A Alonso Salazar,
y a los jóvenes lectores
de la Escuela Villa del Socorro
—Entonces Angelito sigue vivo...
—Pero cambió de nombre. Fue Angelito de pequeño, según lo bautizó su madre, y a partir de los dieciséis se hizo llamar Arcángel. Dizque el Arcángel. Ese alias debió parecerle más poderoso, más resonante, y lo adoptó para hacer maldades.
—Otro angelito caído al pantano.
—Quién iba a creerlo, ¡Angelito!, el de los crespos melados y los ojazos tristes, el de las pestañas de muñeco, el mismo que venía por aquí a pedir un granizado, sin tener con qué pagarlo. Y cómo iba uno a negarse, si parecía un Niño Dios de lo puro lindo. Llévate tu granizado, mijo, mañana me lo pagas. Y así, así, aunque nunca lo pagara. Cuando se hizo adolescente se dejaba ver por el barrio con la derecha vendada. Llevo la mano cansada, decía. Cansada, sí, pero de tanto hacer daño. Y ahora que es leyenda ya no se llama Arcángel, ni tampoco Angelito. Sólo Ángel.
—Y en los años tenebrosos en que era Arcángel, ¿acaso su madre no le decía nada?
—¿Dolorita, su madre? Ella comía y callaba. Porque de eso vivía la familia entera: Dolorita, sus otros cuatro hijos y el autollamado Arcángel, que venía siendo el mayor. El proveedor. El hijo más principal, del que los demás dependen.
Todos seis se mantienen del dinero que el Arcángel trae; la madre se lo recibe sin hacer preguntas. El muchacho se pierde en sus noches de espanto y regresa a casa de madrugada, vibrando de agitación, bañado en palidez y sudor frío, con manchas de sangre en la camisa y un buen poco de pesos entre el bolsillo. Para entonces Dolorita lleva rato esperándolo junto a la puerta, en camisón y chinelas, bien arrebujada en su chalina para protegerse del frescor de la amanecida. Dicen que desde antes de abrirle la puerta, ya adivina ella la fiebre en que arde el hijo, y lee como en pantalla el infierno que viene grabado en sus pupilas. Esas pupilas suyas como de vidrio verde: ojos de muñeco antiguo. Lindo y malo, ese muñeco, y Dolorita no le dice nada. Sólo le pregunta si viene con hambre.
¿Quiere mi hijo un huevo revuelto? O un caldo, mijo, un caldito, yo puedo calentarle algo...
Vete a dormir, vieja, yo me las arreglo, le contesta él, con la voz de nuevo suave; vuelve a ser niño cuando ella está cerca.
Él, tan maloso y tan atormentado. Pero tan pronto la ve, se le disipan las sombras como si se fuera en barco, viento a favor. ¿Y ella? Tanto no debe quererlo, si a la muerte lo regala. O quizá sea lo contrario, y lo adora precisamente por eso. Así debe pensar él, y si no se atreve a pensarlo, al menos la sospecha pasará como vuelo de cuervo por su cabeza. Es asunto complicado. Por aquí el amor de madre por el primogénito es como el de María por Jesús, entreverado de pasión y de renuncia, a sabiendas de que el hijo va a morir, y dejando que suceda. Como si estuviera escrito y no tuviera remedio. Madre e hijo entrelazados en un mismo juego de amor y de muerte, apostándole, cómplices, a una misma ruleta de sangre.
—Y del padre qué se sabe, qué habrá sido del padre de ese muchacho.
—No volvió a saberse nada. Por estas comunas no se estilan padres, todos se largan para no volver. Arcángel hace las veces de padre de sus hermanos.
—Y de marido de su madre...
—Pues prácticamente. En todo, menos en la cama.
—Eh, Avemaría.
—Sin pecado concebida. Madre no hay sino una, padre es cualquier hijueputa, así reza la leyenda que el Arcángel trae tatuada en la espalda.
—¿Gusta mucho de tatuarse?
—Hasta las manos lleva rayadas.
—Y Dolorita, ¿nunca lo regaña?
—Dolorita come y calla. Arcángel pagó de su propia plata el arreglo del tejado, porque cuando vinieron las lluvias se les coló el agua. Y lo oyeron jurar que si Dios le daba vida, al año siguiente iba a mandar enchapar la fachada en mármol. Dicho y hecho. Vino el año y él cumplió con su promesa.
—Debió quedar eso como un mausoleo...
—Haga de cuenta. Fachada de mármol en casucha de miseria, ése es el último grito por estos vecindarios.
No un criminal de profesión, de los consumados, eso no; el Arcángel es tan joven que ni siquiera clasifica como sujeto penal. Apenas niño del montón, vecino de al lado, hasta hace poco alumno en la escuela, todavía pegado a las faldas de su madre. Pero armado, eso sí, y dado a los vicios duros.
—Eso somos nosotros, encantadores y alegres, pero nos matamos los unos a los otros. Ese batiburrillo no hay quien lo maneje, somos una gente imposible. ¿Y cobraba por matar, el Arcángel?
—No siempre.
—¿No siempre cobraba, o no siempre mataba?
—No siempre. Se ponía un billete a punta de malosidades. Y además ganaba fama, enloquecía a las nenas, pisaba fuerte. Se hacía respetar. Sentía que era alguien. Aunque muriera joven, eso no le importaba, decía que si ése era el precio, él lo pagaba.
