Prefacio

El estoico es aquel que considera —sin pánico, y sin indiferencia— que el abanico de posibilidades que está a su alcance tal vez es grande, tal vez pequeño, pero cerrado. Sea porque los hábitos de los dioses son invariables, invariables las propiedades de la materia, e invariables los límites dentro de los cuales la lógica y las matemáticas despliegan sus formas, nada puede anhelar que no pueda prever mediante el método adecuado. No tiene por qué desesperar: sabe que la mejor solución de cualquier problema siempre deberá sus elementos a un conjunto conocido, de manera que, idealmente, no le causará ninguna sorpresa. Las analogías subyacentes a su pensamiento son físicas, no biológicas: las cosas son elegidas, barajadas, combinadas; todo movimiento reordena una cantidad de energía limitada. Es característico que sea, en momentos emblemáticos de la historia, un pensador ético que sopesa deber contra preferencia sin abrigar expectativas extravagantes; un héroe consciente de que al desafiar a los dioses obedece, no obstante, su voluntad; un apostador que calcula los riesgos; un defensor de la segunda ley de la termodinámica y, en nuestra época, un novelista que llena cuatrocientas páginas vacías mediante el arte de combinar veintiséis letras diferentes.

Nos ha tomado varios siglos darnos cuenta de que la revolución de Gutenberg transformó la composición literaria en un acto potencialmente estoico. Mientras que la escritura fue la forma gráfica del habla, se admitieron tácitamente sus muy estilizadas limitaciones, sus matices sintetizados a partir de discretas partículas. Tonos, gestos, vivas inflexiones, ojos que se encuentran… el lector aprende, sin percatarse, a suplir todos esos catalizadores del flujo del diálogo. Durante muchos siglos leer no fue sólo una operación hecha con el ojo, sino siempre con la voz, y escribir —incluso escribir para la prensa— era una actividad sujeta a la presunción de que las palabras elegidas serían animadas por el habla. “Verie devout asses they were…”,[1] cinco palabras de Nashe bastan para saber que oímos una voz. No obstante, hacia 1926, I. A. Richards creyó necesario puntualizar la idea de que el tono (“la actitud del hablante ante el público”) era uno de los componentes del significado, pues para ese entonces el significado de las palabras impresas se había dividido en componentes que el lector diestro había aprendido a rearmar; y para mediados del siglo uno de los principales empeños del salón de clases era convencer a los muchachos de dieciocho años de edad, avezados consumidores de impresos durante dos tercios de sus vidas, de que había todo tipo de significados latentes en el lenguaje salvo aquellos que la gramática y el diccionario traban.

I wonder, by my troth, what thou, and I

Did, till we lov’d? Were we not wean’d till then?[2]

Un estudiante al que estas dos líneas le parezcan densas no tendrá ninguna dificultad para comprender lo que sigue:

En los puestos de periódicos, la nueva edición dominical tenía un aspecto limpio y armonioso (seis columnas distribuidas a lo ancho de la página en vez de las ocho habituales) y llevarlo a casa resultaba más fácil (con un peso de 220 gramos contra los casi 2 kilos de The New York Times).

Sin embargo es virtualmente imposible leer este último párrafo en voz alta. Ha pasado de la investigación a través de la máquina de escribir a la imprenta sin la intervención de la voz humana. Lo copié, por supuesto, de un ejemplar del Time que tenía a la mano. En él se dice que el número entero, con sus noventa y dos páginas, es un denso mosaico de imparcialidad, y que cada uno de sus átomos es respaldado por un investigador que puede brindar prueba de ello si alguien así lo solicita. Time, exhalación del linotipo, no habla: comprime. Los neologismos que emplea (“cinemactor”, “Americandidly”) apelan sólo al ingenio del ojo. En su inmenso éxito contemplamos a varios millones de lectores que cada semana absorben información de la página impresa de manera exclusivamente visual, y descifran de manera sencilla y veloz una modalidad de lenguaje sobre el cual —por primera vez en una escala tan vasta— el habla no tiene dominio alguno.

