I. PRÓLOGO Y PEQUEÑA ANTOLOGÍA

SE TRATA DE UNA DE LAS FORMAS DE ARTE MÁS REFINADAS DE TODA la historia de las literaturas; por otra parte, no hay muchas cuya naturaleza haya sido más confundida. Sólo tres decenios antes del comienzo de nuestra era, unos jóvenes poetas romanos, Propercio, Tibulo y, en la generación siguiente, Ovidio decidieron cantar en primera persona, con su nombre verdadero, episodios amorosos, y referirlos a una sola y misma heroína, designada con un nombre mitológico; la imaginación de los lectores se pobló, así, de parejas de sueño: Propercio y su Cincia, Tibulo y su Delia, Ovidio y su Corina. En Grecia y en Roma se clasificaban los géneros poéticos según el metro en que estaban escritos, así como clasificamos las danzas según su ritmo. Esos versos de amor estaban escritos en ritmo elegiaco (que también se había usado en poemas de duelo, versos didácticos, sátiras, etc.); nos referimos a la elegía erótica romana.

Hasta aquí, nos sentimos en terreno conocido; pensamos en Dante o en Petrarca narrando sus amores platónicos con Beatriz y Laura; en los trovadores, cantando a una dama noble bajo un seudónimo o senhal; en Scève con su Delia, en Ronsard con su Casandra. Es cierto que la elegía romana ha tenido en Occidente una posteridad que, legítima o no, llegará hasta Lamartine o Aragon. Sin embargo, hay una primera diferencia, que no será la última ni la más grande; por Delia, Casandra o Diana, Scève, Ronsard u Aubigné suspiraron en vano (era prácticamente la ley del género), en tanto que las heroínas de nuestros romanos no fueron tan crueles. Salvo en las elegías en que los vemos mendigar a su heroína unas noches de amor, una por una: se daba pues por hecho que ella distribuía sus favores a su capricho y a cuantos quisiera. Esta heroína, aunque adorada por poetas nobles (la elegía es una poesía del gran mundo), no es una dama noble, a diferencia de su posteridad literaria; entonces, ¿qué se supone que es? Una “irregular”, una de aquellas con quienes uno no se casa: nuestros poetas no dan más información, y veremos que no necesitan decir más para que el género elegiaco sea lo que es. He aquí, pues, a unos oradores que están dispuestos a todo por su dama, salvo a desposarse con ella. Eso sería falta de delicadeza, si de verdad sucediera; pero como todo queda en el papel, comenzamos a entrever lo que fue la elegía romana: una poesía que simula la realidad para deslizar una imperceptible separación entre ella y él; una ficción que en lugar de ser coherente consigo misma y de hacer competencia así al estado civil, se desmiente a sí misma. Entre los modernos, Góngora, o bien el Diván occidental de Goethe, con lo que se llama la ironía goetheana, nos ofrecen tal vez la analogía menos lejana. Podemos adivinar que los semiólogos y todos los químicos de la literatura se darán vuelo con un compuesto tan refinado.

También podemos adivinar lo inevitable del contrasentido. La heroína es impura: por tanto, la elegía será una pintura de la vida galante o, más bien, nos hará pensar en el arte de los barrios de placer del antiguo Japón, con sus cortesanas honorables, pues tanto vale un paganismo como el otro. El poeta y adorador, por su parte, dice “yo” y habla de sí mismo con su verdadero nombre de Propercio o de Tibulo: creeremos, pues, volver a encontrar sus rasgos en los de su posteridad petrarquista y romántica, y no dudaremos que expresa su pasión, que nos confía sus sufrimientos y que, por nosotros, recorre todo el camino real del corazón humano. A decir verdad, los comentaristas han cultivado ese contrasentido psicologista con mucho más gusto que el contrasentido sociologista; han preferido no saber demasiado de lo poco edificantes que eran los amores elegiacos. Fue necesario que en 1957 E. Pasoli explicara que, en su elegía I, 5, Propercio no hacía una advertencia a un amigo quien trataba de separarlo de su bien amada, sino que el poema se refería a una situación “infinitamente más delicada”: el amigo en cuestión era uno de los muchos amantes episódicos de Cincia; el mismo Propercio no es más que uno de ellos, y se siente amigo y hermano de ese rival que no exige la exclusividad; lo pone en guardia contra el peligro de depender demasiado de Cincia, pues una mujer tan atractiva es peligrosa. En efecto, creo que Propercio, o mejor dicho el Ego que pone en escena, sufre el aguijón de los celos menos de lo que teme a las cadenas de la pasión, que en la Antigüedad era considerada como una fatalidad trágica, una esclavitud, una ilustre desdicha.

Ahora bien, Propercio dice “yo” como después lo han hecho tantos autores de novelas policiacas que han adoptado por seudónimo el nombre de su detective o han dado a este último su nombre verdadero; así pues, se ha tomado este ego por confesión de un poeta romántico. Se ha analizado su alma y estudiado su psicología; se ha reconocido en él a un virtuoso de los celos, una naturaleza dolorosa y altiva. En Tibulo, cuyo humor evoca una campiña que es la de Trianón o de la Astrea, apreciamos una naturaleza soñadora, friolenta, tal vez un poco débil, pero sabe gustar de la vida sencilla de los campos. Se ha escrito todo un estante de biblioteca sobre la historia de su vida sentimental, sobre la cronología de su relación con las amantes hipotéticas que habrían sido cantadas con los nombres poéticos de Delia o de Cincia, sobre las fechas de sus desavenencias y sus reconciliaciones y sobre las dificultades y contradicciones de esta cronología. El candor filológico ha llegado tan lejos que rara vez se ha notado que la broma favorita de nuestros elegiacos es causar confusiones en muchos pasajes a propósito de Cincia, nombre de su heroína, y Cincia, que designa al libro en que ellos la cantaban y que legítimamente podría llevar por título el nombre de la bella. Se trata de autores, antes que de amantes, y ellos son los primeros en divertirse con su ficción. Propercio, orgulloso de su juvenil celebridad, acusa juguetonamente a “Cincia” de haber hecho, de los amores de su poeta, la fábula que comenta toda Roma (II, 20). Aunque en el poema final de su libro III proclama: “Yo he sido tu esclavo fiel durante cinco años, oh Cincia, pero ahora todo acabó”, no debe concluirse que su relación con el modelo de Cincia haya comenzado cinco años antes, sino tan sólo que la publicación de los tres libros puestos bajo el nombre de Cincia se había extendido a lo largo de cinco años de la vida del poeta.