—Eso decían todos.
—Él no más repetía lo que les oía a los mayores, los matones de a de veras. Ya estaba el aire impregnado de esa filosofía: un televisor a color bien vale una vida. Y por ahí derecho a la justificación: si aquél tiene, por qué mi madre no: es mi derecho robarlo para dárselo a ella, y si el precio que pago es morirme, me sale barato.
Constelación de comunas populares engarrapatadas verticalmente en la montaña, iluminadas como pesebres, enmarañadas de callejones, atiborradas de casas unas sobre otras como castillo de naipes. Y allá muy arriba, ya casi en el cielo, en el borde sin barandal de su azotea, con los pies colgando sobre el abismo, se sienta el Arcángel a contemplar. Sopla fresca la brisa y le alborota el pelo. Él se lo quita de la cara con su mano vendada y no piensa, no piensa en nada, va como en avión. Cada anochecer, antes de lanzarse a la furia, se sienta a mirar el río de luces de su ciudad.
Dime, niño, en qué piensas.
No pienso en nada.
Pero se siente bien, allá arriba, casi tan arriba como Dios. Ante el fulgor de la ciudad inmensa y rendida a sus pies, Angelito sabe que al fin y al cabo las cosas no están mal, que es tibio el aire y que no importa morir, porque haber estado vivo fue cosa que valió la pena.
Y cuando ve a la perra tan absorta como él, la agarra por el morro y le susurra: ¿Tú también estás contenta, Luna?
—Qué escultura esa, tan quieta, el niño y la perra asomados al filo del paisaje...
Buenamoza y mandona, asediada por el racimo de sus otros hijos, su madre mete bulla allá abajo, en la acera de enfrente, junto con las mujeres de la vecindad. Entre todas improvisan parrilla y cocinan sancocho, morcillas y natilla; lo de rigor por las épocas estas. Hasta Arcángel suben el humo y el olor de la fritanga. A él la Navidad le gusta, aunque haya quien opine que es la época más triste. Ya de por sí es nostalgioso, el muchacho, y hacia finales de año le da por pensar que esas Pascuas van a ser sus últimas. En todo caso el niño es de temer cuando se pone triste, y ésta es temporada buena para el negocio bravo. Hora de cosecha, como quien dice. Cosecha de huesos.
Desde su azotea, Arcángel observa a su madre. Ella pasada de kilos pero bien plantada, con sus brazotes fuertes y morenos, su desenfado de movimientos, su risa fácil y sus eternas chanclas, esas del continuo trajinar. Porque su madre nunca se queda quieta. Ni un instante. Tranquila, vieja, descansá un rato, le pide él, o más bien se lo ordena, según su estilo de andar mangoneando. Quieta, vieja, vení sentate que me mareas con tu merequetengue, y dejá de decirme que esto y que lo otro, porque me tenés la cabeza hecha un bombo.
En la escuela le leyeron a Angelito la historia de unas zapatillas rojas que no dejaban que su dueña parara de bailar. También las chanclas de su madre deben estar hechizadas aunque no sean rojas, así piensa él, y desde su mirador le va siguiendo a ella el ir y venir, el mapa sin descanso que allá abajo va trazando su coronilla, de raíces negras en pelo teñido de oro. Ella que sube la cuesta cargando un bidón lleno de agua; ella que le echa la bendición a Juan Mario, su segundo hijo, y lo despide para la escuela; ella que le lleva pastelitos de gloria a la señora Herminia, la vecina paralítica; ella que riñe con el tendero porque no le estira el crédito.
Ella, que echa la cabeza para atrás y mira hacia arriba, buscando al hijo mayor. Le grita que baje a comer: Mijo, qué hace allá tan solo, venga por su buñuelo con miel, que tanto le gusta. Pero él no hace caso. Él no come nada, hace días que la comida no le baja por la garganta.
Pierde la mirada en los millones de luces que adornan calles y casas, de ahí en declive por la pendiente, como en cascada. Este año el Arcángel les compró a sus hermanos nuevos cables de foquitos, azules, verdes, rojos, naranjas y violetas, de esos de led, ¿sabe cuáles?, los novedosos, que vienen tan brillantes. Pero no les ayudó a colocarlos. Dijo que ya no estaba para niñerías. Tampoco juega ya a piratear cometas. Cuando todavía se llamaba Angelito, traía siempre un capador en el bolsillo: dos piedras atadas a los extremos de una cuerda corta, que él sabía arrojar por el aire cuando aparecía, alta en el cielo, una cometa ajena. Con el capador la enredaba por la cola, la tiraba al suelo y luego pegaba el carrerón, para apropiársela. Cosas de niños que él ya no practica, por andar en otras.
¡Baja a comer, hijo!, le grita su madre, y él no contesta.
Lejos, en una cantina de algún otro barrio, estará su padre ahogándose en alcohol y llorando sobre un tango. Y ese tango puede ser Volvamos a empezar, que cuenta la historia de un hombre que tras años de ausencia regresa a casa, donde todavía lo esperan su mujer y sus cachorros. En la rocola estará sonando la voz de Oscar Larroca: No llores, volvamos a empezar. Pero el padre del Arcángel llora, ése sí que llora, porque sabe que no es cierto. Miente el tango, no hay regreso.
