Cuando regresé, Sidonia estaba en su estudio de bellas artes, trazando el boceto de un cuenco de fruta. Su frágil complexión se distinguió ante mis ojos silueteada por la débil luz de las estrellas que entraba por las ventanas. Me quedé mirando a aquel ser quebradizo al que iba a imitar, mientras trataba de imaginarme a mí misma haciéndome pasar por ella.
Era una locura total y absoluta, como un tigre interpretando a un minino. No, un tigre no, algo más monstruoso y antinatural.
Mis pensamientos se remontaron a aquella cosa que una vez fui, la criatura que era cuando no sabía ni mi propio nombre, antes de que me educaran.
Recordé el hambre y el temor incesantes. Recordé la ira al percibir el mundo como algo tan cerrado, los muros una trampa. Me acordé de cuando me dejaron suelta por primera vez con otra criatura. Estaba tan hambrienta que la maté y devoré su carne. Toda entera. Supe que era lo que tenía que hacer, ya que me aumentaron las raciones de comida a partir de entonces.
En aquel momento no lo entendía demasiado, pero percibía causa y efecto. Cuando tocaba purgar a los diabólicos más débiles, se los echaban a los más fuertes. En ocasiones se limitaban a darnos algo débil y lastimoso para que lo matásemos, tan solo para cerciorarse de que no tendríamos piedad. Me acordé de la chica que metieron en mi corral, conmigo. Se encogió en un rincón. Me enfurecí cuando trató de beberse mi agua, tomarse mi comida. La maté igual que mataba a todo lo demás.
Una chica que podría haber sido Donia. Igual de pequeña, igual de débil.
Esa había sido mi existencia. Muerte y temor. Siempre estaba asustada. Tenía miedo del siguiente segundo, del siguiente minuto, la siguiente hora. Y nada más allá de eso, porque para mí no había entonces nada más allá de eso.
Mi vida careció de forma, estructura, propósito y dignidad hasta el día en que Sidonia se materializó en ella. No había habido compasión, ni rastro de sentido, hasta que quedé vinculada a ella y aprendí a amar algo por primera vez. Entonces tuve un futuro, y ese futuro era el suyo. Donia era la razón de cualquier cosa buena o valiosa en mí.
Ahora tendría que ser Sidonia. Tal cosa parecía inconcebible, imposible. Sentía repugnancia ante la simple sugerencia de que una criatura como yo pudiera hacerse pasar por algo tan maravilloso como ella… la simple sugerencia resultaba irreverente.
Cuando levantó la vista de su dibujo, dio un leve respingo.
—¡Némesis! No te he oído entrar… ¿Va todo bien? —sus preocupados ojos estudiaron mi semblante.
Ella era la única capaz de captar los sutiles cambios en mi estado de ánimo. Tragué saliva para deshacer el repentino nudo en la garganta.
—Sí. Fenomenal. Todo irá fenomenal —le dije.
Yo no tenía alma, y apenas corazón, pero todo el que tuviese le pertenecía a ella.
El emperador deseaba que Sidonia fuera con él, así que iría yo en su lugar. No había terror en ello, ningún miedo. Estaba agradecida de poder hacerlo.
Hacerme pasar por Sidonia la salvaría, así que no me quedaba alternativa.
Iría.
La supervisora de protocolo llegó dos semanas después. Sidonia y yo vimos cómo se deslizaba la nave entre las puertas del muelle de la fortaleza. Sidonia aún ignoraba que había sido convocada al Crisantemo, así que había sacado sus propias conclusiones al respecto de aquella nueva visita.
—Madre debe de tener la intención de enviarme a visitar a alguna otra familia —masculló—. No hay motivo para someterme ahora a la formación en protocolo. Espero que no pretenda casarme con alguien.
Se retiró a sus habitaciones en señal de protesta cuando llegó Sutera nu Impyrean, pero yo no. La matriarca me mandó llamar a su lado. Al fin y al cabo, era de la mayor importancia que escuchase a aquella mujer y aprendiese de ella.
Sutera nu Impyrean era una excedente, no pertenecía a la grandilocuentia. Al contrario de la mayoría de los excedentes, era una devota creyente en el sistema imperial, y le había jurado lealtad a la familia Impyrean además de entregarse a su servicio de manera voluntaria. Se había ganado el apelativo honorífico de «nu» unido al apellido de la familia.
