I. Primero fue la música

La ópera es, por definición, una variante del drama cuyo medio primario de expresión es la música. Esto sólo es cierto en parte, porque tanto las palabras como la puesta en escena, la interpretación, los decorados y el vestuario contribuyen a la realización de la obra; pero en tanto que en el drama poético y en el drama en prosa la esencia de las situaciones, los personajes y las emociones, la calidad y la evolución de las relaciones personales, la verdad implícita de lo que ocurre en el escenario y las distintas respuestas de los individuos implicados —sin hacer mención de la atmósfera y del talante de la obra— se nos comunican sobre todo con palabras, en la ópera la música es el medio privilegiado de expresión. Puede que el contenido dramático sea casi el mismo, pero el medio de expresión es diferente. Y si bien es cierto que la música tiene el poder de llegar más profundo que las palabras, la ópera puede ir más lejos que las formas no musicales del teatro, al menos en algunos aspectos. Muchos lo creen así, y para ellos las óperas más grandiosas —por ejemplo algunas de Mozart y Wagner— se cuentan entre las más extraordinarias obras de arte que hayan existido jamás.

Una prueba externa de que la música es el ingrediente decisivo de una ópera la constituye el hecho de que su supervivencia depende de su música y sólo de ésta. Tal vez una ópera sobreviva con una historia hueca, con situaciones inverosímiles, casi sin trama, con personajes de cartón y con diálogos demasiado ridículos, pero permanecerá sólo si su música es lo suficientemente buena, en cuyo caso puede mantenerse en el escenario internacional generación tras generación. Hay un buen número de óperas conocidas que encajan en esta descripción. Y es del dominio general que en el caso opuesto no existe un solo ejemplo, es decir, una ópera cuya música resulte despreciable para todos pero en la que los demás componentes sean bastante buenos o interesantes como para mantenerla en el repertorio internacional.

El hecho de que la música operística sea un medio de expresión privilegiado en un drama escénico significa que la belleza no es el único requisito que debe cumplir. Debe poseer asimismo una fuerza dramática específica: expresar los sentimientos de un personaje en particular en una situación concreta, y hacerlo en forma convincente, además de tener una música hermosa, o al menos interesante. En este caso podríamos decir que es música, pero no sólo música, pues funciona igualmente en otros aspectos; los grandes maestros de esta forma de arte también lo fueron en esos otros aspectos. Mozart tuvo una excelente comprensión de la psicología de las relaciones sexuales y de la psicología de las clases sociales, siendo sin duda favorecido, en el segundo caso, por su situación de genio y de celebridad internacional en una época en que los músicos, en el mejor de los casos, eran pequeños cortesanos o sirvientes en librea. Aunque Mozart no escribió sus propios libretos, cooperó de cerca con quienes los escribían para él, y les exigía imperiosamente mayores esfuerzos. Mozart tenía un sentido dramático muy agudo que le permitió llevar su comprensión de las emociones hasta el mundo de la música mediante una técnica compositiva de gran eficacia en el mundo teatral, consistente en vincular no sólo al personaje con el tema, la emoción y la situación, sino en vincular a un personaje complejo con un tema ambiguo, un conflicto emocional y una situación por resolver. Puede que en un momento la música se encumbre, en un claro y total arrebato, y luego un cambio armónico proyecte dudas sobre una relación, o bien que la interrupción de una frase nos descubra la diferencia de matiz entre la confianza y la fanfarronería, o entre la indiferencia y la falta de sensibilidad, o bien que algo inefable en el sonido orquestal nos sugiera una leve simulación en una declaración de amor. Esa música puede tanto describir, apoyar y afirmar algo, como aludirlo, socavarlo y aun rehuir de él. A menudo la música se mueve en sentido contrario al de las palabras: mientras un personaje afirma algo, la música puede dar a entender que intenta todo lo opuesto. Además de la música, la amplia gama de palabras y formas líricas son un medio de expresión dramática de complejidad y potencial casi ilimitados para quienes sepan disponer de ellas.

Estas posibilidades ya se percibían desde el principio. En una de las primeras óperas de Monteverdi, La coronación de Popea, que compuso en 1642 junto con otros músicos, un personaje llamado Otho le dice a Drusila que está a punto de retirar para siempre a Popea de sus afectos, pero la música transmite no tanto esta intención como su anhelo de hacerlo, a sabiendas de que no va a ser capaz. En esta ópera la representación musical es un arte plenamente desarrollado: cada personaje tiene su propia música, que lo distingue de los demás y lo revela en su particularidad. La de Otho está perceptiblemente delimitada en sus alcances; pero aun dentro de esos límites se siente vacilante, desdibujada. En cambio, la música del filósofo Séneca se centra plenamente en el personaje, sus movimientos son firmes y decididos. Otro personaje, Octavia, la esposa agraviada, nunca canta libremente, sólo recita enunciados caústicos. Y la magnífica música amorosa de su esposo Nerón y de su amante Popea es erótica en un sentido irónico: la lascivia, la autoexaltación y el triunfalismo de las emociones se manifiestan a través de la música, aun cuando las palabras sólo denoten amor.