Tranquilícese el lector: la ironía elegiaca suele ser más sutil que esos juegos “de segundo grado”. Lo que dicen nuestros poetas parece ser expresión de la más viva pasión; la manera de decirlo es la que desmiente esta apariencia: carece ex profeso de naturalidad. La cuestión de su sinceridad última lejos de quedar zanjada se vuelve más difícil. En efecto, es más difícil ver cómo se ha pintado un cuadro que ver lo que pretende representar y que salta a la vista. Yo era un joven profesor cuando el programa de las oposiciones me llevó a explicar a Tibulo; lo leo, consulto todo lo que puedo de la bibliografía y empiezo a comentar en la cátedra una de sus elegías y a analizar el alma del poeta. Y he aquí que, a medida que avanzaba la hora, me invadía cierta desazón al escuchar mis propias palabras: ¿Cómo no había visto nadie que el rey estaba desnudo y que todo lo que yo repetía sobre nuestro poeta, después de tantos otros, no venía a cuento? Es difícil pensar que el poeta no sea sincero en sus versos tiernos o apasionados, pero no menos difícil es no sospechar que está jugando; aunque los detalles a menudo son verdaderos y el conjunto suena falso. Esos gritos de celos, de desesperación que se interrumpen al cabo de dos versos para dejar lugar a una voz sentenciosa, a la que pronto sucede una alusión de mitología galante… La elegía romana se asemeja a un montaje de citas y de gritos del corazón;[1] esos cambios de tono, demasiado bien controlados, ni siquiera tratan de hacerse pasar por efusiones líricas; el poeta busca ante todo la variedad. No rechaza ningún atractivo, ni siquiera el de algunos versos quemantes, a condición de que la quemadura esté en su justo lugar y que, en este mosaico, quede encuadrada por otros materiales que le quitan realidad; el movimiento mismo del poema, muy concertado, le arrebata hasta la apariencia de un desahogo.

El poema que vamos a leer (Propercio, II, 28)[*] nos dará una idea de este arte extraño en que la sinceridad no está donde esperaríamos encontrarla. Se supone que Propercio gime por una enfermedad mortal de su Cincia: hay que ver cómo concierta esos versos humorísticos y llenos de mitología galante, donde el peligro mortal que corre la bien amada permite a su adorador hacer bromas sobre los falsos juramentos de amor, las rivalidades de las bellas que hablan mal unas de otras, las creencias ingenuas del pueblo, el cual aprueba o critica la conducta de los dioses en el mismo tono en que habla del gobierno o de la devoción de las mujeres que hacen voto de consagrar a Io, su diosa, cierto número de noches de castidad:

Júpiter, apiádate de una joven enferma: que muera una mujer tan bella será causa de que te critiquen. Pues viene la canícula, la estación en que el aire es ardiente, y la tierra está casi quemada. Pero no critiquemos al ciclo: la culpa es menos del calor que de haber faltado el respeto, demasiado a menudo, a los dioses venerables; es esto lo que ha perdido y sigue perdiendo a tantas pobrecillas: sus juramentos están escritos en el agua y en el viento. O bien, ¿es Venus, ofendida de que la hayan comparado con mi bella? Pues es diosa, y tiene rencor a las bellas que lo son tanto como ella. O bien habrás hablado desdeñosamente de Juno, habrás dicho que los ojos de Minerva no eran tan hermosos. Bellas, no sabéis contener vuestra lengua; es vuestra lengua la que causa vuestras desdichas, y también vuestra hermosura. Pero no por ello dejará de llegar a ti, a través de todos los peligros de una vida atribulada y una hora más clemente, en un día decisivo. Io, que cambió de cabeza, primero mugió durante años; hoy, como diosa bebe esta agua del Nilo, que antes bebió como vaca.[2] ¡E Ino! En su temprana edad, erró de tierra en tierra; es a ella a la que hoy imploran los marinos en los peligros, con el nombre de Leucótea. Andrómeda fue sacrificada a los monstruos marinos: la esposa de Perseo no por eso dejó de ser ella, como es sabido. Calisto había errado como una osa por las soledades[3] de la Arcadia: es ella la que en forma de astro nocturno orienta nuestras naves. Y bien, si es necesario que la muerte[4] adelante la hora de tu reposo, también la tumba hará de ti una mujer colmada de beneficios; podrás explicar bajo tierra a Sémele cuánto cuesta ser bella, y ella te creerá, como mujer instruida por su propia desdicha. Eres tú la que ocupará el lugar principal entre todas las heroínas de Homero; ninguna te lo negará. Por el momento, resígnate, adáptate lo mejor que puedas al golpe que te ha alcanzado: los dioses pueden cambiar y también la hora de cada día cambia: hasta la conyugal Juno podrá perdonar: cuando una mujer joven muere, también Juno se ablanda.

Puede juzgarse si éste es el lenguaje de un hombre enamorado. Yo no sé si esos versos han entusiasmado al lector; sin embargo, dígnese leer la continuación, pues nos ofrece efectos poderosos de claroscuro y con ese aire tan extraño es verdaderamente bella; verá también que Propercio puede ser tan sincero como Villon:

Las ruedas mágicas que giraban a golpes de encantamiento se detienen, el laurel queda quemado a medias sobre un fogón apagado, la Luna se niega a descender del cielo una vez más y el ave negra ha proferido el augurio fatal. Un mismo navío de muerte transportará nuestros dos amores, con su vela de duelo[5] cruzando hacia el lago del infierno. Por gracia, apiádate de dos existencias, que no será de una sola: si ella vive, yo viviré, y pereceré si ella perece. El exvoto que te deberé son versos en los que habré de escribir: “Por la indulgencia del gran Júpiter, una moza sigue viva”: cita, a su vez, vendrá a ofrecerte un sacrificio y luego a sentarse a tus pies; sentada, te contará las largas pruebas por las que ha pasado.

