Alfredo Conde, mi pariente, me había prometido una mastina, un ejemplar de la misma raza que el suyo, el que custodia su casa de Santiago, A Casa da Pedra Aguda, como reza su nombre. Pero no pudo ser. Y no porque me dijera que la perrita que le mostraron mantuviera trazas de ser hija de muchas leches, como dicen por el campo, lo que a mí no me importaba. Curiosamente, sin embargo, Alfredo, antirracista donde los haya, me dijo algo así como que con los animales de custodia era con lo único vivo que mantenía un clasismo depurado. Lo dijo con sonrisa abierta, consciente de su broma, aunque al final me quedé sin perra como me había quedado sin Ámbar, mi primera muerte inexplicable. Os diré algo de Ámbar, mi primer contacto con la muerte y con la maldad humana.
Nací en Tui, una preciosa ciudad del sur de Galicia desembocadura del Miño, frontera con Portugal, sede de obispado y residencia histórica de la reina doña Urraca. A pesar de que carecíamos de puerto de mar, entre los recuerdos limpios de mi niñez almaceno la Comandancia de Marina y la fragata Cabo Fradera. Cada vez que dejando atrás la Corredera —calle principal de mi ciudad natal— bajaba corriendo la cuesta pronunciada y empedrada de adoquines que conducía al río, me preguntaba a qué podría dedicarse aquel barco feo, de color gris oscuro, inconfundiblemente militar, a pesar de que sus cañones de combate, cortos, rechonchos, con aspecto de no haber disparado ni un solo proyectil en toda su vida, le restaban agresividad y casi le convertían en un objeto entrañable, un viejo venerable que esperaba la llegada de su desembocadura existencial a pocas millas del mar abierto. Los contrabandistas gallegos que comerciaban entre Portugal y España, para los que el río constituía un camino vital, le contemplaban y saludaban afectuosamente cuando dejaban al viejo trasto por babor o estribor en sus barcas cargadas con enormes fardos llenos de tabaco americano. Al fin y al cabo, el contrabando, un medio de vida para muchas familias gallegas en los difíciles años de la posguerra, pasó a convertirse en una parte sustancial del paisaje social del sur de Galicia. Mi padre tenía entre sus atribuciones tratar de reprimirlo porque llegó a esa ciudad para ocupar su plaza de inspector de Aduanas.
Un 14 de septiembre de 1948 —fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, una de las pocas obligatorias para los Caballeros del Templo— mi madre corría dando gritos por el largo pasillo de nuestra casa pidiendo auxilio mientras con su mano derecha trataba de empujar hacia dentro la cabeza morena de un niño que nació porque le dio la gana. Mi madre alcanzó a duras penas su dormitorio y se tumbó en la cama; la gente del servicio localizó a Jurado —médico, falangista, alcalde de Tui, amigo de la familia—, que acudió en cuanto pudo a atender el parto. Demasiado tarde. Cuando llegó, mi madre me había parido, limpiado, vestido y aseado, y, con esa ternura que solo existe en un momento que —como todos los buenos— dura tan poco, me tenía con ella apretándome contra su pecho con una expresión de indescriptible felicidad en sus ojos. El médico certificó sanitariamente el nacimiento. Así llegué a la vida, saltándome las reglas, organizando un poco de ruido en la tranquila ciudad de Tui, que asistía impasible al nacimiento del primer hijo varón de aquel hombre joven, moreno, alto, guapo, simpático, que gozaba de gran popularidad entre los habitantes de la ciudad del Miño. Mi padre llegó a casa tranquilo, sin el menor síntoma de excitación, para contemplar los atributos del recién nacido. Después, como mandaban los cánones de aquellas épocas, se fue con sus amigos a celebrarlo.
Vivíamos en una preciosa casa situada casi en el centro geométrico de la Corredera, cuyo primer piso se dedicó a los locales del casino de Tui y en cuya parte trasera teníamos un pequeño jardín en el que mi padre quiso criar gallinas, cerdos y pollos, y, por si fuera poco, cultivar parra, tomates y otras hortalizas, en fin, un desastre económico y casi ecológico. Allí, en mis primeros andares de uso de razón, conocí a Avelino, un criado que mi padre trajo del valle de Covelo, de donde es originaria toda la familia de mi madre. Eso de tener servicio y criados no debe llamar a engaño a nadie. En aquellos años de la posguerra en Galicia campaba por sus respetos la pobreza. Y el hambre. Los salarios que se pagaban a los criados eran una miseria, pero les proporcionaban un sustento que de otra manera se veían imposibilitados de obtener. Por eso, a pesar de no ser ricos en el sentido monetario de la palabra, podíamos tener servicio y hasta un criado. Avelino, moreno, bajo, delgado, casi enjuto, que hablaba un gallego rabiosamente cerrado, me enseñó a cazar gatos en la parra de mi padre.
Mi perro se llamaba Ámbar. Era un precioso dogo alemán traído desde Madeira de color crema claro y morro negro zahíno contra el que brillaban amenazadores unos colmillos potentes capaces de aterrorizar a cualquiera. Mi padre, caprichoso como buen hijo único, se lo trajo de Portugal, en concreto de la isla de Madeira, y para que no sufriera el animal le alquiló un compartimento de dormir en el tren que unía la capital lusitana con la ciudad de Vigo. Así era mi padre. Capaz de regalar a un pobre la primera gabardina nueva que tuvo en su vida porque el hombre parecía aterido de frío, e igualmente dispuesto a traerse un perro de nuestros vecinos lisboetas nada menos que en un coche cama.
Avelino enseñó al nuevo inquilino de nuestro huerto a contemplar los gatos que se movían sigilosos por la parte alta de la parra. El perro permanecía inmóvil, con el cuerpo tenso y la mirada fija en el animal, que, envuelto en las hojas verdes y las uvas negras de la parra, vivía sin percatarse de que alguien le contemplaba como presa. Creo que es en lo único que pueden parecerse esos gatos a los humanos: en que no se percatan de que pueden ser contemplados como presa a ser cazada.
De repente, sin aviso previo, Ámbar saltaba impulsado por la fuerza de sus patas traseras y de un bocado certero alcanzaba el cuerpo del felino, que, cuando el perro volvía a tocar tierra, ya era cadáver. Avelino sacaba de su bolsillo trasero un cuchillo de monte, lo afilaba contra una piedra blancuzca que guardaba en un rincón del gallinero y en apenas segundos, con una habilidad que me fascinaba, le quitaba limpiamente la piel a la pieza cobrada y le cortaba la cabeza por el cuello ante la atenta mirada de Ámbar, que se agitaba nervioso sabiendo que, una vez más, Avelino le entregaría su trofeo para que lo devorara en pocos minutos.
Nunca sentí la menor pena por un gato. Mi abuela Luisa, la madre de mi padre, me contó que los gatos llevan maldad dentro, y que ella sabía que a un recién nacido, el gato de sus padres, presa de un ataque de celos, le arrancó los ojos con sus uñas y le llenó el cuerpo de cortes y mordiscos. Desde entonces comencé a cultivar una especie de odio irracional contra los gatos que sin saber muy bien por qué extendí a toda la familia de los felinos, lo que comprobé muchos años después en una espera del leopardo en mitad de África, en territorio de Tanzania.
Avelino no solo me enseñó a cazar gatos. Una mañana gris, de esas que constituyen el casi perenne decorado de mi tierra gallega, mientras nos refugiábamos en el gallinero de la fina lluvia que caía impasible sobre el huerto, mi criado sacó de su bolsillo un pequeño librillo de color marrón oscuro, con aspecto de haber sido manoseado cientos de veces. Me advirtió que como ya era un hombrecito —apenas si contaba siete años— tenía que enseñarme cosas de la vida, y resultó que ese atributo se lo asignaba a unas fotografías amarillentas, con los bordes ondulados, pegadas toscamente a las tapas de cartón para dar la impresión de un libro de rezos, en las que se veía a unas señoras más bien rellenas —gordas de solemnidad para los cánones actuales— en plena faena sexual —en todas sus variadas posibilidades— con unos varones que tenían todo el aspecto de estar pasándolo más que bien. Miré estupefacto a Avelino, quien me aclaró que aquellas individuas eran putas (era la primera vez que escuchaba esa palabra), esto es, mujeres que se dedican por dinero a complacer a los hombres, y que ese oficio era necesario para que los machos pudieran vivir tranquilos, y que no solo no debía escandalizarme por el espectáculo que me mostraba, sino, más bien al contrario, asumir que seguramente algún día yo sería un cliente de sus servicios. Volví a pedirle las fotografías y las contemplé una a una con el ansia de un ciego que recupera la vista. Allí, mientras el agua seguía cayendo, las gallinas dormitando, Ámbar caminando bajo la parra buscando más presas y Avelino guardando de nuevo en su bolsillo las instantáneas, tomé mi primer contacto con el sexo y con el oficio más antiguo del mundo. Esa tarde lo comenté con Choni, mi amigo, el hijo del dueño de los almacenes Pipo, quien casi se rió de mí porque él, un año mayor que yo, decía conocer todos los secretos de ese valle al que yo acababa de llegar y en el que me portaba como un cándido novato.
