del poeta todavía habitaban la casa un siglo después, y uno de ellos, que componía elegías siguiendo el estilo de su antepasado, las escribía plane in Properti domo.
[4] Platón, Las leyes, 738 C, texto impresionante por su fecha antigua; no impresiona menos leer en Tucídides (VI, 88, 6) que, ante el ataque ateniense, Siracusa envió embajadores a las ciudades etruscas; así pues, si Etruria forma parte del concierto internacional a finales del siglo V, así como Cartago (a la que también apeló Siracusa), ¿por qué nos parece inverosímil que una ciudad etrusca tan grande como Roma haya podido, desde los albores del mismo siglo V, concluir un tratado con Cartago? (Polibio, III, 22).
[5] Cf. nuestras observaciones sobre las helenizaciones sucesivas de Roma en Diogène, 1979, núm. 106.
[6] Quintiliano, X, 1, 93. La superioridad romana en materia de elegía se debe a que tanto Tibulo como Propercio tienen una escritura neta y elegante; queda pendiente saber cuál de los dos tiene la ventaja: la mayoría se inclina por Tibulo, y otros, por Propercio; tal es el sentido de ese pasaje, según M. Hubbard, Propertius, Londres, 1974, p. 2.
[7] Cicerón, orgulloso de haber sobrepasado a Demóstenes y demostrado a los griegos que no eran invencibles, sostiene, en la primera página de las Tusculanas, que los romanos no han tomado de los griegos nada que no hayan perfeccionado; a sus ojos, no se trata de cultivar un genio nacional, sino de llegar más lejos por un camino común a todos los hombres. Véase también la epístola ad Quintum fratrem, I, 1, IX, 27-28.
[8] Asimismo se podría razonar sobre la romanización de las provincias bárbaras del Imperio: la originalidad gala es un problema que casi no tiene sentido (cf. C. Goudineau, Les Fouilles de la Maison du Dauphin. Recherches sur la romanisation de Vaison-la-Romaine, CNRS, 1979, vol. I, p. 313); en la Histoire de la France urbaine (Duhy, ed.), el mismo autor habla asimismo de una “estimulación” de las culturas indígenas. Si Roma hubiese evacuado la Galia un siglo después de haberla conquistado, la Galia habría seguido romanizándose, por su parte y a su manera, como en realidad lo hizo.
[9] Horacio, Epístolas, II, 2, 91. Horacio es el poeta latino más ajeno al espíritu de Calímaco: J. K. Newman, Augustus and the New Poetry, Bruselas, 1967, p. 128. Sobre la megalomanía de Propercio, que en la elegía III, 1 escribe poco más o menos, “Homero y yo” (nos hace recordar el Napoleón y yo, de Chateaubriand); cf. F. Solmsen, “Propertius and Horace”, en Classical Philology, XLIII, 1948, pp. 105-109. Las relaciones de Horacio y de Propercio también son comentadas por W. Wili, “Die literarischen Bezichungen des Properz zu lloraz”, en Festschrift für Edouard Tièche, Berna, 1947, p. 179, y por W. Eisenhut, “Deducere carmen: ein Beitrag zum Problem der literar. Bezichungen zw. Horaz und Pr.”, en Gedenkschrift Für Georg Rodhe, Tubinga, 1961, p. 91. Sobre Horacio como Simónides (el romano), H. Fränkel, Early Greek Poetry and Philosophy, Oxford, 1975, p. 323, núm. 39.
[10] Ovidio, Amores, II, 4, 19.
[11] H. Herter, Kleine Schriften, op. cit., p. 387.
[12] En Augustus and the New Poetry (op. cit.), J. K. Newman expresó bien la “contradicción” interna de la obra de Calímaco y su tendencioso sentido de la realidad.
[13] O. Ducrot, Dire et ne pas dire: principes de sémantique linguistique, París, Hermann, 1980, 2a. ed., pp. 11-12.
[14] A. Rostagni, Poeti alessandrini, Turín, Bocca, 1916, p. 259.
[15] F. Cairns, Tibullus: A Hellenistic Poet at Rome, Cambridge, 1979, p. 121; A. Heckstra, The Absence of the Aeginetans: On the Interpretation of Pindar’s Sixth Paean, en Mnemosyne, XV, 1962, p. 11.
[16] Cuando Esquilo dice, en un coro: “En este punto, no pienso como todo el mundo” (Agamemnón, 757), no se pone aparte de la multitud: le anuncia que va a enseñar algo nuevo; y no se esperaba menos de un poeta.
[17] ¿Cuándo se supone que comenzó la liturgia? Véase H. Erbse en Hermes, LXXXIII, 1955, esp. p. 418; sobre la apertura milagrosa de las puertas del templo, véase O. Weinreich, “Gebet und Wunder, II: Türoffnung in Wunder”, en Genethliakon Wilhelm Schmid, 1929.
