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La chica tras el mostrador de la casa de subastas Maloney’s no se molesta en levantar la vista cuando me acerco.

—¿Nombre? —pregunta, con el bolígrafo ya sobre el papel para tomar nota de mis datos y darme un número de puja antes de pasar a la siguiente persona de la cola que tengo a mis espaldas. Con esa expresión de hastío, es como si llevara trabajando en este sitio desde siempre y hubiera perdido las ganas de vivir, aunque sé positivamente que, como mucho, llevará aquí unas cinco semanas.

—Coco Swan —respondo, en voz baja.

Deja pasar un momento y luego levanta la cabeza de la hoja con la lista de nombres y números que tiene delante, para mirarme bien, escrutándome la cara y el cuerpo, como repasando cada detalle. Examina mi bufanda favorita, fina y de color azul marino, que ya está algo gastada y arrugada, el suéter marrón y beis de rayas que me cuelga bajo los codos, los vaqueros raídos y los viejos botines marrones que me pongo para cualquier ocasión. No le impresiona lo que ve, eso me queda claro por la leve curva que insinúan sus labios, que tienen la forma perfecta del arco de Cupido.

—¿Coco? —repite—. ¿Como Coco Chanel?

—Ah, no, como Coco el payaso —bromeo, y luego me río, casi esperando que ella también lo haga. Es mi respuesta de seguridad a esta pregunta; la he usado cientos y cientos de veces para evitar comentarios de la gente sobre la gran diferencia que ven entre mi nombre y mi aspecto.

La chica se me queda mirando, confusa, con esos ojos grises bien abiertos. O no tiene sentido del humor, o no ha pillado la broma. Quizás ambas cosas.

—Era una broma —suspiro—. Sí, como Coco Chanel.

—¿Y por qué te llamas así? —pregunta, fijando la vista en mi nariz solo unas décimas de segundo más de lo necesario, lo suficiente como para dejar claro que se ha fijado en la parte de mi cuerpo que ha sido la pesadilla de mi vida desde que era una adolescente pecosa y desgarbada.

Noto que la mujer que tengo detrás acerca la cabeza para oír mi respuesta. Ese es el problema de llamarse Coco, claro. La gente espera que seas glamurosa y exótica, que lleves un vestidito negro y que fumes cigarrillos extranjeros. Desde luego no esperan que seas alta y algo corpulenta, que tengas una melena sin gracia, una nariz que parece curvarse hacia un lado y un estilo personal que solo podría describirse como chic-desaliñado…, pero sin el chic.

—A mi madre le encantaba Francia… —respondo, violenta, como siempre, al explicar el auténtico motivo—. Y…, bueno, también… Coco Chanel.

—Pero no te pareces a ella «para nada» —apunta la chica.

Sé que no se refiere a mi madre, porque lleva muerta casi dos décadas, y esta chica no puede tener más de veinte años.

—«Para nada» —insiste, subrayando las palabras—. Lo sé porque vi la película la semana pasada.

—¡Oooh, sí! Yo también la vi —interviene la mujer de detrás, evidentemente incapaz de contenerse—. De verdad, «no» te pareces en absoluto a ella, ¿no crees?

Hay un leve tono de acusación en su voz, como si fuera culpa mía y las hubiera decepcionado a las dos al no hacer honor a mi nombre. Me agarro la bufanda, algo agobiada.

—No, ya sé que no —admito—, pero no creo que fuera por eso por lo que mamá… —Me interrumpo.

A veces deseo que mi madre me hubiera puesto algún nombre bonito y vulgar, como Jo o Clare. Algo menos comprometedor y que diera más opciones, un nombre que no supusiera promesa alguna. El problema es que a mí no me importa nada la ropa ni el maquillaje, ni todo eso del glamour. Si mi madre lo hubiera sabido, habría podido ahorrarme el mal trago de todas estas conversaciones sin sentido. Pero mamá nunca fue de las que toman decisiones razonadas, y he tenido que aprender a vivir con un nombre al que nunca haré honor.