Un buen libreto de ópera es aquel que hace posible todo esto sin la pretensión de ser por sí sólo una obra de arte acabada. El libreto que se ostente en la página impresa como un drama acabado, y cuya poesía agote el potencial expresivo de los personajes, será una obra en verso totalmente lograda que no necesitará del concurso de la música; es más, ésta no tendría ningún propósito. Una ópera no es una pieza teatral adaptada con música. El texto de una buena obra de teatro raras veces funciona como un buen libreto. Los intentos por convertir en óperas las obras de Shakespeare, adaptando música a los textos, suelen fracasar por esta razón. (Las excepciones, como El sueño de una noche de verano, de Benjamin Britten, se basan en obras teatrales, en las cuales la música es ya una cuarta dimensión, como ocurre en la mayoría de las comedias de Shakespeare: un elemento constitutivo tácito al que se le reserva un espacio poético vacío que normalmente llenamos con nuestra imaginación.) Generalmente, un libreto no es ni debe intentar ser una obra literaria; es el andamiaje que permitirá construir un drama musical. Muy raras veces encontramos dramaturgos o poetas exitosos que sean capaces de producir un libreto que no solamente conciba una representación viva, sino que aun tengan total comprensión del papel que la música debe tener para completar satisfactoriamente el conjunto. El drama musical necesita de la música para existir y, por consiguiente, debe sentir la necesidad de ésta antes de que pueda convertirse en aquello para lo que ha sido creado. Esto significa que el autor del libreto debe saber cómo producir una estructura organizada de palabras que dé rienda suelta al compositor. En términos específicos, saber qué poner y qué quitar no sólo significa saber qué oportunidades pueden crearse para el compositor, sino cómo crearlas, darles variedad y desplegarlas en una estructura dramática musical coherente, de tal forma que serpenteen, en un movimiento continuo, en una textura músico-teatral interesante. Además, el autor del libreto debe realizar algunas funciones indispensables que muy poco tienen que ver con la música: la narración de la historia en un primer nivel, darles nombre a los personajes y ubicarlos histórica y socialmente, dar cuerpo a su historial biográfico previo. La combinación de todas estas competencias es un raro don. Los buenos libretistas siempre han sido más escasos que los buenos dramaturgos. Los maestros saben que el oficio les exige producir algo cuya lectura será de antemano insatisfactoria, algo que no se sostiene por sí solo.

El género operístico ha contado con sus genios, como Da Ponte y Boito, quienes comprendieron lo anterior y además fueron capaces de realizarlo casi a la perfección. No obstante el nivel en que se encontraban, era indispensable que se creara una simbiosis con el compositor para lograr el éxito, algo que es raro conseguir. La información más detallada que tenemos acerca de la relación profesional entre un compositor de óperas de primera categoría y el respectivo autor del libreto es la de Richard Strauss y Hugo von Hofmannsthal. Por suerte para nosotros se reunieron pocas veces, por lo que su relación se tradujo en una correspondencia de casi veinticinco años que todavía hoy se conserva. También para nuestra fortuna, los dos fueron personalidades artísticas dispares y polemizaron con frecuencia: repetidas veces tuvieron que desechar premisas, conceptos o requerimientos incompatibles; de ahí que nos enfrentemos a menudo con apasionadas exposiciones de argumentos antagónicos, cada uno a cargo de un maestro que posee un notable dominio artístico. Hofmannsthal fue uno de esos seres extraordinarios, distinguido poeta y dramaturgo, además de célebre autor de libretos. Como artista, era refinado por los cuatro costados: cosmopolita, sofisticado y puntilloso; además de ser de índole predominantemente intelectual, con un grado de autoconciencia poco común. La sencillez no se le daba fácilmente, a diferencia del artificio. Sus libretos deben contar entre los más extraordinarios que se hayan producido. En contraste, la personalidad de Strauss se parecería más a la de un exitoso hombre de negocios: burgués, práctico, impaciente, muy inteligente pero nada intelectual, falto de interés por los conceptos abstractos, con poca habilidad verbal, pudiendo parecer a veces un inculto, pero con esa profunda comprensión de lo que debía hacerse y de los medios para lograrlo que lo convirtieron en alguien formidable y excepcional. Strauss tenía mayor seguridad que Hofmannsthal en su propia capacidad, pero cada cual sentía respeto y admiración por los dones del otro, a la vez que albergaba, en lo íntimo, la certeza de poseer una relativa superioridad. Todo esto se revela a la vista de un lector imparcial (cuando no a la de sus destinatarios) en las cartas que intercambiaron, correspondencia que arroja luz sobre muchos aspectos además de la creación de sus seis óperas.