También me inicié en la Religión Católica, Apostólica y Romana, gracias a los buenos oficios de las monjas doroteas, primero, y de los hermanos maristas después. El obispo de Tui, monseñor López Ortiz, era pariente de mi abuela. Casó a mis padres y ofició la primera comunión de todos los hermanos. Por cierto, que en la mía la ceremonia se tuvo que repetir dos veces, una en el palacio del obispo, situado en un edificio anexo a la catedral románica de Tui, palacio y residencia de doña Urraca, y otra en el colegio de las hermanas doroteas, que aun a riesgo de importunar al todopoderoso Ordinario del lugar se empeñaron en que debía recibir el sacramento en sus dependencias eclesiásticas. Concluida la ceremonia religiosa en el colegio de mis monjitas, salí corriendo a la calle a toda velocidad para reunirme con Manrique, un amigo de juegos de infancia, con la mala suerte de que caí al suelo en plena carretera que conduce hacia el puente internacional que nos une con Portugal, y ante la mirada aterrorizada de las monjas y de mi madre, una bicicleta que descendía la cuesta a toda velocidad no tuvo tiempo de frenar ante el cuerpo tendido de un niño vestido de blanco con la cruz roja de Santiago en su pechera, y la rueda delantera, primero, y la trasera, después, cruzaron limpiamente sobre mi cuello.
Sentí que se me cortaba la respiración y perdí el sentido. Cuando me desperté me encontraba en el mismo cuarto en el que nací, cubierto con una colcha fina, la garganta ardiendo, la cabeza dando vueltas como un tiovivo desmadejado y mi madre, abuela, y personal de servicio llorando desconsoladamente. Al final no crucé el umbral de esta vida. Sobreviví a mi bicicleta y acrecenté con ello las creencias de mi madre, a quien resulta imposible discutir —ni siquiera insinuar de contrario— que mi salvación la debo a la gracia de Dios que se encontraba en mi cuerpo esa mañana después de haber tomado la Sagrada Comunión en la iglesia de mis monjitas. Lo cierto es que si en aquellos momentos la presión de las ruedas sobre mi cuello hubiera sido algo más intensa, el Sistema imperante en las postrimerías del siglo XX en la política, las finanzas y los medios de comunicación social españoles se habría evitado unos cuantos dolores de cabeza especialmente intensos y prolongados. Pero no. Sobreviví. Al abrir los ojos vi a Choni a mi lado, con una mirada llena de tristeza y, aunque ignoro por qué, me acordé, durante un brevísimo segundo, de nuestro comentario sobre las fotos de Avelino. Se ve que la vuelta a la vida se produjo con toda su plenitud.
Poco tiempo después, en Playa América, nuestro lugar de veraneo, al regresar a mi casa noté un extraño ambiente. Me llamó la atención que Ámbar no saliera a mi encuentro. En Villa José —así se llamaba la casa— reinaba un silencio especial que solo se rompía de vez en cuando por el esbozo de un sollozo contenido. A la izquierda de la puerta trasera de entrada, en un pequeño cuarto multioficio, se había habilitado el lugar en el que ponían la comida y bebida de mi perro. Me dirigí allí a toda velocidad, sin saber qué esperaba encontrarme pero presagiando que algo raro sucedía. Abrí la puerta sin el menor miramiento y allí estaba Ámbar, en el suelo, rígido, con la respiración pausada, pero lenta, muy lenta, con un espacio cada vez mayor en segundos entre uno y otro movimiento.
Casi no pudo mover la cabeza. Sentí que sus ojos querían mirarme, pero no podía moverse. Los ojos de un perro en casi todas las ocasiones transmiten mucha mayor dosis de ternura que la de la generalidad de los humanos. Lo que contemplé, la escena que veía, provocó que mi corazón comenzara a latir con fuerza, rápido, casi violento. No entendía nada pero el presagio no podía ser peor.
—¿Qué pasa? ¿Por qué no se mueve Ámbar?
—Lo siento, hijo, es que... se está muriendo.
No entendía esa palabra.
—¿Qué es morir? —pregunté con un grito preñado de violencia que supongo oyeron los vecinos de nuestros dos costados.
Mi padre no dijo nada. Guardó un silencio resignado mientras su mano derecha acariciaba mi cabeza buscando mi consuelo. Me pareció ver que en su mejilla derecha rodaba algo parecido a una lágrima. En ese instante Ámbar dejó de vivir. Recuerdo la rigidez de su cuerpo inmóvil. Me dejé caer sobre él casi desvencijado, en una respuesta instintiva, casi inconsciente. No sabía qué hacer. Era mi primera experiencia con la muerte. No sabía si llorar, gritar, reír, acariciar o huir. La escena me petrificó. Mi padre se acercó y con cuidado me despegó del cuerpo sin vida de mi perro. Yo no lloraba. No sabía por qué había de hacerlo. La muerte era conceptualmente imprecisa, sin contornos delimitados para mi mente de entonces. ¿Qué significaba morir?
Entre varios tomaron en volandas el cuerpo de Ámbar. Pesaría unos setenta kilos, dado su enorme tamaño. Tenían que enterrarlo. Eran otros tiempos. La playa apenas si recibía visitantes. Cavaron en la arena, frente a nuestra casa. Hondo, muy hondo fue el hueco que serviría de tumba a Ámbar. Allí lo dejaron caer. El descenso a la tierra de un cuerpo sin vida lo volvería a contemplar cuando el leopardo cayó desde el árbol en cuya rama comía un trozo de antílope en Tanzania en 1993. Parecieron minutos los dos segundos que tardó en alcanzar el fondo de su tumba abierta a golpe de pala. Encima del cuerpo de Ámbar amasaron arena mojada, bien apretada, apelmazada, como si quisieran evitar que en caso de despertar se escapara. Después otra capa, igualmente de arena, pero menos húmeda. Finalmente unas piedras. Encima de ellas, arena, más arena. Removieron la superficie. Nadie podría percatarse del enterramiento de mi perro contemplando el lugar desde la superficie de los vivos. Pero yo sabía que allí estaba Ámbar, porque entonces cuerpo y vida eran para mí lo mismo. No entendía la muerte. No comprendía el vivir. Ignoraba las fronteras. Vivía ajeno a las diferencias. Por eso no lloraba.
Pregunté a mi padre qué había sucedido con mi perro.
—Alguien lo envenenó, hijo. Le dieron a comer una bola de carne repleta de trozos de cristal. Lo reventaron interiormente.
No dije nada. Seguía sin llorar. Pero entendí algo acerca de la maldad humana. ¿Qué les había hecho Ámbar? Quizá lo mataron por su porte esbelto, por su belleza, por sus andares, por su nobleza... No entendía de vida/muerte pero comencé a comprender algunos desperfectos del alma humana.
Tiempo después, muchos años más tarde, me encontraba en el almacén de Ingresos de la cárcel de Alcalá-Meco. Me llegó una carta de un hombre de Las Hurdes. Contenía una poesía. Su parte final me impresionó:
Tenía ilusiones inconclusas
y noches de dormires agitados.
Tenía sueños no vividos
y un silencio de silencios rejuntados.
Tenía dos esperanzas en una urna
y dos anhelos, con romero, en un tarro.
También tenía un perro... y a mi perro me lo mataron.
Recuerdo la impresión que me produjo su lectura. En ese instante, una vez concluida y la carta depositada suavemente en la mesa que utilizaba para menesteres de mi oficio de preso, los ruidos y olores carcelarios desaparecieron al completo. El almacén de Ingresos, atiborrado de objetos retenidos a los internos, desapareció de mi horizonte visual. Reviví la escena de la muerte de Ámbar, porque yo tenía un perro, y a mi perro me lo mataron.
Todavía hoy, casi cincuenta años después de la muerte de Ámbar y más de treinta desde que tomé la decisión, soy incapaz de proporcionar una respuesta solvente a una pregunta existencial. ¿Por qué acepté irme a trabajar con Juan Abelló? ¿Por qué abandoné mi carrera de abogado del Estado, brillante y ascendente en flecha, para integrarme en un pequeño laboratorio de proyección más que limitada? ¿Por qué no atendí las opiniones de mi mujer, de mi padre, de algunos amigos míos dentro y fuera de la profesión de la abogacía del Estado? ¿Qué clase de impulso me llevaba hacia esas tierras? ¿Acaso el dinero? Desde luego, si algo tengo claro, es que los motivos económicos en nada influyeron. Ante todo, porque gracias a la ayuda de mis suegros mi vida se desenvolvía con absoluta comodidad, y utilizando sus propiedades (casas, barcos, etcétera) podía llevar y mantener un nivel de vida más que aceptable. Sobre todo teniendo en cuenta mi edad. Además, porque las perspectivas económicas de Abelló no aventuraban nadar en la abundancia. No conviene perder de vista la perspectiva: Abelló era una pequeña empresa, rentable, pero pequeña, y, precisamente por su tamaño, con unas posibilidades de futuro que no eran, ni mucho menos, faraónicas.
