Capítulo uno

 

 

 

Lección 1.
Los ricos no trabajan
para obtener dinero


 

 

La gente pobre y la de la clase media trabajan para obtener dinero. Los ricos, en cambio, hacen que el dinero trabaje para ellos.

 

 

“Papá, ¿me puedes decir cómo volverme rico?”

Mi padre dejó a un lado el periódico vespertino. “¿Para qué quieres volverte rico, hijo?”

“Porque hoy la mamá de Jimmy llegó en su Cadillac nuevo. Iban a su casa de la playa a pasar el fin de semana. Llevaron con ellos a tres de los amigos de Jimmy, pero a mí y a Mike no nos invitaron. Nos dijeron que no lo hicieron porque éramos pobres.”

“¿Ah sí?”, preguntó mi padre con incredulidad.

“Ajá, así fue”, contesté, herido.

Papá sacudió la cabeza en silencio, se empujó los lentes hasta el puente de la nariz y continuó leyendo el periódico. Yo me quedé ahí parado, esperando una respuesta.

Eso fue en 1956, cuando tenía nueve años. Por aras del destino, asistía a la misma escuela pública a la que la gente rica enviaba a sus hijos. Vivíamos en un pueblo en donde había plantaciones de azúcar. Los capataces de las plantaciones y otras personas con medios económicos —como doctores, dueños de negocios y banqueros— inscribían a sus hijos en esa primaria, y, por lo general, los enviaban a escuelas privadas en cuanto terminaban el sexto grado. Yo asistí a esa escuela porque mi familia vivía del mismo lado de la calle en que ésta se encontraba.

Si hubiera vivido del otro lado, habría ido a otra escuela, con niños de familias más parecidas a la mía y, al terminar, tanto ellos como yo, habríamos ido a secundarias y preparatorias públicas. Las escuelas privadas no habrían sido una opción.

Al fin, mi padre volvió a soltar el periódico. Comprendí que estaba pensando.

“Pues, verás, hijo...”, comenzó a decir lentamente, “si quieres ser rico, tienes que aprender a hacer dinero”.

“¿Y cómo hago dinero?”, le pregunté.

“Pues usa la cabeza, hijo”, dijo, con una sonrisa. Incluso entonces supe lo que eso significaba. Era algo como: “Eso es todo lo que te voy a decir” o “No sé la respuesta, así que no me avergüences.”

 

SE FORMA UNA SOCIEDAD

A la mañana siguiente le conté a Mike, mi mejor amigo, todo lo que mi padre me dijo. Yo había notado que Mike y yo éramos los únicos chicos pobres de la escuela. Él también estaba ahí por casualidad. Alguien trazó una desviación en el distrito escolar, y por eso él y yo terminamos siendo compañeros de niños ricos. En realidad no éramos pobres, pero nos sentíamos así porque todos los otros chicos tenían guantes de beisbol, bicicletas recién compradas y todo nuevo.

Mamá y papá nos daban lo esencial, como alimento, techo y ropa, pero eso era todo. Papá solía decir: “Si quieres algo, trabaja para conseguirlo.” Nosotros queríamos cosas, pero no había muchos empleos disponibles para niños de nueve años.

“¿Entonces qué hacemos para conseguir dinero?”, preguntó Mike.

“No lo sé”, le contesté. “¿Pero quieres ser mi socio?”

Mike accedió y, por eso, el siguiente sábado, temprano, se convirtió en mi primer socio de negocios. Pasamos toda la mañana haciendo una lista con ideas para hacer dinero. De repente también hablamos de todos los “chicos populares” que se estaban divirtiendo en la casa de Jimmy. Fue un poco doloroso, pero también benéfico porque la pena nos inspiró a seguir pensando en alguna manera de hacer dinero. Finalmente, un rayo nos iluminó por la tarde. Fue una idea que Mike sacó de un libro de ciencias que había leído. Emocionados, estrechamos las manos: nuestra sociedad ya tenía un negocio.

Las siguientes semanas, Mike y yo anduvimos corriendo por el vecindario. Tocamos todas las puertas y les pedimos a los vecinos que nos guardaran los tubos vacíos de pasta dental. Después de mirarnos intrigados, casi todos los adultos asintieron con una sonrisa. Algunos nos preguntaron qué pensábamos hacer, pero invariablemente respondimos: “No podemos decirle, es un negocio secreto.”

Conforme pasaron más semanas, mi madre empezó a ponerse nerviosa porque, para almacenar nuestro material, elegimos un lugar junto a su lavadora. En una caja de cartón que alguna vez estuvo llena de botellas de cátsup, nuestro pequeño montículo de tubos usados de pasta siguió creciendo.

Pero llegó un momento en que mamá se impuso. El hecho de ver los arrugados y sucios tubos de pasta dental de sus vecinos le colmó el plato. “¿Qué traen entre manos, muchachos?” nos preguntó. “Y no me salgan otra vez con que se trata de un negocio secreto. Si no acomodan este cochinero, voy a tirar todo a la basura.”

Mike y yo le imploramos que no lo hiciera. Le explicamos que muy pronto tendríamos suficientes y podríamos empezar la producción. También le informamos que estábamos esperando que algunos vecinos más se acabaran la pasta que aún tenían, para poder usar los tubos. Mamá nos dio una semana de plazo.

La fecha para iniciar la producción tuvo que cambiarse y la presión subió al máximo. ¡A mi primera sociedad la amenazaba un aviso de desalojo por parte de mi propia madre! Mike se hizo responsable de avisarles a los vecinos que necesitábamos que se apuraran. Les dijo que, de todas maneras, el dentista quería que se cepillaran con más frecuencia. Yo me encargué de ensamblar la línea de producción.

Un día, mi papá llegó a casa con un amigo y ambos nos vieron: éramos dos niños de nueve años en la entrada del garaje, con una línea de producción que operaba a toda velocidad. Había polvo blanco por todos lados. Sobre una larga mesa también se podían ver cartones de leche de la escuela y, a un lado, la parrilla de la familia resplandecía por el calor del carbón que ardía al punto máximo. Papá tuvo que estacionar el auto en la entrada y luego caminar con cuidado porque la línea de producción bloqueaba el espacio de estacionamiento. A medida que él y su amigo se acercaban, vieron una cacerola grande de acero sobre el carbón. Ahí estaban todos los tubos derritiéndose. En aquel tiempo la pasta dental no se vendía en tubos de plástico sino de plomo. Así que, en cuanto la pintura se quemaba, los tubos se mezclaban en la cacerola y se derretían hasta volverse líquido. Con los paños que usaba mi madre para sujetar las cosas calientes, vaciamos el plomo a través de un pequeño orificio en la parte superior de los cartones de leche.

Adentro de los cartones había yeso de París. Pero también había polvo blanco por todos lados. Por la prisa, tiré sin querer la bolsa y el polvo se esparció. Daba la impresión de que había caído una tormenta de nieve en toda la parte frontal de la casa. Los cartones de leche los usamos para hacer los moldes con el yeso de París.

Mi padre y su amigo nos observaron mientras vaciamos el plomo derretido a través de los pequeños orificios en los cubos de yeso.

“Cuidado”, dijo mi padre.

Asentí sin despegar la vista de lo que hacía.

En cuanto terminé de verter el plomo dejé la cacerola de acero a un lado y le sonreí a mi papá.

“¿Qué están haciendo, muchachos?”, me preguntó con una sonrisa precavida.

“Lo que tú me dijiste que hiciera. Nos vamos a volver ricos”, le dije.

“Sip”, agregó Mike, con una tremenda sonrisa, al mismo tiempo que asentía. “Somos socios.”

“¿Y qué hay en esos moldes de yeso?”, preguntó papá.

“Observa”, le dije. “Ésta debe ser una buena ronda de producción.”

Tomé un martillito y le pegué al sello que dividía al cubo en dos. Con mucho cuidado saqué la parte superior del molde y, de él, cayó una moneda de plomo de cinco centavos.

“¡Oh, no!”, exclamó mi padre. “¡Están haciendo monedas de plomo!”

“Así es”, dijo Mike. “Hacemos lo que nos dijo: dinero.”

El amigo de mi papá se volteó y comenzó a carcajearse. Papá sonrió y sacudió la cabeza. Junto a una parrilla caliente y una caja de tubos de pasta dental vacíos, había dos chiquillos cubiertos de polvo blanco y con sonrisas de oreja a oreja.

Papá nos pidió que dejáramos todo y que nos sentáramos junto a él en la escalera al frente de la casa. Con una sonrisa nos preguntó si sabíamos lo que significaba “falsificar”.

Nuestros sueños se hicieron añicos. “¿Quiere decir que esto es ilegal?”, preguntó Mike, con voz temblorosa.

“Déjalos ir”, dijo el amigo de mi padre. “Tal vez están desarrollando un talento natural.”

Mi padre le lanzó una mirada fulminante.

“Sí, es ilegal”, nos dijo con amabilidad. “Pero ustedes acaban de demostrar que tienen mucha creatividad e ideas originales. Sigan así, ¡estoy muy orgulloso de ustedes!”

Desilusionados, Mike y yo nos quedamos sentados en silencio por cerca de veinte minutos, luego limpiamos el desastre. El negocio se acabó el mismo día que comenzó. Mientras barría el polvo de yeso, miré a Mike y le dije: “Supongo que Jimmy y sus amigos tienen razón: somos pobres.”