El joven Strauss recibió el apodo de Richard II por haber sido seguidor de Richard Wagner. Pero a diferencia de Wagner, Strauss sólo escribió el libreto de una de sus óperas de madurez, Intermezzo. Fue algo que quizá sorprendió a muchos, si bien nunca lo intentó de nuevo, aunque colaboró en el libreto de su última ópera, Capriccio. Cabe decir que las dos obras son conversacionales (no en un sentido despectivo), algo que debemos relacionar con la competencia verbal de Strauss. El único otro intento que había realizado en este sentido fue con su primera ópera, Guntram, que no tuvo éxito. Strauss había empezado su carrera de compositor de óperas deseando parecerse lo más posible a Wagner, pero al ser consciente de sus limitaciones como autor de libretos acabó apartándose del camino que se había trazado en un principio. Así, Wagner fue el único de entre los más destacados compositores de ópera que escribió sus propios libretos. A pesar de que hubo algunos buenos compositores menos conocidos que hicieron lo mismo, como Michael Tippett, ninguno de ellos se compara ni remotamente con la valía de Wagner.

Puesto que éste es un libro sobre Wagner y no sería razonable esperar que todos mis lectores tuvieran en mente la cronología de la vida y las obras de este músico, puede resultar de gran ayuda dedicar algunos párrafos a estos aspectos. Wagner nació en 1813 y murió en 1883, a la edad de sesenta y nueve años. En su adolescencia decidió que sería compositor de óperas, y fue entonces cuando empezó a trabajar en su primera obra. A su alrededor existían tres modelos diferentes que podía tomar como referencia. El que tenía más cerca era el de la ópera romántica alemana, representado por Weber y otras figuras menores como Marschner y Lortzing. La tendencia consistía en ubicar hechos sobrenaturales en ambientaciones naturales; la orquesta tenía un papel de primer orden, reconociéndose a primera vista la riqueza “germánica” en la orquestación. Luego estaba la ópera italiana, que representaba mucho más el realismo romántico —historias de amor en lugares poco habituales, ya fueran contemporáneos o históricos—. El estilo musical era en conjunto más lírico y se otorgaba a las voces una mayor prominencia, en detrimento de la orquesta, la que para muchos se reducía apenas a un simple acompañamiento y suponía por consiguiente una orquestación leve. Los maestros del género eran Bellini, Rossini y Donizetti. Por último, estaba la ópera francesa, que basaba su atractivo en los cantantes y en el espectáculo escénico, una de cuyas características principales era el tratamiento de temas históricos que permitían emplear vistas panorámicas, escenas de muchedumbres, desfiles de ejércitos, procesiones religiosas y demás parafernalia. Las óperas, casi siempre de cinco actos y con acompañamiento de ballet, eran de larga duración y elevado costo; acababan siendo eventos sociales de relieve debido a las estrellas en la cartelera, al precio y al espectáculo, y despertaba casi tanto interés el propio público como lo que ocurría en el escenario. Esta actividad tenía su centro internacional en París. El dinero y la fama que les procuró a algunos ejercían un magnetismo irresistible en los talentos del momento. Un caso representativo fue el de Rossini, quien después de haberse labrado una reputación en Italia se fue a París y allí pasó casi todo el resto de sus días. Para tener éxito en el ámbito internacional había que triunfar en París. Allí, los maestros eran Meyerbeer, Auber y Halévy, junto al todavía famoso pero ya fallecido Spontini.

El joven Wagner examinó todo este panorama y decidió probar suerte, a su debido tiempo, en cada uno de los tres modelos. Su primera ópera larga, Las hadas (1834), era una obra romántica alemana; la segunda, La prohibición de amar (1836), era de estilo y montaje italianizantes, mientras que la tercera, Rienzi (1840), era una típica ópera parisina (las fechas corresponden a la primera versión). Gracias a la experiencia que obtuvo escribiendo estas óperas, Wagner juzgó que los modelos italiano y francés eran “formas decadentes”, y cada uno representaba el final de una línea de desarrollo, que miraba más hacia su propio pasado que hacia el futuro: no podría crearse nada nuevo con ninguno de ellos. Por el contrario, todavía podía hacerse bastante con la ópera alemana de tradición romántica, así que puso manos a la obra y creó las tres óperas siguientes según dicho modelo: El holandés errante (1841), Tannhäuser (1845) y Lohengrin (1848). No cabe la menor duda de que con estas obras Wagner llevó la ópera romántica alemana más allá de los límites convencionales, de modo que aun hoy siguen siendo sus obras más queridas y las que continúan interpretándose con mayor frecuencia. Sin embargo, cuando Wagner terminó Lohengrin sintió que había agotado todas las posibilidades del género y que no encontraría nada nuevo que hacer ni un lugar adónde ir con él.