La piedad popular quería que se frecuentaran los templos, que la gente se sentara cerca de las imágenes de los dioses, que les hiciera confidencias. Por fin, la salud de Cincia mejora un poco, y su enfermedad comienza a ceder, al menos eso hemos de suponer puesto que el poeta, con una de esas discontinuidades habituales en la elegía, prosigue en esos términos:

Diosa de los infiernos, que tu actual modificación dure, y tú, dios esposo suyo, no vuelvas a ser cruel. ¡Hay tantos millones de bellas entre vosotros! Con vuestro permiso que haya al menos una mujer bella sobre la tierra. Ioppe está entre vosotros, y la blanca Tiro; Europa está entre vosotros, y la deshonesta Pasifae, y todas la bellas, las que engendraron la antigua Troya, Grecia, Tebas o el reino destruido del viejo Príamo. No hay muchacha de Roma entre ellas que no esté también muerta: la rapaz hoguera es poseedora de todas. La belleza no es cosa eterna, y nadie tiene tampoco prosperidad perpetua: cada quien tiene su muerte, que le aguarda más o menos lejos. Pero tú, sol de mi vida, puesto que del peligro de muerte se te ha hecho gracia, págale a Diana lo que le debes: danzas; también, paga las noches de plegaria de que has hecho voto a quien, diosa hoy, antes fue novilla. Y hablando de noches, a mí me debes diez.

Cuando el poeta pasa, de su amante de escritorio, a la condición humana en general, el humorismo deja el lugar a una auténtica melancolía: pero, aun así, termina con una nota libertina, para complacer a su lector.

Pues nuestro poeta y su heroína forman un triángulo con el lector (o, más precisamente, con el destinatario de la narración); muy consciente de sus efectos, el poeta sube al escenario ante ese lector que lo juzga, y habla entre bastidores. La ley del género imponía que la elegía tuviése por teatro un ambiente mundano, considerado fuera de regla, y que supuestamente el poeta no se diera cuenta de ello: entregado por entero a su pasión, el Ego no parece asombrarse de las costumbres de su mundo; lo que no podía sorprender al destinatario de la narración, es decir, al lector ideal, tal como lo postulaba asimismo la ley del género; el poeta habla en tal forma que lo confirma en su juicio y, para colmo, afecta la mayor naturalidad y la pasión más viva en un medio tan particular. De allí esos donaires que Propercio supuestamente escribe a un amigo poco leal (II, 34 A):

¿Es posible confiar todavía al Amor la guardia de una belleza reinante? ¡Ved cómo estuvieron a punto de birlarme a mi bella! Cuando se trata de amor, ya nadie es leal: hablo por experiencia. En general, cada quisque quiere para sí a una bella. Parientes, amigos, ese dios lo mancha y lo enreda todo; hace que choquen los que se llevaban bien. El amante de Helena se presentó como huésped en el hogar conyugal y un desconocido se hizo seguir de Medea. ¡Pérfido! ¿Has podido tocar a mi Cincia? ¡Tú! ¿Y no se te cayeron los brazos? ¿Y si ella no se hubiera mostrado tan resuelta, tan firme? ¿Habrías podido sobrevivir tú a semejante infamia? Me entrego a ti atado de pies y manos: lo único que te pido es no volver a tocarla. Mi cuerpo y mis bienes serán tan tuyos como míos. ¡Oh amigo mío!, entra en mi casa como propietario. ¡Tan sólo, te lo suplico, no en mi lecho! No pido nada más. Alguien como yo no podría soportar el tener como rival a Júpiter en persona.[6] Aun cuando estoy solo, tengo celos de una nadería, de mis sombra; soy el tonto que tiembla por tonterías.[7] En fin, misericorda para todo pecado: tú tienes la excusa de haber bebido mucho. Sólo que, en adelante, los grandes aires de austeridad ya no me engañarán; es bueno el amor, todo el mundo lo sabe, sin ninguna excepción… Pues he aquí a mi noble amigo quien, a su vez, pierde la cabeza. Lo único que me gusta de este asunto es que vienes a rendir homenaje[8] a ese dios que es el mío.

Ese dios es el Amor, desde luego. La elegía trata a las “irregulares” como heroínas de la Fábula, y a los señores como enamorados transidos. A falta de una sinceridad pasional que el manierismo desmiente, ¿será la elegía la pintura de una cierta sociedad, de un mundo de los placeres? Un mundo de esta índole existía entonces, y lo describiremos con todo detalle. Sin embargo, la elegía no es un cuadro de ese mundo galante, y las objeciones que me ha opuesto René Martin[9] están bien fundadas. No pinta nada en absoluto y no impone a sus lectores el pensar en la sociedad real; ocurre en un mundo de ficción en que también las heroínas son mujeres ligeras, en que la realidad sólo se evoca por relámpagos, más aún, por relámpagos poco coherentes. De una página a otra, Delia o Cincia podrían ser cortesanas, esposas adúlteras, mujeres libres; las más de las veces no se sabe lo que son, y nadie se preocupa por averiguarlo; son “irregulares”, y eso es todo. No se necesitaba más para establecer entre el Ego, la heroína y el destinatario de la narración esos juegos de que hablábamos, juegos de espejos, de miradas entre bambalinas y de falsa naturalidad. Esta irregularidad no es una tajada de la vida de nuestros poetas y de su supuesta amante, sino una pieza de un sistema; es impuesta por la ley del género, desempeña un papel al que llamaremos semiótico. Solamente en una segunda reflexión, si se tomara el trabajo de interrogarse, el lector podría colocar esta ficción en los medios un poco libres de esta época; aun cuando esta atribución no añadiría nada a la comprensión del poema. Si acaso, el lector se divertiría viendo cómo la ficción había embellecido la realidad.