Aguardaba con la matriarca en su antecámara cuando la mujer apareció en nuestra presencia. Se detuvo en la entrada un instante con la enjoyada mano sobre el pecho en una muestra de lealtad a la matriarca, y se quedó mirando con cariño a su antigua discípula.
Mi pensamiento más inmediato fue que aquella tal «Sutera» no era un ser humano de verdad.
Su piel no lucía el terso moreno tan del gusto de la matriarca y el senador, sino un parcheado de distintos colores, como si sus robots de belleza hubieran olvidado ciertas zonas y hubiesen saturado otras al administrarle la melanina. No solo eso, sino que su piel parecía ajada, como si fuera de un tamaño mayor al de su complexión, agrietada incluso, y moteada en ciertas áreas.
Se diría que hasta la propia matriarca se sorprendió ante su aspecto, y parpadeó ante ella un segundo. Luego extendió los brazos.
—Mi querida Sutera.
Sutera nu Impyrean cruzó obediente la estancia y tomó las manos de la matriarca, se arrodilló y se las llevó a las mejillas.
—Noble Von Impyrean. Estáis tan joven como el día en que os conocí. Y yo… fijaos en los estragos de la vida planetaria.
—Bobadas —dijo la matriarca con una risa de cortesía—. Una sesión con mis robots de belleza y un tratamiento de telómeros deberían…
—Oh, no. El viento, el polvo, la radiación solar… Una existencia desdeñada por el sol, la de vivir en un planeta —se puso en pie con un temblor en los arrugados labios—. Los olores, están por doquier. ¡Y la humedad! No os podéis imaginar cómo es eso, mi noble señora. Si es demasiado escasa, la piel se os agrieta y sangráis, y con un simple exceso cada respiración se convierte en un esfuerzo titánico. Es absolutamente brutal. Oh, y la manera descontrolada en que crían los confinados en el planeta, tantas familias con dos o incluso tres hijos… ¡No es de extrañar que siempre anden escasos de recursos! Las historias que podría contaros…
La sonrisa de la matriarca perdió intensidad y se crispó.
—Quizá no deberías. Tal vez debas descansar antes de que volvamos a hablar, para que te recuperes de tu largo viaje.
Saltaba a la vista la advertencia que aquellas palabras encerraban: Sutera nu Impyrean no se encontraba allí en calidad de igual, como una invitada, sino más bien para proporcionar un servicio. Por mucho cariño que sintiese por la supervisora de protocolo, la matriarca ya se había cansado de oírla hablar sobre sí misma.
La supervisora de protocolo recobró la compostura. Elevó el mentón con un orgullo y una profesionalidad evidentes en su ademán.
—Ni que decir tiene que no se me ocurriría echarme sin haber visto a Sidonia y sin conocer lo que hemos de trabajar. Por favor, tráela… —dijo después de posar en mí la mirada, y tartamudeó hasta quedarse callada.
Se la devolví de plano, y cualquiera diría que la matriarca se estaba divirtiendo al ver a su vieja supervisora de protocolo tratando de descubrir qué era yo. No era una sierva, por descontado, pero desde luego que tampoco era Sidonia Impyrean.
—¿Qué suerte de criatura es esta? —dijo Sutera.
—Esta es Némesis —dijo la matriarca.
Los ojos de Sutera se entornaron como si tratase de relacionar el nombre con algún tipo de criatura. Yo la observaba con mucha atención, porque la matriarca me había dicho que los excedentes sabían de la existencia de los diabólicos, pero solo éramos un mito vago y amenazador para ellos. No estarían familiarizados con las convenciones a la hora de nombrarnos, ni con nuestro aspecto, de modo que Sutera no podría averiguar lo que yo era.
La matriarca volvió a tomar la palabra y sacó a Sutera de sus cavilaciones.
—Es lo que más quiere mi hija, y su más íntima compañía. Sidonia es… —tanteó un instante en busca de la manera apropiada de describirla—. Es una niña terca, muy dada a ciertas peculiaridades extrañas.
—Yo se las quitaré.
—Ay, me temo que ella no es como yo. Es tímida, y aun así muy testaruda. No, utilizarás a Némesis.