La mujer que tengo detrás ya se ha situado a mi lado, con lo que percibo perfectamente el olor a tabaco de su aliento. Alrededor de la boca tiene unas profundas líneas de expresión, y su pintalabios rosa parece derretirse, como si quisiera escapar de su boca.

—Dios, esa película era de lo más deprimente, ¿no? —dice dirigiéndose a la chica tras el mostrador—. Qué vida más triste tuvo Coco Chanel. Nunca se casó, por supuesto.

Ambas me miran, y la idea de que a mí me espera el mismo destino queda flotando en el aire, entre nosotras.

—Te…, esto…, te daré mis datos —le digo a la chica.

Lo único que quiero es un número para pujar, por Dios. No necesito que dos perfectas desconocidas me analicen la vida. Pero no tengo las agallas necesarias para decirlo, aunque me habría gustado.

—Nunca iba a ningún sitio sin un cigarrillo —prosigue la mujer del pintalabios derretido, informando a todo el que la quisiera escuchar—. Era lo que se llevaba en aquel entonces. Ahora no se puede fumar en ninguna parte: hoy en día, si lo haces, te encierran y tiran la llave al mar. —Suspira profundamente, echando un vistazo al cartel de NO FUMAR que cuelga de la pared, como si quisiera arrancarlo de allí con sus propias manos y hacerlo trizas.

Por fin la chica pierde interés en la conversación y me pasa el número de puja por encima del viejo mostrador. Mientras me aparto de allí, contenta de haber escapado por fin, el teléfono vibra con un mensaje de mi mejor amiga, Cat:

¡A ver si encuentras algún espejo más como el otro! ¡Dale una patada en el culo a quien se atreva a pujar en tu contra! Bs.

Cat está intentando reformar el hotel de su familia con un presupuesto ajustado, y yo la estoy ayudando. Ya le he encontrado un espejo con el marco dorado para el vestíbulo y estoy buscándole otro, así como algunos detalles para darle un aire nuevo al local. Le respondo enseguida diciéndole que estoy en ello, y luego empiezo a recorrer los pasillos, examinando los montones de objetos expuestos.

Tengo unos diez minutos para echar un vistazo antes de que empiece la subasta, y quiero aprovechar bien el tiempo haciéndome la lista de posibles compras. Además de objetos para el hotel, ya sé el tipo de cosas que quiero para la tienda: desde luego, no grandes muebles. Nunca se venden, lo cual es una pena, porque veo al menos una docena de espléndidos armarios roperos contra una pared, como si todos fueran la fea del baile, esperando que alguien la saque a bailar. Tengo claro que nadie los querrá. Ahora la gente compra muebles modulares, no esas moles de caoba. No obstante, si en Swan’s Antiques tuviéramos espacio, me los llevaría todos. Me encantan los armarios antiguos. Es el misterio que representan: ¿a quién pertenecieron? ¿Qué tipo de ropa colgarían en ellos? ¿Glamurosos vestidos de gala con lentejuelas? ¿Modelitos de los años veinte, tipo charleston, con cuentas? La imaginación se me dispara cuando veo un armario antiguo.

Me distancio de ellos a regañadientes. Hoy voy a ceñirme al plan, sin dejarme llevar. Me fijo en mi catálogo mientras paseo, examinando cada página y comprobando dos veces lo que me podría ir bien. Repaso la atestada sala de subastas e intento concentrarme. Hay mucho que ver: viejas alfombras raídas en el suelo, porcelana amontonada en vitrinas de cristal, libros metidos en cajas, mesas, escritorios y sillas de todas las maderas imaginables. Allá donde miro, veo a gente cogiendo cosas, dándoles la vuelta, oliéndolas, buscando indicios de polillas, carcoma o daños causados por el agua, cada uno pensando en las compras que podría hacer. La competencia hoy será dura. Ya he visto a otros doce subasteros profesionales, y todos ellos irán a por las mismas cosas. Puede que me vaya bien, o quizá no, pero eso es lo que hace tan emocionantes las subastas. Lo principal es no dejarse llevar, no permitir que el corazón gobierne la mente. No comprar nada que no se pueda vender: esa es la regla de oro que mi abuela me repetía desde que era pequeña. Ruth —como prefiere que la llamen, porque cree que la hace más joven— es una experta, y todo lo que sé sobre el negocio de las antigüedades lo he aprendido de ella.