La ficción prescinde de la realidad, y la forma desmiente al contenido: pero cierta sinceridad puede ser amanerada; si nos atenemos al texto, esta estética instituía un equilibrio indeciso entre la verdad y el juego. Propercio tenía convicciones, e incluso teorías. Pero no hacía confesiones; colocaba su sinceridad en las ideas generales y su poesía culmina en la sentencia, como lo hace por lo menos la mitad de la poesía antigua. Deja entonces de ser manierista; la elegía I, 14, que canta en general a la superioridad del amor, sin nombrar a nadie, posee una belleza de rasgos regulares; el lector moderno la llamará elocuente, si hay que llamar elocuencia al vigor del movimiento y a la seguridad que proporciona la longitud de cada miembro a la convicción que hay que imponer y, al mismo tiempo, al ritmo exigido por el oído; los modernos encontrarán demasiado sintáctico este estilo; en cambio, la composición tiene mayor precisión que de ordinario en Propercio:

Bien puedes abandonarte cerca de las ondas del río, para beber allí un vino de gran precio en una copa cincelada, y contemplar ora los céleres balandros, ora las chalanas tan lentamente sirgadas. Todo un parque puede alinear hacia el cielo sus árboles, tan altos como sobre la montaña un verdadero bosque: todo ello no puede valer tanto como mi amor. Nunca el Amor ha cedido el paso a todo el oro del mundo, pues si ella pasa conmigo una de esas noches de sueño o la ternura de toda una jornada de amor, entonces es en mí donde el Pactolo vierte sus ondas, y pueden pescarse en mí perlas en el fondo de los mares y mi felicidad me pone en un rango superior al de los potentados. ¿Qué más desear hasta mi último fin? Pues cuando el Amor dice No, ¿quién se complace en las riquezas? Nada me gusta si Venus es esquiva, pues ella es capaz de quebrantar la energía de un héroe y de hacer sufrir un corazón de hierro. No hay puerta de mármol que no franquee ni lecho mortuorio en que no se deslice para atormentar a un desdichado de un extremo a otro, y no son sus sábanas de seda las que lo curarán. En cuanto a mí, que su favor me proteja siempre y contemplaré desde muy arriba el reino de las fábulas[10] con todos sus presentes.

Más adelante traduciremos una elegía (III, 15) en que Propercio expone mejor su teoría del amor libre y que tal vez sea la que más ha hecho por su fama ante la posteridad, a causa de su vivo erotismo (Ezra Pound la adaptó magníficamente al sonido inglés).[11] De todas maneras, son otros los poemas que caracterizarán más exactamente el arte de Propercio, con todo lo que tiene de irregularidad: por ejemplo, la elegía III, 15, que leeremos completa, por fragmentos sucesivos. Nuestro lector corre el riesgo de encontrarla fastidiosa a partir del décimo verso; si quiere llegar hasta el final, descubrirá en ella varias curiosidades estéticas: deformaciones extrañas, un poco gratuitas… Imaginemos un cuadro de mitología galante pintado por el Greco. Bastará que mi lector, como el Mariscal Foch, se pregunte: “Ante todo, ¿de qué se trata?”, hasta el término de su lectura.

Se trata, ante todo, de aplacar mediante un juramento los celos de una manceba que se imagina que su poeta continúa viendo a la que lo enseñó a ser hombre:

¡Que al precio de ese juramento conozca yo en adelante un amor sin dramas, y que no tenga jamás que volver a pasar noches de insomnio sin ti! Cuando se me arrancó la honestidad de mis costumbres de niño y se me otorgó licencia de descubrir el camino del amor, fue ella mi cómplice durante mis primeras noches y marcó mi corazón de novato. ¡Licina! Conquistada sin que se necesitaran regalos, ¡ay!… Hace tres años de ello, o poco falta, y desde entonces no creo que hayamos intercambiado diez frases: todo eso está muerto, bien muerto, porque yo te he amado, y ninguna otra mujer después de ti me ha encadenado tiernamente entre sus brazos.

Hemos llegado al verso 10 y, de pronto, el horizonte se oculta. Olvidando a su dama, su querella y su Ego, el poeta se lanza al relato de un mito, el de Antíope, que tal vez desconocen mis lectores; no importa: los lectores de Propercio tampoco lo conocían, y el poeta se lo enseñará alusivamente, fingiendo que lo supone bien conocido. Será casi una narración, un relato por preterición, muy sabio, muy doctus, como se decía entonces y como lo imponía la estética helenística. Cambio gratuito de tema, ¿obedeciendo a la tendencia del ensueño? No, sino a un diktat estético: lo esencial es que el lector se encuentre desorientado. El salto es tan brutal que algunos editores han supuesto que en los manuscritos había una laguna entre lo que se acaba de leer y la continuación:

Testigo será Dirce que tenía una excelente razón para mostrarse atroz: Antíope tendida al lado de Lico. ¡Ah, qué existencia empezó entonces! La reina le arrancaba sus hermosos cabellos y le imprimía los cinco dedos en sus tiernas mejillas, la reina hacía caer sobre su esclava los trabajos más penosos y le daba por única almohada el duro suelo. A menudo, consideraba conveniente hacerla habitar en la oscuridad de una zahúrda y, cuando Antíope tenía hambre, hasta un vaso de agua le negaba.