Más arriba, muy arriba, desde su azotea, el Arcángel escucha el rumor de su barrio. El eco de sus dominios, que abarcan un centenar de casas, dos docenas de calles, un par de baldíos. Aquí manda él y siembra pánico con su banda y su changón, sus cuchillos, sus mañas bellacas, sus amenazas. En las lindes de su territorio empieza el de los rivales, otros pistolocos iguales a él, también con sus propias tribus, con las que el Arcángel puede pactar alianza o casar cadena de venganzas.
Desde su terraza, el niño dorado escucha: en cada uno de los cuartos de cada una de las casas suena una radio distinta, y todas las músicas y las disonancias se unen para conformar ese gran concierto que es como la voz del barrio. Es un ruido que no cesa y el Arcángel lo agradece, porque lo acompaña en sus desvelos y le mantiene a raya el miedo.
—¿Miedo, él, que a todos quiere asustar?
—No se atreve a dormir solo; dice que se le aparece el diablo. Dice que no hay cosa peor que el silencio, que está lleno de fantasmas, y que a él los vivos se la pelan, pero que a las sombras les guarda respeto.
Lo que es dormir, ese muchacho no duerme. Ni a oscuras, ni en solitario. Sólo se anima a cerrar sus ojazos mientras dure el día, o con la luz encendida, con su perra Luna al lado y dejándose arrullar por el chancleteo de su madre, que resuena por los rincones de la casa. Si no es así, las pesadillas se lo tragan vivo. Si de veras fuera arcángel ya habría derrotado al diablo, murmuran a sus espaldas los de su propia banda.
Dice el Arcángel que diciembre es su mes predilecto, con todo y lo triste. Y no le faltan razones. Por aquí las Navidades se dejan venir con guirnaldas de papel picado, estrellas de Belén, hogueras en honor a la Virgen, rezos, villancicos, fiesta en la calle y sobre todo mujeres y perros; hacia finales de año, Gladys y Gladys y estos barrios se vuelven un hervidero de mujeres que preparan el banquete y de perros callejeros que corren tras ellas esperando las sobras. Y en medio del festejo, truena de repente la balacera. Uno, dos, tres tiros que restallan cerca, como chasquido de látigo, en la otra cuadra, en la esquina, en la heladería, en la cantina, en la tienda.
Junto con los tiros puede venir algún grito, y luego el mutismo se hace compacto: se instala alrededor un silencio imponente, importante, grandioso. Haga de cuenta una burbuja sorda donde todo se congela. Es el instante absoluto del miedo, y parece eterno. Enseguida se cierran todas las puertas, las calles quedan desiertas y el barrio flota en los ecos de ese gran vacío. Pero sólo por un rato, mientras nos vamos haciendo a la idea. Ya luego asomamos las narices y empiezan los chismes, que quién fue el muerto, que si el hijo de quién, que si el hermano de tal, pero sin preguntar quién lo habrá matado. Ésa es la pregunta que no debe hacerse. Eso es mejor no saberlo, aunque en realidad se sepa. Lo importante es no dejar que los demás sepan que tú lo sabes.
Luego hay quien se santigua murmurando un requiescat in pace. Y alguien que se suelta a llorar, por aquí o por allá, y unas vecinas que suben a consolar a la madre, cualquiera que sea, que el tiroteo haya dejado huérfana de hijo.
En las épocas peores, los curiosos bajaban a observar al cadáver recién hecho. O sea al traído: así se le decía. Traídos son los regalitos que trae el Niño Dios, y traídos eran los muertos que diciembre arrastraba. ¿De dónde ese uso y costumbre? No es difícil deducirlo: se deja matar el que se descuida, o sea el que se ofrece; el que se regala, en resumidas cuentas.
Unos minutos después de la balacera, ya estábamos todos otra vez en la calle, avivando brasas para los chorizos y repartiendo gaseosa y cerveza. Sin dejar que nos aguara la fiesta el fondo de campanas que llamaban a entierro. El muerto al hoyo y el vivo al bollo fue otra frasecita que se puso de moda por ese entonces. Mañas del hablar, que va acompañando el acostumbramiento del alma ante tanta guerra. También sabíamos decir: el que se murió se jodió. Eran dichos de la gente, que se hacía la ruda para no entregarse al desconsuelo. Los muchachos se entendían entre ellos en su propia lengua, que llamaban parlache, y era haga de cuenta un martilleo de maldiciones, un ir atropellando puras groserías, hijueputazos, insultos, amenazas, huevos, vergas. Como disco rayado, y escupiendo veneno. En cambio a las mujeres les entró la onda de hablar en sentimental, como estrellas de telenovela. Yo no me suelto a llorar, porque el día que empiece ya no voy a parar nunca: así decía Dolorita, la madre del muchacho. Y no que fuera frase original suya; por acá decían así todas las madres.
Después del tiroteo, ya enseguida el agite amainaba y cada quien volvíamos a lo nuestro, y la vida en la comuna se reposaba de nuevo en los juegos de los niños, en los villancicos, el olor del asado, los colores de las guirnaldas. Se encendía el cielo nocturno con el reguero de estrellas que iban dejando los cohetes, las rodachinas, los volcanes, los triquitraques y las luces de bengala, y nosotros no sabíamos si el próximo tronar iba a venir de fuegos artificiales o de tiros de a de veras. Porque la muerte, que es astuta, había aprendido a camuflarse. Hubo por entonces quien profetizó que ella viene siendo lo mismo que la vida, apenas la otra cara de la moneda tirada al aire.