Mi padre estaba a punto de irse cuando dije eso. “Muchachos”, dijo, “sólo serán pobres si se rinden. Lo más importante es que hicieron algo. La mayoría de la gente sólo habla de volverse rica. Ustedes hicieron algo al respecto. Estoy muy orgulloso de ambos. Se los voy a repetir: sigan intentándolo, no se rindan.”

Mike y yo nos quedamos callados. Las palabras de mi padre eran lindas pero todavía no sabíamos qué hacer.

“Entonces, ¿por qué tú no eres rico, papá?”, le pregunté.

“Porque elegí ser maestro. En realidad, los maestros no piensan en volverse ricos. A nosotros sólo nos gusta enseñar. Me encantaría poder ayudarlos pero no sé cómo hacer dinero.”

Mike y yo nos volteamos y seguimos limpiando.

“Ya sé”, dijo mi padre. “Si quieren aprender a ser ricos, no me pregunten a mí, pregúntenle a tu padre, Mike.”

“¿A mi papá?”, preguntó mi amigo, con el ceño fruncido.

“Sí, a tu papá”, repitió mi padre con una sonrisa. “A los dos nos atiende el mismo banquero, y él siempre me habla maravillas de tu papá. En varias ocasiones me ha dicho que es muy inteligente en lo que se refiere a hacer dinero.”

“¿Mi papá?”, preguntó Mike con incredulidad. “¿Entonces por qué no tenemos un auto lindo y una casa bonita como los niños ricos de la escuela?”

“Un auto lindo y una casa bonita no necesariamente significan que eres rico o que sabes cómo generar dinero”, explicó mi padre. “El papá de Jimmy trabaja en la plantación de azúcar, así que no es muy distinto a mí. Él trabaja para una empresa y yo para el gobierno. La empresa le compró el auto. La compañía azucarera, sin embargo, está teniendo problemas financieros, por lo que el papá de Jimmy podría quedarse sin nada muy pronto. Tu padre es distinto, Mike. Parece que él está construyendo un imperio. Sospecho que, en algunos años, será un hombre muy, muy adinerado.”

Al escuchar eso, Mike y yo volvimos a emocionarnos. Con nuevos bríos, retomamos la labor de limpiar el desastre que habíamos causado con nuestro, ahora extinto, negocio. Mientras limpiábamos, hicimos planes sobre cómo y cuándo hablaríamos con el papá de Mike. El problema era que trabajaba muchas horas al día y, muy a menudo, no volvía a casa sino hasta muy tarde. Tenía bodegas, una constructora, una cadena de tiendas y tres restaurantes. Estos últimos eran los que lo mantenían fuera hasta altas horas de la noche.

Cuando terminamos de limpiar, Mike tomó el autobús a casa. Esa noche, cuando llegara su padre, hablaría con él y le preguntaría si nos podría enseñar cómo volvernos ricos. Prometió que me llamaría en cuanto hubiese hablado con él, incluso aunque fuera tarde.

El teléfono sonó a las 8:30 p.m.

“Muy bien”, dije. “El próximo sábado”. Colgué el teléfono. El padre de Mike estuvo de acuerdo en reunirse con nosotros.

A las 7:30 a.m. del sábado, tomé el autobús que iba a la zona pobre del pueblo.

 

LAS LECCIONES COMIENZAN

Mike y yo nos reunimos con su padre esa mañana, a las 8:00 a.m. en punto. Él ya estaba ocupado; llevaba una hora trabajando. Cuando entré a la pequeña, sencilla y ordenada casa, el supervisor de construcción del papá de Mike, estaba a punto de irse en su camioneta.

“Papá está hablando por teléfono. Dijo que lo esperáramos en el porche”, me explicó Mike en cuanto abrió la puerta.

El viejo piso de duela crujió cuando atravesé el umbral de la vieja construcción. Junto a la puerta había un tapete barato. Estaba ahí para ocultar los años de desgaste provocados por todos los pasos que el piso había tenido que soportar. A pesar de que estaba limpio, era un tapete que tenía que reemplazarse.

Sentí un poco de claustrofobia cuando entré a la angosta sala repleta de viejos y mohosos muebles que hoy serían artículos de colección. En el sofá había dos mujeres. Ambas eran un poco mayores que mi madre. Frente a ellas estaba sentado un hombre en ropa de trabajo. Llevaba pantalones y camisa de color caqui. Bien planchados pero sin almidón. Y botas de trabajo bien lustradas. Era unos diez años mayor que mi papá. Todos nos sonrieron cuando Mike y yo pasamos camino al porche trasero. Les devolví el gesto con timidez.

“¿Quiénes son esas personas?”, pregunté.

“Ah, trabajan para mi padre. El señor dirige las bodegas y las señoras los restaurantes. Cuando llegaste, seguramente viste al supervisor de construcción que está trabajando en el proyecto de una avenida, a 80 kilómetros de aquí. El otro supervisor, el que está construyendo una serie de casas, se fue antes de que llegaras.”

“¿Y así es siempre?”, pregunté.

“No siempre, pero sí con frecuencia”, dijo Mike, y sonrió mientras jalaba una silla para sentarse junto a mí.

“Le pregunté a mi papá si nos enseñaría a hacer dinero”, dijo.

“Oh, ¿y qué te dijo?”, le pregunté con curiosidad y cautela.

“Bueno, al principio puso una cara graciosa, pero luego dijo que nos haría una oferta.”

“Ah”, exclamé. Empecé a mecer mi silla contra la pared y me quedé equilibrado en las dos patas traseras.

Mike hizo lo mismo.

“¿Y sabes cuál es la oferta?”, le pregunté.

“No, pero lo averiguaremos pronto.”

De repente el papá de Mike atravesó de golpe la desvencijada puerta deslizable que llevaba al porche. Mike y yo nos levantamos de un salto. No tanto por educación, sino porque nos asustamos.

“¿Listos, muchachos?”, preguntó, y tomó una silla para sentarse junto a nosotros.

Asentimos y separamos las sillas de la pared para acercarlas y sentarnos frente a él.

Era un hombre corpulento, como de 1.80 de altura y 90 kilos de peso. Mi papá era más alto, de más o menos el mismo peso, y cinco años mayor que el papá de Mike. De cierta forma, se parecían un poco, aunque no tenían el mismo origen racial. Tal vez lo que era similar era el tipo de energía que proyectaban.

“Dice Mike que quieren aprender a hacer dinero. ¿Es verdad eso, Robert?”

Asentí con rapidez. Creo que sacudí demasiado la cabeza. Las palabras y la sonrisa del padre de Mike me causaron gran impacto.

“Muy bien. Mi oferta es la siguiente: les voy a enseñar, pero no como se hace en el salón de clases. Ustedes trabajan para mí y yo les enseño. No trabajan para mí, no les enseño. Porque, si trabajan, les puedo transmitir el conocimiento con mayor rapidez, pero, si no trabajan, si sólo quieren sentarse y escuchar de la misma manera que lo hacen en la escuela, entonces estaré perdiendo mi tiempo. Esa es mi oferta. Tómenla o déjenla.”

“Ah. ¿Le puedo preguntar algo?”, dije.

“No. Tómenla o déjenla. Tengo demasiado trabajo como para perder el tiempo. Si no pueden tomar una decisión inmediata, entonces, de todas maneras jamás aprenderán a hacer dinero. Las oportunidades van y vienen, y ser capaz de tomar decisiones es una habilidad fundamental. Ustedes ahora tienen la oportunidad que pidieron. Las lecciones comienzan ahora o todo se acaba en diez segundos”, dijo el papá de Mike con una sonrisa que parecía tener la intención de provocarnos.

“Tomaremos su oferta”, dije.

“Sí, la tomaremos”, agregó Mike.

“Bien”, contestó el padre de Mike. “La señora Martin llegará en diez minutos. En cuanto termine de hablar con ella, ustedes la acompañarán al minisúper para empezar a trabajar. Les pagaré diez centavos por hora y trabajarán tres horas cada sábado.”

“Pero hoy tengo partido de beisbol”, interpuse.

El padre de Mike habló utilizando un tono más grave y severo de voz.

“Tómenlo o déjenlo”, dijo.

“Está bien, acepto”, contesté. En ese momento elegí trabajar y aprender en lugar de jugar.

 

30 CENTAVOS DESPUÉS

Para las nueve de la mañana de ese día, Mike y yo ya estábamos trabajando para la señora Martin, quien era bastante amable y paciente. Siempre dijo que Mike y yo le recordábamos a sus dos hijos, aunque ellos ya eran grandes. A pesar de que era una persona amable, la señora también creía firmemente en el trabajo duro, por lo que nos mantuvo muy activos. Durante tres horas retiramos latas de los estantes; una por una, las sacudimos muy bien con un plumero para quitarles el polvo, y luego las volvimos a acomodar. Fue un trabajo extremadamente aburrido.

El papá de Mike, a quien yo llamo mi “padre rico”, tenía nueve de esas tiendas de abarrotes o minisúper. En todos había estacionamiento. Esos minisúper fueron, de algún modo, los precursores de los 7-Eleven: pequeñas tiendas donde es posible encontrar diversos artículos y productos, los propios de las tiendas de abarrotes, y algunos del súper: pan, leche, mantequilla, artículos de limpieza, cigarros y alimentos para mascotas, por ejemplo. Las tiendas del papá de Mike funcionaban en Hawái mucho tiempo antes de que el aire acondicionado fuera común en los centros y locales comerciales, así que, debido al calor, las puertas no podían permanecer cerradas. Las puertas que daban hacia la calle y el estacionamiento debían permanecer abiertas para que el espacio se ventilara, así que cada vez que un auto llegaba o se iba, el polvo volaba y entraba a la tienda. Supimos que mientras no hubiera aire acondicionado, conservaríamos el empleo.

