IMÁGENES Y AZARES DE UNA NOVELA

Una novela rara vez es el cumplimiento de un proyecto consciente: suele ser más bien el lento desarrollo de una serie de azares y de imágenes aisladas que, con el tiempo y luego con el esfuerzo, se organizan en una historia. Inventar una novela es en parte asistir con curiosidad y paciencia a ese desarrollo: empujarlo, sin forzarlo nunca; también, más que empujar, ir tirando de un hilo con una energía cautelosa, sabiendo que si se tira demasiado fuerte el hilo se romperá, y ya será muy difícil reanudarlo. A veces es imposible. Esta novela, quizás más que ninguna de las mías, se originó muy lentamente y empezó a cobrar forma gracias a una serie de azares inconexos, de imágenes muy atractivas que en principio no tuvieron nada que ver entre sí. Asombra que una novela tan complicada y tan larga proceda de inspiraciones tan frágiles, que fácilmente podían no haber sucedido, pero ésa es la manera en que llega a existir la literatura, al menos en mi experiencia como escritor. Podría pensarse que, cuantas más novelas ha escrito alguien, menos lugar ocuparán en ellas la improvisación o la casualidad, en la medida en que los años habrán favorecido un mayor dominio de los recursos técnicos, pero ése no es el caso, o al menos no es el mío. Incluso puede que me ocurra lo contrario, porque según pasa el tiempo cada vez tengo una idea más incierta del arte y el oficio de la novela. Cada vez miro con más escepticismo los presuntos saberes objetivos —la célebre «técnica»— y cada vez soy más consciente de que el oficio de escribir novelas hay que aprenderlo entero cada vez que se enfrenta uno a la posibilidad, o a la tentación, o a la sospecha de que puede encontrarse en el umbral de una nueva. Nadie aprende a escribir novelas como se aprende a tocar el piano, a construir edificios o a criar tomates, es decir, mediante la adquisición acumulativa de conocimientos y destrezas que servirán de nuevo cada vez que haga falta. A lo más que se aprende, en el mejor de los casos, con mucho esfuerzo y con bastante suerte, es a lograr la mejor versión posible de la novela que se tiene entre manos: a cumplir las mejores posibilidades que estaban latentes al principio, o antes incluso del principio. Más que proyectarse, como se proyecta un edificio, una novela se sueña, o se va soñando más bien, a golpes, a rachas, entre la deliberación y la inconsciencia, a tientas.

Este jinete polaco tiene la particularidad de que es el resultado de tres proyectos de novela que surgieron y fracasaron sucesivamente en mi imaginación, dejando cada uno un rastro de borradores y de imágenes que un día, de golpe, por puro azar, cobraron la forma de otra novela inesperada que los abarcaba todos. Imaginar una novela es descubrir conexiones repentinas entre historias o fragmentos de historias que en principio no tenían nada que ver entre sí. Mi primer proyecto fracasado había sido una crónica familiar, centrada en gran parte en las figuras de mi abuelo materno y de un bisabuelo. Se ve que hay un momento en la vida de un escritor en la que lo fascina peligrosamente su genealogía. Digo peligrosamente porque muchas veces las historias familiares que al escritor le parecen tan memorables carecen por completo de interés, o se parecen demasiado a muchas otras historias familiares que el propio escritor encontraría aburridas por el simple hecho de no ser las suyas. En esa época yo me encontraba bajo la influencia de William Faulkner, pero también de Gabriel García Márquez. Quería que mi crónica familiar tuviera la negrura de la inmersión en el pasado de ¡Absalón, Absalón!, pero en cuanto me ponía a contar cosas que había vivido o escuchado de niño lo que me salían eran versiones desmayadas de Cien años de soledad.

