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Y así comenzó el gobierno de Abdelmalic. Muy pronto ordenó el traslado del califa desde Medina Azahara hasta Al Zahira y enseguida cundieron los rumores de que la ciudadela resplandeciente de Almanzor parecía un campamento de cabreros. Abdelmalic se sentía fortalecido por un sistema político bien trabado por su padre y se escudaba tras un califa vivo que, en realidad, estaba muerto. Pero nunca alcanzó nuestro reconocimiento en vida, porque no había llegado aún el tiempo de la guerra civil interminable en que aprendimos a apreciar la prudencia de sus maneras de gobierno. Por aquellos años éramos tenaces y nos creíamos indestructibles, y era por eso por lo que nadie esperaba nada de aquel hombre sin escenario. No era tanto por mandar en nombre del califa Hisham II, sino por haber puesto a la ciudad de Córdoba bajo el mando real y directo del moro Zawi. Y no era tanto por seguir gobernándonos desde la inaccesible ciudadela de Al Zahira, sino por haber confiado su defensa a generales recién bajados de las montañas neblinosas del Cantábrico que convirtieron la casa del poder, donde vivía el califa como santo en una hornacina, en una cuadra con un fuerte olor a grasa hervida de puerco.

Pronto nos llegaron informes fidedignos según los cuales el nuevo hayib de Al Ándalus no quería saber nada del gobierno cotidiano del país y se preocupaba tan sólo de acrecentar su patrimonio familiar vendiendo por lotes los fragmentos de su soberanía. Se decía que un general eslavo había comprado el puerto de Almería y que el general Zawi había comprado los gobiernos de Lucena y Garnata, las ciudades judías, para que reinase en ellas su esposa Kahina. Se decía que se estaban comprando comarcas y reinos como quien compra carretas de leña y que los visiratos de la corte de Córdoba, las alcaldías de las ciudades y los puestos de gobernador de las fronteras de Al Ándalus no se adquirían ya por mérito militar o por nobleza de sangre, sino en subasta.

Y después supimos que todo esto era cierto: el canciller Abdelmalic Amir sólo se ocupaba de la contabilidad de su patrimonio. El resto de los asuntos del poder prefería delegarlos en jeques, generales y visires, y siempre a cambio de dinero. Al Zahira, la ciudad resplandeciente e inaccesible de otros tiempos, se fue convirtiendo en una feria donde por las mañanas se trataban las compraventas de los nuevos dignatarios y donde, apenas caía la noche, comenzaban las parrandas de los ganaderos del poder. Abderramán Sanchuelo, que conservaba su nombramiento como comandante en jefe de todos los ejércitos, parecía secundar con entusiasmo a su hermano en esta política. Sólo Asma, la madre de Abdelmalic, parecía oponerse a esta espléndida subasta.

—Esto no puede terminar bien —le decía a su hijo—. Estás llegando muy lejos y provocarás la ira de Alá.

 

A los cuatro años del gobierno de Abdelmalic uno de aquellos visires que le había comprado el cargo comenzó a quejarse de que las rentas de su puesto público, una vez descontados los gastos, no le permitirían amortizar el dinero que había pagado. Cansado de que en las audiencias oficiales no se tratase nunca su pretensión de recobrar parte del dinero entregado, aquel hombre se dio a los gritos en una de las interminables parrandas de Al Zahira. Ebrio, se atrevió a quejarse ante el mismo Abdelmalic Amir. Lo acusó de ladrón. Le dijo que no era digno de llevar el apellido de su padre, y volvió a exigirle la restitución de la suma que le había pagado por el visirato. Zawi Ziri, jefe de la policía, creyó que era su obligación intervenir. Estaba allí porque participaba de la fiesta y también había bebido en exceso. Se levantó, derribó al visir de un fuerte revés en la boca, desenvainó, le puso la punta de la espada en el cuello y miró a Abdelmalic Amir en busca de instrucciones. Antes de que se las diera, Abderramán Sanchuelo había abandonado el diván en el que yacía y, sin dejar de reír, regaba con sus orines la cabeza de aquel hombre. Después mandó que lo pusieran de pie y que lo sujetaran para golpearlo sin piedad ni consideración hasta que reconociera que participaba de una conjura para el envenenamiento del camarlengo Abdelmalic Amir y el derrocamiento del califa Hisham II.

Ensopado por las lágrimas, el sudor y los orines, el visir hubiese declarado cualquier cosa, pero lo cierto es que para sorpresa de todos los presentes dijo que, en efecto, se preparaba una revuelta para deponer a Abdelmalic. Dio los nombres de un poeta, de un edecán de Almanzor y de un príncipe omeya que se preparaba para ocupar el trono del califa. Arrodillado y humillado, llorando como un niño en el centro de la sala, tardó más en terminar de confesar que en recibir desde atrás el golpe certero de cimitarra que le cortó la cabeza.

 

El edecán y el poeta Yaziri, autor del epitafio de Almanzor, fueron ejecutados al amanecer, pero el príncipe omeya que encabezaba la conjura logró suicidarse antes. Apenas se produjo la delación, el general Zawi se dirigió a prenderlo con un destacamento de la guardia zirí, pero lo encontró en los baños de su casa: flotaba ya en sangre. Dicen que se cortó las venas apenas le advirtieron de que uno de los conjurados había desvelado los secretos del complot. Sólo se tomó el tiempo preciso para esconder a su hijo, al que apenas tres años después y para nuestra desventura, proclamaríamos califa con el título de Mahdí.