—¿A Némesis? —repitió Sutera con cara de no entenderlo.
—Enseñarás a Némesis al tiempo que enseñas a Sidonia.
—¿A esta? —dijo la supervisora de protocolo tratando de entender qué significaba aquello—. ¿Y el senador también lo desea?
—Los deseos de mi marido son irrelevantes. Ha dejado este asunto por completo en mis manos. Y ya conoces cuál es mi deseo. Formarás a ambas.
La matriarca me miró, y sus ojos me taladraron con el peligro de nuestro secreto latente entre ambas. Sutera nu Impyrean era leal a esta familia, y más aún, estaba casada con un virrey menor de una luna del sistema vecino. No suponía ninguna amenaza, y se podía confiar en que guardaría secretos de poca relevancia como aquella extraña clase de humanoide con que se había topado en la casa de su señora…
Pero enviarme como rehén del emperador en lugar de Sidonia iba mucho más allá de eso. Suponía una burla directa a la voluntad de la familia Domitrian. Era alta traición.
La supervisora de protocolo no podría saberlo nunca.
—Las dos, Sidonia y Némesis, se someterán a tu formación. Cuando Sidonia vea que Némesis está aprendiendo y se está refinando, mi hija pondrá freno a sus impulsos rebeldes y se sentirá inclinada a colaborar también.
—Formar a las dos —Sutera me miró de arriba abajo—. Puedo hacerlo, pero…
—¿Alguna objeción? —dijo la matriarca.
—Ninguna a vuestra propuesta, señora —se aproximó unos milímetros y me tocó el brazo entre titubeos. A continuación, más envalentonada, comenzó a toquetearme los brazos hacia arriba y hacia abajo—. Qué cosa tan corpulenta.
Clavé la mirada hacia abajo, en la extraña y pequeña criatura que me manoseaba con descuido, tan perpleja ante su piel flácida y su coloración irregular como ella lo estaba ante mi tamaño y mis músculos.
—Es sorprendentemente… grande. No me la imagino con pleno dominio de las cortesías que le exigiré.
La matriarca se rio. Tomó a Sutera del hombro y la condujo hasta la puerta.
—¿Has observado alguna vez a un tigre? Uno de verdad, como los del Crisantemo, no uno de esos gatitos que tenemos en nuestros claustros. Son todo músculo y nervio, con unas fauces tan poderosas como para partir al hombre más fuerte, y, aun así, cuando los ves acechar a una presa, cuando los ves cazar… la fuerza pura les otorga una mayor elegancia que a la más refinada de las criaturas delicadas. Eso es Némesis.
A la mañana siguiente, la supervisora de protocolo se presentó en las habitaciones de Donia. Los robots de belleza habían estado trabajando con Sutera la noche antes. Había escogido un aspecto nuevo, una exhibición de rasgos físicos recesivos: párpados simples en lugar de dobles, iris azules en vez de ámbar y un nuevo tono de pelo en rojo escarlata. También le habían alisado las arrugas, pero no había nada capaz de ocultar el desgaste. Tenía que ser aquello a lo que la matriarca se refería cuando hablaba de gente que «parecía vieja».
Sutera nu Impyrean debía de esperarse lo peor, porque se le iluminó la cara cuando contempló a Sidonia, una delicada belleza, tan distinta de mí.
—Pero, Sidonia, qué gran honor. Recuerdo cuando fue a vuestra madre a quien le tocó viajar a las estrellas…
—¿Acaso voy a viajar a alguna parte? —dijo Donia con un tono estridente—. ¡Ya sabía yo que mi madre quería librarse de mí!
Sutera, sorprendida, hizo una pausa.
—Antes o después, deberéis abandonar este lugar. No podéis pretender apolillaros aquí durante toda vuestra vida.
—No quiero ir a ningún lado.
—Pero tenéis un papel que desempeñar en el imperio.
—Mis padres tienen un papel que desempeñar en el imperio. A mí no me importa la política lo más mínimo.
Sutera frunció el ceño, cogió su abanico y lo agitó para sí.
—Vuestra madre ya me ha advertido de que sois bastante… tozuda.
Me di cuenta de que tenía la mirada adherida al abanico.