Durante tres semanas, Mike y yo le rendimos cuentas a la señora Martin y trabajamos tres horas cada sábado. En la tarde, cuando el trabajo terminaba, ella colocaba tres moneditas de diez centavos en nuestras manos. Ahora bien, a pesar de que sólo teníamos nueve años y estábamos a mediados de la década de los cincuenta, 30 centavos no eran suficientes para emocionar a nadie. Las historietas cómicas costaban diez centavos, así que me gastaba el dinero en algunas de ellas y me iba a casa.

Para el miércoles de la cuarta semana, ya estaba listo para renunciar. Había aceptado la oferta sólo porque quería que el papá de Mike me dijera cómo hacer dinero, pero ahora era un esclavo por diez centavos la hora. Para colmo, tampoco había visto al papá de Mike desde aquel primer sábado.

“Voy a renunciar”, le dije a mi amigo a la hora del almuerzo. La escuela también se había vuelto aburrida porque ya ni siquiera albergaba la ilusión de llegar al sábado. Sin embargo, lo que de verdad me enfurecía eran los 30 centavos.

Mike se rió.

“¿De qué te ríes?”, le pregunté, con enojo y frustración.

“Papá dijo que esto sucedería. Me dijo que nos reuniéramos con él cuando estuvieras listo para renunciar.”

“¿Qué?”, pregunté, indignado. “¿Estaba esperando que me hartara?”

“Más o menos”, dijo Mike. “Papá es un poco distinto. Él no enseña como tu padre. Mi papá es discreto y de pocas palabras. Espera a que llegue el sábado, le diré que estás listo.”

“¿O sea que me pusieron una trampa?”

“No, en realidad no. Bueno, tal vez. Papá te lo explicará el sábado.”

 

EL SÁBADO: EN ESPERA DE SER ATENDIDO

Ya estaba listo para confrontar al padre de Mike. Hasta mi verdadero padre estaba enojado con él. Mi padre biológico, al que llamo “padre pobre”, pensaba que mi padre rico estaba violando las leyes laborales infantiles y que debía ser investigado.

Mi padre pobre, el que tenía más preparación académica, me dijo que tenía que exigir lo que me correspondía: por lo menos, 25 centavos por hora. También me dijo que si no recibía un aumento, debía renunciar inmediatamente.

“Además, no necesitas un maldito empleo”, dijo mi padre pobre, indignado.

A las ocho de la mañana del sábado atravesé la puerta de la casa de Mike. Me abrió su padre.

“Siéntate y espera tu turno”, me dijo en cuanto entré. Luego se dio la vuelta y desapareció en la oficinita que tenía junto a una de las recámaras.

Miré alrededor y no vi a Mike. Me sentí un poco incómodo, pero decidí sentarme junto a las mismas dos mujeres que había visto cuatro semanas atrás. Ellas me sonrieron y se acomodaron en el sofá para hacerme lugar.

Pasaron 45 minutos. Estaba que echaba humo. Las dos señoras entraron con el papá de Mike, incluso se habían ido media hora antes. Luego entró un señor mayor; estuvo veinte minutos en la oficina y se fue.

En un hermoso y soleado día hawaiano, estaba en aquella casa vacía, sentado en una oscura y mohosa sala, esperando para hablar con un miserable explotador de niños. Lo escuché moverse dentro de su oficina. Noté que hablaba por teléfono y que me estaba ignorando. Estaba listo para irme pero, por alguna razón, me quedé.

Finalmente, después de quince minutos, a las nueve en punto, padre rico salió de su oficina y, sin decir una sola palabra, con un gesto me indicó que pasara.

“Por lo que entiendo, quieres que te aumente el sueldo, y si no, vas a renunciar”, dijo padre rico, al mismo tiempo que giraba en su silla de oficina.

“Bueno, es que usted no está cumpliendo con su parte del trato”, balbuceé, casi llorando. Me asustaba muchísimo tener que confrontar a un adulto.

“Dijo que nos enseñaría si trabajábamos para usted. Yo lo hice, y trabajé duro. Renuncié a mis juegos de beisbol para trabajar, pero usted no cumplió su palabra y no me ha enseñado nada. Es un estafador, tal como dice toda la gente del pueblo. Es codicioso. Quiere todo el dinero y no cuida a sus empleados. Me hizo esperar. No está mostrando respeto por mí. Sólo soy un niño pero merezco que me traten mejor.”

“Nada mal”, dijo. “En menos de un mes ya llegaste a sonar como casi todos mis empleados.”

“¿Cómo dice?”, le pregunté. No entendí lo que quiso decir, así que continué quejándome. “Pensé que iba a cumplir con su oferta y que me enseñaría. ¿Pero sólo quiere torturarme? Eso es cruel. Muy, muy cruel.”

“Te estoy enseñando”, dijo padre rico, en voz baja.

“¿Qué me ha enseñado? ¡Nada!”, dije, muy enojado. “Ni siquiera ha hablado conmigo desde que estuve de acuerdo en trabajar a cambio de cacahuates. Hay leyes laborales infantiles, ¿lo sabía? Mi papá trabaja para el gobierno, ¿sabía eso?”

“¡Vaya!”, dijo padre rico. “Ahora suenas exactamente como casi toda la gente que solía trabajar para mí: gente a la que he despedido o que terminó renunciando.”

“Y entonces, ¿qué tiene usted que decir?”, le pregunté. Me sentí bastante valiente, para ser un niñito. “Me mintió. Yo trabajé, pero usted no cumplió su palabra. No me ha enseñado nada.”

“¿Y cómo sabes que no te he enseñado nada?”, preguntó con ecuanimidad.

“Bueno, ya nunca habló conmigo. Llevo tres semanas en el minisúper y usted no me ha enseñado nada”, dije haciendo puchero.

“¿Tu crees que enseñar significa hablar o dar una conferencia?”, preguntó padre rico.

“Bueno, sí”, contesté.

“Así es como te enseñan en la escuela”, dijo con una sonrisa. “Pero la vida no te enseña de esa manera, y yo me atrevería a decir que la vida es la mejor maestra de todas. La mayor parte del tiempo no te habla, sólo te va empujando por ahí. Sin embargo, cada empujón es su forma de decir: ‘Despierta, hay algo que quiero que aprendas’.”

“¿De qué estaba hablando este hombre?”, me pregunté en silencio. Cuando la vida me daba empujones, ¿estaba tratando de hablar conmigo? Ahora sí me encontraba totalmente convencido de que debía renunciar: estaba lidiando con una persona que necesitaba que la encerraran en el manicomio.

“Si logras aprender las lecciones de la vida, te irá bien. Si no, sólo seguirán empujándote por ahí. La gente puede hacer dos cosas. Algunos permiten que la vida los mangonee, que los lleve de aquí para allá. Otros se enojan y, al responder, empujan a su jefe, a su empleo, a su esposo o esposa, y lo hacen porque ignoran que quien los intimida es la vida misma.”

No tenía idea de lo que hablaba aquel hombre.

“La vida nos empuja a todos. Algunos se rinden y otros luchan. Algunos aprenden las lecciones y continúan, reciben con alegría los embates porque saben que los empujones significan que necesitan —y deben— aprender algo. Saben que tienen que aprender y continuar viviendo. Pero son muy pocos. La mayoría sólo renuncia. Algunos, como tú, pelean.”

Mi padre rico se puso de pie y cerró la ruidosa y vieja ventana de madera que tanto necesitaba ser reparada. “Si aprendes esta lección, crecerás y te convertirás en un hombre sabio, joven y rico. Si no, te pasarás la vida culpando de tus problemas a tu empleo, al mal salario o a tu jefe. Siempre vivirás en espera de que llegue esa gran oportunidad que resolverá todos tus problemas económicos.”

Padre rico volteó para comprobar si estaba escuchando. Nos vimos, nos comunicamos con la mirada. Y cuando recibí su mensaje, volteé en otra dirección. Sabía que tenía razón. Lo estaba culpando a pesar de que yo había pedido aprender. Estaba luchando en su contra.

Y entonces, continuó hablando. “O, si eres el tipo de persona que no tiene agallas, te darás por vencido cada vez que la vida te empuje. Si eres así, entonces siempre vivirás tomando el camino fácil, haciendo lo correcto y esperando un suceso que nunca llegará. Luego morirás siendo un viejo aburrido. Tendrás muchos amigos a los que les agradarás bastante porque eres un individuo muy trabajador, pero la verdad será que permitiste que la vida te empujara hasta hundirte en la sumisión. En el fondo, siempre te habrá aterrado correr riesgos. Te habría gustado ganar pero tu miedo a perder siempre será mucho mayor a la emoción de obtener lo que quieres. En tu interior, tú y solo tú sabrás que nunca te lanzaste, que preferiste jugar a lo seguro.”

Nuestras miradas volvieron a encontrarse.

“¿Me ha estado empujando?”, le pregunté.

“Habrá quien asegure que sí”, dijo padre rico, con una sonrisa. “Pero yo más bien diría que sólo te di una probadita de lo que es la vida.”

“¿Una probadita de lo que es la vida?”, le pregunté, todavía enojado, pero con curiosidad y deseos de aprender.

“Tú y Mike son las primeras personas que me piden que les enseñe a hacer dinero. Tengo más de 150 empleados pero ninguno de ellos me ha solicitado que le diga lo que sé sobre el dinero. Siempre me piden un empleo y un cheque de nómina, pero nunca conocimiento. Es por ello que la gran mayoría pasará los mejores años de su vida trabajando para obtener dinero, sin entender a fondo por qué lo hace.”

