Amo a mi esposa.
A veces me parece increíble que una mujer tan inteligente, sofisticada e impresionantemente guapa haya elegido a un tipo como yo. Mi esposa suele decir en broma que nuestro noviazgo fue el mejor trabajo de vendedor que hice en mi vida. No se lo discuto. A fin de cuentas, logré cerrar el trato.
Cuando entré, Kate estaba sentada en el sofá viendo la televisión. Tenía un bol de palomitas en el regazo y una copa de vino blanco en la mesita de café ante ella. Llevaba unos viejos y desteñidos pantalones cortos de gimnasia de los tiempos en que estudiaba en un centro privado de enseñanza secundaria, que ponían de relieve sus largas y bien torneadas piernas. En cuanto me vio, se levantó del sofá y corrió a abrazarme. Hice una mueca de dolor, pero Kate no reparó en ello.
—¡Dios santo! —exclamó—. Estaba muy preocupada.
—Estoy bien. Ya te lo dije. Lo único que resultó herido fue mi amor propio. Aunque el conductor del camión grúa pensó que yo era un idiota.
—¿De veras estás bien, Jase? ¿Llevabas puesto el cinturón de seguridad? —Kate se apartó para mirarme. Tenía los ojos de un maravilloso color entre verde y avellana, el pelo negro y espeso, la mandíbula bien definida y los pómulos pronunciados. Me recordaba a una joven Katharine Hepburn morena. Kate, con encantadora ingenuidad, se consideraba feúcha, debido, según ella, a unas facciones demasiado afiladas y exageradas. Pero esta noche tenía los ojos enrojecidos e hinchados. Era evidente que había estado llorando largo rato.
—El coche se salió de la carretera —dije—. Yo estoy bien, pero el coche ha quedado destrozado.
—El coche —respondió Kate con un movimiento de la mano para despachar el tema, como si mi Acura TL fuera un rollo de papel higiénico. Supongo que había heredado esos ademanes aristocráticos de sus padres. Kate proviene de una familia adinerada. Mejor dicho, su familia había sido muy rica, pero el dinero no había durado hasta la generación de Kate. La fortuna de los Spencer había sufrido un duro revés en 1929, cuando su bisabuelo hizo unas malas inversiones durante la crisis económica. El resto lo liquidó su padre, que era un alcohólico y sólo sabía gastar el dinero, no administrarlo.
Las únicas cosas que había conseguido Kate habían sido unos años de estudios en un colegio caro, una voz cultivada, un gran número de amigos ricos de la familia que ahora se compadecían de ella y un montón de antigüedades, buena parte de las cuales había colocado en nuestra casa de estilo colonial de tres dormitorios, de más mil metros cuadrados, en Belmont.
—¿Cómo has regresado? —preguntó Kate.
—Me trajo el conductor de la grúa, un tipo interesante, ex soldado de las Fuerzas Especiales.
—Hum —dijo Kate, con ese sonido que yo sabía perfectamente que indicaba que no le interesaba el tema, por más que fingiera lo contrario.
—¿Eso es la cena? —pregunté, señalando el bol de palomitas en la mesita de café.
—Lo siento, cielo, esta noche no me apetecía cocinar. ¿Quieres que te prepare algo?
Imaginé el brik de tofu en el frigorífico y casi me estremecí.
—No te preocupes. Ya me las arreglaré. Acércate. —Abracé de nuevo a Kate, esta vez soportando el dolor sin torcer el gesto—. Olvídate del coche. Estoy preocupado por ti.
De pronto Kate rompió a llorar entre mis brazos. Se derrumbó. Percibí su respiración entrecortada y sus lágrimas tibias que humedecían mi camisa. La abracé con fuerza.
—Es que pensé que esta vez… iba a dar resultado —dijo.
—Quizá dé resultado la próxima vez. Hemos de tener paciencia.
—¿Nunca te preocupa nada?
—Sólo lo que no puedo resolver —contesté.
Al cabo de un rato nos sentamos juntos en el sofá, una incómoda antigualla inglesa, aunque sin duda muy valiosa, dura como el banco de una iglesia, y vimos un documental en el Discovery Channel sobre los bonobos, una especie de chimpancés más inteligentes y evolucionados que nosotros. Al parecer, los bonobos constituyen una sociedad dominada por las hembras. Nos mostraron unas imágenes de una hembra de bonobo tratando de seducir a un macho, separando las piernas y restregándole el culo en la cara. El locutor lo llamaba «presentarle su trasero». Me abstuve de hacer un comentario sobre nuestras propias relaciones conyugales, que habían pasado a ser prácticamente inexistentes. Ignoro si se debía a los tratamientos de fertilidad, pero de un tiempo a esta parte nuestra vida sexual se había convertido en una especie de lecho de muerte. No recordaba la última vez que Kate me había «presentado su trasero».