Justo en ese momento la veo al otro lado de la sala, charlando animadamente con todos, como siempre hace, seduciendo a cualquiera que se encuentre a su paso. Ni siquiera ha de esforzarse para que la gente se enamore un poco de ella. Simplemente tiene «algo» —sea lo que sea ese «algo»— a montones, y todo el mundo la adora. No importa si son jóvenes o mayores, hombres o mujeres, ricos o pobres: Ruth conecta con ellos y nunca la olvidan. Ojalá yo también tuviera ese «algo», pero parece que el gen del encanto se ha saltado mi generación. A mí lo que me ha tocado es la nariz ladeada, los hombros anchos y la inadaptación social.

Me quedo observando mientras Ruth charla animadamente con Hugo Maloney, el propietario de la casa de subastas, jugueteando con un sacacorchos que tiene en las manos mientras habla. El hombre está absolutamente cautivado. Observo —y no es la primera vez— cómo la miran los hombres, y lo atractiva que es. Tiene casi setenta años, pero luce una amplia sonrisa, unos ojos oscuros que brillan, un cutis luminoso y una melena de rizos plateados rebeldes recogida sobre la cabeza, dejando a la vista la elegante curva del cuello.

—Bueno, Hugo, esta vez no intentes acelerar las pujas para quitarme las cosas de las manos; recuerda que soy una clienta fiel —la oigo decir, con voz suave. Luego le pone una mano sobre el brazo, echa la cabeza atrás y suelta una risita al oír su respuesta.

Hugo, que con cualquier otra persona es un empresario implacable y no aguanta tonterías en su casa de subastas, la mira con evidente admiración. Siempre ha tenido debilidad por Ruth, y ella es muy consciente de ello.

Sé exactamente qué está intentando, por supuesto, y es probable que Hugo también lo sepa. Está intentando encandilarle antes de que empiece la subasta, con la esperanza de que le facilite la adquisición de algunos lotes decentes, de dejar caer el martillo algo más rápido de lo que técnicamente debería cuando le convenga. No aparta la vista de ella, mientras Ruth se despide y se acerca. Se sienta a mi lado con un suspiro de satisfacción.

—¿Sabes que eres la abuela más casquivana que he visto nunca? —comento, sentándome yo también.

Ella suelta una risita traviesa, nada propia de una jubilada, y me guiña un ojo.

—Bueno, como siempre te digo, Coco, la edad no es más que un número, y no hay motivo para dejar de divertirse. Dime, ¿has visto algo que te guste? ¿Alguna joya bonita?

Aunque en el fondo soy un poco masculina, siempre he tenido debilidad por la antigua bisutería de lujo. Ruth dice que mamá era igual: aparentemente nunca se separaba de sus perlas. Aún las conservamos en Swan’s, en una vitrina con cristal esmerilado. A veces me las pongo, en ocasiones especiales.

—No, nada de joyas, pero creo que el lote dos veintiuno parece interesante —respondo en voz baja. No quiero atraer la atención de nadie. Hasta las paredes oyen.

—El lote dos veintiuno… ¿El palanganero? —Ruth ojea el catálogo, buscando entre las páginas, mirando a su alrededor al mismo tiempo, para no pasar por alto a ningún conocido, o por si ve a algún posible rival.