Entonces empecé a prestar mucha atención.

“Es por eso que, cuando Mike me dijo que ustedes querían aprender cómo hacer dinero, decidí diseñar un curso que fuera reflejo de la vida real. Yo podría hablarles hasta quedarme sin aliento, pero ustedes jamás me escucharían. Preferí dejar que la vida los empujara un poco para que me prestaran atención. Por eso sólo les pagué diez centavos.”

“Y entonces, ¿cuál es la lección que aprendí al trabajar por diez centavos por hora?”, pregunté. “¿Que es mezquino y explota a sus empleados?”

Padre rico se meció hacia atrás y se carcajeó de buena gana. Después dijo: “Es mejor que cambies tu forma de ver las cosas. Deja de culparme y de pensar que yo soy el problema. Si sigues creyendo eso, entonces tendrás que cambiar mi forma de ser. Pero si empiezas a ver que el problema eres tú, entonces sólo tendrás que cambiarte a ti mismo, tendrás que aprender y volverte más sabio. La mayoría de la gente quiere que los demás cambien, pero ella no está dispuesta a hacerlo. Ahora déjame decirte algo: es más fácil cambiarte a ti que a los demás.”

“No entiendo”, dije.

“No me culpes de tus problemas”, repitió padre rico, ya un poco impaciente.

“Pero usted sólo me paga diez centavos.”

“¿Y qué es lo que estás aprendiendo?”, me preguntó con una sonrisa.

“Que es un tacaño”, insistí con una sonrisa maliciosa.

“¿Lo ves? Crees que el problema soy yo”, dijo.

“Y lo es.”

“Si continúas con esa actitud no vas a aprender nada. Si sigues pensando que yo soy el problema, ¿qué opciones te quedan?”

“Bueno, si no me paga más o me muestra más respeto y me enseña, entonces renunciaré.”

“Bien dicho”, dijo padre rico. “Y eso es precisamente lo que hace la mayoría de la gente. Renuncia y busca otro empleo, una oportunidad más interesante y un sueldo más alto. Todo mundo cree que eso resolverá el problema, pero pocas veces es así.”

“¿Entonces qué debería hacer?”, le pregunté. “¿Tomar los miserables diez centavos por hora y sonreír?”

Padre rico se rió. “Eso es lo que hacen otras personas, y esperan un aumento porque creen que el dinero resolverá sus problemas. Casi todo mundo lo acepta. Algunos consiguen un segundo empleo y trabajan más, aunque sólo reciban otro chequecito de nómina.”

Me quedé sentado mirando el piso. Empecé a entender la lección que padre rico me estaba dando. Noté que era una probadita de la vida. Luego levanté la vista y le pregunté: “Entonces, ¿cómo se puede resolver el problema?”

“Con esto”, dijo, al mismo tiempo que se inclinó hacia el frente para darme unas palmaditas en la cabeza. “Con esto que está entre tus orejas.”

Fue en ese momento que padre rico compartió conmigo su coyuntural punto de vista, el que lo separaba de sus empleados y de mi padre pobre. Y el que, tiempo después, lo llevaría a convertirse en uno de los hombres con más dinero de Hawái, mientras mi otro padre, el que tenía una sólida preparación académica, continuó teniendo dificultades financieras por el resto de su vida. Era un punto de vista singular y marcaba la diferencia de una manera radical.

Considero que ese punto de vista fue la lección número uno; padre rico la repitió una y otra vez: Los pobres y la clase media trabajan para obtener dinero. Los ricos hacen que el dinero trabaje para ellos.

Aquel soleado sábado por la mañana, obtuve un punto de vista completamente distinto al que me había enseñado mi padre pobre. A los nueve años entendí que mis dos padres querían que yo aprendiera y que ambos me animaban a estudiar, pero no las mismas cosas.

Mi padre pobre, el más preparado en el aspecto académico, me recomendaba hacer lo mismo que él había hecho antes. “Hijo, quiero que estudies mucho y que saques buenas calificaciones para que puedas conseguir un empleo seguro en una compañía importante. También debes asegurarte de que te ofrezcan excelentes prestaciones.” Mi padre rico quería que yo aprendiera cómo funcionaba el dinero para luego poder hacerlo trabajar para mí.

Con la guía de padre rico aprendería las lecciones a través de la vida misma, no en un salón de clases.

Padre rico continuó dándome la primera lección. “Me alegra que te hayas enojado por trabajar a cambio de diez centavos por hora. Si no te hubieras molestado, si sólo lo hubieras aceptado, entonces yo habría tenido que decirte que no te enseñaría. Porque, verás, el verdadero aprendizaje exige energía, pasión y un deseo ardiente. Y el enojo es parte importante de esa fórmula porque la pasión es la combinación del enojo y el amor. En lo que se refiere al dinero, la mayoría de la gente siempre quiere ir a la segura y no correr riesgos; por eso, lo que motiva a muchos no es la pasión sino el miedo.”

“¿Por eso aceptan empleos que pagan poco?”, pregunté.

“Sí”, contestó padre rico. “Algunas personas dicen que exploto a la gente porque no le pago tanto como la plantación de azúcar o el gobierno. Lo que yo digo es que la gente se explota a sí misma. Es su miedo el que acepta esa situación, no el mío.”

“¿Pero no cree que debería pagarles más?”, lo cuestioné.

“No tengo que hacerlo. Además, tener más dinero no resolverá sus problemas económicos. Fíjate en tu padre. Él gana bastante y, de todas formas, no puede cubrir sus gastos. Si le das más dinero a la gente, la gran mayoría sólo adquirirá más deudas.”

“Por eso me paga diez centavos la hora”, dije con una sonrisa. “Es parte de la lección.”

“Exactamente”, dijo padre rico, con una sonrisa. “Verás, tu papá fue a la escuela y obtuvo una educación sobresaliente para poder conseguir un empleo mejor pagado. Sin embargo, todavía tiene problemas económicos porque en la escuela nunca aprendió sobre el dinero. Para colmo, cree que tiene que trabajar para conseguirlo.”

“¿Y no es así?”, le pregunté.

“En realidad no”, contestó padre rico. “Si quieres aprender a trabajar para conseguir dinero, entonces sigue estudiando en la escuela, que es un excelente lugar para aprender eso. Si, en cambio, quieres aprender a hacer que el dinero trabaje para ti, entonces yo podría enseñarte. Pero sólo si de verdad deseas aprender.”

“¿Y no todo mundo querría aprender eso?”, pregunté.

“No”, dijo padre rico. “Por una sencilla razón: es más sencillo aprender a trabajar para conseguir dinero, en especial, si cada vez que se habla del asunto, el miedo es lo primero que te embarga.”

“No comprendo”, dije con el ceño fruncido.

“No te preocupes de eso por ahora. Sólo recuerda que el miedo es lo que hace que la mayoría de la gente trabaje para conseguir dinero: el miedo a no poder pagar sus facturas; el miedo a ser despedidos; el miedo a no tener suficiente dinero y el miedo a empezar de nuevo. Ese es el precio que se paga por aprender una profesión o un oficio, y luego por trabajar para obtener dinero. Casi todos se vuelven esclavos del dinero, y después se enojan con sus jefes.”

“Entonces, aprender a hacer que el dinero trabaje para ti, ¿es algo distinto?”, pregunté.

“Absolutamente”, contestó padre rico, “absolutamente”.

Nos quedamos sentados en silencio aquella hermosa mañana de sábado en Hawái. En otro lugar acababa de comenzar el juego de beisbol de mis amigos de la liga infantil pero, por alguna razón, estaba agradecido por haber decidido trabajar por diez centavos la hora. Supe que estaba a punto de aprender algo que a mis amigos no les enseñarían en la escuela.

“¿Estás listo para aprender?”, preguntó padre rico.

“Claro que sí”, contesté, con una sonrisa.

“Cumplí mi promesa, te he estado educando a distancia”, dijo padre rico. “A los nueve años ya tuviste una probadita de lo que se siente trabajar para ganar dinero. Ahora, multiplica la experiencia de este mes por 50 años, y te darás una idea de lo que la mayoría de la gente hace toda su vida.”

“No entiendo”, dije.

“¿Cómo te sentiste al esperar formado para verme, cuando te contraté, y luego, cuando tuviste que venir a pedirme más dinero?”

“Terrible”, contesté.

“Si decidieras trabajar para obtener dinero, toda tu vida sería así”, me explicó padre rico.

“¿Y cómo te sentiste cuando la señora Martin dejó caer en tu mano tres monedas de diez centavos por tres horas de trabajo?”

“Sentí que no era suficiente. Fue como no ganar nada. Me desilusioné”, dije.

“Así es como se sienten la mayoría de los empleados al ver su cheque de nómina. Y sobre todo, cuando ya les descontaron los impuestos y otros gastos. Tú, al menos, obtuviste el cien por ciento de tu salario.”

“¿Quiere decir que a los trabajadores no les pagan todo?”, pregunté, asombrado.

“¡Claro que no les pagan todo!”, exclamó padre rico. “El gobierno siempre se lleva una tajada.”

“¿Y cómo lo hace?”, pregunté.

“Por medio de los impuestos”, me explicó. “Cada vez que ganas dinero tienes que pagar impuestos. También cuando lo gastas. Te cobran impuestos por ahorrar e incluso cuando mueres.”