«Es un arma», susurré para mí. Mis ojos no se apartaban de él. No pude evitar aquel pensamiento. Aquel objeto no podía tener ninguna otra utilidad. Los nobles señores y señoras de alta cuna no debían rebajarse a llevar armas de forma abierta, así que —Donia me había contado— las ocultaban en objetos inofensivos. Dado que Sutera se había pasado toda la vida estudiando y enseñando los hábitos de la grandilocuentia, debía de haber imitado aquel mismo aspecto.
¿Qué contendría? ¿Un arma blanca? ¿Un látigo?
—Creo que empezaremos con vuestra apariencia —dijo Sutera una vez recuperada—. Veamos, confío en vuestro conocimiento de los fundamentos del estilismo y las modificaciones. Debéis decidiros por vuestra firma fisonómica.
Dado que era yo quien debía saber de aquello en última instancia, la interrumpí.
—¿Qué es eso?
De soslayo, Sutera me lanzó una mirada de irritación. Aunque tenía que formarnos a las dos, resultaba obvio que consideraba mi presencia una pérdida de su tiempo y su talento.
—En los círculos de la grandilocuentia, todo aspecto del físico se puede y se deberá modificar con arreglo a las exigencias de la moda. Nadie conoce la verdadera edad de nadie, ni el color de su piel, del pelo, la forma de los labios, el peso, la composición de los párpados u otros rasgos. Un descendiente de una gran familia cuenta con los medios para modificar su apariencia a voluntad, pero uno aprende enseguida que está muy mal visto cambiarlo todo constantemente. Por ejemplo, uno siempre debe aparentar el sexo con el que se identifica. Es una verdadera torpeza someterse a una resecuenciación cromosómica por simple capricho o para una fiesta. Además, y por mor del tacto, algunos rasgos siempre deben permanecer inalterados para seguir siendo identificable. Eso es lo que constituye la firma fisonómica. La mía, por ejemplo, son los labios y la barbilla —hizo un elegante gesto con la mano para señalarse, con los exuberantes labios curvados en una sonrisa—. Jamás los cambio.
La miré con detenimiento, estudié sus labios y su mentón y me pregunté qué tenían aquellos rasgos para ser el objeto de su orgullo.
—Yo os ayudaré a escoger la vuestra, Sidonia Impyrean —dijo Sutera, y añadió un instante después—: Y a ti, por supuesto, Némesis dan Impyrean.
—No es una «dan» —dijo Sidonia de repente—. Tienes que haber reparado en que en realidad no es una sierva.
—Eso es ridículo, niña —parloteó Sutera—. Todo aquel a quien vuestra familia posee es un «dan», jovencita, tanto siervos como cualquier otra creación humanoide.
Donia apretó los pequeños puños.
—Némesis es distinta.
—¿Lo es? —arqueó las cejas de golpe—. La compraron vuestros padres. La hicieron para vos. Cumple una función. En ese sentido, no es muy distinta de un siervo; por tanto, ella es Némesis dan Impyrean.
—Deja de utilizar el «dan» o le diré a madre que he terminado con esto —dijo Donia con un temblor de ira en la voz.
—Donia… —le advertí. No era el momento de perder los estribos por salir en mi defensa.
Aun así, aquella era una batalla que Donia siempre libraba. Alzó el mentón.
—Némesis Impyrean. Así es como la llamarás en mi presencia.
Sutera soltó un resoplido de risa.
—Vaya, ¿es ahora entonces vuestro pariente consanguíneo?
—Eso no es…
—Bueno, ya que nos estamos inventando cosas, vamos a llamarla Némesis von Impyrean y considerémosla también al frente de vuestra casa. ¿Tenéis alguna instrucción para mí, señora Von Impyrean? —Sutera me dedicó una reverencia burlona.
—Se acabó —anunció Donia—. Esto no lo voy a tolerar.
Se dio la vuelta y se marchó indignada.
Sutera parpadeó a su espalda, estupefacta. Luego murmuró:
—Por todas las estrellas, esto ya parece un verdadero desastre.
Seguí los pasos de Donia con el triste pensamiento de que, si la supervisora de protocolo pensaba que la heredera de los Impyrean era un verdadero desastre, era bueno que no se hubiese percatado de que estaba allí, en realidad, para inculcarle modales a una diabólica.