Sinceramente no lo sé. Bien es verdad que me encontraba golpeado por la muerte de Paco Linde. Es posible que la vida funcionarial no me llenara, pero, al mismo tiempo, me permitía tiempo libre, que es lo que deseaba para cumplir mis aficiones, sobre todo en el terreno intelectual. Pero todo ello no satisface la solución del interrogante, sobre todo si se admite que la empresa me quedaba pequeña. Poco tiempo antes de decidir la marcha con Juan Abelló había respondido negativamente a la oferta que me formularon de ocuparme de la secretaría general de una empresa concesionaria de autopistas, mucho mayor económicamente hablando que el laboratorio de Juan.
¿Entonces? La única explicación reside en lo atrayente de la dimensión internacional de ese mundo tan complejo como es el de la industria farmacéutica. Recuerdo haber escuchado tiempo atrás en el telediario de las cinco y media que el Vaticano acababa de lanzar un fortísimo ataque contra esta industria, llamándola genocida, por no bajar el precio de los medicamentos destinados a la curación (¿?) del sida. Desde mucho tiempo vengo sospechando que algo así, más tarde o más temprano, tendría que ocurrir, porque barruntaba, como dicen por el campo toledano, que el comercio con la salud humana estaba llamado a generar conflictos de indudable envergadura. De momento los temporales mundiales se siguen capeando con soltura, porque las tormentas tienen corta duración, pero…
Tal vez en esa dimensión internacional se encontró una cierta satisfacción a mi instinto aventurero. En el almuerzo con Alfonso Martínez, el hombre de confianza de Juan Abelló con quien comí en el restaurante El Bodegón como paso previo a mi incorporación a la empresa, me contó que los laboratorios farmacéuticos españoles disponían de muchas licencias concedidas por otros grandes extranjeros que, mediante tal mecanismo, comercializaban sus productos en España. Se trataba de una manifestación más del viejo principio «que inventen ellos». Como consecuencia de tal práctica económica, resultaban obligados viajes más o menos constantes a diversas partes de Europa y Asia, en donde se encontraban los principales licenciadores de Abelló, S. A. Tal vez fuera eso lo que me atrajo. No lo sé. En el fondo, ¡qué más da! El hecho es que dejé la abogacía del Estado, no escuché las recomendaciones de mi padre y me puse en marcha.
En 1995, recién salido de mi encierro carcelario, me fui con mi padre a comer juntos al restaurante Ponteareas, aquel en el que Daniel Movilla Cid-Rumbao me hizo la confidencia de cómo «estimularon» a García-Castellón, el juez de Valladolid, para que me encarcelara. Mi padre era un gran tipo. Su arquitectura física era elegante. Alto para la época, porque medía 1,82 y nació en 1921. Moreno de piel y pelo, este último rizado, con ondas que se extendían desde la frente hacia la coronilla. Pelo fuerte, potente, abundante, que fue perdiendo densidad con el paso del tiempo. Sus piernas largas disponían de una peculiar característica: casi no tenía pelo en ellas. Parecían las de un niño. Confieso con humildad que ese rasgo lo heredé de él, hasta tal extremo que algunos compañeros en Deusto y en el servicio militar, al verme en la ducha, pensaban que me depilaba.
Las manos de mi padre. Largas, de dedos finos que se extendían sobre el plano horizontal con la armonía de una talla de orfebre aventajado. Unas manos que contemplé admirándolas muchas veces. Las mías no tenían esa belleza, ni de lejos. Sin embargo, recuerdo que en el tercer encierro, quizá el segundo, que no preciso bien, la imagen de mi padre, su recuerdo gozó de una presencia abrumadora. Sí, manejo creo que bien la palabra «presencia», incluso la adjetivaría de física de no ser porque tengo miedo a ser malentendido. La materia es vibración, como lo es el sonido. Algunos sonidos son audibles para los perros y no para nosotros. Suenan, pero no los oímos. Algunas vibraciones de la materia no son visibles para los ojos humanos, pero tal vez sí sean perceptibles para el corazón. En alguna ocasión me sorprendí a mí mismo hablando con él, con mi padre, en alta voz en la soledad de una celda. Era tarde y los presos, concluido su ritual de griterío nocturno, dormían. Era tarde para ellos. Para mí, una nueva madrugada carcelaria.
En aquel almuerzo debíamos abordar mi futuro inmediato y nuestro común pasado. Los ojos de mi padre destellaban un punto de tristeza. Una tristeza extraña, sin causa, o con causa tan genérica que se resistía a ser concretada. Pero ahí estaba, sin la menor duda. Por eso a mi padre siempre le gustó pintar payasos. Buen dibujante y gran paletista en el color, se especializó en esas figuras. Me aseguraba que el payaso representa la vida en su más profunda dimensión: tienes que provocar sonrisas y hasta carcajadas en los demás cuando por dentro sientes la fuerza ácida de una tristeza que arranca incluso del mero hecho de haber nacido. La tristeza de los ojos de mi padre no era local, sino globalizada.
—Nunca quise, hijo, que dejaras la abogacía del Estado. Lourdes y yo estábamos de acuerdo. No queríamos el mundo de la empresa y menos el de la banca. Sospechaba que pasaría algo así. Y veo que no tienen más remedio que continuar su obra. Precisamente porque eres fuerte, porque no te rindes, porque resistes. No puedo aconsejarte nada. Daría igual. Seguirías tu camino.
La voz de mi padre sonaba doliente y resignada. La tristeza de sus ojos, la originaria, la que derivaba de su mundo interior, se vio sustituida por otra tristeza, más evidente, con más brillo, de mayor plástica, pero, a fuer de sinceridad, menos potente, porque por un lado se alimentaba del dolor de verme encarcelado por el poder y de presentir que esa situación se repetiría una y otra vez, y, al tiempo, se compensaba con el orgullo de padre al ver que no cedía, que aguantaba.
Le miré fijamente. El silencio pasó a formar parte de nuestra conversación. Mi padre se refugió en sus recuerdos. Yo hice lo propio con los míos. Repasé mi vida para con él.
Estudié Derecho porque me lo sugirió mi padre y acudí sin rechistar a la Universidad de Deusto porque era la que le gustaba. Mi padre era mi amigo y como tal me educó. Jamás me forzó a nada. Nunca sentí ni sobre mis carnes ni sobre mi libertad las señales inequívocas de un modo de entender la patria potestad que contemplaba a diario en mis amigos. Cuando me comunicó su decisión de que el mejor lugar que podría encontrar para formarme como universitario era la Universidad de Deusto, en el País Vasco, no dudé en seguir su sugerencia con absoluta fidelidad personal. Llegué a Bilbao con cierto susto en el cuerpo y sin todavía haber cumplido los diecisiete años. Me instalé en un piso del barrio de Deusto porque en mi primer envite no conseguí encontrar plaza en el Colegio Mayor.
En mis años universitarios carecía de proyecto profesional definido para el momento en que cruzara el umbral de salida con el título de abogado economista bajo el brazo. Estudié mucho, siguiendo un patrón regular diario, y obtuve las mejores notas de la universidad en cada uno de los cursos de Derecho, y me comporté de tal manera porque entendía que mi obligación, para conmigo y con mi padre, consistía precisamente en eso, en no desperdiciar ni el tiempo ni el dinero que se consumía en mi educación. En casa no disponíamos de patrimonio del que poder vivir. Mis libros serían las armas con las que me abriría camino al andar por los senderos vitales.
Muy poco antes de terminar mis estudios en Deusto mi padre decidió que yo tenía que ser abogado del Estado. ¿Por qué abogado del Estado? Mi padre ha sido un funcionario puro de Hacienda y hay que reconocer que el prestigio máximo en ese ministerio lo disfrutaban los abogados del Estado. Quizá también el máximo de poder, aunque este extremo es más discutible, porque el Cuerpo de Técnicos Comerciales ha ocupado muchos de los puestos de la inteligencia económica del país, aunque en algunos sonoros y lamentables casos no necesariamente para el bien común de los españoles.
Mi padre me decía que, además, los bancos privados se peleaban por incluir en sus Consejos de Administración a miembros de ese prestigioso Cuerpo de Abogados del Estado, lo cual era, obviamente, una idea falsa, fruto de la ignorancia que tenía sobre el funcionamiento del mundo de las finanzas. Además, tal estímulo constituía una indudable contradicción porque si lo brillante de ser abogado del Estado consistía en dedicarte a defender intereses privados, parece que la lógica no era la esencia de tal razonamiento. En fin, mi padre era mi padre y punto final.
Por tanto, concluida la carrera, finalizado el verano en el que conocí a Lourdes en Playa América, en donde consumí todos los de mi existencia hasta que un sacerdote me colocó un anillo en la mano derecha como señal de mi nuevo estado de casado, terminada la universidad y cumplido el trámite de mis prácticas de alférez en el CIR número 2 de Alcalá de Henares —casi una premonición—, una mañana de un frío mes de enero del año 1971, con veintitrés años de edad, atravesé el umbral de un viejo despacho del que el Ministerio de Hacienda disponía en las cercanías de la Puerta del Sol de Madrid. Allí contemplé la imagen de un hombre pequeño de estatura, de mirada inquisitiva que podía adivinarse a través de unos gruesos lentes que casi se perdían en una cabeza de tamaño más que considerable. El hombre era abogado del Estado y, al mismo tiempo, inspector de los Servicios del Ministerio de Hacienda, es decir, el no va más de una carrera funcionarial en aquel entonces, lo cual a mi padre le producía un especial respeto y una singular fascinación. Además de tales menesteres, aquel hombre revestido de tan impresionantes atributos funcionariales, ejercía como profesor-director de la academia de Sánchez Cortés, una de las que en aquellos momentos se dedicaban a preparar el ingreso en el Cuerpo de Abogados del Estado, al que, siguiendo los deseos de mi progenitor, debería pertenecer.