Así, dio tres pasos atrás y examinó su situación. Durante cinco años y medio casi no escribió ninguna partitura. En vez de eso, estudió, reflexionó y teorizó acerca de la naturaleza de la ópera y su posible desarrollo futuro. En esos años produjo sus ensayos más célebres, aparte de su autobiografía. El libro más importante entre todos, por ser el de mayor influencia, es La ópera y el drama (1850-1851); también tienen su interés e importancia La obra de arte del futuro (1849) y Mensaje para mis amigos (1851). En ellos Wagner puso en práctica, a gran escala y con minuciosos detalles, sus nuevas teorías sobre las posibilidades del género operístico. Luego se dedicó a la tarea de crear óperas dentro de esos nuevos parámetros formales. El resto de su producción es distinto respecto a todo lo que había hecho antes y representa un desarrollo revolucionario no sólo en la historia de la ópera sino también en la de la música. Son éstas las obras a las que el público se refiere cuando habla de “las óperas de la madurez” de Wagner, o “del último Wagner”. Empezó escribiendo los libretos de las cuatro óperas que constituyen El anillo del nibelungo: El oro del Rin, La Valkiria, Sigfrido y El ocaso de los dioses, y luego completó la música de las dos primeras. Después del segundo acto de Sigfrido, interrumpió su trabajo durante lo que resultó ser el llamado “periodo de los doce años”, lapso en el que gran parte del tiempo creyó que nunca más volvería a trabajar en su obra El anillo del nibelungo. En esa época compuso Tristán e Isolda y Los maestros cantores de Nuremberg. Luego se interesó de nuevo por El anillo, terminó Sigfrido y compuso El ocaso de los dioses. Después sólo escribió una ópera, Parsifal, puesta en escena en 1882, un año antes de su muerte.

Más allá de su vida creativa, la vida misma de Wagner fue una de las más interesantes y, podríamos decir, casi operísticas que ningún artista haya vivido jamás. Amó a muchas mujeres y fue amado por muchas más. Se casó dos veces, primero con una actriz hermosa pero ordinaria, que no se percató del enorme genio de su marido: constantemente lo fastidiaba para que persiguiera el éxito convencional que ella quería disfrutar en su compañía, algo que suponía éste conseguiría con sólo intentarlo. Más tarde, Wagner estuvo felizmente casado con una hija ilegítima de Franz Liszt, Cósima, poco atractiva pero formidable, quien comprendió su genio y le dedicó devota e incondicionalmente su vida. Cuando Wagner cumplió cincuenta años sus deudas eran gigantescas, tanto como su osadía de no pagarlas. Para Wagner la pareja ideal de amigos sería aquella en la que el marido le prestara dinero y él le hiciera el amor a la esposa, y mejor aún si vivía bajo su mismo techo, para hacerles el honor de quedarse con ellos y vivir a costa suya como huésped a largo plazo. De joven, Wagner fue un activo revolucionario, amigo de Bakunin y figura destacada de las barricadas en la revuelta de Dresde de 1849. Luego fue perseguido durante once años por la justicia y vivió como exiliado político en Suiza, habiendo sido desterrado de su Alemania natal. Cuando cumplió cincuenta y un años su situación personal era desesperada: había compuesto El oro del Rin, La Valkiria y Tristán, pero todavía no se había estrenado ninguna de estas obras ni existía el proyecto de hacerlo; había dejado de trabajar en El anillo del nibelungo, supuestamente para siempre; lo habían forzado a abandonar Viena, donde vivía por esa época, para no ser encarcelado a causa de una deuda, y andaba huyendo. En ese preciso momento de su vida, un rey de mirada angelical que contaba con tan sólo dieciocho años y adoraba el trabajo del compositor descendió del cielo en un trono, lo roció con dinero y empezó a poner en escena sus óperas. Esto le permitió a Wagner iniciar un amorío con la esposa del director de orquesta durante los ensayos, la cual le dio tres hijos ilegítimos antes de convertirse en su esposa. Fue entonces cuando Wagner mandó construir su propio teatro de ópera, con dinero del rey, y lanzó el Festival de Bayreuth, que todavía hoy existe. Al mismo tiempo entabló con el filósofo Nietzsche una de las amistades más notables de la cultura europea. Cuando Wagner falleció gozaba de fama mundial y era considerado como el compositor más extraordinario de todos los tiempos. Su autobiografía de 750 páginas, Mi vida, un libro que sorprende por su carácter divertido, es un logro de gran magnitud, no superado por la autobiografía de ningún otro compositor, ni siquiera la de Berlioz. Mi vida narra no sólo su historia personal sino la historia de una época, por lo que constituye un importante documento para la historia cultural europea.