Así es. Lo bonito de este barrio viene siendo el nombre. Este barrio que en realidad vienen siendo dos, divididos por una cañada: este de arriba y el de más abajo. Bautizados por los fundadores —invasores de cojones— como El Jardín, el de arriba, y Las Delicias, el más de abajo.
No pasa nada, Luna, le dice el Arcángel a su perra, que echada a su lado alza el hocico husmeando el olor a pólvora. Quieta, bonita, que no pasa nada.
Luna no ladra, aúlla. Desde abajo se diría que en esa azotea mantienen enjaulado a un lobo, de los plateados e hirsutos, de ojos centelleantes y mirada amarilla. Qué decepción se llevarían si la vieran. Sólo a Arcángel se le pudo ocurrir bautizarla Luna, nombre de animal melancólico y cósmico. El resto de la familia la llama Cachucha, apodo que cuadra mejor con su tamaño mediano, sus muchas cicatrices de viejas furruscas, su manto lunarejo y su raza difusa, y sobre todo con su oreja quebrada y caída hacia un ojo, a modo de bonete. Pero el que sabe es Arcángel. Él ha visto cómo su perra se convierte en loba cada vez que aúlla.
La mantiene resguardada en la azotea, al menos durante el día; teme que si la ven vagando por las calles la dañen a ella por vengarse de él. Pero cuando vuelve a casa, ya de amanecida, se lleva a su Luna al monte. Los dos caminan todavía en la oscurana por entre la espesura, en el olor a eucalipto, el rumor del agua que baja en quebradas, la frescura del aire sin estrenar. Y regresan antes de que la luz caiga plena y los delate. Así es el cambalache entre muchacho y perra: la noche por el día. Ella accede gustosa, con devoción total, y mira al niño entregada, como rezándole a un santo. Como si se le hubiera aparecido un ángel.
Hasta estos arrabales no quería subir nadie. La autoridad no metía la nariz, la policía no asomaba, ni qué hablar de un médico. Apenas el cura, que abría la iglesia para oficio de difuntos y luego la cerraba con trancas y candado. En las cantinas escaseaban las cervezas y en las tiendas la leche, y ni hablar de papel higiénico en los baños, porque las bandas saqueaban los camiones de reparto ni bien empinaban la trompa por estas calles. Para los habitantes de abajo, estas barriadas eran, y aún siguen siendo, territorio prohibido que los acecha y desvela. Allá abajote la ciudad, y acá arribota las comunas, rodeándola como anillo de fuego, apretándole el cuello, respirándole encima.
—Pero el Arcángel subió, la tarde en que las cosas cambiaron y se dieron vuelta. Subía de la ciudad a su barrio la tarde aquella que quiso arroparlo con otro signo.
—Sucede a veces, eso del cambio de signo. No siempre, en realidad casi nunca. Pero hay quien logra troncharle el cuello al destino. Todo depende. Puede bastar una sola palabra, un instante de lucidez, un quiebre en la entendedera: una revelación, que llaman, y que nos hace cambiar, aunque nos desgarre. Aunque nos destroce por dentro. No todos quieren, no todos pueden, y sólo unos pocos se muestran capaces de sobrevivirlo. Digamos que ese día al Arcángel lo abatió, como un rayo, el instante temible, pero iluminado. El golpe tremebundo. Pablo de Tarso que cae del caballo camino a Damasco, ¿me entiende? A eso me refiero. A ese tipo de flechazo, de intensidad insoportable.
—Y cambiaron las cosas...
—Cambiaron, sí, al menos para él. Pero no para bien, todavía no, no se me ilusione, que mucha agua sucia tenía que correr todavía bajo ese puente para que su leyenda pudiera cumplirse.
La secuencia del capítulo fundamental se ha venido a conocer por partes. Es decir, retaceada, adivinada más que comprobada, y en todo caso teñida de versiones y contraversiones. Empezando por el testimonio del taxista que trajo esa tarde al Arcángel desde la ciudad hasta este su doble barrio: más arriba El Jardín, Las Delicias más abajo. Según contó ese hombre, se había animado a recoger al muchacho porque lo vio inofensivo. Pulcro y arreglado, con carita de niño. Dijo que hasta estas favelas él no subía nunca; por instinto de conservación y por principio evitaba meterse en territorios vedados. Pero que acababa de almorzar a gusto, y era una tarde de sol, tibia y despejada, y no parecía grande el riesgo. Dijo que el muchacho se montó en el asiento trasero y que por el camino se vinieron charlando de todo un poco, sobre todo de música; al muchacho le gustó la que el taxista traía grabada y se la festejó, buena música, hermano, le dijo, buena onda, no hay bronca, no hay bronca. Y el taxista iba tranquilo, no había bronca, y hasta le preguntó al pasajero, por seguir buscando tema, cómo andaba por acá la movida, si muy caliente. Y entonces el muchacho, como si le dieran cuerda, se soltó a hablar de revólveres, de granadas, de atracos, con una virulencia y una mala leche que erizaban los pelos. Le había cambiado la voz y el entusiasmo le sonaba negro, y dice el taxista que hasta el rostro se le oscureció, según pudo observar por el espejo retrovisor. Y ahí es cuando el chofer se asusta y dice para sí: Éste no es trigo limpio. Y de ahí en adelante sigue con el credo en la boca, en el presentimiento de que en cualquier momento sentiría el frío de una navaja contra la carótida. Ya llegando a destino, el Arcángel dizque le confiesa que no trae dinero. El chofer le responde, aliviado de poder deshacerse de esa papa caliente: Tranquilo, hermano, otro día me paga. Pero el niño insiste: Parame aquí, frente a ese bar, es de un tío mío que me presta. El chofer detiene el taxi diciendo para sí: Éste se baja y se escabulle y es lo mejor que puede pasarme. Pero ve que el niño entra efectivamente al bar y conversa tranquilo con el dueño, y dicen que alcanzó a pensar. De pronto no está mintiendo y ése es de verdad su tío. Cuando en ésas su cliente, el chiquito carilindo, el mosquita muerta, le descerraja un palazo por la cabeza al hombre del bar, lo patea en el vientre y sin ningún afán, con toda parsimonia, agarra el dinero de la caja y se acerca al taxi, estirándole los pesos, dizque para pagar lo que debe. Era un gesto: su clase de gestos. Pero el chofer, que a esas alturas ya está curado de espanto, en vez de recibirle, hunde el acelerador a fondo y desaparece ladera abajo.