Mi padre llevaba mi currículum universitario —ciertamente impresionante y perdón por la inmodestia— custodiado como una especie de tesoro. Con voz suave y gesto tranquilo, tan propio de los instantes en los que la relación entre sujetos bordea la sumisión, le explicaba con mucho detenimiento a aquel hombre por qué su hijo podía ser un buen opositor. Yo asistía a la escena con cierta emoción porque comprendía que para mi padre el momento que vivía en aquel viejo despacho del caserón de Hacienda constituía una especie de síntesis de su propia vida, o mejor dicho, el comienzo, la antesala de lo que, si salía bien, podía haber colmado todos sus deseos, sus aspiraciones más íntimas, porque un inspector de Aduanas sabía perfectamente que los abogados del Estado eran «más» y, por consiguiente, el que su hijo consiguiera ingresar en ese prestigioso Cuerpo colmaría las aspiraciones de un funcionario puro. Supongo que será una ley de vida que el comienzo de la percepción de la trascendencia se sitúa en el deseo de realizar nuestras aspiraciones inconclusas a través del cuerpo y alma de nuestros hijos. Es, seguramente, un síntoma de inmadurez personal, incluso una falta de consistencia en las adivinanzas de la genética; pero, al mismo tiempo, es una costumbre muy extendida, sobre todo cuando de ascender en la escala social o profesional imperante se trata. Mi padre no se sustrajo a ella; yo me sabía sujeto y objeto al tiempo, lo cual no me causaba ningún trauma especial; ni siquiera inquietud.
Juan Manuel Ruigómez Iza, así se llamaba aquel hombre simpático y con don de gentes, me miraba un tanto a hurtadillas, como tratando de obtener en mis movimientos y en mi comportamiento información sobre los rasgos característicos de mi personalidad. Me dejaba ser contemplado sin más gestos que una incipiente e incolora sonrisa de amabilidad. Salí de aquel despacho «admitido» para ser opositor, lo cual suena un poco irónico, pero así era. Mi padre estaba encantado. Pocos días después iniciaba mi asistencia a la academia. Realmente, lo que había que hacer era muy fácil: estudiar, aprenderse los temas y saber explicarlos en el tiempo adecuado porque en las oposiciones «el saber» tiene que estar «enlatado», es decir, tus conocimientos no deben sobrepasar los minutos concedidos para exponerlos. No deja de ser un tanto aberrante, pero por el momento aquel modelo constituía el método al que debía ajustar mi patrón de estudio. Pregunté cuánto tiempo se tardaba en sacar las oposiciones y la respuesta fue: cuatro años, como mínimo. Insistí con una nueva pregunta: cuántas horas estudia al día un opositor. La información que obtuve fue la siguiente: seis o siete. Los datos precisos me los proporcionó Rodrigo Echenique, un gallego que veraneaba en Samil, cerca de Playa América, mayor que yo y que de alguna manera pertenecía a la pandilla de mi hermana Pilar. Echenique llevaba tiempo opositando, creo que un par de años. A la vista de la información obtenida, mi razonamiento siguió utilizando la elemental regla de cálculo de la aritmética: si en vez de seis horas estudio doce, tardaré dos años en lugar de cuatro. Así de sencillo. Lo complicado, obviamente, residía en aguantar el ritmo de doce horas de estudio diarias, pero me lo propuse y lo ejecuté con la perseverancia de un monje del monasterio de Silos. Dos años después era abogado del Estado con el número uno de mi promoción.
Muy poco tiempo, apenas dos años y medio, duró mi trayectoria como abogado del Estado.
—Sí, papá, tienes razón ahora. Pero he tenido experiencias importantes que me han formado, incluyendo la propia prisión.
Convencer a un convencido... Mi padre no dudaba de que mi vida se encontrara repleta de experiencias. Por supuesto que no. Lo que sucede es que hubiera preferido otras bien distintas a las que me tocó vivir.
Lo cierto y verdad es que en aquella etapa en el pequeño laboratorio de Abelló conocí mucho mundo. Dinamarca, Suecia, Noruega, Japón, Francia, Italia y otros lugares dentro y fuera de Europa comenzaron a convertirse en destinos a los que acudía con cierta habitualidad. Y eso, debo decirlo, me gustaba. Seguramente debido a esa faceta de herejía que me caracteriza, mi deseo de aventura, de vivir un mundo algo más fascinante que los rancios despachos del Ministerio de Hacienda. Siempre he dicho que lamentaba mucho haber nacido en esta época tan huérfana de aventura. Nos queda únicamente —es un decir— por delante la conquista del espacio y eso me encantaría vivirlo, pero llego tarde. No será mi mundo. Desgraciadamente. Por eso siento nostalgia cuando veo los avances en la conquista del cosmos y sorbo emocionado cualquier información sobre Marte, que es el objetivo de estos tiempos. Contemplo las películas del cosmos, veo su inmensidad y me formulo tantas preguntas de golpe que llego a sentirme mal, a marearme, incapaz de deglutir tanta inmensidad sintiendo nuestra gigantesca pequeñez. Tal vez, en circulación existencial, en el desarrollo de mi corriente de conciencia particular, en alguna de las vidas venideras pueda desplazarme por ese espacio infinito. Lo malo es que la individualidad no se reencarna, se reintegra al Absoluto, aunque otros piensan de diferente manera.
Tenía razón Lourdes: me entusiasman las fantasías. Claro que quien no consume algunos gramos de utopía se ve obligado a deglutir kilos de miserable certeza. ¿Quién es capaz de establecer una rígida frontera entre el sueño con imágenes y lo que llaman el estado de vigilia? Uno de los padres del taoísmo, el filósofo Zhuangzi, soñó un día que era una mariposa. Al despertar, al retornar a la vigilia, se preguntó: ¿qué soy verdaderamente yo: una mariposa que sueña con ser Zhuangzi, o Zhuangzi que sueña con ser mariposa? Una de las preguntas más profundas de la más profunda de las metafísicas conocidas.
Me habría encantado nacer en la Edad Media, en la época de las cruzadas, de la construcción de las catedrales, de los grandes arrobamientos místicos, allí donde los hombres eran capaces de dar la vida por un ideal. Cierto que detrás de las andanzas caballerescas se esconde la sangre, el poder y el dinero. Pero por lo menos lo disimulaban, lo escondían, lo tapaban, lo endulzaban con esos valores más o menos trascendentes. Incluso habría aceptado la época de los descubrimientos de nuevos mundos, la conquista del Oeste americano… Cualquier cosa que destile aventura humana. En fin, como buen amante de la épica y de la lírica, la pastosa cotidianidad me lastraba.
Por ello sentí cierta emoción interior cuando penetré en ese mundo misterioso de los paraísos ocultos del dinero, de la riqueza escondida: los paraísos fiscales. Fue precisamente en esos años cuando viví personalmente lo que se esconde tras esos lugares misteriosos. Ciertamente es una emoción de otra calidad, pero, al fin y al cabo, en esos lugares se alberga algo de lo que llamaría la metafísica del capitalismo, la esencia del dinero. Y para penetrar en ellos se necesitan, ciertamente, especiales ceremoniales de iniciación. No es, al menos no era entonces, un mundo al alcance de cualquiera, sino solo de algunos escogidos iniciados.
¿Qué tiene que ver la pequeña industria farmacéutica con los sofisticados paraísos fiscales? Directamente nada. Indirectamente... Los laboratorios farmacéuticos españoles —como tantas empresas de nuestro país—, y Abelló, S. A., no constituía una excepción en este terreno, solían facturar una parte de sus ventas de manera opaca para Hacienda. No hay que escandalizarse ni rasgarse las vestiduras por ello. La defraudación fiscal formaba parte de la cultura oficial de entonces, no solo en España, sino, seguramente, en todo Occidente, aunque tal vez nosotros, como en tantas otras cosas, tuviéramos un temperamento más proclive a enfatizar estas conductas. Eso de la solidaridad no va demasiado con la mente hispana, y la solidaridad tributaria nos parece una estupidez elevada a la enésima potencia. Sobre todo en épocas de vacas flacas, en las que repartir cuesta el triple.
En todo caso, jurídicamente no constituía delito y ni siquiera se consideraba digno de reproche moral. Otra cuestión bien distinta era sacar dinero de España. Aquí sí se instaló un cinismo superlativo. Pero en materia fiscal se funcionaba con una especie de bienentendido de que se defrauda en «cuantías razonables», y mientras no sobrepasaras la inmoralidad media del Sistema, nadie arremetería contra ti. Cuando estudié Derecho Penal en la Universidad de Deusto, me llamó la atención la definición de delito de un autor cuyo nombre no recuerdo pero que sin duda fue un hombre inteligente. Decía que delinquir es superar los niveles de inmoralidad media aceptada en una sociedad, y, además, ser descubierto. El problema de definir consiste en que siempre te dejas algo fuera de la definición; bueno, pues esta idea de la inmoralidad media como barrera para el delito tiene la virtud de que casi todo se queda dentro.