“¿Por qué la gente permite que el gobierno le haga eso?”

“Los ricos no lo permiten”, dijo padre rico, con una sonrisa. “Pero la gente pobre y la de la clase media, sí. Puedo apostarte que yo gano más que tu papá, pero él paga más impuestos.”

“¿Cómo es posible?”, pregunté. Por la edad que tenía, no me sonaba lógico. “¿Por qué alguien permitiría que el gobierno le hiciera algo así?”

Padre rico se meció suavemente en su silla. Guardó silencio y me miró a los ojos.

“¿Listo para aprender?”, preguntó.

Asentí lentamente.

“Como ya te dije, hay mucho por aprender. Aprender a hacer que el dinero trabaje para ti es una labor de toda la vida. La mayoría de las personas va cuatro años a la universidad, y luego, pueden continuar otros años más con estudios de grado y su preparación termina ahí. Yo, en cambio, sé que mis estudios sobre el dinero y los temas económicos no tienen fin, continuarán por siempre porque, entre más sé, descubro que me falta mucho por aprender. Casi nadie estudia este tema. La gente trabaja, recibe su cheque, pone al día su chequera y ya. Pero luego se pregunta por qué tiene problemas económicos. Casi todos piensan que, con más dinero, podrán resolver sus dificultades, pero no se dan cuenta de que el problema radica en su falta de educación financiera.”

“¿Entonces mi padre tiene problemas de impuestos porque no entiende lo que pasa con el dinero?”, pregunté confundido.

“Mira”, dijo padre rico, “los impuestos son sólo una pequeña parte del aprendizaje sobre cómo hacer que el dinero trabaje para ti. El día de hoy quería averiguar si tú seguías teniendo pasión por aprender sobre el tema. A la mayoría de la gente le desagrada. Casi todo mundo quiere ir a la escuela, aprender una profesión, divertirse en su trabajo y ganar mucho dinero. Pero un día despiertan con problemas económicos tremendos, y entonces ya no pueden dejar de trabajar. Ese es el precio que se paga por solamente saber trabajar para obtener dinero, y por nunca aprender a hacer que éste trabaje para ti”.

“Entonces, ¿todavía tienes pasión por aprender?”, preguntó padre rico.

Asentí.

“Bien”, agregó. “Ahora vuelve al trabajo. Esta vez no te pagaré.”

“¿Qué?”, pregunté anonadado.

“Ya me escuchaste. Nada. Trabajarás las mismas tres horas este sábado, pero no te pagaré diez centavos por hora. Dijiste que querías aprender a no trabajar por dinero, así que no te voy a pagar.”

No podía creer lo que estaba escuchando.

“Ya tuve esta misma conversación con Mike y él ya está trabajando. Está sacudiendo y acomodando alimentos enlatados a cambio de nada. Más vale que te apresures y vuelvas pronto allá.”

“No es justo”, grité. “¡Tiene que pagarme algo!”

“Dijiste que querías aprender. Si no aprendes esto ahora, crecerás y te convertirás en alguien parecido a las dos mujeres y el señor mayor que estaban en la sala: gente que trabaja por dinero, con la única esperanza de que no la despida. O en alguien como tu papá, que gana mucho pero de todas maneras está endeudado hasta el cuello y cree que sólo resolverá su problema si consigue más dinero. Si eso es lo que quieres, entonces volveré a darte los diez centavos por hora que te ofrecí al principio. Aunque también puedes hacer lo que hace la mayoría de los adultos: quejarte de que la paga es insuficiente, renunciar y buscar otro empleo.”

“Pero entonces, ¿qué hago?”, pregunté.

Padre rico me dio una suave palmada en la cabeza. “Utiliza esto”, dijo. “Si usas bien la cabeza, en muy poco tiempo me estarás agradeciendo por haberte dado una oportunidad, y te volverás un hombre rico.”

Me quedé ahí sin poder creer lo injusto que era el trato que me acababa de ofrecer. Llegué a solicitar un aumento y, de alguna manera, de pronto ya estaba trabajando a cambio de nada.

Padre rico me dio otra palmadita en la cabeza, y dijo: “Usa esto. Ahora sal de aquí y vuelve al trabajo.”

 

LECCIÓN 1. LOS RICOS NO TRABAJAN
PARA OBTENER DINERO

No le dije a mi padre pobre que no me estaban pagando. No lo habría entendido y, además, no quería tener que explicarle algo que a mí mismo no me quedaba claro.

Mike y yo trabajamos tres semanas más, tres horas cada sábado, a cambio de nada. El trabajo no me molestaba, e incluso la rutina se volvió más llevadera, pero perderme los juegos de beisbol y no poder ni siquiera comprar algunas historietas, me hacía enfurecer.

La tercera semana padre rico pasó por la tienda al mediodía. Escuchamos cuando su camioneta se detuvo en el estacionamiento y, luego, el chisporroteo que hizo el motor al apagarse. Padre rico entró al local y saludó a la señora Martin con un abrazo. Después de ponerse al tanto sobre lo que ocurría en la tienda, se acercó al refrigerador de helados, sacó dos, los pagó, y nos hizo una señal a Mike y a mí.

“Demos un paseo, muchachos.”

Esquivamos algunos autos para cruzar la calle y caminamos por un extenso campo cubierto de césped en donde había algunos adultos jugando beisbol. Nos sentamos en una solitaria mesa para picnics, y ahí, padre rico nos dio los helados.

“¿Cómo están, chicos?”

“Bien”, contestó Mike.

Yo asentí.

“¿Han aprendido algo?”, preguntó padre rico.

Mike y yo nos miramos, encogimos los hombros y sacudimos la cabeza al mismo tiempo en negación.

 

CÓMO ELUDIR UNA DE LAS
TRAMPAS MÁS GRANDES DE LA VIDA

“Bien, pues más les vale empezar a pensar chicos. Tienen enfrente una de las lecciones más importantes. Si la aprenden, gozarán de una vida con gran libertad y seguridad. Si no, terminarán como la señora Martin y como la mayoría de la gente que viene a este parque a jugar beisbol. Trabajan muy duro a cambio de poco dinero, se aferran a la ilusión de tener seguridad en el trabajo, y sólo anhelan unas vacaciones de tres semanas al año y, quizá, una miserable pensión después de 45 años de servicio. Si eso les emociona, entonces les daré un aumento: 25 centavos por hora.”

“Pero esta gente es noble y trabajadora. ¿Se está usted burlando de todos ellos?”, le pregunté, en tono de reproche.

Él sólo sonrió.

“La señora Martin es como una madre para mí. Jamás sería cruel con ella. Tal vez sueno grosero porque me estoy esforzando por hacerles ver algo. Quiero ampliar su punto de vista y que logren entender lo que la mayoría de la gente nunca tiene el privilegio de ver porque su perspectiva es demasiado estrecha. La gente nunca se da cuenta de la trampa en que se encuentra.”

Mike y yo permanecimos sentados sin comprender del todo lo que trataba de transmitirnos. Padre rico sonaba cruel pero, al mismo tiempo, nos dimos cuenta de que trataba de explicarnos algo.

Con una sonrisa, nos dijo: “¿Acaso esos 25 centavos por hora no suenan bien? ¿No les late el corazón un poco más rápido?”

Negué con la cabeza, pero la verdad era que sí me emocionaban, 25 centavos eran cantidades mayores para mí.

“Muy bien. Les pagaré un dólar por hora”, dijo padre rico, con una sonrisa traviesa.

Entonces mi corazón se volvió loco. Una voz en mi cabeza gritaba: “Acepta, acepta”. Sin embargo, aunque no podía creer lo que escuchaba, me quedé callado.

“De acuerdo, que sean dos dólares por hora.”

Mi cerebro y mi corazoncito casi explotaban. Después de todo, era 1956 y recibir dos dólares por hora me habría convertido en el niño más adinerado del mundo. No podía ni siquiera imaginar lo que sería ganar esa cantidad de dinero. Quería aceptar, quería ser parte del trato. Ya me imaginaba una bicicleta nueva, un guante de beisbol y, sobre todo, la adoración que me profesarían mis amigos en cuanto sacara a la vista algo de dinero. Y, por si fuera poco, Jimmy y sus amigos ricos jamás podrían volver a llamarme “pobre”.

Pero, por alguna razón, me mantuve callado.

El helado se había derretido y ahora se chorreaba por mi mano. Seguramente lo que padre rico veía era a dos chiquillos boquiabiertos con la cabeza hueca. Nos estaba poniendo a prueba y sabía muy bien que una parte de nosotros quería aceptar el trato. Él entendía que el alma de todas las personas tiene una parte débil y necesitada, y que esta parte siempre puede convencerse a cambio de dinero. Pero, por otro lado, también sabía que el alma de todo individuo tiene, a su vez, una parte resistente que no está a la venta. Aquí todo era cuestión de ver cuál parte era más fuerte.

“Bueno, que sean cinco dólares por hora.”

Continué en silencio. Algo había cambiado. La oferta era demasiado grande y ridícula. En 1956 no muchos adultos ganaban más de esos cinco dólares. A pesar de todo, la tentación desapareció pronto. Me apacigüé. Lentamente volteé a la izquierda para ver a Mike. El también me miró. Esa parte de mi alma que era débil y necesitada se quedó callada; y entonces, la parte que no tenía precio, venció. Al verlo, supe que Mike también había llegado a ese punto.

Hay dos emociones que siempre controlan la vida de la gente: el miedo y la codicia.