El segundo proyecto era más intrigante y surgió de golpe, en el curso de unas horas, en un viaje en coche entre Úbeda y Granada, uno de esos viajes de familias jóvenes con coches utilitarios y niños pequeños, y con toda la variedad asombrosa de utensilios que proliferan en torno a ellos, y que en principio sería imposible comprimir en el espacio de un coche, donde hay que llevar previstas además las posibilidades del mareo y el vómito infantil, el cambio de pañales, la preparación sobre la marcha de biberones. Pensé, en un momento de agobio paterno: «Soy como un militar sin vocación. Cumplo irreprochablemente con mi deber pero en el fondo preferiría estar en otro sitio.» Esas palabras casuales, un militar sin vocación, me sonaron de pronto a título de novela. En las dos horas que duraba entonces el viaje inventé entera una novela que se llamaría así. La Academia de la Guardia Civil que había entonces en Úbeda la reconvertí sin dificultad en cuartel de Infantería de Mágina. La historia tenía lugar en los días previos al golpe militar de julio de 1936. A llegar a Granada ya tenía los nombres de los militares que participaban en ella: el comandante Galaz, el coronel Bilbao, el teniente Mestalla, el capitán Monasterio, etcétera.

Pero la novela, que tanto prometía, no llegó a nada. Quizás había aparecido tan completa en mi imaginación que no hacía falta escribirla para que existiera. La abandoné por pura desgana y un poco después viajé por primera vez a Estados Unidos: a Nueva York y luego a Chicago. En Nueva York, el novelista José María Guelbenzu me llevó a visitar un pequeño museo del que yo no había oído hablar, la Frick Collection, porque quería ver un cuadro que le gustaba mucho, y del que yo tampoco sabía nada, El jinete polaco, atribuido a Rembrandt. El cuadro me hizo una impresión tan poderosa como todo el viaje. De algún modo lo resumía en una sola imagen, en una sugerencia de tránsito y de misterio. Al regreso a España imaginé una narración sonámbula, en primera persona, una conciencia despojada recorriendo los escenarios que había conocido en aquel viaje.

Por esa época vino a verme a Granada un conocido mío de Sevilla que estaba casado con una danesa muy bella y muy inteligente, con el pelo corto, con mucho estilo. Los veía hablar y pensaba que al tener orígenes tan distintos les sería necesario estar explicándose siempre el uno al otro, contándose sin cesar las dos historias paralelas de sus vidas.

Una tarde, inesperadamente, con un resplandor como el que tiró a Saulo del caballo, como un cometa que atravesara el cielo ante mis ojos, vi de golpe la novela que tenía que escribir, y comprendí que si me habían fracasado los tres proyectos anteriores era porque separadamente no tenían sentido. El viajero por Nueva York y Chicago era el niño de la crónica familiar. La mujer extranjera a la que conocía y de la que se enamoraba era la hija de aquel militar sin vocación que por cumplir estrictamente con su deber se enfrentó a los sublevados la noche del 18 de julio de 1936, y se exilió en Nueva York después de la guerra. El cuadro atribuido a Rembrandt sería el punto justo en el que todas las historias y todos los tiempos se cruzaban. La novela contendría el pasado pero sucedería en el presente. Una noche, desde la ventana de una habitación en el parador de Jaén, vi toda la anchura del paisaje de olivares y colinas de la provincia, punteada por las luces de los pueblos. Así tuve la sensación como de travelling cinematográfico que tendría que dar el impulso a la novela.

Para sumergirme de verdad en ella me faltaba un detalle, en principio secundario. No era capaz de atribuirle una profesión conveniente a mi protagonista: alguien que ha de moverse por muchos países, entre fugitivo y explorador y desterrado. Era un obstáculo que parece menor, pero que a mí me bloqueaba. No sé imaginar del todo a un personaje si no sé cómo se gana la vida. Agobiado por esa dificultad fui una tarde a dar un paseo y me encontré a un amigo al que llevaba tiempo sin ver. Me dijo que estaba muy contento, que por fin había encontrado un buen trabajo. Acababan de contratarlo de lo que entonces se llamaba traductor simultáneo...

Ahora sí que podía volver a casa y ponerme a escribir.

ANTONIO MUÑOZ MOLINA

Noviembre de 2015