Ese señor taxista, que vivió para contarlo, nosotros no sabemos cómo se llama. Su historia nos llegó por medio del comadreo. En cambio el bar era el Mis Errores, que está de aquí a siete cuadras, y el dueño del Mis Errores era don Ramiro Sierra, colega y compadre, conocido de toda la vida por estos arrabales. Un hombre bueno, qué quiere que le diga. De su contusión cerebral supimos a la mañana siguiente, y hasta la fecha le duran unas migrañas que no tienen cura, apenas el paliativo de un encierro a oscuras donde no le lleguen ni los ruidos ni las preocupaciones.
—Y ahí empieza todo.
—El atropello del Mis Errores no pasó de ser una desgracia más, de las que suceden por aquí a diario. Pero se destaca en la memoria de este vecindario porque a partir de ahí se van a ir desencadenando los hechos que llevan al punto álgido.
Arcángel entra a su casa, donde lo espera el ritual de costumbre: la bienvenida amorosa de la madre, solícita y nutricia, que lo mima y le acaricia el pelo, desenmarañando con sus dedos el enjambre de rizos melados.
—Y le ofrece comida, supongo, un panecito dulce, una manzana, algo.
—Le ofrece un algo de fruta. Y él, como siempre, rechaza. O ante la insistencia de ella, se hace el que come y más bien le da a Luna por debajo de la mesa.
Luego se deja caer, desmadejado, en la mecedora de mimbre, con su perra al lado. Un sopor de media tarde le pardea en las pupilas, y él prende el televisor. Su madre lo mira y suspira: al menos por ahora el primogénito está quieto, bajo control y a la vista, y parece sereno, entregado al ensueño, como cuando era niño y todavía se dejaba decir Angelito.
—Parece tranquilo, pero el río va por dentro...
El muchacho terrible ha quedado absorto en el canal de dibujos animados. Los muñequitos, como se les dice. Estático, lelo, con la boca entreabierta, el Arcángel se deja hipnotizar por ese frenesí de choques, ruidos, explosiones, descargas y golpes. Quizá porque ve en ello el vivo retrato de su propia existencia. Derrumbes, resbalones, empellones, porrazos: como en los muñequitos, en estos barrios tan escarpados todo rueda y va a parar al piso. En El Jardín todo cae, empezando por el muerto; por aquí la ley de gravedad es la única ley que se cumple. Y mientras en la pantalla los dibujos animados montan una coreografía arrebatada, las pupilas verdes del Arcángel vibran al son de esa musiquita obsesiva y maniática.
Ya se va ocultando el sol. Visualice conmigo, si quiere, la escena que sigue: se viene encima un anochecer de esos rojos y reverberantes, con horizontes de fuego en torno a Las Delicias. Unos muchachos en una esquina, enchufados en sus audífonos, tamborilean con el pie el ritmo de la música invisible de sus MP3. Parece que se aburren, pero en realidad acechan. Son cuatro, y acechan. Observan a las víctimas posibles que les van desfilando por enfrente.
Uno de los cuatro es el Arcángel: el más joven. Se ha cambiado la pinta, y ahora lleva camiseta negra con escudo de Ramones y pañuelo rabo’egallo sujetándole el pelo. Algo trama, aquí parado con su estado mayor. Quiere acción. Y si no se le presenta nada, tendrá que aburrirse. A veces permanece amurado: recostado contra el muro. No hacer nada durante horas también forma parte de su actividad noctámbula; no en balde repite la radio que el tedio es la madre del crimen. Cuatro muchachos esperando en una esquina, indolentes y bellos como gatos. Parece cosa de nada... Y sin embargo. De esos cuatro, a uno su estrella está a punto de enviarle destellos.
El ciclo que para él va a sellarse había empezado un par de años atrás, con perros desollados, gatos quemados, gallinas degolladas colgando de los quicios. Y la cosa había ido creciendo hasta convertirse en esa cadena que todavía no para de muertes de adolescentes. Hijos de la gente. Comunes y corrientes. ¿Quién los asesina? Nadie en especial, apenas otros iguales a ellos. Y ahí va el juego, ahí, ahí, con vaivén funesto de victimarios que pasan a ser víctimas, de víctimas que se convierten en victimarios.