“Bien”, dijo padre rico en voz baja. “Casi todos tienen un precio. Lo tienen porque el miedo y la codicia se apoderan de ellos. En primer lugar, el miedo a no tener dinero nos motiva a trabajar duro y, una vez que obtenemos el cheque de nómina, la codicia o la avaricia nos hace pensar en todas las cosas maravillosas que se pueden comprar con el dinero. Y entonces, se establece el patrón.”

“¿Cuál patrón?”, pregunté.

“El patrón de levantarse, ir a trabajar, pagar recibos; y otra vez levantarse, ir a trabajar, pagar recibos. Hay dos emociones que siempre controlan la vida de la gente: el miedo y la codicia. Si le ofreces más dinero, continuará por siempre en ese ciclo y gastará más cada vez. Es a lo que le llamo la Carrera de la Rata.”

“¿Y existe otra opción?”, preguntó Mike.

“Sí”, dijo padre rico. “Pero muy pocas personas la descubren.”

“¿Y cuál es?”, continuó preguntando mi amigo.

“Eso es lo que espero que aprendan mientras trabajan y estudian conmigo, chicos. Por eso es que dejé de pagarles.”

“¿Nos puedes dar alguna pista?”, preguntó Mike. “Estamos un poco cansados de trabajar duro, en especial si no obtenemos nada a cambio.”

“Bueno, el primer paso es decir la verdad”, dijo padre rico.

“Nosotros no hemos mentido”, argumenté.

“No dije que mintieran. Dije que debían decir la verdad”, explicó padre rico.

“¿La verdad acerca de qué?”, pregunté.

“Acerca de cómo se sienten”, contestó padre rico. “No se la tienen que decir a nadie más, sólo admítanla para ustedes mismos.”

“¿Quiere decir que la gente del parque, la que trabaja para usted, y la señora Martin, no lo hacen?”, pregunté.

“Lo dudo”, dijo padre rico. “Creo que los demás sólo sienten el miedo de no tener dinero. No es algo que confronten de una manera lógica. En lugar de usar la cabeza, reaccionan a un nivel emocional”, explicó padre rico. “Luego les cae algo de efectivo en las manos y, una vez más, emociones como el gozo, el deseo y la avaricia se apoderan de ellos; reaccionan nuevamente en lugar de pensar.”

“Entonces sus emociones controlan sus mentes”, señaló Mike.

“Correcto”, añadió padre rico. “En lugar de admitir la verdad respecto a cómo se sienten, reaccionan de acuerdo con sus sentimientos y dejan de pensar. Como tienen miedo, van a trabajar con la esperanza de que el dinero apacigüe el temor. Pero éste continúa acosándolos. Vuelven al trabajo, creen que el dinero los calmará, pero no es así. El miedo los mantiene en esa trampa que implica trabajar, ganar dinero y esperar que el miedo desaparezca. Pero cada vez que despiertan, el miedo sigue ahí con ellos. Ese mismo temor mantiene a millones de personas despiertas toda la noche, agitadas y llenas de preocupación. Por eso se levantan y van a trabajar con la esperanza de que el cheque de nómina aniquile ese sentimiento. Pero no: sólo les corrompe el alma. El dinero rige sus vidas y todos ellos se rehúsan a aceptarlo. El dinero controla sus emociones y almas.”

Padre rico se sentó en silencio y permitió que asimiláramos sus palabras. Mike y yo escuchamos lo que dijo, pero aún no entendíamos bien a qué se refería. Lo único que yo sabía era que en muchas ocasiones me había preguntado por qué los adultos iban a trabajar con tanta prisa.

No parecía ser divertido y ellos nunca lucían felices pero, de todas formas, siempre iban.

Cuando padre rico se dio cuenta de que asimilamos lo más posible lo que nos había dicho, agregó: “Muchachos, quiero que eludan esa trampa. Eso es lo que realmente les quiero enseñar. No sólo quiero que sean ricos, porque eso no soluciona el problema.”

“¿No?”, pregunté sorprendido.

“No, no lo soluciona. Déjame explicarte otra emoción: el deseo. Algunos le llaman ‘avaricia’ pero yo prefiero decirle ‘deseo’. Es perfectamente normal desear algo que sea mejor, más bonito, más divertido o emocionante. Por eso el deseo también hace que la gente trabaje para obtener dinero. Muchos desean conseguir dinero porque creen que con él pueden comprar felicidad. Sin embargo, la felicidad que trae el dinero consigo dura poco. Entonces las personas necesitan más dinero para conseguir más felicidad, placer, comodidad y seguridad. Continúan trabajando y creyendo que el dinero aliviará a sus almas del miedo y el deseo que las habita, pero eso no es posible.”

“¿También la gente rica hace esto?”, preguntó Mike.

“Sí, también los ricos lo hacen”, contestó padre rico. “Pero, de hecho, la gente rica que en realidad no es rica de verdad, se lo debe al miedo más que al deseo. Muchos de ellos creen que el dinero puede eliminar el temor a ser pobres y, por eso, amasan grandes fortunas. Por desgracia, descubren que el miedo sólo se hace mayor. Y entonces, lo que temen es perder el dinero. Tengo amigos que continúan trabajando a pesar de que ya tienen bastante. También conozco gente que ya posee millones pero ahora tiene más miedo que cuando era pobre. Temen perderlo todo. Los miedos que los condujeron a volverse ricos se intensificaron. Esa débil y necesitada parte de su alma grita con más fuerza aún. No quieren perder sus mansiones, autos y el exuberante estilo de vida que el dinero les ha dado. Les preocupa lo que sus amigos dirían si perdieran todo. Muchos tienen fuertes problemas emocionales y son neuróticos a pesar de que tienen más dinero y parecen llevar una vida mejor.”

“¿Entonces los pobres son más felices?”, pregunté.

“No, no lo creo”, contestó padre rico. “Eludir al dinero es algo tan triste como vivir apegado a él.”

Tal y como si lo hubiéramos llamado, en ese momento pasó cerca de nuestra mesa el vagabundo del pueblo. Se detuvo junto a un bote grande de basura y hurgó en él. Los tres lo observamos con interés aunque, probablemente, antes de tener aquella conversación, lo habríamos ignorado.

Padre rico sacó un dólar de su cartera y le hizo un gesto al hombre. Al ver el dinero, el vagabundo se acercó, tomó el billete, le agradeció a padre rico y se alejó de prisa, feliz por su buena suerte.

“Ese hombre no es muy distinto a mis empleados”, dijo padre rico. “Conozco a mucha gente que dice: ‘Ah, el dinero no me interesa’; sin embargo, trabaja ocho horas diarias. Eso es una negación de la verdad. Si no les interesa el dinero, ¿entonces por qué trabajan? Esa forma de pensar es posiblemente más retorcida que la de la gente que acumula dinero.”

Conozco a mucha gente que dice: “Ah, el dinero no me interesa”; sin embargo, trabaja ocho horas diarias.

Mientras estaba sentado ahí, escuchando a mi padre rico, recordé todas aquellas ocasiones en que padre pobre había dicho: “El dinero no me interesa.” Lo repetía con frecuencia. También se cubría diciendo algo como: “Yo trabajo porque me gusta mi empleo.”

“¿Y entonces qué hacemos?”, pregunté. “¿No trabajar por dinero hasta que desaparezcan todos los rastros de miedo y codicia?”

“No, eso sería un desperdicio de tiempo”, dijo padre rico. “Las emociones son lo que nos hace humanos. La palabra ‘emoción’ significa ‘energía en movimiento’. Ustedes deben ser honestos respecto a las mismas, y usarlas, junto con su mente, en beneficio de ustedes mismos, no en su contra.”

“¡Vaya!”, exclamó Mike.

“No se preocupen respecto a lo que les acabo de decir. Cobrará más sentido conforme pasen los años. No reaccionen; sólo observen sus emociones. La mayoría de la gente no sabe que quien toma las decisiones no es su cabeza, sino sus emociones. Ellas están ahí, pero ustedes tienen que aprender a pensar por sí mismos.”

“¿Me puede dar un ejemplo?”, pregunté.

“Por supuesto”, respondió padre rico. “Cuando una persona dice: ‘Tengo que encontrar empleo’, lo más probable es que la emoción sea la que esté ‘pensando’. El miedo a no tener dinero es lo que genera ese pensamiento.”

“Pero si la gente tiene que pagar sus cuentas, necesita el dinero”, dije.

“Naturalmente”, contestó padre rico con una sonrisa. “Lo que quiero decir es que, por lo general, el miedo es el que toma las decisiones.”

“No comprendo”, dijo Mike.

“Por ejemplo”, dijo padre rico. “Si surge el miedo a no tener suficiente dinero, en lugar de salir corriendo de inmediato a buscar empleo, mejor podrían hacerse esta pregunta: ‘¿Conseguir un empleo será la mejor solución para confrontar este miedo a largo plazo?’. Considero que la respuesta es ‘no’. Un empleo es en realidad una solución a corto plazo para un problema permanente.”

“Pero mi papá siempre dice: ‘Sigue yendo a la escuela y saca buenas calificaciones para que puedas conseguir un empleo seguro’”, comenté algo confundido.

“Sí, entiendo sus palabras”, dijo padre rico con una sonrisa. “La mayor parte de la gente recomienda eso porque les funciona a muchos. Sin embargo, también es una recomendación que surge del miedo.”

“¿Quiere decir que mi papá me sugiere eso porque tiene miedo?”