No cabe duda de que Wagner poseía una enorme capacidad intelectual, que se hizo patente en sus obras artísticas, no en obras eruditas: algo de lo mucho que tuvo en común con Shakespeare. Wagner fue un conversador y escritor compulsivo; pero a pesar de que su conversación y sus escritos fueran interminables, las actividades más profundas de su mente no eran verbales sino musicales, o más estrictamente músico-dramáticas; esto significa que aunque fueran de índole dramática, no operaban en el medio conceptual propio del lenguaje verbal sino en el medio no conceptual de la música. Los nutrientes que había obtenido de los años de lecturas, estudio y aprendizaje, y de los años de discusiones y reflexiones, se transformaron en obras de arte cuyo principal componente no era conceptual. Un abrumador impulso innato lo condujo a estudiar aquello que necesitaba para crear su arte, lo que logró con éxito. Cometerán un error quienes juzguen los escritos o los libretos de Wagner como creaciones verbales que se bastan a sí mismas, y pretendan medir con ese rasero sus habilidades. Sería tanto como tasar por debajo de su valor a Shakespeare debido a los numerosos errores históricos contenidos en sus obras. Las obras de Shakespeare merecen ser juzgadas por sí mismas, no como lecciones de historia; como historia su lugar sería secundario, pero como obras literarias son, sin duda, maravillosas. Los genios de tal magnitud se apropian de todo lo que necesitan, sin importar de dónde proceda. Alguna vez escuché a ciertos profesores de matemáticas menospreciar la competencia de Einstein como matemático, lo cual resulta comprensible porque Einstein no fue un matemático especialmente dotado: sólo utilizaba las matemáticas necesarias para sus investigaciones de física.

En tales casos, da la impresión de que la conciencia individual de las propias necesidades es intuitiva. Proviene de algún lugar interno y, al parecer, pasa a la conciencia incluso antes de que tengamos una noción clara de lo que necesitamos. En el caso de Wagner, es probable que algunas de sus percepciones más valiosas las haya tenido muy temprano y de forma espontánea, que no las haya aprendido en ninguna parte. Ejemplo de ello es que aunque sólo tenía entre diecinueve y veinte años cuando compuso su primera ópera, al parecer ya había comprendido algo poco evidente acerca de la naturaleza de los libretos. Así lo expresó más tarde en su autobiografía, después del pasaje en que rememora la trama de su obra de adolescencia: “Era yo casi tan deliberadamente indiferente hacia los versos como hacia la dicción poética. No estaba acariciando mis primeros sueños de convertirme en un poeta de renombre; me había convertido de hecho en un ‘músico’ y un ‘compositor’. Tan sólo quería escribir un libreto aceptable, pues entonces me percaté de que nadie más podría hacerlo en mi lugar, por el hecho de que un libreto de ópera es algo único en sí mismo, algo que ni poetas ni escritores pueden llevar a feliz término” (My Life [Mi vida], p. 72).

Desde un principio Wagner se dio cuenta de que un libreto, al ser una matriz para la musica, debe ser configurado para poder adaptarse a la música a la que se destina, incluso si se ha escrito antes de que ésta se haya compuesto, y por consiguiente, su concepción y realización dependerán de consideraciones musicales, hasta el punto de convertirlo en una parte del proceso musical. Algunas veces, en las obras de Wagner la música precede a la letra: la extensa melodía de la Canción del Premio en Los maestros cantores la escribió mucho antes que la letra. Un hecho aún más revelador es que la obertura de esta ópera fue compuesta y llevada a escena mucho antes de que el libreto fuera adaptado para música, y aun así ya contenía los temas musicales más importantes de la obra —excepto el asociado con Hans Sachs—, que corresponden de forma natural a situaciones y personajes específicos y que parecen surgir a partir de ellos, entretejiéndose dentro y fuera de la textura de la obra como si el drama musical en su totalidad se hubiera concebido simultáneamente. Sin embargo, ninguno de estos ejemplos capta del todo lo que queremos ilustrar. Después de alcanzar la madurez artística, Wagner tuvo problemas en hacer comprender a la gente que el acto creativo que producía la semilla-germen de desarrollo de sus óperas era un acto musical. Entre otras cosas, dio a entender que, para él, el primer indicio de una nueva obra era de tipo sonoro, o más bien la posibilidad de un mundo de sonidos específico. Y éste acostumbraba desarrollarse muy despacio a partir de dicho punto, convirtiéndose en algo específico, del mismo modo en que va formándose el feto en el útero materno. Algunos meses después de haber empezado a trabajar en Tristán e Isolda, Wagner le escribió a un amigo que “por el momento sólo era música”, lo cual significa que —tal como él mismo lo dijo después— cuando escribía un libreto ya sabía cuál sería la música, no la nota musical que le correspondía a cada palabra sino el tipo de música que requería, el mundo de sonidos que lo habitaba, y éste iba especificándose a medida que el libreto crecía entre sus manos.

Cuando tan sólo tenía treinta años de edad, Wagner escribió en una carta dirigida a un crítico musical: “Antes de empezar a escribir un verso o esbozar una escena, ya estoy impregnado del aroma [Duft] musical del tema elegido. Tengo en mente todas las notas y los motivos característicos, de modo que cuando los versos ya están listos y las escenas dispuestas en orden, para mí la ópera ya está terminada. El tratamiento musical específico es un trabajo más tranquilo, de acabado, al cual ha precedido el momento de auténtica creación”.