—Sí. Tiene muchas porquerías encima, cajas de libros y otras cosas. Pero no creo que muchos se hayan fijado en que tiene la encimera de mármol. Podríamos llevárnoslo por una miseria.

—Bien visto, Coco —dice, sonriendo satisfecha—. Tienes vista de halcón.

—Sí, como mucha gente de la que hay por aquí —respondo—. Incluido Perry Smythe.

Perry es un pequeño anticuario que tiene la desquiciante costumbre de pujar siempre un poco más alto que yo en subastas de todo el país: es casi como si se diera cuenta cuando de verdad me interesa algo y esperara al último segundo para quitármelo, justo cuando creo que ya lo tengo en el saco. Si no supiera que no tiene sentido, diría que lo hace a propósito, solo por darme en las narices, pero Perry es tan educado y tan caballero que me costaría mucho demostrarlo.

—Ah, sí, el viejo Perry. Creo que ha perdido peso, ¿no te parece? —dice Ruth, mirándolo mientras él cruza la sala en nuestra dirección. Lleva un traje de tweed de tres piezas y unos zapatos Church de estilo Oxford.

—Ni se te ocurra —la advierto.

—¿Qué? —responde ella, con expresión inocente.

—¡Ruth! ¡Coco! ¿Cómo estáis? —nos saluda Perry antes de que yo pueda responder.

Ella se pone en pie enseguida para saludarle y le da un par de besos en las mejillas.

—Perry, cariño, qué guapo estás —responde ella.

—Hola, Perry —digo yo, echando un vistazo al catálogo que tiene en la mano: ¿habrá marcado algo que me interese? Pero el viejo zorro enseguida se da cuenta y se lo mete en el bolsillo.

—Las dos estáis imponentes, como siempre —dice con su pomposo acento inglés, aunque es de un pueblecito de Cavan, en Irlanda. La historia que se cuenta es que sus padres eran de la alta burguesía inglesa, y que a Perry le enviaron a un internado a los cuatro años; de ahí esos modales refinados y el acento a juego.

—Tú también, Perry, tú también —dice Ruth con una sonrisa afable—. ¿Has perdido peso? ¡Estás muy delgado!

Casi automáticamente, Perry se da una palmadita en el estómago y muestra una sonrisa orgullosa.

—Nueve kilos y medio. Estoy siguiendo la dieta del cavernícola —nos informa.

—¿La dieta del cavernícola? —repite Ruth, mirándole fijamente a los ojos—. ¿Y eso qué es?

—Bueno, significa que solo como lo que comerían nuestros ancestros, Ruth —explica él—. Puedo comer carne, verduras, comida en su estado natural, nada procesado: esa es la clave del éxito.

—Tengo que decir que funciona; estás estupendo —confirma Ruth.

—Gracias —responde él, ruborizado—. Pero aún tengo que perder algo más de peso —matiza, dándose de nuevo unas palmaditas en el estómago.

—¡No seas tonto! ¡Te estás quedando en los huesos! —exclama Ruth—. Pero quizá yo sí tendría que intentarlo. Me estoy poniendo algo gorda —dice, cogiéndose un michelín imaginario y haciendo una mueca.

—Tú no lo necesitas, Ruth —dice Perry, tan galante como siempre—. Estás igual de delgada que siempre, tan guapa como… —De pronto enmudece, como si se hubiera dado cuenta de que ha hablado demasiado, y se produce un breve silencio mientras decide qué decir—. Y, esto…, Coco. ¿Cómo estás tú? —dice girándose hacia mí.

—Oh, yo estoy bien. Aunque desgraciadamente sigo poniéndome las botas con todos los alimentos procesados a los que puedo echar mano —respondo, muy seria, incapaz de resistir la tentación de tomarle el pelo.

—Oh, ya veo. —Tose algo nervioso, sin saber muy bien si estoy bromeando o no—. Y… ¿Cómo está ese amigo tuyo? ¿El granjero? Tom, ¿no? Un chico estupendo.