“Sí”, dijo padre rico. “Está aterrado de que no ganes suficiente dinero y no encuentres un lugar en la sociedad. No me malinterpretes. Tu padre te ama y quiere lo mejor para ti. Yo también creo que la educación y un buen empleo son importantes, pero con ellos no superarás el miedo. Verás, ese temor que hace que él se levante por la mañana para ganar algunos dólares es el mismo que lo obliga a ser tan obsesivo respecto a que asistas a la escuela.”

“¿Entonces qué recomienda usted?”, le pregunté.

“Quiero enseñarles a manejar el poder del dinero para que no le teman. Es algo que no enseñan en la escuela y, si ustedes no lo aprenden, serán esclavos del dinero.”

Sus palabras comenzaban a tener lógica al fin. Quería ampliar nuestra visión para que alcanzáramos a distinguir lo que las señoras Martin de todo el mundo jamás verían. Usó ejemplos que sonaron crueles en ese momento, pero jamás los olvidé. Mi visión se expandió aquel día, y empecé a identificar la trampa que le esperaba a casi todos.

“Verás, al final todos somos empleados, pero trabajamos a distintos niveles”, dijo padre rico. “Quiero que tengan la oportunidad de eludir la trampa que suponen estas dos emociones: el miedo y el deseo. Úsenlas a su favor, no en su contra. Eso es lo que quiero transmitirles. En realidad lo que me interesa no es que aprendan a hacer pilas de dinero, pues no les servirá para enfrentarse al miedo o al deseo. Incluso si llegan a ser ricos, si no aprenden a manejar estas emociones, sólo se habrán convertido en esclavos bien pagados.”

“¿Y cómo podemos evitar la trampa?”, pregunté.

“Las mayores causas de pobreza o problemas económicos son el miedo y la ignorancia. Ni la economía, ni el gobierno, ni la gente rica son culpables. Todo tiene que ver con la ignorancia y el miedo autoinfligido que atrapa a la gente. Así que, lo que deben hacer muchachos es ir a la universidad para conseguir sus títulos. Mientras tanto, yo les enseñaré a esquivar la trampa.”

Las piezas del rompecabezas comenzaban a revelarse. Mi padre pobre, el de excelente preparación, contaba con grandes logros académicos y una carrera importante; sin embargo, en la escuela nunca le enseñaron a manejar el dinero ni su miedo a él. Entonces comprendí que tenía la oportunidad de aprender cosas diferentes e importantes de ambos padres.

“Ya nos hablaste del miedo a no tener dinero, ¿pero cómo afecta el deseo nuestra manera de pensar?”, preguntó Mike.

“¿Cómo se sintieron cuando escucharon mis tentadoras ofertas de aumento de sueldo? ¿Observaron cómo aumentaban sus deseos?”

Ambos asentimos.

“Gracias a que no cedieron ante sus emociones, pudieron retrasar sus reacciones y pensar. Eso es fundamental. Siempre tendremos emociones de miedo y codicia. Por eso, de ahora en adelante, es fundamental que usen esas emociones a su favor y a largo plazo. No permitan que ellas controlen a sus mentes. La mayoría de la gente usa el miedo y la codicia en su contra. Ahí es en donde surge la ignorancia. Debido al deseo y al miedo, casi todo mundo se pasa la vida correteando su cheque quincenal, los aumentos de sueldo y los empleos seguros. Nadie se pregunta en realidad a dónde nos conducen esos pensamientos guiados por la emoción. Es como la imagen del burro que va jalando una carretita mientras el dueño mantiene una zanahoria colgando frente a su hocico. Tal vez el dueño va hacia donde quiere ir, pero el burrito sólo persigue una ilusión, un engaño. Y el día de mañana sólo habrá otra zanahoria para él.”

“¿Quieres decir que cuando me imagino un nuevo guante de beisbol, dulces y juguetes, soy como el burro y su zanahoria?”, preguntó Mike.

“Sí. Y a medida de que creces, los juguetes se vuelven más caros. Entonces necesitas un auto nuevo, un bote y una mansión para impresionar a tus amigos”, dijo padre rico, con una sonrisa. “El miedo te lleva hasta la puerta y el deseo te atrae con sus llamados. Esa es la trampa.”

“¿Cuál es la respuesta entonces?”, preguntó Mike.

“La ignorancia es lo que intensifica el miedo y el deseo. Es por eso que el temor de la gente rica que ya tiene mucho dinero crece a medida que posee más. El dinero es la zanahoria, el engaño. Si el burro pudiera ver el panorama completo, quizá pensaría dos veces antes de perseguir a la zanahoria.”

Padre rico continuó explicando que la vida humana era una batalla entre la ignorancia y la iluminación.

Nos dijo que la ignorancia se impone cuando la gente deja de buscar información y de tratar de conocerse a sí misma. La batalla es una decisión que se toma en un instante y consiste en aprender a abrir o cerrar la mente.

“Miren, la escuela es muy importante. Ahí van a aprender una profesión para convertirse en miembros productivos para la sociedad. Todas las culturas necesitan maestros, doctores, mecánicos, artistas, cocineros, gente de negocios, policías, bomberos y soldados. Las escuelas los forman para que la sociedad pueda prosperar y crecer”, dijo padre rico. “Por desgracia, mucha gente considera que la escuela es el final, no el principio.”

Hubo un largo silencio. Padre rico sonreía. No entendí todo lo que dijo aquel día, pero, tal como sucede con los grandes maestros, sus palabras siguieron enseñándome durante años.

“Hoy fui un poco cruel”, dijo. “Pero quiero que siempre recuerden esta conversación. Quiero que se acuerden de la señora Martin y del burro. No olviden que, si no están al tanto de que el miedo y el deseo controlan su pensamiento, pueden hacerlos caer en la más grande trampa que existe. Lo verdaderamente cruel es pasar la vida con miedo y nunca perseguir tus sueños. Trabajar con gran empeño para obtener dinero porque piensas que con él podrás comprar cosas que te harán feliz, también es algo cruel. Despertar a medianoche aterrado porque tienes que pagar algunas deudas es espantoso. Eso no es vida. Pensar que un empleo te puede asegurar la vida es, en realidad, mentirse a uno mismo. Es cruel, sí, y ésa es la trampa que quiero que ustedes eludan. He visto que el dinero puede controlar la vida de la gente. No permitan que eso les suceda, no dejen que el dinero tome el control.”

En ese momento una pelota rodó hasta nuestra mesa. Padre rico la levantó y la lanzó de vuelta.

“¿Entonces, qué tienen que ver la ignorancia, la codicia y el miedo?”, pregunté.

“La ignorancia respecto al dinero provoca codicia y miedo”, explicó padre rico. “Permítanme darles algunos ejemplos. Un doctor que quiere más dinero para cuidar mejor a su familia, tiene que subir sus honorarios. Al hacerlo, hace que los cuidados médicos sean más caros para todo mundo. Esto afecta especialmente a la gente pobre porque su salud no es tan buena como la de la gente que tiene dinero. Debido a que los doctores aumentan sus honorarios, también los abogados lo hacen, y como los abogados suben sus honorarios, los maestros exigen aumentos, lo que hace que nuestros impuestos se incrementen, y así podríamos seguir. En muy poco, la espantosa brecha entre los ricos y los pobres será tan grande que se producirá el caos y, entonces, otra gran civilización desaparecerá. La historia prueba que las grandes civilizaciones se acaban cuando la distancia entre ‘tener’ y ‘no tener’ es demasiado grande. Por desgracia, Estados Unidos se encuentra en camino a esa situación, no hemos podido aprender nada de la historia. Sólo memorizamos fechas y nombres, pero nunca aprendemos la lección.”

“¿Pero no se supone que los precios tienen que subir?”, pregunté.

“De hecho, en una sociedad educada con un gobierno bien llevado, los precios deberían bajar. Por supuesto que, a veces, eso sólo funciona en teoría. Los precios suben debido a la codicia y el miedo que provoca la ignorancia. Si en las escuelas se le enseñara a la gente cómo funciona el dinero, habría más de éste y los precios bajarían. Sin embargo, las escuelas se enfocan en enseñarle a la gente a trabajar para conseguir dinero, y no a cómo manejar su poder.”

“¿Pero no tenemos escuelas de negocios?”, preguntó Mike. “Además, ¿no tú mismo me has dicho que debo estudiar hasta conseguir una maestría?”

“Sí”, dijo padre rico, “pero, a menudo, las escuelas de negocios les enseñan a los empleados qué hacer para convertirse en contadores sofisticados. Y Dios no permita que uno de ellos se haga cargo de un negocio, porque lo único que saben hacer es revisar cifras, despedir gente y matar empresas. Lo sé porque yo tengo que contratar a profesionales de ese tipo para que cuenten los centavos. En lo único que piensan es en bajar costos e incrementar precios, lo cual, siempre trae más problemas. Es importante llevar las cuentas, contar los centavos y, efectivamente, yo desearía que más gente supiera esto, sin embargo, es una actividad aislada que no representa el contexto total”, añadió padre rico en tono de molestia.

“¿Entonces, hay alguna respuesta?”, insistió Mike.

“Sí”, dijo padre rico. “Aprende a utilizar tus emociones para pensar, pero no pienses con tus emociones. En cuanto ustedes lograron controlar sus emociones para aceptar trabajar a cambio de nada, supe que aún había esperanza. Luego, cuando los tenté ofreciéndoles más dinero y ustedes volvieron a resistirse a sus emociones, en realidad estaban aprendiendo a pensar a pesar de las descargas afectivas. Ése es el primer paso.”

“¿Y por qué es tan importante ese paso?”, pregunté.

