IV. Eurínomo
y la venganza de Ulises

En el mar Jónico, izquierda de Grecia, allá donde, a la salida del Golfo de Corinto, las costas de la antigua Acarnania se despedazan en una escuadrilla de islotes, aparece la insignificante Ítaca; ilustre, sin embargo, como patria y sede del reinado de Odiseo, a quien hoy los hombres llaman Ulises.

Es tierra baja y no muy feraz, buena para ganados y piaras. Telémaco, el hijo de Ulises, cuando Menelao quiere colmarlo de presentes antes de su regreso, la describe así:

Acepto las alhajas, lo que puedo llevar conmigo. Los corceles prefiero dejártelos. Aquí hay extensas llanura de lotos, juncias, trigo, espelta y cebada. Ítaca, en cambio, carece de espacios abiertos o praderas para correr caballos. Es país de cabras, aunque lo prefiero al vuestro. Nuestras islas son unos taludes marítimos, impropios para la equitación, y mi Ítaca todavía más que las otras.

Ítaca se encuentra plantada en el eje que dividía el mundo conocido, al Oriente, del mundo desconocido, al Occidente; y de aquí que su monarca tenga que ser, por antonomasia, el héroe de los viajes aventurados; el explorador de los pasos del mar.

Ulises se ha ausentado durante veinte años de su tierra: diez que duró el asedio de Troya, y diez que tardó él en regresar a Ítaca, perseguido por calamidades, naufragios y peripecias que son el asunto de la Odisea.

Durante los últimos tres años, los barones de Ítaca y de las islas vecinas —Duliquio, Same, Zante— deciden aspirar al trono y a la mano de la reina Penélope, esposa de Ulises, considerando que éste tarda ya lo bastante para darlo por muerto o definitivamente perdido.

Abusando, entonces, de la tierna edad de Telémaco, los pretendientes se instalan en el palacio de Ulises, donde todos los días despilfarran los bienes de éste, y se entregan a banquetes y jolgorios, en que suelen acompañarlos las doce esclavas infieles de la casa. Entretanto, la fiel Penélope, para dar tiempo al tiempo, les ofrece que escogerá entre ellos nuevo esposo, en cuanto acabe de labrar cierta tela que teje de día y vuelve a destejer secretamente de noche.

El final es harto conocido. Ulises regresa, bajo el disfraz de un mendigo anciano que, como san Alejo, pide limosna a la puerta de su propia mansión. Y un buen día, ayudado de Telémaco, un par de servidores leales y —no hay que olvidarlo— de la diosa Atenea, da muerte a todos los pretendientes en el Megarón o sala de honor de su palacio. Pero ¿realmente da muerte a todos?

Entre homeristas, es un juego de sociedad el averiguar este punto, aprovechando el caso las imperfecciones del zurcido entre los varios cantares de gesta que se juntan en la Odisea.

Lo primero, hay que preguntarse cuántos eran los comensales reunidos en aquella sala; después, hay que examinar minuciosamente la descripción de la matanza (o “mnesterofonía”), para ver si, entre el total anterior y la sustracción posterior, logramos salvar algún residuo.

La Odisea nos dice que había, por todo, ciento ocho pretendientes, sin contar seis criados o acompañantes, un heraldo, un aedo que los divierte con sus recitaciones y dos peritos trinchantes. Pues, sólo de Duliquio (que no sabemos dónde cae) habían venido cincuenta y dos señores; de Same, veinticuatro; de Zante o Zacinto, veinte; y de la misma Ítaca, doce.

Pero los comentaristas se reservan el derecho de rectificar, con los datos de la arqueología, las posibles y legítimas exageraciones del poeta, y de confundirlo en las contradicciones de sus propias palabras, o bien de acusar a los interpoladores tardíos que metieron mano en la trama. Veamos si es posible admitir esta muchedumbre de pretendientes.

La sala o Megarón del palacio de Ítaca —tierra pobre, aunque el monarca viviera con desahogo, según testimonio del porquerizo Eumeo— tiene que responder al modelo de la arquitectura de la época, y no podría exceder las proporciones de Tirinto o Micenas, ostentosas ciudadelas de entonces. Ahora bien, el Megarón, en estas ciudadelas, es una sala rectangular de doce metros por diez, cuyo centro ésta ocupado por un grande hogar y cuatro columnas. Entre el hogar, las columnas y los muros, hay un corredor en cuadro que sólo tiene tres metros de ancho, y no da espacio más que para una fila de mesas y comensales, tomando en cuenta que hay que dejar paso a la servidumbre. Uno de los muros, al menos, o acaso, dos, poseen puertas espaciosas. El Megarón de Ulises tiene dos puertas. De modo que la pared sólo es continua sobre los lados mayores del rectángulo.