Al rato, la bandola del Arcángel abandona el puesto. Se van a buscar esquinas que les traigan mejor suerte, quien quita y resulte un trabajito de ocasión, y rondan al amparo de la noche buscando el centavo, calentando el fierro en el sobaco, disponibles y dispuestos como prostitutas o serenateros, esperando al marido cornudo que les ofrezca propina por sacarse el clavo, o al fiador estafado, al arrendador que quiera puyar a un inquilino moroso, a la señora que necesita comprarse un televisor, pero baratico, mijo, aunque sea de los robados.
Un maestro albañil con su cuadrilla le trabaja reparaciones a una construcción chata, de doble piso, apretujada entre la droguería y un caserón en ruinas. Desde una escalera de bambú, el maestro de obra le está pintando la fachada, amarillas las paredes, azul la puerta y los marcos de las ventanas. El Arcángel y los suyos se paran a mirar, total cualquier cosa es cariño, y para divertirse basta con amasar un moco. De espaldas a ellos, los albañiles siguen en su oficio. El maestro de obra, curtido y canoso, se encarama un poco más para pintar el letrero que irá sobre la puerta.
El Arcángel se engloba viendo aparecer la primera letra, que será una B, según se va viendo. B de Burro viejo. B de Boleta la que estás dando, piensa el Arcángel mirando al albañil, B de Bobo y de Baboso, ahí tan confiado y dando la espalda.
Adiviná qué letra sigue, le ordena el Arcángel a uno de los suyos, el Caycedo, un flaco cetrino de camisa blanca y suelta sobre un jean tan trincado que si quiere que resbale y suba, tiene que forrarse las piernas en bolsa plástica. A ver, vos, Caycedo, qué letra viene, te van quinientas barras si le atinas.
Hmmm... La A, arriesga el Caycedo.
La... ¡T!, apuesta el Chupeta, más bajo, casi enano, pero con torso abombado de fisiculturista.
¿La T, bestia bruta?, Arcángel le asesta al Chupeta un capirotazo. ¿La T, animal de monte? ¿No ves que después de consonante tiene que venir vocal? Jodido analfabeta, este pigmeo de mierda.
Los albañiles jóvenes ya se van para sus casas, ya cumplieron con el oficio del día. El viejo les grita: Voy con ustedes, espérenme tantico. Pero los otros ya caminan calle abajo, y en cambio el maestro sigue aplicado a la brocha, una letra más, una más y no más, total ya va siendo oscuro y casi no se ve. ¿Cuál es la siguiente letra que su mano produce, comprometido a fondo con la pulcritud del encargo, pendiente de que no le tiemble el pulso para que ni una gota de azul manche el amarillo del fondo? No es la A, no señor, y la T sí que menos. Es la letra I, o eso va pareciendo. Sí, es la I, en un santiamén queda lista, total es la letra más fácil, un palito y ya está, sin punto ni nada por ser mayúscula. La I de Iguana y de Iglesia. Pero el Arcángel y su bandola no nacieron para pendejos y el espectáculo ya los va aburriendo. Es la I de Imbécil, y a la larga a ellos qué carajos les importa, acaso están para letras y maricaditas de ésas, si hace rato dejaron la escuela.
El albañil veterano allá arriba, encaramado en esa escalera ligera y flexible, y abajo los cuatro buscando adrenalina, una cosita de nada, apenas un primer shot para inaugurar la noche, un poco de diversión que no le hace mal a nadie, y se agarran a sacudir la escalera, sólo por joder, sólo por pasar el rato, y arriba el pobre hombre viéndose a gatas para mantener el equilibrio.
¡Agarrate de la brocha, que voy a quitar la escalera!, le grita el Arcángel y los otros se ríen, buen chiste, le celebran, viejo pero bueno, ¡agarrate de la brocha, no vaya a ser que te caigas!
Y entre los cuatro le aplican el mece-mece hasta que el tarro de pintura cae al suelo, salpicando, y le deja al Caycedo los jeans perdidos de azul. El Caycedo maldice y le asesta un empujón final a la escalera, que siendo de bambú es construcción de aire, juego de palitos chinos que cruje y cede y se viene abajo con todo y viejo, que queda tendido en la acera y sangra por nariz y ceja, desarticulado como un maniquí y con el tobillo tronchado en un ángulo obtuso.
Ten misericordia, le pide el viejo al Arcángel, sujetándolo por la pantorrilla. Yo sé quién eres, tú eres el hijo de Dolorita. Ayuda a este pobre anciano.
Como no te ayude tu puta madre, se le ríe Arcángel, se zafa y se larga con su patota.
Pero luego frena. Se da media vuelta y deshace sus pasos.
—¿Se devuelve para rematarlo?
—Hubiera podido, pero no lo hace. Más bien se quita el rabo’egallo que lleva atado al pelo y se lo pasa al viejo, para que se limpie la sangre que le corre por la cara. Eso no más; apenas el gesto, el segundo del día. Y luego se esfuma. Apenas un gesto, pero de gestos mínimos está entretejida la trama muy delgada de su leyenda.
Qué serie de otros sucesos fueron marcándole el ritmo a esa velada, es cosa que no se sabe; la relación de los hechos menudos se pierde en el laberinto de callejones. Un atraco aquí, una crueldad allá, un desquite más arriba, un zafarrancho más abajo. Nada que se configure con contornos precisos, hasta que llega el momento, ya sobre las dos de la madrugada, en que Arcángel y sus parches van a parar a un baile.