“Bueno, eso lo deben averiguar por sí mismos. Si quieren aprender, los llevaré a la zona espinosa del bosque, en la que se oculta el hermano Conejo, y a la que todo mundo evita ir. Si me acompañan, podrán deshacerse de la idea de trabajar para obtener dinero, y comenzarán a aprender cómo hacer que el dinero trabaje para ustedes.”

“¿Y qué obtendremos si vamos con usted? ¿Qué pasa si decidimos aprender de usted? ¿Qué conseguiremos a cambio?”, le pregunté.

“Lo mismo que el hermano Conejo”, dijo padre rico, refiriéndose al clásico cuento infantil.

“¿Existe esa zona espinosa?”, pregunté.

“Sí”, contestó padre rico. “La zona espinosa representa a nuestro miedo y codicia. La única manera en que se puede salir de ahí es privilegiando nuestros pensamientos para confrontar el miedo, la debilidad y la necesidad.”

“¿Privilegiar nuestros pensamientos?”, preguntó Mike, azorado.

“Sí. Significa que debemos elegir pensar en lugar de reaccionar como nos lo indican las emociones. En lugar de sólo levantarte e ir a trabajar porque te da miedo no tener dinero para pagar lo que debes, pregúntate: ‘¿Trabajar más es la solución a este problema?’ A la mayoría de la gente le da miedo analizar las cosas desde un punto de vista racional y, por eso, sale corriendo por la puerta para ir a realizar un trabajo que detesta. Para controlar una situación intricada, es necesario pensar. A eso me refiero con que deben privilegiar al pensamiento.”

“¿Y cómo hacemos eso?”, preguntó Mike.

“Es justamente lo que les voy a enseñar. Les mostraré cómo tener opciones para pensar en lugar de reaccionar por impulso, y beberse un café para salir corriendo a trabajar por las mañanas. Recuerden lo que ya les dije: un empleo es una solución de corto plazo para un problema permanente. La mayoría de la gente sólo tiene un problema en mente, y es un problema inmediato: los recibos que debe pagar a final de mes. Es una situación intricada que preocupa a todos. El dinero controla la vida de la gente o, mejor dicho, el miedo y la ignorancia con respecto al dinero lo hacen. Por eso todos imitan a sus padres. Se levantan diariamente y van a trabajar a cambio de dinero, pero nunca se toman el tiempo necesario para preguntarse: ‘¿Existe otra manera?’ Lo que controla su forma de pensar son sus emociones, no el cerebro.”

“¿Y tú puedes diferenciar el pensamiento de las emociones del de la cabeza?”, preguntó Mike.

“Oh, sí, es algo que escucho todo el tiempo”, dijo padre rico. “Escucho a las personas decir cosas como: ‘Bueno, pues todo mundo tiene que trabajar’; ‘Los ricos son unos estafadores’; ‘Voy a conseguir otro empleo porque merezco un aumento. Nadie tiene derecho a mangonearme’; ‘Me agrada este empleo porque es seguro’. Pero nadie se pregunta: ‘¿Habrá algo que no estoy viendo?’ Esa pregunta bastaría para romper con el pensamiento emocional y conseguir el tiempo para pensar con la razón y tener claridad.”

Mientras nos dirigíamos de vuelta a la tienda, padre rico nos explicó que los ricos en realidad “inventaban el dinero, lo creaban”. Nos dijo que no trabajan para él, ni para conseguirlo. Continuó explicando que cuando Mike y yo fabricamos monedas de cinco centavos con plomo y creímos que estábamos haciendo dinero, estuvimos muy cerca de pensar de la forma en que lo hace la gente que tiene dinero. El problema es que fabricar dinero es legal para el gobierno, pero no para nosotros. No obstante, padre rico nos dijo que existían maneras legales de crearlo.

Continuó explicando que los ricos saben que el dinero es un engaño, algo así como la zanahoria para el burro. Debido al miedo y la avaricia, y a que miles de millones de personas creen que el dinero es real, este engaño prevalece. Pero el dinero no es real, es algo inventado. Este castillo de naipes continúa existiendo debido a la ilusión de confianza que genera, y a la ignorancia de las masas.

Padre rico habló del patrón oro al que Estados Unidos se apegaba. Bajo este patrón, cada billete de dólar era, en realidad, un certificado del metal. Lo que le preocupaba era el rumor de que algún día nos separaríamos del patrón oro y nuestros dólares ya no estarían respaldados por algo tangible.

“Si eso llegara a suceder, muchachos, se desataría el infierno. La vida de los pobres, la clase media y los ignorantes, quedaría arruinada por completo, ya que seguirían creyendo que el dinero es real y que el gobierno, o la empresa para la que trabajan, cuidará de ellos.”

La verdad es que aquel día no entendimos qué quería decir, pero todo cobró más y más sentido con el paso de los años.

 

VER LO QUE OTROS NO

Cuando padre rico abordó su camioneta, afuera del minisúper, dijo: “Continúen trabajando muchachos, pero entre más pronto se olviden de que necesitan un cheque de nómina, más sencilla será su vida adulta. Sigan usando su cerebro y trabajando gratis y, dentro de muy poco tiempo, la mente les mostrará formas de hacer dinero que van mucho más allá de lo que yo jamás habría podido pagarles. Verán cosas que las demás personas no ven porque siempre están en busca de dinero y seguridad y, por esa razón, eso es lo único que obtienen. En cuanto detecten la primera oportunidad, las seguirán viendo por el resto de su vida. Aprendan esto y podrán eludir una de las trampas más grandes de la vida.”

Mike y yo recogimos nuestras cosas y nos despedimos de lejos de la señora Martin. Volvimos al parque, a la misma mesa de picnic. Ahí pasamos varias horas más reflexionando y hablando.

Y continuamos haciendo lo mismo la siguiente semana en la escuela. Durante dos semanas más seguimos reflexionando, conversando y trabajando a cambio de nada.

Al final del segundo sábado me encontraba una vez más despidiéndome de la señora Martin y contemplando con anhelo el exhibidor de historietas. Lo terrible de no recibir ni siquiera 30 centavos cada sábado era que no tenía dinero para comprar historietas. De pronto, cuando la señora Martin se despedía a lo lejos de nosotros, la vi hacer algo inusitado.

Cortó a la mitad la página del frente de una revista. Guardó la parte superior y tiró el resto en una caja de cartón. Cuando le pregunté qué estaba haciendo con las revistas me dijo: “Las tiro. La parte superior de la portada se la entrego al distribuidor para que registre el crédito cuando traiga las nuevas. Llega en una hora.”

Mike y yo esperamos una hora. El distribuidor llegó y le pregunté si nos podíamos quedar con las historietas. Para mi sorpresa, contestó, “Las pueden conservar si son empleados de esta tienda y no las revenden”.

¿Recuerdas nuestra antigua sociedad de negocios? Bien, pues Mike y yo la revivimos. Usamos un cuarto libre en su sótano para apilar cientos de revistas de historietas. En muy poco tiempo lo inauguramos como biblioteca pública. A la hermana menor de Mike, que le encantaba estudiar, la contratamos como bibliotecaria oficial. A cada niño le cobramos diez centavos por entrar a la biblioteca, que abría a las cuatro y media y daba servicio por dos horas todos los días. Era el horario para después de clases. Los clientes eran chicos del vecindario y tenían permitido leer todas las historietas que quisieran en dos horas. Para ellos era una ganga porque cada revista costaba diez centavos y, en dos horas, podían leer unas cinco o seis.

La hermana de Mike revisaba a los chicos al salir para asegurarse de que no hubieran tomado prestada ninguna revista. También organizaba el material, llevaba una cuenta de los niños que nos visitaban al día, de quiénes eran y si tenían algún comentario. En un período de tres meses, Mike y yo ganamos un promedio de 9.50 dólares a la semana. A su hermana le pagamos un dólar, también semanalmente, y le permitimos leer las historietas sin pagar. Aunque, claro, casi nunca lo hizo porque pasaba el tiempo estudiando.

Mike y yo nos mantuvimos fieles al acuerdo que habíamos hecho. Trabajamos en la tienda todos los sábados. Asimismo, comenzamos a recoger las historietas de las distintas sucursales. También fuimos fieles al acuerdo que habíamos hecho con el distribuidor y no vendimos ninguna revista. Cuando estaban demasiado gastadas, las quemábamos. Tratamos de abrir una sucursal pero nunca encontramos a alguien tan confiable y dedicado como la hermana de Mike. Descubrimos, a una edad muy temprana, lo difícil que era conseguir buenos empleados.

Tres meses después de abrir la biblioteca hubo una pelea. Algunos bravucones de otro vecindario entraron a la fuerza y el papá de Mike nos sugirió que cerráramos el negocio. Finalmente cerramos la biblioteca y dejamos de trabajar los sábados en el minisúper. No obstante, padre rico estaba muy emocionado porque tenía nuevas cosas que enseñarnos. También estaba feliz porque habíamos asimilado bien la primera lección: aprendimos a hacer que el dinero trabajara para nosotros. Como no nos pagaban en la tienda, nos vimos forzados a usar nuestra imaginación para identificar una oportunidad de hacer dinero. Al iniciar nuestro propio negocio, la biblioteca de historietas, asumimos el control de nuestras finanzas y dejamos de depender de un jefe. Lo mejor fue que nuestro negocio generó dinero aunque nosotros no estuvimos físicamente ahí casi nunca. El dinero trabajó para nosotros.

En lugar de pagarnos, padre rico empezó a darnos muchas otras cosas.