A pesar de que el compositor nunca fue capaz de expresar con mayor precisión que con la palabra Duft en qué consistía su particular aprehensión de un nuevo mundo de sonidos, en retrospectiva sabemos con exactitud qué es lo que él sabía, aunque no podamos expresarlo con palabras mejor de lo que él lo hizo. Sabemos que hay un sonido totalmente característico para Lohengrin, otro para Tristán, otro más para Los maestros cantores, y aun otro para Parsifal. Para cualquier amante de la música que tenga experiencia, estos mundos sonoros son una parte reconocible de su propia vida. Incluso quienes no aprecian las obras de Wagner pueden reconocer al vuelo el sonido característico de cada una de ellas, después de haberlas escuchado una sola vez. Wagner tenía sólo entre veintiocho y veintinueve años cuando compuso El holandés errante, pero desde el primerísimo acorde de la obertura el oyente se sumerge en un mundo sonoro distinto de cualquier otro registro musical, incluso de cualquier otra música de Wagner. La creación, no de un mundo, sino de otros mundos, de un mundo único para cada obra, es algo que pocos músicos han logrado. Shakespeare lo hizo, pero no muchos más. La mayoría de los grandes artistas viven en un mundo de imaginación que reconocemos y distinguimos como el suyo propio, del cual provienen todas sus obras.

Se forjó el mito de Wagner como creador tardío, de un autodidacta, que tardó mucho en encontrar su camino y no lo hizo hasta su temprana madurez. El propio Wagner provocó esta mitificación, en parte porque a menudo insistía en que no debía nada a nadie (si bien en su autobiografía se muestra abierto y generoso respecto a la deuda contraída con Berlioz) y en parte porque no quería que la tardía popularidad de sus primeras obras impidiera el éxito de las obras de su madurez. También estaba el hecho de que había avanzado tanto después de sus primeras óperas que no quería ser juzgado por ellas. Pero creo que es la sola magnitud del proceso de desarrollo de Wagner, más que cualquier otra cosa, lo que lo habría marcado como un iniciador tardío. En primer lugar, Wagner desarrolló hasta sus límites la ópera alemana romántica, y luego, de forma bastante diferente, el drama musical que él inventó; al mismo tiempo desarrolló la orquesta sinfónica hasta su talla máxima, inventando nuevos instrumentos en este proceso, y, lo más importante de todo, condujo la música occidental hasta los extremos de la tonalidad, de modo que aquellos de sus seguidores que se sintieron llamados a sobrepasar su legado, se vieron obligados a cruzar tal frontera y caer en la atonalidad; ellos mismos aducían “la necesidad de sobrepasar a Wagner” como la razón de tal salto. Debido a que su destino era tan “moderno”, la gente siempre ha tendido a pensar que su punto de inicio en el tiempo marca un largo camino hacia adelante, cuando en realidad es un largo camino hacia atrás. Nadie, ni siquiera Mozart o Rossini, ha escrito una ópera mejor que Las hadas a los veinte años, y sólo ellos escribieron óperas tan buenas como El holandés errante a la edad de veintinueve años. La letra del coro de Las hadas, algo para lo que Wagner siempre era bueno, resulta impresionante (en esa época trabajaba de maestro de coro en Wurzburgo). Asimismo, sorprende que la orquestación sea tan buena para alguien con tan poca experiencia: aunque un poco básica, es del todo eficaz. La mayoría de las tonadas son memorables: a menudo demasiado simétricas, a veces cuadradas, pero de todas formas resultan buenas. Visto en su conjunto, lo más importante de todo es que el arte dramático puede apreciarse; funciona en una puesta en escena. Se trata, en muchos sentidos, de la obra de un hombre joven, con una energía impulsora y una brisa fresca soplando a través de ella. Vale la pena ver la puesta en escena por sus propios méritos. Pero nosotros, al igual que Wagner, la desestimamos porque la comparamos con su obra posterior. Vista por sí sola, es tan buena como cualquier otra ópera alemana de cualquier compositor, exceptuando, por supuesto, al propio Wagner. Éste fue su primer intento formal, que luego retomaría en El holandés errante y en Tannhäuser, y que culminaría en Lohengrin. Cuando el perspicaz crítico wagneriano Andrew Porter la calificó como la mejor ópera que Wagner había escrito antes de Lohengrin, se dejó llevar un poco por el entusiasmo, reacción comprensible frente a la negligencia injustificada de que había sido objeto. Las primeras óperas de Mozart y Verdi se llevan a escena en los mejores teatros de ópera y reciben la más cálida acogida del público, con toda razón; pero en el curso de mi vida hasta el momento en que escribo este libro, en Gran Bretaña nunca hemos visto una producción profesional de Las hadas, una obra aun mejor que cualquiera de las obras tempranas de esos autores.