Ruth coge aire con fuerza y casi le siento la respiración en la oreja derecha.

—Perry, Tom está…

—No pasa nada, Ruth —la interrumpo—. No ha muerto nadie, no pasa nada.

Perry nos mira a la una y a la otra, con la confusión patente en su ahora delgado rostro. La dieta realmente funciona: le veo las sombras de los pómulos por primera vez desde que lo conozco.

—Tom emigró a Nueva Zelanda el mes pasado, Perry —le explico sin alterarme—. Va a dirigir un rancho de ganado. Es una gran oportunidad.

—Oh, ya veo. —Vuelve a mirar a Ruth y luego a mí, evidentemente sin saber cómo reaccionar ante esta noticia—. Y, esto… ¿Vas a irte con él?

Siento otra vez el aire en mi oreja izquierda. Pobre Ruth. Se está tomando esto peor que yo. Le encantaba Tom.

—No, no voy a hacerlo —contesto con firmeza—. Me gusta estar donde estoy.

Una vez más, Perry nos mira, pensando a marchas forzadas. Casi me parece ver cómo va encajando las piezas mentalmente: si Tom está allí y yo aquí, eso quiere decir…

—Hemos roto, Perry —digo por fin, para que deje de sufrir.

—Ah, ya veo —responde, retorciéndose las manos, aún carnosas. Está claro que la dieta del cavernícola aún tiene que hacer efecto sobre ellas—. Lo siento, Coco.

—No pasa nada, estoy bien —respondo, sorprendida de lo alegre que me sale la voz.

Sin embargo, la verdad es que todo lo relacionado con la marcha de Tom me ha sorprendido. Creo que hasta el último segundo estaba convencido de que le seguiría. Llevábamos juntos ocho años, así que él, como todo el mundo, esperaba que le siguiera, o al menos que me ofrecería a esperarle por si volvía. Cuando rompí con él, a todo el mundo en el pueblo le sorprendió. Incluso a mí, en un primer momento.

—¿Cómo está la familia, Perry? —pregunta Ruth, cambiando de tema.

—Estupendamente, gracias, Ruth. ¿Sabes que estoy esperando mi primer bisnieto?

—¡Eso es fabuloso! —dice ella, dando una palmada con las manos—. ¡Un bebé!

Siento que se me están poniendo los nervios de punta al ver sus miradas de soslayo. Todo el mundo piensa que se me ha pasado la oportunidad de tener hijos, ahora que Tom se ha ido. Nadie lo ha dicho, pero no hace falta; sé lo que piensan: treinta y dos años y ha dejado escapar a un buen hombre justo cuando el reloj biológico está a punto de dar la señal de alarma. Pero a lo mejor no quiero tener un niño. No tendría ni idea de cómo hacer de madre, eso está claro.

A nuestro alrededor, la gente va cogiendo sitio en las sillas perfectamente dispuestas en filas rectas. Las sillas también se venden; algunas están en mejor estado que otras.

—¿De verdad estás bien? —pregunta Ruth, una vez que Perry se ha puesto en marcha sobre sus relucientes Oxford de piel y nosotras hemos tomado asiento en un par de ajadas sillas Reina Ana que huelen un poco a viejo—. ¿O solo ponías buena cara porque Perry estaba delante?

—Así es como me siento —respondo algo irritada—. No hago más que decírtelo, ¿no?

Ruth me ha estado tomando la temperatura emocional prácticamente cada hora desde el momento en que el avión de Tom despegó. Sé que lo hace porque me quiere y se preocupa por mí, pero, por Dios, es agotador. A veces siento la tentación de fingir un ataque de nervios solo para contentarla.

—¿No le echas de menos? —insiste.

—No, la verdad es que no. Quiero decir…, sé que debería, pero no.

—Yo sí —dice ella casi para sus adentros.

—Yo creo que tú echas de menos lo que él suponía.