Precisamente por ello, por esta aceptación implícita del fraude fiscal, el sistema elegido para conseguirlo no pasaba de ser muy rudimentario, porque lo burdo nunca ha reclamado sutilezas. Entre los laboratorios y la farmacia se interponen los llamados mayoristas, los comerciantes a granel, para entendernos, de manera que un acuerdo con los principales de este gremio referente a qué cantidad de productos se enviaban con lo que se llamaba una «factura blanca» permitía al laboratorio no declarar esas ventas como tales, de manera que, como los gastos sí aparecían en su integridad, al reducirse las ventas se disminuían los beneficios oficiales, se pagaban menos impuestos y se generaba todos los años una importante cantidad de dinero llamado B que con exquisita pulcritud administraba Alfonso Martínez. Así surgieron en el capitalismo español más rancio los llamados «hombres de confianza», que lo eran en tanto en cuanto se destinaban a administrar, manejar y silenciar los sótanos financieros de la empresa. Tenían una consideración diferente a la propia de los empleados normales. Y eso, en ocasiones, se traducía en premios en metálico.
El «hombre de confianza» es un producto típico de la socioeconomía española. Unas veces recibe el nombre de administrador, pero eso tiene una connotación menos dinámica, menos empresarial. Hombre de confianza es propiamente el sujeto que ocupando un cargo de cierto nivel en la empresa familiar, siempre relacionado con las cuentas y las finanzas, es depositario de secretos que afectan a «la otra cara de la luna empresarial», a los movimientos de dinero que no pueden exponerse a la luz pública, y mucho menos a las lámparas de la voracidad del fisco. En Abelló conocí a dos: uno, un contable de los antiguos, de los clásicos de manguito, llamado Salcedo, y otro, de mayor nivel, que era Alfonso Martínez Marín, un hombre inteligente y trabajador, al cual Juan sometió a una de las pruebas más terribles: tener que asumir la responsabilidad por algo que no había hecho. Salió bien, pero podría haber terminado fatal. La historia está llena de desastres ocasionados por la verborrea de los hombres de confianza cuando, impulsados por el miedo, el resentimiento, la impericia o la fragilidad, deciden contar esos secretos que les fueron confiados. Dice el Tao: si acumulas grandes tesoros, ¿cómo evitarás en otros la tentación de robarlos?
Pero un mecanismo defraudatorio tan simple no podía pervivir en un entorno en el que la lucha contra el fraude fiscal, elevada a paradigma de la nueva «ética», se dotaba de técnicas algo más sofisticadas. Se entreveía en el ambiente que más tarde o más temprano el delito fiscal acabaría instaurándose. Franco ya no vivía. UCD, aquel magmático producto político hijo de la circunstancia, reflejaba un indudable complejo con la izquierda. Los socialistas, cuando consiguieran el poder, lo que se advertía inevitable en algún momento, podían solicitar revisión retroactiva de tales tipos de prácticas contables y financieras, al menos eso se temía en los salones españoles en los que habitó el dinero y su derivada defraudatoria. En fin, que el ambiente se tornaba cada día más incómodo y había que buscar soluciones alternativas. El socio Estado, con su famoso 35 por ciento de los beneficios empresariales, más el impuesto sobre el patrimonio y los elevados tipos del Impuesto sobre la Renta, se convertía, de facto, en un instrumento casi confiscador. En todo caso muy caro, y la búsqueda de soluciones alternativas a pagar por la realidad del beneficio se presentaba como una de las actividades más lucrativas para concentrar una potente inteligencia.
Insisto en que no es conveniente escandalizarse. Esta actitud frente a Hacienda no constituía una rara avis en nuestro sistema; al contrario: con mayor o menor énfasis y alcance es localizable en ciertas áreas de la economía mundial. Si alguien no está de acuerdo, que tire la primera piedra. Las diferencias no consisten en un código moral distinto, sino una actitud defraudatoria más o menos sofisticada en función de las consecuencias de ser descubierto. ¿Qué ética nacida de un modelo de pensar como el propio de aquellos días —quizá hoy también— puede ser algo diferente a un envoltorio de intereses subyacentes? Investigar en las vidas reales de muchos profetas de la Nueva Ética no deja de ser un paseo entre el esperpento y la inmundicia.
Lo que se estudiaba era copiar técnicas utilizadas con éxito en otros países, lo cual se ajustaba maravillosamente a la filosofía de la industria, a ese «que inventen ellos». Se necesitaba, desde luego, contactar con expertos en esta materia en la que, en aquellos días, los españoles, portadores de una cultura de fraude fiscal pueblerina, conservaban una ignorancia enciclopédica. Así fue como una de aquellas tardes con este propósito indagatorio acudí a una reunión en un despacho de la calle Almagro de Madrid. Su titular era Luis Carlos Rodrigo, un abogado peruano que algún tiempo atrás tuvo que salir de Perú a toda prisa y a escondidas, cruzando valles y montañas utilizando en ocasiones la tracción animal de un burro de carga, a consecuencia de la llegada al poder de Velasco, un individuo que —seguramente por resentimiento— arremetió contra las clases dirigentes peruanas, y la primera mujer de Luis Carlos pertenecía a una de las familias más importantes de aquel país.
Luis Carlos, huyendo de aquella quema, vino a España y montó un despacho de abogados con otros de su misma nacionalidad, copiando el modelo que hasta la llegada del revolucionario coronel peruano implantaron en su tierra y con mucho éxito, y se especializó en esta particular internacionalización de las empresas españolas que buscaran modelos de «tratamiento fiscal» más acordes con la naturaleza de los tiempos nuevos.
Luis Carlos me explicó que son muchos los que creen que los distintos territorios que existen en el mundo de los llamados paraísos fiscales tienen solo la misión de ser depositarios del dinero oculto de particulares y empresas. Desde luego, pueden ser utilizados para esta misión porque sus legislaciones garantizan la opacidad de los propietarios, pero en ocasiones su función consiste en ser instrumentos para generar dinero de coste fiscal más reducido, mucho más reducido. La técnica más común es el transfer pricing, como dicen los anglosajones.
Confieso que en aquellos días era un novato absoluto en estos campos y mi atención, subyugada por el encanto que emanaba de esa internacionalización, se manifestaba casi embelesada con las explicaciones del letrado peruano:
—El sistema es relativamente sencillo: se puede constituir una sociedad en Hong Kong o en Panamá o en las Antillas Holandesas solo con ponerse en contacto con uno de los despachos de abogados existentes en cualesquiera de estos lugares, con los que nosotros tenemos relación casi diaria. Las sociedades están prefabricadas y eliges las que quieras, sin que tengas que ocuparte de nada puesto que ellos, los abogados, se encargan de la administración de los negocios a que se vaya a dedicar. En Panamá, como en Curaçao y Hong Kong, las acciones de tales «empresas» son al portador, con lo que para ser dueño basta con recoger esos papeles de color rojo-anaranjado, tamaño folio, impresos de antemano, en los que figura el nombre de la sociedad que acabas de comprar y guardarlos en una caja fuerte.
Al principio casi no entendía nada. Hoy en día muchos despachos de abogados son expertos en esta materia, y lo que aquí relato es pan nuestro de cada día, tostado o sin tostar, con o sin aceite, pero de consumo diario. Ahora me estoy refiriendo al siglo pasado y en concreto a los años 1978-1979, y el clima de entonces era diferente. En realidad, más que no entender lo que ocurría, es que esos modelos de comportamiento tropezaban de manera tan frontal con lo que yo había estudiado en nuestra vieja Ley de Sociedades Anónimas que me costaba asimilar cada una de las «novedades» que me transmitía. Pero en el fondo lo que me interesaba era el verdadero funcionamiento del invento, esto es, cómo servía para ahorrar impuestos.
El modelo que diseñaba Luis Carlos era limpio y claro. Se crearía una empresa en Hong Kong que sería la compradora de las materias primas que la empresa española importara de laboratorios japoneses, singularmente de uno muy importante denominado Takeda. Este, el japonés, vendía a esa empresa de Hong Kong. La transacción entre Takeda y la empresa de Hong Kong se efectuaba a precios reales. Luego, desde España se compraba a la empresa de Hong Kong esa misma materia prima, pero a un precio muy superior. Así que la diferencia entre el precio verdadero a pagar a Takeda por la empresa de Hong Kong y el precio que desde España se pagaba a la empresa china, esa diferencia figuraba como coste en los libros de la empresa española, reducía los impuestos en España, y, además, situaba directamente esa cantidad de dinero en las cuentas de la empresa extranjera.
La teoría no podía ser más limpia, tanto que me extrañaba mucho que algo así pudiera resultar aceptable.
—Ya, Luis Carlos, pero para que algo así funcione necesitas el consentimiento de los japoneses. Además, la materia prima se importa de otros países como, por ejemplo, Suecia. ¿Crees tú que algo como lo que propones será aceptable para esos países supuestamente serios?