—Usted que dice baile, y a mí que me suena a parejas deslizándose en vuelos de vals por un piso de mármol.
Piso de tierra, más bien, y al fondo de un sótano. Autismo ensordecedor de un rock satánico y espeso, que la banda Pestilencia va percusionando con palos de escoba contra canecas, mientras a gruñidos le canta a la peste, a la plaga, las deformidades, la sangre que hierve en el fuego, las putas violadas con fierros, los campos sepulcrales, las risas dementes, el sexo sin perdón, el mundo como holocausto, el Dios Vivo como máquina mortífera, la juventud transformada en guerrilla del metal.
—Pare, pare, no vaya tan aprisa. Por ahí se escucha decir que esa noche el Arcángel compró una boleta para una rifa...
Se me iba escapando el detalle, mire lo que son las trampas de la memoria. Sucedió ahí mismo, durante el baile. Serpenteaba por entre las mesas una matrona vendiendo boletas para una rifa, que jugaba con los últimos cuatro números de la lotería. En una mochila llevaba el objeto que estaba rifando, y lo exhibía para animar a la gente a participar. ¿Qué era? Una pistola. ¿Qué pistola? Yo no querría ponerle nombre, para mí todas son iguales. Digamos que una pistola grande y pesada, plateada, reluciente... Claro que si le pregunta a alguien que sepa de eso, le dirá que se trataba de una Heckler nueve milímetros, o sea que debía ser negra y no plateada, y no tan reluciente, porque venía de segunda mano.
Arcángel se enamoró locamente de ese juguete. Dicen que lo acariciaba, como si fuera una novia, y que le iba susurrando: Vos tenés que ser mía, ¿entendés, preciosura?, vos sos para mí, mientras pegaba los labios al cuerpecito metálico de ella, besándole la boquita helada y redonda. Por ahí va la cosa con esta muchachada brava, no sé si me sigue en lo que pretendo explicarle. El Arcángel andaba encoñado con la muerte. Era un asunto de pasión. En la película de su vida, las noviecitas figuraban como actrices de reparto, mientras que la muerte era la actriz principal, la candidata al Oscar. Pasa así cuando la vida es pereza, sin salida, grisura, día igual tras día igual y callejón que no lleva a ninguna parte. Pasa entonces que la muerte se abre camino como la gran aventura, la incentivadora de tu voluntad, la que te mantiene vivas las ganas de seguir y el corazón latiendo a plena velocidad. Estos muchachos nuestros se prenden a la muerte como el ahogado a la tabla, ¿sí ve? Unos meses antes, alguien le había preguntado al Arcángel, delicadamente y tanteando terreno, por qué había matado a Everardo Piñeres, sobrino de don Jacinto José Piñeres, muchacho serenito y apocado que le hacía de ayudante al tío en su remontadora de llantas. Dicen que el Arcángel respondió, con voz soñadora y pensando en otra cosa: Será porque me enamoré de él para matarlo, era mi amigo pero lo maté, y después de que lo hice me entregué al dolor.
Su jerga de muerte era declaración de amor. Por aquí el que mata no sólo acaba con lo que odia, sino también con lo que ama. Mata para poseer lo que de otra forma no se entrega. También a los objetos ajenos el Arcángel les tenía cariño. Les coqueteaba, de ladito se les iba acercando, mañosa y seductoramente, como envolviéndolos en la mirada de sus ojos verdes, hasta que lograba echarles mano y apropiárselos: bambas de oro, cadenas de plata, camisas Ocean Pacific, jeans Paco Rabanne, zapatillas Nike, equipos láser de sonido, gafas Ray-Ban, CD’s de rock no comercial, electrodomésticos para la cocina de su mamá, alguna Honda CBR 1000, un Mazda 626 GLX: eran cositas que lo enamoraban.
Así le sucedió con la pistola de la rifa aquella. Fue tal su empecine que le invirtió tres boletas, no una sino tres, y le echó la bendición a cada una para que el milagro se le cumpliera. Pero nada, ni por ésas. No se ganó nada.
—Entonces por ahí no le vino el ajuste de suerte...
Ante todo paciencia, que ya casi llegamos. Rebobinemos y volvamos donde estábamos. En la pista improvisada baila la muchachada compacta, estremecida, iracunda, molesta con todo, rabiosa y sudando la gota.
—Y lo que bailaban no era propiamente un vals.
Más bien pogo, que llaman, y que revuelve a punkeros con metaleros y vieja guardia, en un rebullirse mazacotudo y caliente, donde todos al compás se pegan con todos, hombres y mujeres a los trompicones, dándose de puños amistosamente, y de patadas y hasta cadenazos. Ése era su baile, con el Arcángel al centro. Él, el más bello y vistoso; él, con más bríos y más resabios que nadie; él, brillando con luz propia y jalándole al perreo con una morena plástica y elástica, bien maquilladita, de pelo lacio y largo hasta la cintura, apetecida por todos, muy femenina, que luce el cuerpazo ceñido en camiseta ombliguera y pantalón chicle. Y en ésas se encuentra el Arcángel cuando vienen a avisarle.