Cada pretendiente ocupa su asiento y su mesa, y todos los asientos están dispuestos a lo largo de las paredes. Estas paredes miden, en dos lados, doce metros cada una; y en los otros dos, diez metros cada una, pero dejando un claro de unos tres metros para las puertas: 12 + 12 + 7 + 7 = 38 metros. Cada asiento ocupa, cuando menos, 0.70 de ancho. Si añadimos los intervalos indispensables entre uno y otro, y en las esquinas, el Megarón sólo deja sitio a tres o cuatro docenas de comensales; a lo sumo, cincuenta. Y conste que este cálculo es generoso; pues la descripción de la matanza supone que sólo hay asientos en los dos lados mayores de la sala donde no se abren las puertas.

Así se explica que, en cierto viejo manuscrito, Aristarco haya marcado con el “obelo” de la sospecha el pasaje en que se enumeran 108 pretendientes. Así, que la traducción latina de Dictis Cretense reduzca a treinta el número de los pretendientes. Entre la máxima de ciento ocho y la mínima de treinta, lo más que podemos es conceder la cifra de cincuenta, que para pretendientes de una misma dama no es poco.

Bérard nos hace notar que la matanza de pretendientes se lleva a cabo en tres tiempos y por cuatro maneras:

A. Las flechas de Ulises dan muerte a Antínoo, a Eurímaco y algunos otros que no se nombran, en tanto que Telémaco hunde su lanza en las espaldas de Anfínomo.

B. Agotadas las flechas, Ulises, su hijo, el porquerizo Eumeo y el boyero Filetio echan mano de las ocho lanzas traídas por Telémaco; en tanto que los pretendientes empuñan las doce lanzas traídas por el traidor cabrero Melantio del mismo aposento interior, cuya puerta Telémaco se olvidó de cerrar. Ulises y los suyos arremeten dos veces con su primer lanza, y hacen cada vez una víctima; total, ocho muertos, cuyos nombres son Demoptólemo, Euriades, Élato, Pisandro, Euridamante, Anfimedonte, Pólibo y Ctesipo.

C. Con las segundas lanzas, Ulises y los suyos acaban con el resto de los pretendientes: Ulises mata a Agelao; Telémaco, a Leócrito; y sobreviene una carnicería general, por el pavor que Atenea infunde en los pretendientes con su égida, mostrándola desde lo alto del techo.

D. Quedan solamente Leodes, el heraldo Medonte y el aedo Femio. Ulises mata a Leodes con la espada de Agelao, pero perdona al heraldo y al aedo.

De suerte que ha habido tres clases de víctimas:

Los tres jefes nombrados, que caen bajo las flechas del padre y la lanza del hijo; y después, el número de víctimas necesario para agotar una aljaba.

Las once nuevas víctimas citadas nominalmente (8 + 3).

La multitud anónima que perece en la carnicería de los últimos trances, fascinada por la égida de Atenea.

Tenemos, pues, aparte de los designados por su nombre, dos grupos de anónimos: 1) víctimas del arco, al principio; 2) víctimas de la carnicería, al final. Para contar las primeras víctimas, fuerza es calcular el número de flechas que podía contener la aljaba de Ulises. Dicen que una aljaba de aquéllas contenía hasta treinta o cuarenta flechas. Pongamos, generosamente, cuarenta. De éstas hay que descontar tres, la primera, que Ulises disparó en el concurso de tiro al blanco, a través del ojo de las doce segures puestas en fila por Telémaco; y la segunda y la tercera, con que respectivamente dio muerte a los jefes Antínoo y Eurímaco. Nos quedan treinta y siete para treinta y siete pretendientes. Sumemos a esta cifra los catorce que conocemos por sus nombres, y tendremos 37 + 14 = 51, cifra superior a la que hemos admitido en hipótesis. De suerte que ya no quedan víctimas para la supuesta carnicería final, descrita en trece versos que ciertos comentaristas consideran espurios e innecesarios.

Ahora bien, sucede que el pretendiente Eurínomo, uno de los más bravos, está vivo aún, junto a Agelao, al iniciarse el ataque de las lanzas, que sucede a la primera siega de anónimos, y no se lo nombra después entre las víctimas. Y, pues dudamos de la carnicería final, ya no hay lugar a que haya perecido en la segunda siega de anónimos.

Esto se resuelve con cubileteos de versos suprimidos y de nombres rectificados, según dicen. Eurínomo parece escapar a lomos de un ripio.

Pero nos place más figurarnos que, cuando el traidor cabrero Melantio acudió por armas al aposento interior, Eurínomo se escurrió con él lindamente, le dio esquinazo en llegando al patio exterior, se refugió junto a su anciano padre Egipto, y esperó a que se hicieran las paces para seguir morando en Ítaca como buen vecino. A Ulises, que había “visto mundo”, le caería en gracia. A Penélope, no sabemos.[*]

1945

[Notas]


[*] Todo, México, 16 de agosto de 1945 (núm. 623, p. 17).