Ya habrá adivinado el lector que Lico era el marido, la reina Dirce, la esposa y Antíope, la sirvienta-amante. Mas, ¿para qué contar todo esto? ¿Tenía la dama a Licina por esclava, y podía tratarla corno la reina trata a Antíope? Los contemporáneos y los iguales de Propercio vivían en medio de un potencial harén de esclavas, y eran cotidianas las historias de esposas celosas y de sirvientas apaleadas. Esta mezcla de pedantismo desenvuelto, de conmiseración en frío, esa actitud miserable que lo reduce todo a la dimensión de los pesares de un niño, ese arte altanero… Nos enteraremos ahora de que, antes de ser esclava, la princesa Antíope había tenido por amante a Júpiter en persona:

Y bien, Júpiter, ¿no harás nada para ayudar a Antíope, que sufre tanto? El metal de su cadena le hiere las muñecas. Si eres dios, es una vergüenza para ti que tu amada sea esclava. ¿A quién, pues, Antíope encadenada irá a pedir socorro, si no es a Júpiter? Tuvo así que romper por sí sola las manillas reales, con la poca o mucha fuerza que tenían sus brazos. Luego, con pie vacilante, recorrió las alturas del Citerón, ya era de noche, y el suelo estaba cubierto de nieve, a guisa de lecho. En varias ocasiones se sobresaltó ante el ruido intermitente del agua; imaginaba que tras ella sonaban los pasos de su ama.

Como acabamos de verlo y como lo veremos nuevamente, la animación de la heroína es demasiado insinuante para que sus gestos no sean un tanto enigmáticos; todo tiene la delicada elegancia de un ballet. Procedimiento conocido: en lugar de recortar figuras netas ante un fondo unido, el poeta multiplica las modalizaciones; en lugar del indicativo y del nominativo, no hay más que imperativos, interrogaciones, invocaciones, exclamaciones. El poema no tiene ni destinatario definido ni centro: se dirige a Júpiter, se dirigirá a un anciano, a la propia Antíope, a una montaña, a todo el mundo, salvo a la dama; la falsa emoción se dispersa. Recorramos rápidamente la continuación donde se adivinará que Anfión y Zeto son dos hijos que Antíope tuvo de Júpiter; abandonados, los recogió un viejo pastor; ahora acuden a salvar a su madre:

Zeto tenía seco el corazón; Anfión, en cambio, era sensible hasta las lágrimas; su madre lo reconoció al ser liberada de su zahúrda. Entonces fue como cuando la mar agitada se deja caer, cuando los vientos acaban de chocar, cuando el ruido de la resaca se espacia apaciblemente a los pies de los arrecifes; la bella sintió que las rodillas le flaqueaban, y se desplomó. Más vale tarde que nunca:[12] comprendieron que habían sido malos hijos. Oh, anciano, eras bien digno de ocuparte de los hijos de Júpiter, tú que devuelves una madre a sus hijos. Y esos hijos hicieron arrastrar a Dirce, atada al cuello de un toro. Reconoce allí a tu Júpiter, oh Antíope: para que estés en gloria, Dirce así arrastrada va a multiplicar su muerte en cien lugares. Los pastos de Zeto están llenos de sangre y Anfión, vencedor, canta victoria sobre vuestras alturas, ¡oh picos del Aracinto!

Entonces, inopinadamente, Propercio se da vuelta, como para hacernos sentir mejor la fuga del horizonte, e interpela a alguien que no puede ser más que su dama:

En cuanto a ti, evita maltratar a Licina, que nada te ha hecho; tu cólera una vez desencadenada es incapaz de volver atrás. Que nunca lo que digan de ella y de mí te caliente las orejas: jamás amaré a nadie más que a ti, ni siquiera muerto y en las llamas de mi hoguera.

Tal es el fin, pues Propercio tiene la costumbre de colocar al final de cada poema una declaración de fidelidad exclusiva, y no es fácil ver si estas declaraciones de principio son el juramento de un amante a su manceba o la broma de un autor que quiere mostrar que acaba por regresar puntualmente a aquella que es el tema de su libro. A pesar de esta pirueta final no se restablece el equilibrio de la pieza: es un estetismo de la asimetría.

Terminemos con una elegía muy lograda, encantadora (I, 18), donde encontraremos un patetismo que no es el de la sinceridad ni el de la sencillez, pero que, menos aún, es insincero; es una elevada y solemne ficción, como sabían elaborarlas en aquella época. La elegía sigue allí, sin decirlo, las convenciones de la bucólica, y tan es así que a veces se ha tomado esta pastoral en primera persona por una efusión romántica en el seno de la naturaleza;[13] como el pastor de Virgilio, el Ego de Propercio exhala su pena “en la soledad de los montes y de los bosques”[14] y… promete a la amada no golpearla, en caso de que ella vuelva a abrirle su puerta.

Esos lugares al menos son solitarios, mudos para quien en ellos llora, y en el bosque vacío no reina más que el viento; aquí, se puede sin riesgo mostrar la pena, pues sólo las rocas saben guardar un secreto. ¿Hasta dónde buscar, oh Cincia mía, el lejano recuerdo de tus primeros rechazos? ¿Dónde quieres, Cincia, que fije el principio de mis lágrimas? Poco ha se me contaba entre los enamorados felices; ahora, al servicio de tu amor, se me degrada de ese rango. ¿Lo he merecido? ¿Qué delito he cometido, pues, para que tú cambies conmigo? ¿Por qué tus frialdades? ¿Habrá entrado otra, una mujer en mi vida? Te lo juro por la esperanza de tu retorno, oh caprichosa: ninguna otra que tú ha puesto sus bellos pies en mi morada. Sí, lo que sufro podría valerte muchas durezas; y sin embargo, nunca mi resentimiento llegará a unos rigores que merecieran que yo fuese tu pesadilla, que te hiciera derramar lágrimas, que se te hincharan los ojos de tanto llorar.

¿Tal vez no he mostrado el trastorno en mi apariencia, y mi boca no ha gritado lo bastante mi buena fe? Atestiguad por mí, si el amor, oh árboles, existe en vosotros, encina,[15] pino que ha acariciado el dios de la Arcadia: ¡mi voz resuena tan a menudo bajo vuestros blandos follajes, escribo tan a menudo el nombre de Cincia en vuestra corteza! ¿Tendrán también mis pesares un origen poco halagüeño para ti? Eso sólo lo sabe tu alcoba discreta.[16] [Comprendemos que todo acabó en fiasco.]