—No es eso, Coco. Era un buen chico, siempre lo ha sido, y los dos estabais bien juntos.

En cierto sentido tiene razón: «estábamos» bastante bien juntos. Nos llevábamos muy bien. Y si no se hubiera ido, probablemente seguiríamos juntos. Pero se ha ido, y lo mismo da que esté a un millón de kilómetros. Por mucho que intentara convencerme para empezar una nueva vida juntos en otro lugar, eso no iba a ocurrir. Me gusta mi vida aquí. Además, cuando tu novio te dice que se va a ir a vivir a la otra punta del mundo y tu primera reacción es de alivio, no es buena señal.

Siento que Ruth me mira atentamente, como si estuviera intentando leer mis pensamientos más íntimos. Lleva haciéndolo desde que yo era una adolescente, cuando todo el mundo se preocupaba por mí tras la muerte de mamá. Es la personificación de la bondad, pero también le encanta hablar de los sentimientos, y su mirada intensa y directa suele ser la primera señal de alarma de que se avecina una «charla». Lo cierto es que a mí no me gusta hablar de sentimientos tanto como a Ruth. No me gustaba cuando era adolescente y no me gusta ahora. No pasa nada por cruzar cuatro frases sobre el asunto, por mencionarlo de pasada, pero ¿una autopsia completa de mi estado emocional ahora que se ha ido Tom? No, gracias.

Fijo la atención en la tarima, donde Hugo se está sentando tras el alto escritorio desde donde dirigirá la subasta. Tengo que decir algo para quitarme a Ruth de encima, o las miradas seguirán, y eso me saca de quicio.

—A lo mejor estábamos bien —concedo—, pero ¿me imaginas en un rancho en medio de la nada? No habría funcionado; sabes que odio el ganado. ¡Huele mucho! —Suelto una risita para dejarle claro que eso es lo que yo entiendo por una broma.

—Pero podías haberlo intentado, Coco. Podrías haberle dado una oportunidad. Aún podrías. No quiero que pienses que tienes que quedarte aquí a cuidarme. Soy perfectamente…

—Te lo digo una vez más: no tengo la sensación de que debo quedarme aquí para cuidarte. Sé que estás perfectamente, Ruth. ¿Podemos cambiar de tema, por favor?

Dios, ¿por qué no pueden dejar el tema de una vez? A veces me da la sensación de que Ruth nunca parará de hablar de la marcha de Tom, ni tampoco Cat. Ella también piensa que debería haberme ido con él e intentarlo. Ninguna de ellas sabe lo que yo sé: que nunca podría funcionar. Y no es que esté destrozada. Sí, Tom era un buen tipo y me gustaba, hasta le quería. Aún le guardo cariño y le deseo todo lo mejor. Pero estará bien. Enseguida conocerá a una buena chica por allí, se casarán y tendrán niños que llevarán sombreros de vaquero y le susurrarán al ganado. Eso no es para mí. Y el hecho de que no me moleste pensar en que pueda encontrar a otra persona me demuestra que no estábamos bien juntos, por bien que quedara sobre el papel.

—Vale —murmura Ruth, que suspira levemente—. Pero no creo que llegue a entender nunca cómo puedes mostrarte tan fría y seca sobre el tema.

—A lo mejor es que soy así —respondo—. Y ahora, ¿podemos olvidarnos de Tom, por favor, y pensar en lo que queremos para la tienda?

Gracias a Dios, Hugo tose para aclararse la garganta. La subasta está oficialmente en marcha.

—Buenos días, damas y caballeros. Vamos a empezar, ¿de acuerdo? —anuncia, hablando rápido. Hugo no es de los que pierde el tiempo; quiere liquidar el asunto—. El primer lote que tenemos hoy es este magnífico aparador. —Señala hacia la derecha, donde dos hombres sudorosos arrastran un enorme aparador de madera oscura para que todo el mundo pueda verlo, por si no lo habían visto antes—. Está en perfecto estado —prosigue—. ¿Quién da cien euros?