Cogí un puñado de palomitas. Habían sido reventadas por medio de aire y ligeramente untadas con algo parecido a mantequilla. Sabían a cacahuetes de poliestireno. Como no podía escupir educadamente la que tenía en la boca, terminé de masticarla y me la tragué.
La hembra de bonobo no parecía tener éxito con el macho, pero siguió intentándolo. Extendió el brazo y le indicó que se acercara moviendo los dedos hacia arriba, como una estrella del cine mudo haciendo el papel de prostituta. No obstante, el macho era un inútil integral, de modo que la hembra se acercó a él y lo agarró con fuerza por las pelotas.
—¡Ay! —dije—. Supongo que esa bonobo no ha leído ¿De verdad está tan loco por ti?
Kate meneó la cabeza procurando no sonreír.
Me levanté, entré en el cuarto de baño y me tomé un par de comprimidos Advil. Luego fui a la cocina y me serví una generosa ración de helado Brigham’s Oreo en un bol. No me molesté en preguntar a Kate si quería, porque nunca come helados. Nunca come nada que engorde.
Luego me senté de nuevo en el sofá y me puse a comer el helado mientras el narrador decía:
—Las hembras se besan, abrazan y restregan sus genitales con sus amigas especiales.
—¿Dónde están los bonobos machos? —pregunté—. ¿Sentados en el sofá con el mando a distancia?
Kate me observó comerme el helado.
—¿Qué es eso, cariño?
—¿Esto? —contesté—. Un producto de leche descremada helada que sustituye al tofu.
—Cielo, sabes que no debes comer helados por la noche.
—No me apetecen para desayunar.
—Ya sabes a qué me refiero —dijo Kate, palpándose su vientre extraplano. Yo, por el contrario, empezaba a echar barriga a los treinta. Kate podía comer de todo sin engordar un gramo. Tenía un metabolismo increíble. Las mujeres la odiaban por ello. A mí me irritaba un poco. Si yo hubiera tenido su metabolismo, no me dedicaría a comer bulgur y tempeh.
—¿No podemos ver otra cosa? —pregunté—. Esto me está poniendo cachondo.
—No digas esas ordinarieces, Jason. —Kate tomó el mando a distancia y empezó a hacer zapeo a través de los centenares de canales hasta detenerse en un programa que me resultó familiar. Reconocí a los actores que hacían el papel de los atractivos hermano y hermana adolescentes y su padre divorciado, que era un abogado especializado en divorcios. Era la serie S.B. de la Fox, sobre unos adolescentes guapos y ricos y sus familias disfuncionales en Santa Bárbara: bailes de fin de curso, accidentes de carretera, divorcios, drogas, madres que engañan a sus maridos… Se había convertido en el programa televisivo más popular de la temporada.
Y había sido creado por mi cuñado, Craig Glazer, un importante productor de televisión casado con Susie, la hermana mayor de Kate. Craig y yo fingíamos llevarnos bien.
—¿Cómo es posible que te guste esa porquería? —pregunté, arrebatando a Kate el mando a distancia y cambiando a un canal en el que ponían un viejo documental estilo National Geographic sobre los yanomami, una tribu primitiva de la Amazonia.
—Te aconsejo que abandones esa actitud hostil antes de que Craig y Susie vengan la semana que viene.
—Sin mi hostilidad, ¿qué me queda? En cualquier caso, Craig y Susie no saben lo que opino de Craig.
—Susie lo sabe perfectamente.
—Probablemente opina lo mismo que yo sobre su marido. Kate arqueó una ceja en un gesto provocador, pero no dijo nada.
Contemplamos durante un rato el documental sobre la Naturaleza, aunque distraídamente. El narrador dijo con un engolado acento inglés que los yanomami constituían la sociedad más violenta y agresiva que existía en el mundo. Eran conocidos como el Pueblo Feroz. Siempre andaban enzarzados en guerras, por lo general debido a las mujeres, que escaseaban.
—Supongo que eso te gusta, que se peleen por las mujeres —comenté.
Kate negó con la cabeza.
—Estudié las costumbres del Pueblo Feroz en una de mis clases sobre feminismo. Los hombres golpean a sus esposas. Las mujeres piensan que cuantas más cicatrices de machete ostenten, más deben de amarlas sus maridos.
En la mesita de noche de Kate siempre había un libro sobre feminismo. El último se titulaba algo así como This Sex Which Is Not One (Este sexo que no lo es). Yo no captaba el significado del título, pero por suerte no iba a participar en ningún concurso.