Las hadas puso de manifiesto la prodigiosa disposición de Wagner para la ópera. Desde muy al principio desplegó las competencias técnicas que se requerían para hacer un trabajo digno del escenario: la estructuración del libreto, el tratamiento de las voces, la escritura del coro, la orquestación. Debemos recordar que a la edad en que terminó esta ópera, veinte años, ya había llevado varias obras a escena, incluyendo una sinfonía en la Leipzig Gewandhaus. Empero, resulta más interesante que su competencia técnica el hecho de que dos ideas dramáticas que se repiten en casi todas sus óperas subsecuentes ocupen un lugar primordial en la obra: una se refiere a un hombre salvado por el sacrificio de amor de una mujer (“la redención por el amor” es la etiqueta que se le ha puesto en muchas publicaciones); la otra trata del amor entre un ser humano y un ser sobrehumano (dios o antiguo dios, o alguien con poderes mágicos, o una persona de vida eterna), y combina así lo natural con lo sobrenatural como si las cosas fueran así.

Estos temas surgen por doquier en el romanticismo alemán, y el segundo de ellos tenía además cabida en la mitología de la Grecia clásica. De todas formas, parece que Wagner tuvo una obsesión especial por ellos. No es que los hubiera elegido primero y luego utilizado para sus propios fines, sino que nos da la impresión de que afloran de su mundo interior. Entonces es cuando se presentan de inmediato algunas explicaciones obvias de naturaleza personal (no debemos negarlas simplemente porque sean obvias: representan la superficie de una verdad, pero creo que estas explicaciones son auténticas). Desde una edad temprana, Wagner se sintió distinto de los demás, poseído de poderes extraordinarios, agraciado por el don de la inmortalidad. Esto le acarreó problemas en sus relaciones personales que abrumaban su vida casi de forma intolerable, y no fue capaz de resolverlos hasta que contrajo matrimonio con Cósima, a los cincuenta y tantos años de edad. Se sentía incapaz de relacionarse con los demás, pues no lo entendían, y él no podía comunicarse con ellos. En consecuencia, el mundo siempre le pareció un lugar extraño, a la vez hostil y desconcertante. No lo entendía, no se sentía a gusto en él, no le gustaba; quería escapar de él. Hasta entrados los cincuenta no pasó ningún año en que no hubiera contemplado seriamente la idea del suicidio. En la breve sección de su autobiografía que dedica a su niñez, Wagner nos cuenta cómo la incontrolable vivacidad de su imaginación le había procurado pesadillas cada noche, de las que despertaba gritando, por lo que sus hermanos y hermanas no querían dormir a su lado y él tenía que hacerlo solo en el lugar más apartado del departamento familiar, donde su total aislamiento en la oscuridad no hacía más que incrementar sus pesadillas y empeorar sus chillidos. Toda su vida, hasta que empezó a compartirla con Cósima, estuvo ansiando poner punto final a su aislamiento psico-emocional, y debido a que el componente erótico tuvo un papel tan importante en su vida, lo que quería, por encima de todo, era una mujer que lo amara sin necesidad de comprenderlo: una mujer que lo aceptara tal como era y se entregara a él incondicionalmente renunciando en efecto a su propia vida por la de él. Su primera mujer, Minna, no llenaba mucho esta descripción, aunque en verdad sí estaba entregada a él y soportó con estoicismo las privaciones más pasmosas mientras él se construía un nombre en el mundo de la música, convencida de que llegaría el día en que sería aceptado por el público. Minna se sintió orgullosa cuando su marido ascendió a maestro de capilla en Dresde. Pero nunca le perdonó que se entrometiera en la vida política y arruinara sus vidas al provocar que lo despidieran de un buen trabajo y tuvieran que sufrir una vida de pobreza y exilio. Tampoco perdonó que sus sacrificios continuaran para que él escribiera óperas de vanguardia que nadie quería escenificar, cuando cualquier persona razonable hubiera estado muy complacida repitiendo éxitos seguros como los de Rienzi y Tannhäuser. Como explicación de un tema recurrente en sus óperas, esto sólo es la punta de un iceberg, pero es algo que asoma por encima de una gran cantidad de material oculto.

Wagner consideraba que los libretos de sus primeras tres óperas —Las hadas, La prohibición de amar y Rienzi— eran “manufacturados”; con ello quería decir que no eran productos espontáneos de su intuición artística sino artefactos reunidos por su mente consciente, que intentaba calcular qué funcionaría y qué tendría éxito. Y lo mismo era válido para la música. Cuando unos años más tarde Wagner se refería despectivamente a otros compositores como “fabricantes de óperas” quería decir que esto es lo que hacían. En especial percibía así a los famosos compositores de ópera parisinos, como Meyerbeer, Auber y Halévy, y pensaba que las óperas que eran compuestas de este modo no eran obras de arte sino productos de consumo fabricados para satisfacer una demanda. No fue hasta su cuarta ópera, El holandés errante, cuando Wagner dejó que su intuición tomara las riendas de su mente consciente y se autorizó a seguirla hasta donde lo llevara, aun cuando no comprendiera del todo lo que estaba escribiendo. En cierta forma se abandonaba a su propio inconsciente. Este increíble instrumento, su mente consciente, aún tenía una enorme cantidad de trabajo que hacer con todo el material, pero ya no intentaba crearlo de la nada. Permitía que el material no procesado se constituyera espontáneamente en las zonas más profundas de su mente, y se presentara después ante su parte consciente. Luego lo sometía a sus prodigiosas habilidades de orquestación, de arte teatral y a todo lo demás a fin de producir un trabajo acabado. Sus mayores óperas a gran escala —Los maestros cantores, El ocaso de los dioses y Parsifal— las gestó literalmente durante décadas antes de empezar a componerlas. Es evidente que ello está íntimamente relacionado con una complejidad y profundidad inigualables.