[18] Es el fragmento 481 (Comicorum fragmenta Kock); quisiéramos creer que Goethe pensaba en esos versos cuando hacía a Eckermann un elogio ditirámbico de Menandro: en tiempos de Goethe, los papiros aún no habían mostrado los versos de Menandro y se conocían pocos textos de él; pero ya era conocido ese fragmento.
[19] Véanse las páginas en que J. K. Newman muestra que uno de los poetas latinos más próximos a Calímaco es precisamente Virgilio, con su falsa simplicidad conmovedora (Augustos and the New Poetry, op. cit., p. 128).
[20] Según un representante de las ideas populares en política, el historiador Veleyo Patérculo, II, 36. Sobre ese tema y sobre la concomitancia entre un reino (o un consulado) y el año político dichoso o las buenas cosechas, he reunido algunas referencias en Le pain et le cirque, París, Éditions du Seuil, 1976, col. “Univers historique”, pp. 735-736, nn. 46-48. Se ha dicho que el niño no era rey inmediatamente y que no haría llegar la edad de oro: había una simple concomitancia; es verdad, pero un rey no hace nada: se contenta con estar allí, y su presencia basta para que la dicha llegue por sí misma. Concluyamos, pues, que como la edad de oro se desarrolla en concomitancia con el crecimiento del niño, el niño es ya el amo designado, el Mesías que está creciendo, pero ya prometido a la realeza. Huelga añadir que, para Virgilio, Polión y los otros lectores no pasaban de ficción literaria. Virgilio no pensaba en ningún niño real y tampoco atribuía una significación particular al año 40, cuando Polión era cónsul: su único punto de partida consistió en dedicar un poema a Polión, en el año de su consulado; por ello fingió creer en el nacimiento de un niño salvador durante ese consulado.
[21] W. W. Tarn, “Alexander Helios and the Golden Age”, en Journal of Roman Studies, XXII, 1932, p. 135; R. Syme, The Roman Revolution, Oxford University Press, 1980, p. 219.
[22] Las profecías sobre el fin de los tiempos se multiplicaban en ese decenio de guerras civiles y de angustia (Apio, Guerras civiles, IV, 4, 15, citado con otras referencias por R. Syme, Sallust, University of California Press, 1974, p. 231). Véase también Cicerón, Catilina, III, 9; Salustio, Catilina, LVII, 2; Dión Casio, LVII, 18, 4. Augusto mandó buscar y quemar esas “falsas” profecías de la Sibila (Suetonio, Augusto, 31; Tácito, Anales, VI, 12). La relación entre esta literatura política clandestina y las “verdaderas” profecías oficiales de la Sibila es perfectamente clara y no debiera constituir ningún problema: por una parte, el Estado romano poseía viejos libros proféticos, atribuidos a la Sibila, que se conservaban con el mayor secreto y que los sacerdotes consultaban e interpretaban en las crisis políticas graves. Ello puso en marcha la imaginación popular, dando lugar a una literatura de oposición política, colocada “erróneamente” bajo el nombre de la Sibila, a la que se consideraba formada por esos famosos libros oficiales secretos: ¡qué triunfo para los adversarios leer, en los libros oficiales de Roma, el anuncio de la caída de Roma! Se fabricó así una masa de falsos oráculos sibilinos, que los particulares conservaban celosamente (Tácito, Anales, VI, 12), una parte de la cual ha llegado hasta nosotros. Al respecto, véase sobre todo B. Gatz, Weltalter, goldene Zeit und sinnverwandte Vorstellungen, Hildesheim, 1967, particularmente p. 89. Esta literatura política seudosibilina era tomada en cuenta hasta por los ex cónsules: véase Cicerón, Ad familiares, I, 7, 4.
[23] Se encuentran en otras partes ejemplos de inspiración, así, donde un hombre se conmueve a la vista de un niño en quien ve a un futuro gran hombre; donde “un personaje sobrehumano es reconocido como tal, desde su nacimiento, por algún inspirado” (Martin Dibelius, Die Formgeschichte des Evangeliums, Mohr, 1971, p. 124). Así ocurrió con Buda y con Cristo: Simeón, advertido por el Espíritu que vería con sus propios ojos al Mesías, al encontrar a María y José que llevaban a su hijo al Templo, reconoció al Mesías en este niño (Lucas, II, 25). La futura vocación del adolescente Mahoma fue predicha en forma parecida por el monje Bahira. Aun entre los poetas se encuentran aquí y allá esbozos muy romanos de esta idea de un consulado que marcaría el comienzo de una era de dicha. Se trata de un lugar común. Para Tibulo, II, 5, “Mesalino, protector del poeta, es un joven parecido al niño de la Cuarta Bucólica, y el Augusto-Mercurio de la oda I, 2 de Horacio es otro; el quindecenvirato de Mesalino traza el límite entre los desastres y las guerras del pasado y el porvenir paradisiaco” (F. Cairns, Tibullus…, op. cit., p. 85); Ovidio promete a un cónsul que su año será dichoso (Pónticas, IV, 4). Sobre la naturaleza semidivina de su joven héroe, que sería recibido en la mesa de los dioses y en el lecho de las diosas, véase la fina apreciación de O. Weinreich, Hermes, LXVII, 1932, p. 363.