Desde hacía unos años, supongo que debido a su trabajo, Kate se mostraba muy interesada en las culturas africanas y sudamericanas poco conocidas. Trabajaba para la Fundación Meyer de Arte Folclórico y Foráneo en Boston. Daban dinero a personas pobres y sin hogar que realizaban unas pinturas y esculturas que parecían hechas por mi sobrino de ocho años. En cambio, no daban mucho dinero a sus empleados. La fundación pagaba a Kate ocho mil dólares al año, y pensaban que ella debería pagarles a ellos por el privilegio de trabajar allí. Creo que Kate gastaba más dinero en gasolina y tiques de aparcamiento que el que ganaba.
Kate y yo seguimos mirando el programa un rato más. Kate comía palomitas, y yo comía mi helado Oreo. El narrador dijo que los jóvenes yanomami demostraban su virilidad «ensangrentando su lanza» o matando a alguien. Utilizaban hachas, lanzas, arcos y flechas, y unas cerbatanas confeccionadas con bambú que disparaban dardos envenenados.
—Qué guay —dije.
Los yanomami incineraban a sus muertos, echaban las cenizas en su sopa de plátano y se las bebían.
Quizá no fuera tan guay.
Cuando acabó el programa, conté a Kate la última novedad acerca de Crawford, el vicepresidente de la división, que había dejado la compañía para trabajar en Sony y se había llevado a seis de sus colaboradores más valiosos, lo cual había dejado un gigantesco hueco en mi departamento.
—Es tremendo —dije—, un desastre.
—Pero ¿qué dices? —preguntó Kate, mostrándose interesada—. Es estupendo.
—No lo entiendes. Entronics acaba de anunciar que van a adquirir la filial estadounidense de una compañía holandesa llamada Meister.
—He oído hablar de Meister —contestó Kate un tanto irritada—. ¿Y qué?
Royal Meister Electronics N.V. es una gigantesca empresa de aparatos electrónicos, uno de nuestros mayores competidores. Tenían una filial en Dallas que vendía los mismos productos que nosotros, pantallas de LCD y plasma, proyectores y otros aparatos.
—De modo que Crawford se ha largado de Dodge. Debe de saber algo.
Kate se incorporó, encogiendo las piernas y abrazándose las rodillas.
—Escucha, Jase, ¿no comprendes lo que eso significa? Es tu oportunidad.
—¿Mi oportunidad?
—Llevas un montón de años como jefe de ventas regional. Es como si te hubieses quedado atascado en ámbar.
Me pregunté si Kate pretendía superar la mala noticia sobre su prueba de embarazo ocupándose de mi carrera.
—No se ha presentado otro puesto.
—Vamos, Jase, piénsalo. Si Crawford se ha marchado, llevándose a seis de sus colaboradores más valiosos, la división de ventas no tendrá más remedio que llenar algunos de esos huecos con hombres de la compañía. Ésta es tu oportunidad de asumir un cargo directivo, para empezar a ascender en el escalafón.
—Que está lleno de trampas. Me gusta mi trabajo, Katie. No quiero ser vicepresidente.
—Pero básicamente has alcanzado el tope de tu salario, ¿no es así? Nunca ganarás mucho más de lo que ganas ahora.
—¿A qué te refieres? Gano bastante dinero. ¿Recuerdas cuánto ganaba hace tres años?
Kate asintió con los ojos fijos en los míos, como dudando en añadir algo más. Luego dijo:
—Cielo, hace tres años fue un año anormal. No dabais abasto con las pantallas de plasma, y Entronics se convirtió en el dueño del mercado. Eso no volverá a ocurrir.
—Mira, Kate, existe una máquina corporativa que se dedica a clasificar a los tipos de mi edad como si fuéramos huevos, ¿comprendes? Nos coloca en envases etiquetados como Huevos Grandes, Extra Grandes y Tamaño Superior.
—¿Y tú qué eres?
—No quiero entrar en la categoría de Tamaño Superior. Soy un comercial, y punto.
—Pero si ocupas un cargo directivo, ganarás mucho dinero.
Un par de años antes, Kate solía insistir en que debía esforzarme en ascender en el escalafón corporativo; pero supuse que se había olvidado del tema.
—Los tipos que ocupan cargos directivos nunca salen de la oficina —dije—. Tienen que colocarse un aparato antirrobos en el tobillo. Están pálidos como la cera porque siempre se encuentran en la sala de conferencias. Demasiados lameculos, demasiado politiqueo. No va conmigo. ¿Por qué has sacado el tema?
—Escucha, de jefe de ventas regional pasas a vicepresidente de división, luego a vicepresidente primero y por último a director general, y al poco tiempo dirigirías la compañía. Dentro de un par de años podrías ganar una fortuna.
Suspiré resignado; quería discutir con Kate, pero sabía que era inútil. Cuando Kate se ponía así, era como un terrier que no soltaba su hueso de plástico.