Luis Carlos no contestó. Se limitó a sonreír. No era la primera vez en su vida que diseñaba algo así, pero lo importante es que disponía de experiencia acerca de su funcionamiento.
—Ya veo que sonríes en señal de aprobación, pero dime una cosa. ¿Qué se hace con los suecos? ¿También hay que enviar mercancía a Hong Kong?
—No, hombre. Dentro de Europa se utiliza a Holanda.
—¿Holanda? Pero ¿Holanda puede funcionar para este tipo de cosas?
—Claro, claro que sí. Los holandeses siempre han sido muy prácticos...
—No me lo imaginaba, la verdad.
—Yo creo —me dijo sin perder la sonrisa— que lo mejor es que estudies el modelo, lo compruebes y luego ya se decidirá si se pone en marcha o no. El primer paso es el país madre de las empresas al portador. Me refiero a Panamá.
Comenzó el periplo. Un viaje dedicado a conocer el fondo del funcionamiento de las transacciones internacionales en búsqueda de una reducción de los impuestos diseñados por los países occidentales. Y la primera escala fue Panamá.
Llegamos de madrugada. Mi primer encuentro con un extraño calor, húmedo, pegajoso, a pesar de que el reloj local marcaba poco más de las seis de la mañana. Mi primera visita al trópico. La ciudad de Panamá se sitúa en el lado del istmo que da al Pacífico. La segunda impresión se produjo al subir al taxi, y no porque el color del vehículo fuera amarillo chillón plagado de letras negras, ni porque el conductor se manifestara hacia nosotros con una indiferencia grosera, sino porque nada más arrancar, una vez sentado frente al volante, accionó la radio, subió el volumen y una música de salsa, merengue o lo que sea, comenzó a ocupar todo el espacio interior, mientras el taxista se agitaba, se movía al compás y de vez en cuando recitaba la canción, que parecía conocer de memoria. Con intervalos más o menos regulares, para seguir el ritmo golpeaba con ambas manos sobre el volante de aquel coche americano, viejo, sin duda, pero enorme. En más de una ocasión sentí preocupación por si nos la pegábamos contra alguno de los vehículos que circulaban a esas horas tempranas, a la vista del entusiasmo del hombre convertido en batería en marcha... Pero afortunadamente nada sucedió. Nos dejó en el hotel y conseguimos una habitación después de esperar unas seis horas, más o menos, a que se desalojara la que habíamos reservado. El hotel estaba completo. Se ve que lo de los viajeros fiscales y financieros cundía como la espuma en el mundo.
Me encerré en mi cuarto y traté de poner sobre unas gruesas cartulinas los esquemas mentales con el fin de facilitar cualquier conversación. De la mano de Luis Carlos Rodrigo conocí a Steven Samos, un húngaro de raza judía que mucho tiempo atrás llegó exiliado al país del más famoso canal del mundo y consiguió abrirse paso utilizando, como me explicó personalmente, dos herramientas básicas: la primera, el aire acondicionado, antídoto contra un calor y una humedad difícilmente soportables. La segunda, emplear solo a mujeres. Lo cierto y verdad es que su despacho, aparte de contar con una presencia femenina abultada en número y en formas cárnicas, prestaba servicios de fiducia y casi siempre los testaferros eran mujeres panameñas. Y la temperatura física de la estancia se agradecía casi tanto como los extractos bancarios que te entregaban como pequeños mapas de tu tesoro financiero.
Casualmente el despacho de Samos se situaba en el último piso de uno de esos horrendos edificios que asolan la parte nueva de la ciudad de Panamá, y en la planta inferior, la inmediatamente contigua, la ocupaba el banco suizo Swiss Bank Corporation, lo que contribuía a hacer todo más fácil.
Un día, en las oficinas del Swiss Bank Corporation, en ese país ribereño con el Caribe y el Pacífico, nos contaron que dos empleados habían cometido un desfalco llevándose el dinero de unos clientes del banco, quien, curiosamente, había reaccionado reponiendo su capital a los afectados, lo cual, en cierta medida, me sorprendió porque no esperaba un comportamiento tan generoso de una entidad bancaria. Cuando pregunté qué sucedería con esos empleados, alguien me contestó:
—De eso no se habla. La organización internacional funciona.
Nunca más volví a oír hablar de ellos. Desaparecieron como si la tierra se los hubiera tragado. Bueno, lo más probable es que se los tragara de verdad por obra y gracia de la «organización internacional» y todavía hoy, cuando recuerdo la fría mirada de aquel funcionario bancario pronunciando unas palabras de indudable contenido amenazador, siento una especie de escalofrío, aunque mucho menos intenso que el que se produjo en aquellos años tempranos de mi juventud en los que comenzaba mi «iniciación» en el esoterismo de las finanzas internacionales.
Panamá, a pesar de ser el primer destino del viaje, en el modelo ocupaba la fase final del circuito que diseñaba el abogado peruano. Las sociedades allí constituidas se utilizarían, en su caso, para ser dueñas de las llamadas sociedades operativas, las que desde Hong Kong comprarían a los laboratorios japoneses, y las que desde Holanda harían lo propio con los laboratorios nórdicos. ¿Por qué utilizar a sociedades panameñas para ser dueñas formales de sociedades chinas o centroeuropeas? Pues para hacer más compleja la cosa, más sofisticado el circuito, nada más. Ciertamente en aquellos primeros pasos por semejantes mundos no iba a ponerme a discutir la viabilidad o incluso la complejidad de un modelo tributario (es un decir) que me enseñaba un verdadero experto en la materia. Mi misión era conocer el funcionamiento, no necesariamente ponerlo en práctica. Cuentan que en la escuela pitagórica de Samos, los iniciados aprendices debían guardar un periodo de obligatorio silencio. Bueno, pues en esta especial iniciación financiero-tributaria, la regla de oro era la misma: aprender en silencio. En algo tenían que parecerse los místicos y los banqueros: en la capital importancia que para ellos tiene el silencio. Claro que son dos tipos muy distintos de silencio, pero eso ahora es lo de menos.
Desde Panamá volamos hacia Curaçao, Antillas Holandesas, en pleno Caribe, para que un individuo llamado Carlos D’Abreu Da Paulo nos enseñara la documentación de una serie de sociedades constituidas en esa isla caribeña que podrían servir, al igual que las panameñas, como propietarias formales, pero en este caso para las sociedades operativas holandesas.
Curaçao... Nombre exótico donde los haya, famoso por su licor, que, por cierto, no probé en mi vida. Admito y reconozco algo parecido a la emoción cuando me asomé a la habitación que me correspondió en el Curaçao Hilton. Enclavado en un rincón de la isla provisto de una pequeña playa, lo más llamativo era la gruesa, muy gruesa, red metálica enclavada entre los puntales del estrecho canal por el que el mar penetraba en la minúscula rada en la que se encontraba la playa. La red se sujetaba entre esos dos extremos y se clavaba firmemente en el fondo. La razón para ese dispendio era clara: impedir la entrada de tiburones. ¡Fantástico! Saber que te bañas en una playa en la que puede haber tiburones es una experiencia que te transporta a un territorio de realidad, a un mundo hasta ese preciso instante únicamente vivido en la imaginación. Es como descubrir un tipo especial de América. Los tiburones me sacaban de la monotonía de manera abrupta y por ello mismo emocionante. Es verdad que cuando vi la capital de la isla y me sorprendió comprobar cómo habían levantado una pequeña Ámsterdam en el Caribe, las imágenes me aportaron satisfacción, aunque solo fuera por preguntarme qué motivos les llevaron a este resultado arquitectónico, pero lo de los tiburones era mucho más real, inmediato, tangible... Sin duda, mucho más emocionante.
Después de Panamá y Antillas Holandesas, a Asia.
Mi primer encuentro con Hong Kong me fascinó. Su propio nombre me traía pinceladas de magia. Cuando casi envuelto en una maraña de edificios, el avión de Swiss Air aterrizó en Hong Kong y yo pisé ese suelo por primera vez en mi vida, sentí un curioso punto de emoción. Entonces casi no hablaba inglés, y a consecuencia de todo este nuevo mundo para mí tuve que aplicarme, con la disciplina y tesón de que fui capaz, a aprender la jerga anglosajona. Curioso, pero mi padre, amante sincero de la cultura, jamás le dio importancia a las lenguas, al conocimiento de las foráneas, en una especie de nacionalismo irredento de corte hispano que chocaba frontalmente con su personalidad. Era capaz de defenderme en francés, no solo porque lo estudié en el bachillerato, en el colegio de los maristas, sino porque, además, en Alicante, en aquellos años mozos de mi juventud, comenzaba la explosión del turismo, y con él la llegada de las francesas, que constituían un ejemplar humano ansiosamente buscado por los españolitos de entonces, seguramente porque tenían fama de defender su intimidad con mucho menos ahínco que las inalcanzables españolas. Eran, desde luego, otros tiempos. Al menos aquellos tiempos me trajeron un dominio del francés hablado nada despreciable.