Hugo escruta la sala, moviendo los ojos de un lado al otro para asegurarse de no perder ninguna puja. Algunas personas muestran su interés por algún artículo de forma bastante evidente, levantando su número de puja, pero otros se limitan a inclinar la cabeza o levantar un dedo. Ahora mismo, en cambio, parece que no hay nadie ni remotamente interesado. A la gente siempre le cuesta romper el hielo: esperarán a que Hugo baje el precio de salida.

—¿Setenta y cinco euros? ¿Setenta y cinco, alguien?

Nada. Hugo suspira y se recoloca en el asiento, como si viera claro que va a ser un día largo, que tendrá que azuzar a la gente para que se anime.

—Vamos, damas y caballeros. Seguro que hay alguien que quiere darme setenta y cinco euros por esta pieza de caoba maciza. ¡Es una verdadera ganga!

Nada.

—¿Cincuenta, entonces? —Hace un esfuerzo por disimular el desespero en la voz, y de pronto echa la mirada al fondo de la sala. Alguien ha pujado por fin y, aunque intenta ocultarlo, su alivio es evidente.

—Cincuenta euros para usted, señor, gracias. ¿Cincuenta y cinco?

Otra persona levanta una mano.

—Cincuenta y cinco para la señora de delante. ¿Sesenta?

Y así sigue aumentando el precio, entre los dos postores que van devolviéndose la pelota, hasta que llega a ciento diez euros y se queda ahí.

—¿Ciento diez? ¿Nos quedamos en ciento diez euros? —Hugo se muestra impasible, pero veo claro que está bastante satisfecho.

Se produce un silencio que dura un segundo, mientras la gente espera a ver si el otro postor contraataca. No lo hace, y Hugo golpea con fuerza el mazo sobre la mesa.

—¡Vendido! —declara.

La victoriosa postora de la primera fila levanta su número, y la asistente de Hugo, sentada a su lado, toma nota en el ordenador portátil que tiene delante. Luego, veloz como el rayo, Hugo pasa al siguiente lote de la lista. No es de los que pierden el tiempo; además, como tiene más de mil artículos que vender, no puede permitírselo.

No hay nada de este primer grupo que me interese; aún tendré que esperar un poco. Pero una sala de subastas nunca es aburrida, porque siempre pasan muchas cosas. Quizás ese sea el motivo por el que acude tanta gente que no tiene ninguna intención de pujar. Echo un vistazo a mi izquierda. Al final de la fila, hay una mujer de mediana edad con una gabardina beis sentada al borde de una silla de cocina de madera, con un catálogo en la mano, apuntando el precio de venta de cada artículo. Es de las habituales, la veo cada vez que vengo, pero nunca compra nada. Ni siquiera puja. Simplemente se sienta ahí, tomando nota de todos los precios. Es algo raro, pero no es la única. Otras personas vienen y hacen exactamente lo mismo. Será curiosidad, aburrimiento, o tal vez una excentricidad. ¿Quién sabe?

Una hora más tarde ya he comprado un sombrerero, unas bonitas piezas de cerámica antigua, que están muy en boga hoy en día, y un reloj pequeño que hay que reparar. A continuación, viene el palanganero con la encimera de mármol. Estoy segurísima de que se vendería bien en la tienda: tiene algún rayajo y hay que darle un repaso, pero a la gente le encanta ese tipo de cosas de estilo francés… Incluso podría darle una mano de pintura y cambiarle el color.

—A continuación, tenemos este precioso palanganero. Es parte de un lote, que viene con unas cajas de artículos varios —explica Hugo, mientras los dos hombres acercan la pieza y las cajas a la tarima. Ruth me hace un gesto discreto y yo asiento. No necesito que me lo recuerde: llevo esperando esto mucho rato—. ¿Quién me da setenta euros?