Lo cierto es que Kate y yo tenemos unos conceptos muy distintos acerca de lo que es una fortuna. Mi padre trabajaba en una planta de metal laminado en Worcester, donde fabricaban conductos y tuberías para sistemas de aire acondicionado y ventilación. Había ascendido a jefe del taller y desempeñaba un papel muy activo en el sindicato de metalurgia. No era un hombre ambicioso; creo que había aceptado el primer trabajo que se había presentado, había tratado de hacerlo bien y no se había movido de ahí. Pero trabajaba duro, hacía horas y turnos extraordinarios siempre que podía y al final de la jornada llegaba molido a casa, incapaz de hacer otra cosa que sentarse delante del televisor, como un zombi, y beberse una Budweiser. A mi padre le faltaban las yemas de dos dedos de la mano derecha, lo cual había constituido para mí un recordatorio silencioso de cuán peligroso era su trabajo. Cuando mi padre me dijo que quería que yo estudiara en la universidad para no tener que hacer lo que hacía él, comprendí que hablaba en serio.
Vivíamos en una planta de una vivienda de tres pisos para varias familias en Providence Street, en Worcester, un edificio revestido de amianto con una valla de tela metálica alrededor del patio de hormigón. El hecho de pasar de ahí a poseer una casa de estilo colonial en Belmont…, francamente, me parecía una proeza.
Por el contrario, la casa en la que se había criado Kate, en Wellesley, era más grande que el edificio en el que se hallaba su dormitorio en Harvard. Un día pasamos en coche frente a la casa. Era una gigantesca mansión de piedra con una imponente verja de hierro forjado que ocupaba un sinfín de metros cuadrados. Incluso después de que el borrachín de su padre liquidara lo que quedaba de la fortuna familiar debido a una mala inversión y tuvieran que vender la casa de veraneo en Osterville, Cape Cod, y posteriormente la mansión en Wellesley, la casa a la que se habían mudado era el doble de grande que la casa en la que Kate y yo vivíamos ahora.
Tras una pausa, Kate dijo:
—Supongo que no querrás terminar como Cal Taylor.
—Eso ha sido un golpe bajo.
Cal Taylor tenía unos sesenta años y había trabajado de comercial en Entronics toda su vida, desde la época en que vendían transistores y televisores de baja calidad y trataban de competir con Emerson y Kenwood. Taylor era un ejemplo aleccionador. El mero hecho de verlo me ponía los pelos de punta, porque representaba aquello en lo que temía convertirme. Con su pelo canoso y su bigote manchado de nicotina, su aliento que apestaba a Jack Daniel’s, su tos de fumador y su interminable colección de chistes malos, constituía mi pesadilla personal. Era un perdedor, un fracasado que había conseguido permanecer en la compañía gracias a unas tenues amistades que había entablado a lo largo de los años, las pocas que se había molestado en cultivar. Estaba divorciado, se alimentaba de comida precocinada que comía frente al televisor y pasaba casi todas las noches en un bar del barrio.
De pronto, la expresión de Kate se suavizó y ladeó la cabeza.
—Cielo —dijo suavemente, casi con tono zalamero—, mira esta casa.
—¿Qué le ocurre?
—No queremos criar a nuestros hijos en un lugar así —respondió Kate con voz entrecortada. Parecía triste—. No hay espacio para jugar. El jardín es muy pequeño.
—Odio cortar la hierba. De todos modos, de niño no tuve un jardín.
Kate hizo una pausa y desvió los ojos. Me pregunté en qué estaba pensando. Si confiaba en regresar a Manderley, se había casado con el hombre equivocado.
—Vamos, Jason, ¿qué ha sido de tus ambiciones? Cuando te conocí, eras un joven dispuesto a comerse el mundo. ¿Te acuerdas?
—Lo fingí para que te casaras conmigo.
—Sé que estás bromeando. Eres ambicioso, lo sabes muy bien. Te has vuelto… —estaba seguro de que Kate iba a añadir «un tipo gordo y satisfecho», pero en vez de eso, dijo—: acomodadizo. Sin embargo, ha llegado el momento de ir a por ello.
Yo no dejaba de pensar en el documental sobre el Pueblo Feroz. Cuando Kate se casó conmigo, debió de pensar que yo era un guerrero yanomamo a quien podía convertir en el jefe de la tribu.
No obstante, respondí:
—Hablaré con Gordy.
Kent Gordon era vicepresidente primero y dirigía toda la división de ventas.
—Perfecto —dijo Kate—. Exígele que te conceda una entrevista para hablar de un ascenso.
—Pues sorpréndele. Muestra cierta agresividad. Le encantará. Aquí, o matas o te matan. Tienes que demostrarle que eres un killer.
—Sí, ya —contesté—. ¿Crees que podré conseguir en eBay una de esas cerbatanas que utilizan los yanomami?