Pero ni siquiera las dificultades del idioma me cercenaban un ápice la emoción que sentía cada vez que tenía que viajar a mi nuevo destino asiático. El hotel Mandarin, en plena bahía de Hong Kong y que competía con el hotel Peninsula por la supremacía hotelera de la colonia inglesa, sencillamente llegó a fascinarme. Cada paso que daba, cada segundo que vivía, nuevas emociones, nuevos descubrimientos se arrojaban sobre mí a borbotones, todo un mundo nuevo lleno de nuevos colores y sabores que no siempre, por cierto, permitían una digestión placentera.
En mi primera arribada me perdieron la maleta... Casi sin saber inglés tenía que explicar el suceso. Nada fácil. Tuve que esperar pacientemente a que me la encontraran y remitieran a mi habitación del hotel Mandarin. Allí me instalé sin equipaje que llevarme al cuerpo. Dormí en calzoncillos una breves horas. A eso de las ocho llamaron a la puerta. Me cubrí con una toalla y me calcé con los zapatos de vestir. Abrí. Era un empleado del hotel. Un chino, claro, que, por cierto, contuvo la sorpresa de verme con semejante indumentaria, porque no dijo nada. Bueno, en realidad, dos o tres segundos después, pronunció en inglés, con ese imposible acento oriental, alguna frase que no entendí. La repitió un par de veces sin inmutarse. Un español a la tercera habría proferido un grito, como mínimo. El chino no. Simplemente, la repitió monocorde. Como no entendía lo que me decía, opté por el camino de en medio y respondí con un yes. En ese instante el hombre se arrodilló. Yo me asusté. Sacó un cepillo y un pequeño bote de crema de una bolsita que tenía detrás de él y se puso... ¡a limpiarme los zapatos! Allí mismo, en el pasillo, con medio cuerpo desnudo, el otro medio cubierto con una toalla, los pies sin calcetines cubiertos con unos zapatos negros de vestir y un chino arrodillado limpiándolos... Como experiencia no estuvo mal. En ese instante me dije: «Mario, tienes que aprender inglés como sea».
En una de las primeras visitas, un español casado con una china que trabajaba como director del banco de inversiones Searson Lehman Brothers me invitó a sus instalaciones. Acepté y lo que vi todavía resuena en mi memoria: detrás de un número ingente de pantallas de ordenador, exquisitamente alineadas una al costado de la otra sin desplazarse ni un milímetro sobre la imaginaria línea recta que las ordenaba, decenas de chinos operaban las teclas del ordenador con un grado de excitación tan intenso que, en ocasiones, se volcaban inconscientes en gritos de alegría o de desesperación. Ver gritar y casi llorar a decenas de chinos enloquecidos con sus máquinas en medio del estruendo de lujo y cristal de uno de los edificios emblemáticos del paraíso chino es algo capaz de golpear el espíritu de cualquiera que alimente un alma compuesta de cualquier material diferente al puro granito norteño. Para un ignorante como yo, ajeno a todo ese apabullante mundo, mucho más. Sorprendido, casi aturdido por el espectáculo, pregunté:
—¿Qué sucede? ¿Qué hacen estos tipos?
—Son inversores que están dando órdenes de compra y venta de oro y plata —contestó mi anfitrión.
Contemplé aquella escena por unos minutos, absorto en la visión directa, inmediata, del funcionamiento vivo del capitalismo especulador, y me sorprendió comprobar cómo en apenas segundos se ganaban y perdían auténticas fortunas, simplemente acertando o equivocándote en el movimiento ascendente o descendente que seguirían los precios del oro, plata, platino o cualquier otro metal cotizado. El mundo de la especulación vive a su aire, tiene sus normas propias, se rige por sus propios códigos. La velocidad en decidir, la agilidad mental para procesar información, el tráfico de los datos confidenciales o privilegiados, la capacidad de apalancarse, de asumir incluso más riesgo que el propio del dinero real del que dispones, todo ello conforma un magma, un conjunto no escrito de prescripciones que deben constituir una cierta droga para los espíritus que, devotos de la especulación, acólitos del juego, consagran su vida como monjes cistercienses a su servicio.
La especulación es la otra cara de la libertad de mercado. Unos crean riqueza. Otros especulan con la creada. El gran invento de la modernidad reside, precisamente, en la especulación pura, absolutamente ajena a la economía real. Siempre ha existido, sin la menor duda, pero la cantidad de dinero que en ella se invierte y la tecnología a su servicio encuentran en tiempos modernos dimensiones incomparablemente superiores. Enormes fortunas se juegan a diario especulando sobre qué harán los tipos de interés, o el café o el azúcar, o los principales valores de Bolsa o, más esotérico todavía, el índice bursátil de un país concreto o una media de los más activos. El empresario que tenía que aprovisionarse de materias primas para su negocio quería evitar que las alzas incontroladas de precios pudieran afectar a su cuenta de resultados de manera imprevista. Su misión consistía en trabajar ordenadamente, en producir eficientemente. Para ello necesitaba una seguridad en los precios de aquellos bienes que utilizaba como materia prima para fabricar sus productos finales. Por eso surgió el mercado de futuros, para que los verdaderos empresarios no sufrieran alteraciones involuntarias de los precios que afectaran a producciones eficientes. Pero al instante aparecieron en escena los especuladores, los apostadores.
La especulación capitalista moderna muestra el código genético propio del puro y duro juego. No hay diferencia sustancial con entrar en un casino e invertir dinero en cualquiera de los juegos permitidos. Se apuesta sin un previo análisis de los datos propios de la economía real. Se acude a fórmulas casi esotéricas, mágicas, buscando conclusiones en gráficos históricos, en líneas de tendencia. También los profesionales del casino disponen de sus propios métodos, surgidos —dicen— de años de paciente observación del tablero de juego. Se consumen horas elaborando la teoría de que la Bolsa responde a un pulso, a un ciclo vital y, por tanto, sus movimientos siguen un patrón regular, una cadencia rítmica que permite a los iniciados en el arte descubrir los movimientos futuros.
Confieso que durante años, después de contemplar el modo y manera en que en el mundo se ejercita la especulación, consumía noches enteras en mi casa de Pío XII de Madrid confeccionando gráficos en un papel cuadriculado para someter sus movimientos a un análisis matemático, tratando de descubrir cadencias en sus desplazamientos, alguna regla aritmética que explicara el porqué y el cuánto de las alzas y bajas, algo así como la piedra filosofal, la regla de oro de las oscilaciones de los valores bursátiles, tipos de interés y metales preciosos. Colocaba las grandes cartulinas en la pared del cuarto de estar sujetas con chinchetas, me sentaba en el sofá a una distancia de tres o cuatro metros y clavaba mi vista sobre sus líneas, dibujadas primorosamente con distintos colores. Hablaba con el gráfico, le pedía que me dijera cuál era su patrón interno, a qué regla matemática obedecía, en cuáles operaciones se encontraba agazapado y oculto su ADN, como si se tratara de un símbolo propio del ocultismo en el que encuentras silentes respuestas a tus interrogantes más acuciantes.
En ocasiones, posiblemente agotado por la vela nocturna, llegaba a creer que el gráfico me transmitía alguna información, que se desnudaba ante mí enseñándome sus partes íntimas, las reglas ocultas que marcaban su existencia pasada y, por tanto, futura. Lleno de gozo por el descubrimiento, dejaba al gráfico disfrutando de su soledad y me encaminaba al dormitorio. Lourdes, ajena a semejantes esoterismos, dormía plácidamente. La miraba antes de apoyar mi cabeza en la almohada y me decía para mis adentros: «¡Si supieras lo que he descubierto esta noche!». Lo malo es que a la mañana siguiente las partes íntimas del gráfico mostradas en los efluvios nocturnos carecían de cualquier consistencia matemática. Así que a volver a empezar.
Detrás de este mundo habita la pasión del hombre por su gran interrogante: conocer el futuro, lo que el devenir le asigna en su espacio tiempo. Descubierto el espacio, nació su otro yo: el tiempo, y con él, las nociones de pasado, presente, futuro, ideas metafísicamente imposibles, pero de consumo ordinario en los patrones convencionales del pensamiento humano. Lo ignoto es, de esta manera, el futuro. Poco importa que algunos sepamos que el futuro no es sino una proyección imaginaria del pasado, que, a su vez, solo existe en cuanto se recuerda en el presente, por lo que tampoco existe sin el ahora, pero, desde luego, este tipo de consideraciones no pertenecen a las «prioridades» de los cofrades de la especulación. El futuro les interesa como oportunidad de negocio. Así que con su adivinación se pretende algo tan concreto como la otra gran pasión: el dinero, la acumulación, la avaricia. Unidos entre sí, futuro y dinero componen una mezcla explosiva: conocer el futuro, poder dictaminarlo, controlarlo, y ganar con ello dinero, mucho dinero, es tan exquisitamente lujurioso para el producto humano que muy pocos pueden sustraerse al embrujo que provoca. Es así como cada día nuevas fórmulas de especulación aparecen en los mercados financieros mundiales. Mentes altamente dotadas diseñan constantemente programas para pedir a los ordenadores actuales, cada vez capaces de mayor memoria de almacenamiento, que les descubran esas reglas sagradas para poder ganar dinero, mucho dinero, eliminando, si es posible, o reduciendo a su mínima expresión el riesgo de especular. Porque —aceptémoslo— todos coinciden en la teoría de que es el riesgo lo que legitima el beneficio, pero a la hora de la verdad todos asumen encantados el segundo y buscan neutralizar el primero. Nuevamente el cinismo inundando el patio del modelo.