Me quedo inmóvil. Setenta euros es demasiado como precio de salida, y por suerte parece que todo el mundo está de acuerdo: no hay nadie más interesado en la sala.

—¿Cincuenta, entonces? —pregunta Hugo, ante el silencio generalizado—. ¿Treinta?

Treinta euros sería una ganga. Levanto mi número y Hugo me echa una mirada.

—Tengo treinta. ¿Quién me da cuarenta?

Aguanto la respiración, esperando que nadie más puje: si lo consigo por treinta euros, más la comisión del subastador, será la ganga del siglo.

—Vamos, señores —dice Hugo, que no se rinde—. ¡Solo la encimera de mármol vale tres veces ese precio!

Ruth gruñe en voz baja a mi lado, y a mí se me hace un nudo en la garganta. Ahora que ha advertido a la gente de que hay mármol de por medio, el precio se disparará. Por supuesto, enseguida oigo cierta actividad a mis espaldas, y a los pocos segundos el palanganero ha llegado a los setenta euros…, y es Perry quien ha hecho la oferta. Claro, como no. Pero lo lleva claro, si quiere quitármelo. La última vez me quitó una espléndida mesilla de madera de castaño en el último minuto. No voy a dejar que eso vuelva a ocurrir.

Hugo me mira.

—¿Ochenta?

Asiento. Ochenta sigue estando bien. Más o menos.

—Noventa para el caballero.

Maldita sea. Perry sigue pujando. Casi automáticamente levanto la mano para pujar de nuevo. Ahora son cien euros, y Ruth me mira torciendo la boca. Quiere que me retire, lo sé, pero no puedo soportar ver que Perry se lleva lo que yo quiero… otra vez.

Sube a ciento diez, yo a ciento veinte, y de pronto la gente se da cuenta y empieza a estirar el cuello. Una guerra de pujas así, aunque sea por poco dinero, siempre crea expectación. Perry vuelve a pujar: ahora está en ciento treinta. Hugo me mira: la pelota está en mi campo.

—¿Vale la pena, Coco? —me susurra Ruth. Ella siempre me dice que la clave del éxito en una subasta es saber cuándo retirarse; igual que en el juego. Debería retirarme: a ese precio resulta demasiado caro. Pero algo en mi interior me dice que no deje que Perry gane. Hoy no.

—Sé lo que me hago —susurro, apenas murmurando, y asiento de nuevo mirando a Hugo. Sigo en el juego y estoy decidida a ganar.

Hugo levanta una ceja: está disfrutando con la batalla.

—Ciento cuarenta para la joven. ¿Señor? —Mira a Perry, que está detrás de mí, y yo contengo la respiración.

Aparta, Perry. Aparta.

Hay una breve pausa. Luego, con gran rapidez, Hugo da un martillazo y el palanganero es mío.

—¡Síííí! —exclamo en voz baja.

—Eso es mucho dinero —observa Ruth.

—No te preocupes; ya tengo pensado a quién se lo voy a vender —miento.

—¿Ah, sí?

—Sí. Y en las cajas también hay algunas piezas pequeñas bonitas. Seguro que les sacamos partido.

—¿Como qué? —replica Ruth. Sabe, igual que yo, que esas cajas suelen estar llenas de basura. Lo cierto es que dudo que haya nada bueno dentro: quizá viejos periódicos, libros enmohecidos y platos rotos, todo para la basura.

—Tú espera y verás. Un poquito de fe —murmuro—. Y ahora calla…, me estás distrayendo.

—Muy bien, señorita sabelotodo —murmura ella con una sonrisa—. No veo el momento de comprobar qué nos deparan esas cajas de Pandora: ¡a lo mejor contienen algo que nos hace ricas!

—Ja, ja, qué risa —respondo, intentando no hacer ni una mueca, pero sin poder evitar sonreír.

Me ha pillado: Ruth sabe que me he tirado un farol. A esta mujer nunca se le escapa nada.