Mi costumbre ha sido siempre soportar con humildad todas sus tiranías, sin manifestar ruidosamente mi amargura. Y sólo recibo como paga fuentes de peregrinación,[17] rocas demasiado frías y un duro sueño sobre el suelo desnudo[18] de un sendero. Para todo lo que mis quejas pueden contar, no tengo en estas soledades más que las aves ruidosas para oírlo. Pero, seas tú buena o mala,[19] quiero que el eco en las alturas[20] me repita “Cincia”, y que las soledades rocosas no estén vacías de tu nombre.

Alta ficción, decíamos. Se ha convenido en distinguir el “mundo real” tan caro a Aragon, del imaginario y de la ideología; distinguir la mimesis, que imita la realidad, de la semiosis, en que el artista crea un mundo de palabras. Mala convención. Toda obra de arte, así sea fantástica, nos hace “perder el norte” y la irrealidad (pero, ¿qué es la realidad?) nunca ha sido un argumento de cargo. Todo pasa por mimesis, hasta Alicia en el país de las maravillas, pero hay un número infinito de verdades qué imitar. La gama de verdades, en Propercio, es muy extensa. Hay en él galantería libertina, como en los Amores y en el Manual del amor (o Arte de amar) de Ovidio, como en Parny o en las Elegías del joven Chénier. Hay madrigales, cuadros de vida mundana, falsas alarmas: “¿Para qué, oh, mi otro yo, sales tan bien peinada, haces ondular a cada paso la seda ligera de tu túnica? ¿Para qué alisas tus cabellos con bálsamos de Siria? ¿Crees aumentar tu precio gracias a esos afeites importados? ¿Para qué sacrificas tu encanto natural a unos mejoramientos comprados? No existen productos de belleza para un rostro como el tuyo, puedes creerme. El Amor es desnudo y no gusta de los artesanos de su belleza” (I, 2). Cincia está de veraneo en la costa napolitana; ¿será fiel a su amante? La vida de playa es fatal aun para las virtudes más confirmadas (I, 11).

Hay razón para encontrar una agudeza dolorosa en estos versos (I, 19):

Ya no soy yo, mi Cincia, el que irá temiendo aún la muerte y me negaré a pagar mi deuda a la tumba. Pero hay algo más duro para mí que la muerte misma: el temor de no tener ya tu amor en el momento de mi muerte.

El acento es tan sincero que Catulo habría podido escribir esos cuatro versos; pero leamos lo que sigue, y la noble ficción restablecerá su equilibrio:

El dios niño del que soy esclavo no ha penetrado tan poco mi corazón que mi pasión olvidada no se encuentre en medio de mis cenizas. Bajo tierra, en la morada tenebrosa, Protesilao no pudo olvidar los encantos de su esposa y el fantasma de ese héroe volvió a la casa de antes para tocar con sus manos al objeto de su deseo burlado. Bajo tierra, ya no seré nada, pero ese fantasma tendrá un nombre: “esclavo de Cincia”, pues una gran pasión pasa el río que bordea la muerte. Bajo tierra, el grupo de las bellas heroínas de antaño bien puede venir: ninguna entre ellas, oh Cincia, me atraerá más que tu belleza.

Catulo no habría escrito eso. La sinceridad personal del hombre que escribió esos versos no queda excluida ni es improbable (no estoy pensando en “Cincia” sino en una sensibilidad general a la muerte y a lo macabro, como la de Villon); lo que queda excluido es que se trate aquí de una poética consistente en producir la impresión de sinceridad, como en Catulo. La ficción va desde una mitología demasiado bonita y glacial, como en las líneas que se descentran sobre Antíope, desde una fantasía cruelmente fría, como en el fragmento sobre Cincia enferma, hasta la ficción macabra, impresionante y dolorosa que acabamos de leer; Villon tenía miedo al Infierno; los compatriotas de Propercio, desde hacía mucho tiempo, no creían ya en un mundo subterráneo de los muertos; pero podían creer en la pasión, y tenían miedo a la muerte.

Tal vez la irrealidad de toda la gama properciana sea más sensible si cambiamos la poesía por la pintura: la diferencia entre una fotografía y una ilustración para cuentos de hadas salta a la vista; en tiempos de nuestros elegiacos, el arte figurado se movía en las mismas ficciones que esos poetas; además, no es neoclásico, como durante largo tiempo se creyó, sino neohelenístico,[21] como, según veremos, lo son también nuestros poetas.

Estucos de la Farnesina: tenues figuras, frágiles como imágenes de modas, realización alusiva de ritos inciertos en un espacio inarticulado en que unas arquitecturas ingrávidas parecen flotar en los aires a una distancia indeterminada unas de otras.[22] Pinturas de la Villa de los Misterios, en Pompeya: nobles figuras femeninas, sensuales y patéticas, ejecutan intensamente un popurrí fantástico de ritos tomados de la realidad, en compañía de un fabuloso Sileno, de rostro sublime e inspirado; una religiosidad lúdica confiere a ese remedo[23] de liturgia la gravedad de una realidad más elevada que la nuestra. Fachada de utilería de una villa recién descubierta en Oplontis,[24] cerca de Pompeya: sobre vertiginosas arquitecturas pintadas, cuyas columnas son tan frágiles que un soplo bastaría para llevárselas, se posan esfinges o grifos cuyo rostro está tenso en una gravedad casi dolorosa; como faros, emiten en la altura la solemne advertencia de respetar un no sé qué nostálgico; pero, ¿cómo esos rostros enigmáticos e ingenuos, que miran al vacío y no expresan su convicción sino para ellos mismos, toman tan en serio la utilería que está bajo su vigilancia? Aquí, la gravedad es un alto placer adicional.

Hacen flotar en los aires una gravedad liberada de todo objeto. En la Villa de los Misterios, una fantasía religiosa casi libertina que sin embargo deja en nuestros recuerdos unos valores que aplicaremos, a nuestro capricho, a acontecimientos del mundo real. Cuando Propercio se ve en los infiernos en compañía de Cincia y de las heroínas de Homero, la relación entre la fantasía y los valores es la misma; los célebres amores del poeta y “Cincia” tienen casi tanta autenticidad como la liturgia imaginaria de los Misterios. Sin duda, en alguna parte existen la religión y la pasión, que pesan mucho pero están en otra parte, lejos de esos poemas o de esas pinturas que sólo evocan la realidad para lastrar sus juegos, a menos que jueguen para aligerar y elevar la realidad, como se quiera. Puede verse el abismo entre esta seriedad lúdica y la sinceridad moderna.