Rienzi constituyó un intento deliberado de escribir una ópera exitosa como las que gozaban de buena acogida en París. Tuvo éxito, aunque lo hubiera tenido en cualquier ámbito; fue la ópera que marcó un avance decisivo en la carrera de Wagner, la primera que le permitió darse a conocer. Aun así, estaba consciente de la vacuidad de la obra, y por ello sintió lo que más tarde describiría como “una secreta vergüenza” ante su éxito. A pesar de la importancia crucial de Rienzi para su carrera, más tarde la suprimió de lo que, esperaba, iba a convertirse en el canon aceptado de sus obras; la eliminó junto con sus dos primeras óperas. Así, el canon empieza con El holandés errante, donde la magia única de Wagner aparece por primera vez, a saber, la transmisión directa de las emociones más elementales recién salidas del inconsciente (del nuestro, quizá, como del suyo), emociones cautivadoras, increíbles, de una total y completa plenitud. Ninguna de las óperas que había escrito antes se escenificó en Bayreuth, si bien Rienzi sigue siendo escenificada en otros teatros, sobre todo en Alemania.

Tanto si Wagner seguía sus intuiciones creativas como si ensamblaba las óperas en su mente consciente, en ambos casos concebía la creación de una ópera como un proceso integrado, en el cual la música, el drama y el verso avanzaban conjuntamente. En ambos casos se trataba de un proceso musical de principio a fin, cuyo punto de partida era la aprehensión generalizada de un mundo sonoro (que había creado conscientemente a partir del exterior en sus primeras tres óperas, y al que había permitido emerger de su mundo interior en las siguientes). La última tarea de todas sería la escritura sobre el papel de las notas reales (“el procesamiento musical detallado”), mientras todos los demás componentes del proceso se verificaban en algún punto intermedio. El hecho de que todo cayera bajo la responsabilidad de una sola persona podría significar fácilmente que carecemos de la clase de descripciones verbales o discusiones sobre el proceso creativo que han llegado hasta nosotros, como las de Strauss y Hofmannsthal, o las de Verdi y Boito; pero no es así. Rara vez puede haber existido un ser humano más proclive a la justificación de sí mismo que Wagner. Daba por sentado que todo lo que hiciera sería significativo e interesante para los demás. Caso raro, su convicción resultó acertada. La presunción de que el mundo se interesaría en él parece haberlo llevado a creerse en la obligación de justificar ante el mundo todo lo que hacía. Era locuaz y dado a la confidencia perpetua por su naturaleza. Nunca dejó de hablar a sus amigos de sí mismo y sólo de sí mismo (ellos se quejaban de esto), y cuando estaba lejos de ellos les escribía muchas cartas explicándoles lo que estaba haciendo y por qué, proclamando la importancia universal de todo lo que hacía, e identificando a sus enemigos y atacándolos. El resultado es tal cantidad de revelaciones de sí mismo que ningún otro gran artista ha podido superarlo. Puede que Wagner resultara fastidioso para sus amigos, pero para nosotros es un regalo caído del cielo. Con sus obras ante nosotros podemos apreciar lo profundas que eran sus percepciones: lo que Wagner dice arroja luz sobre ellas en muchos aspectos. Igual que ocurría en sus esfuerzos creativos, también en sus percepciones críticas (incluyendo sus autocríticas) permitió que su inconsciente le hablara, y el resultado es que Wagner fue consciente de muchas cosas extraordinarias que para otros habían permanecido ocultas. Una y otra vez nos impresiona la comprensión profunda que tuvo de lo que estaba haciendo. Lo único acerca de lo cual no tuvo casi nada que decir fue de la forma en que componía su música. Dadas sus inclinaciones y su comportamiento común esto sólo puede significar que no había nada que él nos pudiera decir al respecto. Y esto sugiere que la mayor parte de ello debió tener lugar en aquellos niveles de su personalidad que estaban lejos del alcance de su autoconciencia. Si Wagner hubiera podido decirnos algo acerca de ello, lo habría hecho. Aun así, tenemos muchas más pruebas documentales de lo que podría esperarse acerca de cómo compuso sus óperas. En los capítulos siguientes me apoyo extensamente, aunque no de manera exclusiva, y desde luego no de modo crítico, en las explicaciones que Wagner nos da de sí mismo.