Allá le llegan con la noticia. Lo buscan para decirle que acaban de ver a su madre, de cobija terciada sobre el camisón de dormir, con el pelo revuelto y en chinelas, ni más ni menos que apostada, sola, en el callejón del Carmen, que es uno de los huecos más tenebrosos del barrio, pese a que la imagen de la Mechudita, la Virgen del Carmen, lo preside desde un nicho esquinero, alumbrada por velones y rodeada de flores, con su cara bonita y sus cabellos tan largos que por eso la llaman, con respeto y devoción, la Mechudita, santa patrona de El Jardín y Las Delicias, dulce protectora de los oficios difíciles. O sea que la Mechudita cuida de los policías, los celadores, los guardaespaldas, los boxeadores, los sicarios y los pistolocos. Al cura Bonifacio, que los escucha a todos en el confesionario y les conoce el alma, yo le he oído decir que son muy religiosos, porque ante el peligro extremo sólo les queda rezar. Pero que no gustan de invocar a Dios, sino siempre a la Virgen del Carmen como madre bondadosa, que todo les tolera y perdona. Dice cosas, el padre Bonifacio, que lo ponen a uno a pensar. A veces se pronuncia de un modo, y a veces del modo contrario; como que se contradice al vaivén de su propia confusión interior. Dice que los muchachos de por aquí son muy locos, y que él a veces piensa que las circunstancias los obligan a ser de ese modo. Pero que otras veces piensa que son francamente malos.
Tan santa y tan pura, la Mechudita, allá entronizada en su callejón, entre su nicho de flores y velas, mientras a su alrededor pululan las putas, las peleas a machete, la venta de basuco y el vómito de borracho, porque ésta viene siendo la olla más podrida, el último rincón del infierno: las peores goteras del Paraíso. Y le vienen a Arcángel con el cuento de que precisamente allá acaban de ver a su madre.
El Arcángel no lo cree, cómo va a aceptar semejante calumnia, si su mamá lo espera siempre en casa, despierta y pendiente de su llegada para ofrecerle un caldo, un pan dulce, mijo, aunque sea una manzana, mire, tome, coma que está muy flaquito. Y se preocupa por él, y llora por su ausencia, y su madre no es de las que andan por ahí solas a altas horas de la noche, como lloronas locas, y el Arcángel se arrevolvera y se indigna, suelta a la nena que baila con él y le saltan chispas de sus ojos de vidrio, y hasta espuma pareciera que le sale por la boca, y si el Caycedo y el Chupeta y el resto de sus parceros no lo frenan y lo llaman a la calma, le hubiera tajado la cara al que así se atrevía a insultarlo. Allá tú, le advierte al Arcángel el tipo que le vino con el chisme, allá tú si quieres creer o no, vete al callejón del Carmen y mira por ti mismo.
—¿Y resultó cierto?
Resultó cierto. Ahí, en el callejón del Carmen. Sola, en camisón y chinelas, apenas protegida por la manta que se ha echado sobre los hombros. Ahí está su madre, cerca de las tres y media de la madrugada. El Arcángel va llegando, y la va viendo. Se restriega los ojos para conjurar el espejismo. Necesita despejar la nube de aguardiente y marihuana que le enturbia la cabeza. Nada que hacer, es ella. Ahí está, y es ella. No lo están traicionando sus ojos: es ella.
—Se habrá vuelto loco, ese muchacho, y habrá armado la de Dios es Cristo...
No, se refrena. Actúa a sangre fría, aprovecha que ella no lo ha visto y espera para averiguar de qué va tan inconcebible demencia. Se esconde tras un muro y observa.
A riesgo de perder la vida, Dolorita se mete a la fuerza en una de las ollas donde expenden basuco, un cuchitril más peligroso que un tiro en el oído, y hasta allá se cuela ella, empujando y mandando al carajo a los cafres armados que pretenden impedírselo. Pero ella se zafa a patadas y a mordiscos, como una valkiria en la revoltura de su cabellera rubia de raíces negras, como una amazona con un pecho afuera, escapado del camisón de dormir, que se ha rasgado en la refriega. Pero ella está en lo que está, y ni dios podría detenerla. A mandobles de sus brazos poderosos logra colarse al lugar, y al rato sale de allí, arrastrando de una oreja...
—A Juan Mario, el segundo de sus hijos.
Eso mismo. A Juan Mario, el que le sigue a Angelito. La madre lo saca del antro a la brava, lo sacude a cachetada limpia y le grita unas palabras que el Arcángel, desde su escondite, escucha, sintiendo que el corazón se le rompe en mil pedazos. Como el eslabón que revienta la cadena. Como el rayo que te parte en dos. Como esa caída en el camino de Damasco, que te salva o te liquida, te libra o te desintegra.
Nunca más, Juan Mario, nunca más, conmina la madre al segundo de sus hijos. Por encima de mi cadáver, Juan Mario. Que nunca más te vea yo en éstas. Tú no, Juan Mario, tú no. ¿Me escuchas? Tú no. No vas a seguir sus pasos. Con un sicario en casa me basta y me sobra.
—Una curiosidad, no más. Siempre he querido saber qué iba a rezar el letrero que el viejo albañil no pudo terminar después del porrazo, por andar hecho un cristo en su cama de convaleciente.
Qué iba a rezar y qué reza, porque en la tarea de acabar de pintarlo lo reemplazaron sus ayudantes. Ese letrero dice una sola cosa: BIBLIOTECA. En letras azules sobre muro amarillo. Una biblioteca pública. La primera en El Jardín y Las Delicias, y la más bonita en muchos kilómetros a la redonda.