La vida de los hombres reposa sobre su creencia en la Verdad, la verdadera, la única, pero, de hecho, sin saberlo practicamos principios de verdad que son diversos, incompatibles aunque parecen analógicos: todas esas medidas de verdad, tan diferentes, no son más que una a nuestros ojos. Pasamos, sin sentir siquiera el desplazamiento, de las recetas técnicas a las verdades de principio, a los deseos, a las ficciones, a las verdades de consentimiento general o a los dogmas. También las verdades de antaño, las antiguas unidades de medida, nos parecen análogas a las nuestras, lo que permite la “comprensión” histórica. La naturaleza plural y analógica de la verdad funda igualmente la estética: abrimos un libro, y una alfombra mágica nos lleva, dormidos, en la verdad de Balzac o en la de Alicia; cuando volvemos a abrir los ojos allí, seguimos creyéndonos en el mismo mundo. Todo nos parece plausible, nada nos estorba y entramos en los cuentos de hadas como si se tratase de la verdad: la irrealidad nunca mata el efecto; todo ocurre por mimesis, como lo hemos visto.

Una cosa es que toda ficción sea verdad, y a la inversa. Pero el caso de los elegiacos romanos es otro: insisten en dos verdades a la vez, a su capricho, y con una desmienten la otra; más adelante veremos los procedimientos que impiden al lector saber lo que debe pensar; la composición descentrada sobre Antíope nos ha dado una primera idea; también los equívocos sobre Cincia, la heroína, y Cynthia, título de su libro; y nada digamos del humorismo, que nunca está muy lejos. Soñar con pastores enamorados tomándolos por auténticos durante todo el tiempo de la lectura es algo normal; menos trivial es considerar falsa una verdad en la cual todo lector está presto a creer, y sembrar la duda sobre una autobiografía pasional que, entre petrarquistas, bien habría podido pasar por auténtica. Nuestros romanos, menos torpes que la mayoría de sus compatriotas,[25] tienen la sonrisa disimulada de Valéry o de Jean Paulhan.

Digamos mejor: la sonrisa de Calímaco. El arte de nuestros elegiacos se explica por la gravitación de un astro situado a dos siglos y medio de ellos; estuvieron obsesionados por la estética culta de ese gran poeta helenístico (o, como se decía antes, alejandrino). En efecto, bajo el nombre de Calímaco se puede colocar todo un macizo literario cuyo pico más alto sigue siendo él, y que en aquellos siglos tuvo tanta importancia como el petrarquismo a través de siglos de literaturas europeas.

[Notas]


[1] J. P. Boucher, Études sur Properce: problèmes d’inspiration et d’art, París, De Boccard, 1965, p. 443: “Un fondo bastante lejano de sentimientos personales se expresa a través de cuadros literarios en una forma que es, de hecho, muy impersonal a pesar del relato en primera persona”.

[*] Para una traducción incomparablemente más poética de las elegías de Propercio, remito al lector a la admirable labor de Rubén Bonifaz Nuño, publicada por la UNAM. Aquí he tenido que hacer las cosas más literalmente. [T.]

[2] Ese verso II, 28, 18, debe ordenarse así: nota (bibit) dea Nili Ilumina quae bibil vacca. Ejemplo trivial de “elipsis inversa” (se sobrentiende el oficio de la misma palabra en el primer caso, pero no en el segundo) y de inclusión del antecedente (Nili Ilumina) en la relativa.

[3] Soledades: agros; sobre ese sentido de la palabra, véase 11. Fränkel, Ovid, ein Dichter zwischen zwei Welten, Darmstadt, 1970, p. 215, n. 178.

[4] La muerte: tal es el sentido de fata en poesía. Cf. un verso de Pedo Albinovanus (citado por Séneca el Padre): unos navegantes bloqueados por los hielos y la bruma “se feris credunt per inertia fata marinis/quam non felici laniandos sorte relinqui”: “se creen abandonados, para ser destrozados por los monstruos marinos, en una muerte (fata) pasiva; ¡destino (sorte) poco envidiable!” (el ablativo sorte no es complemento de agente ni de modo; quam non felici sorte está en aposición a la frase entera; ahora bien, una aposición de frase se pone normalmente en ablativo).

[5] Ese sentido de caerulus, “color de duelo”, está bien precisado en el Oxford Latin Dictionary. Y sobre todo en J. André, Études sur les termes de couleur dans la langue latine, Capa, Imprimerie Louis-Jean, 1949, p. 169.

[6] Cuando un dios se enamoraba de una matrona, el marido confesaba, como en Moliére, que “compartir con Júpiter no tiene en el fondo nada que deshonre”; “salve, viejo, cuya esposa se ha dignado Júpiter a escoger como esposa”, dice Menelao a Tíndaro, para enaltecerlo, en Orestes de Eurípides. Véase también Flavio Josefo, Antigüedades judaicas, XVIII, 3, 73.

[7] Probablemente es un dicho (por lo demás, desconocido, hasta donde yo sé).

[8] Hay que construir (id) solum laetor, te adire deos nosotros, donde solum es neutro. Adire se dice de la entrevista que un hombre común tiene con un magistrado o un potentado, para saludarlo y presentarle una súplica. Véase cap. VII, n. 19.

[9] R. Manin y Gaillard, Les genres littéraires a Rome, París, SCODEL, 1981, vol. II, p. 117.

[10] Se trata del reino de los feacios, de que habla la Odisea, y de los regalos que el rey Alcínoo hizo a Ulises; por elipsis inversa, el genitivo Alcinoi se refiere a regna no menos que a munera, y el plural regna es equivalente poético del singular. ¿Hará falta recordar que casi no se dice regnun: ni vinum en poesía elevada, sino refina o vina? Por ello, en las traducciones de Horacio, tantos bebedores parecen beber “vinos” o “vinos suaves”, varios vinos a la vez, y no “buen vino”…

[11] Quia pauper amavi: llomage to Sexius Properlius (1919), en Selected Poems of Ezra Pound, New Directions Books, p. 88.