[24] A. Kurfess, Sibyllinische Weissagungen, Heimeran, 1951 (selección de oráculos sibilinos, con texto, traducción alemana y comentarios).
[25] No es que sea un gran trabajo tener que teñir la lana, pero sí es una falta: se falsifica a la naturaleza. Durante la edad de oro, no habrá que cometer ya esta falta, puesto que los corderos nacerán amarillos o de color púrpura: los colores no serán ya un pecado, pues serán “naturales”. Algunos cristianos condenarán como diabólico el uso de vestimentas teñidas, pues el diablo es el falsificador de la naturaleza (interpolator naturae), escribe Tertuliano en el De cultu feminarum, I, 8, 2.
[26] Ovidio, Ars amatoria, I, 637.
[27] Ovidio, Amores, III, 13 (la procesión a Falerios). Pieza muy diferente de las otras elegías de los Amores, Ovidio cuenta allí un recuerdo real y su Ego es su verdadero “yo”: muestra sin mentís ni falsa ingenuidad una escena de la vida real; asimismo, dejando de hablar de su heroína de ficción, Corina, se pinta muy conyugalmente, en esta elegía, asistiendo a la fiesta en compañía de su esposa, que era precisamente originaria de Falerios. Resulta notable el cambio de tono.
[28] Tibulo, I, 3, 21. Bromas sobre amor, nombre común, y Amor, nombre de un dios (M. Schuster, Tibull-Studien, Viena, 1930, p. 128).
[29] El Estado romano tenía por principio “dejar que los dioses se ocuparan por sí mismos de las faltas que se cometieran contra ellos” (Tácito, Anales, I, 73) y no mezclarse en ello; véase P. Moreau, “Clodiana religio”, París, Les Belles Lettres, 1982, p. 55. Cuando Cicerón, en una especie de utopía política (De legibus, II, 8, 19; 9, 22; 10, 25), redacta unas leyes sagradas, pone como sanción: “El dios, en caso de violación, se hará justicia por sí mismo”. Cuando se estableció el culto de César, se decidió que los que se negaran a adorar en su casa al dictador asesinado pagarían una multa si eran senadores, y si eran simples ciudadanos serían “consagrados a Júpiter y a César” (Dión Casio, XLVII, 10); lo que no quiere decir que serían condenados a muerte, en una especie de sacrificio a Júpiter, como lo creyó Mommsen, sino que se dejaría a Júpiter y al dios César vengarse por sí mismos y a su manera, si así lo deseaban (cf. Mommsen, Römisches Strafrecht, Beck, 1982, p. 568, n. 3). Lo mismo ocurría en Grecia, desde luego; en Magnesia del Meandro, la ciudad instituyó una fiesta pública de Artemisa y quiso obligar a cada ciudadano a levantar a la diosa, ante su casa, un altar privado; concluye la ley: “Si no se hace, ello caerá sobre vuestra cabeza”; lo que quiere decir que no se había instituido ningún castigo humano (O. Kern, Die Inschriften von Magnesia am Maeander, núm. 100, p. 87, 1, B 42). La idea tan romana, tan senatorial, de que el dios vengará por sí mismo las faltas cometidas contra él (Cicerón) es de origen griego: Jenofonte, Anábasis, V, 3, 13.
[30] Tibulo, I, 3, 27.
[31] En el santuario de Epidauro, un impío contemplaba un día los exvotos que relataban las curaciones milagrosas, y se reía; el dios lo castigó a su manera (Dittenberger, Sylloge, núm. 1168, III).
[32] Ese giro de las plegarias explica la que tal vez sea la más bella página de la poesía latina: la plegaria a Venus con la que comienza el poema de Lucrecio; el esquema es como sigue: Oh, Venus, tú que eres lo bastante poderosa para animarlo todo sobre la tierra (y el poeta desarrolla este poder en versos admirables), tráenos la paz. Sobre ese giro, véase E. Norden, Agnostos Theos, Teubner, 1929, p. 252; H. Kleinknecht, Die Gebetsparodie in der Antike, Kohlhammer, 1937, p. 202, núm. 1. El giro es de origen griego, desde luego (Iliada, XVI, 515; Calímaco, Himnos, II, 29 y IV, 226). Compárese Horacio, Odas, III, 11; Eneida, VI, 117.