Esto no significa solamente que nos hemos acostumbrado a leer en silencio, sino a leer materiales que en sí mismos sólo implican silencio. Hemos sido adiestrados en una cultura totalmente tipográfica, y quizá esa sea la habilidad que distinga al hombre del siglo XX. El lenguaje de las palabras impresas se ha convertido, como el lenguaje de las matemáticas, en un lenguaje sin voz; a tal punto que cumplir con las exigencias de una escritura que implique la mecánica de la voz se ha convertido en una destreza muy especializada y cada vez más rara. Al mismo tiempo, hemos empezado a fundar una gran cantidad de teorías relativas al lenguaje como un campo cerrado. Por ejemplo, para programar una máquina traductora es necesario tratar cada uno de los dos lenguajes como 1) un conjunto de elementos y 2) un conjunto de reglas para manejar esos elementos. Bien establecidas, esas reglas generarán todas las oraciones posibles del idioma al que se apliquen y, de acuerdo con tal idea, las oraciones de un libro dado podrían considerarse casos especiales. Se objetará que ésta es una manera extraña de hablar del Evangelio según San Juan: lo es, y hablar de un conjunto de masa específica que describe una ruta elíptica alrededor de un foco sobre el cual gira un globo de átomos ionizados es una manera igualmente extraña de hablar del planeta sobre el cual caminamos.

Ese planeta fue inventado en el siglo XVII, cuando tantas otras cosas se inventaron, y las invenciones prosiguieron: en 1780 la inteligencia de Europa había concebido la Edad Media, las clases medias, el espíritu mercantil, la virtud ataviada con togas romanas, la Ilustración francesa, los humoristas ingleses, el pasado como un objeto de conocimiento, el futuro como un terreno de mejoramiento, la convivencia refinada, la razón universal, libros para superarnos, conocimientos y hechos útiles y el deber de memorizarlos, la opinión y la necesidad de orientarla, la cordura como rasero de todas las cosas, y la posteridad, nuestra preocupación, cuyos intereses justifican (¿o acaso no?) tantas inquietudes. Los mismos hombres que dieron origen a todas estas curiosidades insistían en la idea de crear lenguajes universales —uno de los primeros proyectos de la Royal Society, que durante algún tiempo interesó al gran Newton—. Los impresores se dieron a la tarea de establecer una ortografía, los lexicógrafos a purificar el idioma y los enciclopedistas la opinión, de manera que la posteridad pudiese disfrutar la ventaja de formar sus palabras, sus sentimientos y sus ideas con base en partes intercambiables. De la misma manera surgió una clase de hombres cuyo negocio era fijar las ideas, u oraciones, o letras, en un orden posible o en otro, con el propósito de que las imprentas se mantuvieran ocupadas y la posteridad se ilustrara; y eran tan numerosos los patrones posibles en que podían ordenarse las palabras, o las oraciones, o los sentimientos, que esos hombres se encontraban en verdad atareados. Lemuel Gulliver registró servicialmente cómo se manejaba ese oficio en Lagado, con una máquina que mezclaba el vocabulario entero en órdenes aleatorios, y cada vez que alguno de los treinta y seis escrutinadores “encontraba tres o cuatro palabras juntas que pudieran formar parte de una oración, se las dictaban a los cuatro muchachos restantes, quienes eran escribas”.

Entre toda esta polvareda cobró forma el género de composición literaria al que llamamos novela. Se trata de un trabajo largo en prosa que, por primera vez, satisface dos requerimientos:

1) Verosimilitud. Esto significa que el libro deberá abundar en palabras que nombren objetos habituales a su lector, y en oraciones que describan partes de conductas o imiten partes de conversación que al lector le parezcan reconocibles.

2) Plausibilidad. Esto significa que el desarrollo de los hechos que la obra pretende registrar debe satisfacer en todo momento normas de racionalidad, puesto que el lector vive en la creencia de que sus propias acciones son razonables y no empleará su tiempo de lectura en algo que no lo sea. (“Como me aconsejasen tomar estado —escribe el excelente Lemuel Gulliver—, me casé con la señorita Mary Burton, hija segunda de don Edmund Burton, vendedor de medias de Newgate Street, y con ella recibí cuatrocientas libras como dote.”)

Una forma tan circunscrita tiene la peculiaridad de tentar a subversores, y lo más significativo de la historia de la narrativa ha sido definido por una lista de practicantes que han tomado sus curiosas reglas como un desafío. Jane Austen, por ejemplo, es escrupulosa, página tras página, en lo que se refiere a las exigencias de verosimilitud y plausibilidad, pero en su presencia, los lectores cuya verdad y cuya razón se ven reflejadas de manera más directa en su obra sienten un ligero desmayo, un pequeño escalofrío, una leve inclinación a preguntarse si el espíritu que la preside es plenamente afín.