[12] Sobre ese sentido tan particular de sera Tamen, véase F. Klingner en Hermes, LXII, 1927, pp. 131 ss., a propósito de Virgilio, Bucólicas, I, 27: libertas sera Tamen.

[13] M. Rothstein en Philologus, LIX, 1900, p. 451; E. Norden, Kleine Schriften zum klassischen Altertum (publicado por Bernhard Kylzler), de Gruyter, 1966, p. 381.

[14] Virgilio, Bucólicas, II, 4; solus, montibus et silvis.

[15] Propercio confundió la fagus latina y el phegos o phagos griego, árbol predilecto de Pan. Gordon Williams, Tradition and Originality in Roman Poetry, Oxford University Press, 1968, p. 318.

[16] Tal me parece ser el sentido de esos dos oscuros versos. La Corina de Ovidio (Amores, III, 7, 84) considera el fiasco de su amante como una injuria (dedecus) hecha a su belleza, y en el Satiricón (129, 11), un fiasco se llama injuria, como aquí. Se me objetará que si tal fuera la razón del disfavor de Propercio, él estaba en buena posición para saberlo y no se preguntaría tan largamente sobre el origen de sus desdichas. Cierto, pero era necesario que también informara al lector. Por otra parte, Propercio, más que narrar una desdicha individual, enumera diferentes casos de desavenencia.

[17] El texto es dudoso, y mi traducción es aún más dudosa. Si en realidad Propercio escribió divini fontes, se trata lo mismo de un epíteto de naturaleza que de una alusión a esas fuentes sagradas, en los campos o los bosques, que eran sitios de caza, de merienda, de peregrinación. Tal vez…

[18] Inculto tramite; sobre ese sentido de incultus, véase la nota de Jacques André a Tibulo, I, 2, 74; solo inculto.

[19] Qualiscumque est quiere decir “bueno o malo”; quantuscumque est, ya sea grande o pequeño.

[20] Estamos en país mediterráneo; hay más montañas que llanuras, las culturas están en los llanos, y las alturas están cubiertas de bosques. Silvæ designa los bosques, pero, así mismo, los montes a los que cubren. Por ello, las silvæ a menudo hacen eco en los poetas (Bucólicas, I, 5: “Tú enseñas a las silvæ a repetir en el eco ‘Bella es Amarilis’”).

[21] G. Richter, “Was Roman Art of the First Centuries B. C. and A. C. Classicizing?”, Journal of Roman Studies, vol. XLVIII, 1958, p. 15.

[22] Ni siquiera se puede decir si se trata de un conjunto de arquitecturas en un mismo espacio, pues la perspectiva sigue siendo muy vaga, o de escenas y de arquitecturas diferentes que estuviesen yuxtapuestas sobre la misma superficie. Encontramos la misma inarticulación del espacio en la elegía de Propercio sobre Antíope que hemos visto antes. El Citerón, donde se refugia Antíope, y el Aracinto, donde es martirizada Dirce, flotan a una distancia inapreciable uno del otro y del lugar en que Antíope fue esclava… y que el poeta ni siquiera menciona. Cuando Antíope llega al Citerón, el poeta ni siquiera se toma la molestia de suscitar una falsa relación espacial precisando, por ejemplo: “Ella huyó no lejos de allí, por el Citerón”. Se contenta con hacer que, de improviso, la nueva escena se sitúe en el Citerón, o más bien, menciona el Citerón para indicar que el lugar de la escena cambió y para que el lector concluya que, por consiguiente, la escena anterior, en que Antíope era esclava, no tenía por teatro el Citerón sino… otro lugar. ¿Cuál? ¿Lejos? ¿Cerca? No se sabe.

[23] Véase, sobre todo, M. Nilsson, The Dionysiac Mysteries of the Hellenistic and Roman Age, CWK, Gleerup, Lund, 1957, p. 74; cf., más recientemente, Die Phoinikika des Lollianos, publicado por Albert Henrichs, Habelt, 1972, pp. 127 y 128. R. Turcan, en Latomus, 1965, p. 109; “una visión de arte donde la estética y la alegoría interfieren continuamente con la psicología religiosa”.

[24] A. De Franciscis, Gli Affreschi pompeiani nella villa di Oplonti, 1975; cf. La Rocca-De Vos-Coarelli, Guida archeologica di Pompei, Mondadori, 1981, pp. 46 y 346.

[25] Espero no calumniarlos demasiado diciendo esto. Su desdicha consiste en carecer de gusto, en tener un arte compuesto: esta idea de Bianchi Bandinelli (Rome: le centre du pouvoir, París, Gallimard, 1969, col. “L’Univers des formes”) es muy convincente; son como esas personas que no saben unir los colores y se ponen un buen traje y una buena corbata que se llevan pésimamente. Tenemos una estatua de senador en desnudo heroico, encontrada en Tívoli (ibid., p. 86, fig. 93); el rostro es un retrato realista, con más de fotografía de pasaporte o de dibujo demasiado trabajado que de recreación artística; además, el cuerpo es un desnudo convencional; diríase, pues, que el señor acaba de desnudarse; el resultado es cómico y un poco indecente. Lo mismo ocurre en poesía. Las Bucólicas y las Geórgicas son logros casi perfectos, la Eneida no lo es; no porque sea “desigual”, por lo contrario; está llena de trozos casi todos ellos admirables; pero el conjunto no se sostiene y, al lado de la Iliada o de Dante, se desploma. Falta de gusto o de potencia creadora, como se quiera; no saben trazar la obra entera con un solo gesto autoritario. Calímaco tiene la estatura de un Góngora; Virgilio en las Bucólicas y el Teócrito de Las Talisias, la estatura de Shelley; nuestros elegiacos, la de los poetas secundarios de la Pléyade.