[33] Se opondrá esta falsa ingenuidad a la actitud de la elegía II, 1 del mismo Tibulo, de la que hablaremos dentro de un instante; de la de Ovidio, Amores, III, 13 de la que ya hemos hablado; pero allí el poeta permanece exterior a la religión; no la comparte; es un espectador conmovido, casi un turista. La misma posición de espectador vemos en una oda de Horacio (III, 23), meditación admirable y grave sobre la fe ingenua de una mujer del pueblo.
[34] Tibulo, I, 1, 11; véase O. Weinreich, en Hermes, LVI, 1921, p. 337 (Ausgewählte Schriften, I, p. 559). Y también F. J. Dölger en Antike und Christentum, VI, 4, 1950, p. 302.
[35] En otro lugar estudiaremos esos gestos de veneración que se pueden reconocer en algunos monumentos.
[36] Propercio, I, 13, 29: II, 2, 4; II, 16, 47.
[37] Propercio, IV, 1; 135.
[38] Tibulo, II, 1; véase Wilamowitz-Moellendorff, Hellenistische Dichtung, Wiemann, Zurich, 1973, II, p. 286; Wissowa, Religion und Kultus, der Römer, Beck, 1971, p. 143, núm. 5; F. Cairns, Tibullus…, op. cit., pp. 126 ss.
[39] Sobre esta cuestión, tan discutida, véase A. Day, The Origins of Latin Love-Elegy, Oxford, B. Blackwell, 1938; pero la cuestión fue renovada por P. Cairns, Tibullus…, op. cit., cap. IX.
[40] Según una feliz corrección al verso 409 del Mercator de Plauto (Elegía).
[41] Como escribe Cairns, p. 216, la tesis de Day choca con una fuerte objeción: hay epigramas elegiacos helenísticos en primera persona. Añadamos que… no son epigramas, sino elegías, elegías cortas, ni más ni menos. En el sentido antiguo del término, el epigrama no es un poema breve, sino un texto de inscripción votiva o funeral, o una imitación de inscripción votiva o funeral; un exvoto o un epitafio en verso.
[42] Hay en Propercio (I, 20) un bello ejemplo de elegía en que el Ego ocupa un lugar mucho más reducido que el relato mítico. Una cosa nos intriga: Hermesianacte había compuesto un poema, Leoncion, en que cantaba a una Leoncion a la que amaba, en metro elegiaco; ahora bien, Atenea nos dice que en su libro III Hermesianacte hace un catálogo de mitología amorosa; el modo de hablar de Atenea muestra que el poeta no lo había hecho en sus dos primeros libros; ¿qué hacía, entonces? ¿Elegía erótica en nombre propio? Hemos vuelto al único problema interesante: la marca personal de cada autor, que no tiene nada que ver con la oposición Grecia-Roma, con la pretendida originalidad romana (Propercio es el original, no Roma), ni con la evolución de un género que es indudablemente de origen griego; todo es griego en Roma.
[43] Sobre doctus, véase W. Kroll, Studien zum Verständnis der röm. Literatur, Stuttgart, Metzler, 1924, p. 37; Gordon Williams, Tradition and Originality…, op. cit., p. 49; F. Cairns, Tibullus…, op. cit., p. 11. Sobre el “docto Menandro”, cuyo arte es más delicado, según se dice, que el de Aristófanes, véase Propercio, III, 21, 28.
[44] Carmina lenia, mollia: Propercio, I, 9, 12; II, 1, 41.
[45] Propercio, II, 1, 40; angusto pectore Callimachus, II, 34, 32; non inflatus Callimachus; cf. IV, 1, 58, en que Propercio se atribuye la misma gracilidad. Sobre la expresión deductum carmen, “un poema finamente compuesto”, véase W. Einsenhut, “Deducere carmen”, en Gedenkschrift für Georg Rohde, op. cit., p. 91. J. P. Boucher, Études sur Properce, op. cit., 1965, p. 187: “Hay en Propercio un arte de lo discontinuo, un arte alusivo que prolonga directamente el arte de Calímaco”.
[46] Appendix Vergiliana, Catalecta, IX: pingui nil mihi cum populo
[47] T. Todorov, Mikhail Bakhtine le principe dialogique, Éditions du Seuil, 1981, p. 210.
[48] B. Otis en Harvard Studies in Classical Philology, LXX, 1965, p. 1.