No obstante, Jane Austen trabajaba con una extremada cautela. Llegó el año de 1850 antes de que el arte preferido de las clases medias se convirtiera con gustosa docilidad exactamente en lo que es hoy: una parodia de sí misma, adaptada, además, a ese indiscutible criterio de verdad: el científico, que a las clases medias les encanta honrar; y a las clases medias les inquietaba tanto que se les diera lo que siempre habían pedido que ordenaron que Madame Bovary fuese sometida a juicio por su afrenta a la moral y a la religión. Flaubert es el primero de los comediantes estoicos que, obedeciendo escrupulosamente las reglas del juego, se dio cuenta de que cuestionaba al conjunto de la Ilustración, en cuyo curso el propio juego había sido inventado. Puesto que la Ilustración había inventado el mundo moderno, Flaubert desembocó finalmente en la redacción de una narración de alcance enciclopédico —ni siquiera en la novela es posible evadir la Ilustración, que inventó la enciclopedia—.

Al comediante estoico le resulta evidente que el trabajo del escritor consiste en escribir. Escribe, no obstante, bajo cierta desventaja, pues hay otros que son mucho más fecundos que él. Redactar un libro le toma, por lo general, más de cinco años. ¿En qué consiste el talento de Joyce para producir narrativa en comparación con el de Jack London? No obstante, escribe, y lo que escribe es difícil: implica diccionarios, listas, investigación, atados de documentos (podría pensarse que está enfrascado en algo serio), angustias espirituales (lo que no es motivo de asombro, pues el trabajo de un escritor es contar mentiras). Si no tiene el don para inventar una historia puede imitar a quienes poseen ese don. (“El atardecer de verano había empezado a envolver el mundo en su misterioso abrazo”:[3] Joyce logró redactar esa oración una mañana, y sin duda poco después sacrificó un buey a Marie Corelli.) Por lo menos puede, gracias a su indiferencia hacia el calor de la creación, poner puntos y comas con absoluto tino, apartarse de la corrección gramatical sólo de manera deliberada, y tomarse la pena de verificar las cantidades de información útil que solemos buscar en la narrativa (“La constipación es un signo de salud entre los pomeranianos”,[4] nos informa Beckett, pese a ser tan cuidadoso en lo que se refiere a arriesgar información). Él no podía, como sabemos, improvisar un relato junto al fuego, pero domina la tecnología de Gutenberg lo suficiente para urdir la trama de un relato a partir de signos impresos. Es en ese punto, como diestros consumidores de impresos, que nuestro mundo habitual hace intersección con el mundo de Beckett. Durante siglos nos hemos estado abriendo camino a través de un mundo fragmentado en elementos tipográficos y, ¡mirad!, el comediante se nos ha adelantado.

Flaubert y sus principales herederos, Joyce y Beckett, cada uno a su vez calcinando la tierra donde su sucesor plantaría su siembra, llevaron adelante la novela como una máquina de saber, lógica, semejante a la vida, durante cien años. Si durante ese tiempo ha florecido una tradición narrativa completamente distinta —la tradición de Dostoievski, Tolstoi, George Eliot, D. H. Lawrence, para la cual la unidad no es la oración sino el acontecimiento, la persona no es un producto sino una energía, y la visión no es una sátira sino tal vez un Apocalipsis—,[5] en parte ha florecido gracias al éxito de los comediantes estoicos que supieron mantener a raya la máquina productora de novelas; y florece, dicho sea de paso, con cierto grado de riesgo, el riesgo de que un día se pierda su encanto y parezca más provista de ilusión que de sabiduría, más corrompida por los sentimentalismos de una época —que supone al desvalido narrador capaz de hacer que los cielos se abran— que preñada de compasión. Flaubert, Joyce y Beckett son sus propias y más perfectas invenciones, y los libros que crearon registran un siglo de historia intelectual con fidelidad tan conmovedora como intrincada: han padecido los embates de la máquina, nuestra asociada, que mecaniza todo lo que la mano puede hacer, pero se han mantenido no obstante, alegres, obstinados, vivos; cortejando un callejón sin salida pero descubriendo al mismo tiempo cómo no morir.

[Notas]


[1] “Muy devotos necios eran…” El viajero infortunado, de Thomas Nash, fue la primera novela picarezca escrita en inglés. Inspirada en El lazarillo de Tormes y publicada en 1594, describe las aventuras de Jack Wilton, un aprendiz de paje de la corte de rey Enrique VIII. [T.]

[2] “Pregunto, por mi fe, ¿qué hacíamos tú y yo / antes de amarnos? ¿Sin destetar seguíamos?” “The Good Morrow”, poema de John Donne (1572-1631), escrito alrededor de 1601, fecha en que se casa con Ann Moore. [T.]

[3] James Joyce, Ulises, 6ª ed., trad. de J. Salas Subirat, Santiago Rueda Editor, 1972, p. 369.

[4] Samuel Beckett, Molloy, trad. de Pere Gimferrer, Lumen, Barcelona, 1969, p. 14.

[5] Cf. Marvin Mudrick, “Character and Event in Fiction”, Yale Review (invierno de 1961).