De ahí el éxito de la llamada Onda de Elliot. Debe su nombre a un funcionario de correos americano que, debido a una real o supuesta anemia, consumió mucho tiempo sentado en una mecedora del porche de una vieja casa californiana, por lo que se dedicó al noble arte de pensar, y de esta manera surgió la celebridad conocida con el nombre de Onda de Elliot, un método predictivo que sigue vivo hoy en muchos analistas de inversiones.
Al final Elliot abandonó el territorio de las finanzas para adentrarse en la filosofía y fue así como su Onda se transmutó en un escenario superior: Elliot escribió La ley de la naturaleza y en esa obra introduce la magia de los números de Fibonacci, además de determinadas proporciones esotéricas que, según él, ratifican sin grieta su propia teoría. La filosofía básica de la Onda de Elliot se aplicaba a otras esferas de la vida humana, de forma tal que, según él, «el mercado de valores, siempre cambiante, tiende a reflejar la armonía básica contenida en la naturaleza». Ni más ni menos.
Me inicié en el estudio de la teoría de Elliot, pero lo que menos me interesaba es que los números mágicos de Fibonacci, el gran matemático que descubrió la secuencia oculta de la naturaleza, su regla de desarrollo, sean o no aplicables a la predicción del comportamiento de la Bolsa de valores mundial.
Creo que toda la manifestación, esto es, la producción externa de formas de vida, responde necesariamente a patrones matemáticos, e inevitablemente a medida que profundicemos en el ADN se pondrán de manifiesto. Lo importante reside en descubrir las reglas, las secuencias. Algunos, los pitagóricos, las llamaban Armonía, Música… Reglas, al fin y al cabo. Seguro que las leyes de Fibonacci servirán para explicar el comportamiento de los mercados, porque dicho comportamiento no es más que el agregado de millones de comportamientos individuales. Pero, eso sí, debemos concederle el tiempo suficiente, no comprimir en exceso la constante transformada en variable.
Ciertamente en aquellos tempranos años de mi vida no tenía ni la menor idea de que mi destino me llevaría a consumir años enteros en la presidencia de uno de los bancos más importantes de España, desde cuya plataforma vería reproducidas y aumentadas aquellas experiencias de juventud, vestidas quizá con diferentes nombres, como, por ejemplo, los derivados financieros, pero preservando, en el fondo, la misma esencia que latía en el corazón de los enloquecidos chinos que contemplé aquella tarde en Hong Kong.
Recuerdo que al poco de concluir el periplo mantuve una conversación con Juan Abelló sobre los aspectos más «exteriores», por así decir, de ese modelo de Luis Carlos. Le conté mi experiencia viajera y Juan, apegado a sus reglas de medir, sonriendo abiertamente me dijo:
—¿Ves? Eso no te lo proporciona la abogacía del Estado.
Una buena frase para resumir con ella todo un modo de pensar. Sonreí por dentro y no contesté a esa admonición, sino que derivé hacia los terrenos que me gustan más.
—Ya, Juan, pero lo que veo es peligroso. Todas esas especulaciones nada aportan a la economía real. En nada contribuyen a mejorar las condiciones de vida de la población mundial. En absoluto estimulan verdaderas vocaciones o actitudes empresariales.
Juan me escuchó con atención y, con esa impenitente sonrisa con la que se pronuncian frases de contenido político y financiero, me dijo:
—Sí, la verdad es que siempre he pensado que eras algo rojillo...
Años más tarde, siendo ya presidente de Banesto, en una de las comisiones ejecutivas del banco, salió este tema, el de la especulación y la llamada riqueza financiera. Mi opinión la expuse sin miramientos.
—Se trata de jugar en la otra cara de la moneda del capitalismo. No se puede evitar. Pero se podría controlar su expansión enloquecida. Sin embargo, el mundo vive envuelto en el glamur de los derivados financieros, fórmula exquisita de la especulación por la especulación. La economía mundial es en nuestros días un gran casino de juego cuyos crupieres reciben nombres de ejecutivos de cuentas, ejecutivos de finanzas, y otros parecidos. Es indiferente la literatura porque la realidad asoma su cabeza peluda: juego al margen de la economía real. No podrá acabar bien. Las burbujas financieras se deshilacharán con estrépito. El mundo volverá su mirada al lugar del que nunca debió alejarse: en la vida económica, como en la vida en general, lo que cuenta es ese trozo de realidad del que podemos disponer. Jugar a considerar real lo virtual es atractivo, constituye una forma sublime de alineación, pero precisamente por ello es gigantescamente peligroso.
Aquella tarde, además de los chinos y sus ordenadores, desde la inmensa cristalera de las oficinas del banco miré hacia fuera, a la bahía de Hong Kong. A esa hora podían distinguirse todavía muchos de los barcos que transportan a los chinos y visitantes entre la isla y la península, que en ocasiones aparecían ante mí de forma repentina, por detrás de los grandes edificios, magníficos, ostentosamente caros, que bordean la bahía. El espectáculo estaba siendo fascinante, pero también agotador para una mente relativamente virgen en estas cuestiones, por lo que decidí despedirme de mi anfitrión sin aceptarle su invitación a cenar, darle las gracias por su acogida y salir a la calle. Con la luz que les proporcionaba una instalación eléctrica, cientos, quizá miles de chinos trabajaban toda la noche en la construcción de nuevos edificios. En Hong Kong, como en la vieja Inglaterra, se trabaja las veinticuatro horas del día. No falta mano de obra porque la inmigración ilegal desde la China comunista era, en aquellos tiempos, muy voluminosa.
Tomé un taxi y me fui a Aberdeen, en la otra cara de la isla, a cenar en un restaurante flotante. Me habían hablado de esos lugares y aunque suelo ser enemigo de consumir productos excesivamente tópicos en mis lugares de arribada, en aquella ocasión pudo más la curiosidad. Tal vez el cansancio, no lo sé, pero acabé contratando los servicios de unos barqueros que, por cientos, quizá miles, viven en sus juncos, apiñados en las cercanías del embarcadero, encargados de transportar clientes a los restaurantes flotantes. Allí habitan familias enteras, padres, hijos, nietos y abuelos, casi hacinados en condiciones infrahumanas. Su círculo vital dispone de un radio muy limitado: en los juncos nacen, viven y mueren, siempre con el mismo cielo azul metálico adornado con las grandes nubes de los climas del trópico, y con un mar sucio, de aguas semiestancadas, llenas de excrementos humanos, en las que subsisten los peces que se alimentan de nuestras miserias. Cuando volvía de cenar y recorría la escasa distancia que separaba el lugar de mi cena y la tierra firme, en mitad de aquel espectáculo de hacinamiento humano, de miradas preñadas de miedo y lástima, de ejemplares humanos encerrados en su prisión existencial, en su trampa mortal, me acordé de las operaciones de compra y venta de oro que, tan intensamente, había vivido horas antes.
Mientras trataba de conciliar el sueño en mi habitación del hotel Mandarin, algo no demasiado fácil por los costes de las diferencias horarias, las imágenes del día circulaban en mi mente a toda velocidad, desordenadas, sin criterio, mezclando la especulación del oro con los hacinamientos de los juncos, los gritos de los chinos al perder o ganar dinero con el sepulcral silencio de los habitantes de las embarcaciones mientras dejaban consumir sus vidas envueltas en un maloliente sinsentido. No pude razonar: me di cuenta, mientras mi mirada se perdía en la silenciosa bahía a través del ventanal de mi habitación, de que en aquellos momentos la magia de los entusiasmos de lo novedoso silenciaba el sonido de las convicciones de fondo. Había que esperar.
Y la vida continuaba. Para algo me había desplazado a tierras tan lejanas en un avión de la que decían era la mejor compañía del mundo, la suiza Swiss Air, con billete de Gran Clase.
Al día siguiente me reunía en un destartalado despacho de un indiferente edificio del barrio de oficinas de la ciudad con un chino alto, de ojos despiertos, de andares enérgicos, rebosante de actividad, auditor de profesión, propietario de una empresa de esas que se dedican a crear sociedades instrumentales para la finalidad que antes describía: aprovecharse de los beneficios tributarios de Hong Kong, por un lado, y de la opacidad que las leyes del Trust vigentes en la colonia ofrecían para preservar el anonimato de las propiedades, una mezcla perfecta para los peregrinos del capital.
No fue demasiado difícil entendernos, a pesar de mi escaso conocimiento de la lengua inglesa y de que el estudio concienzudo de la misma se encontraba en sus compases iniciales, porque el hombre administraba cientos de sociedades —quizá miles— dedicadas a este negocio. En todas ellas el señor Young, o su hijo o hija, porque los chinos mantienen la tradición familiar en los negocios, tenía poder de firma y disponía del dinero por cuenta de sus verdaderos propietarios. Fue fascinante. Nunca me olvidaré de aquel hombre, aunque solo fuera porque en una de nuestras discusiones, ante una propuesta mía que no puedo recordar, pronunció en inglés la frase «no possibility», acentuando con tal énfasis la última sílaba que al concluirla su dentadura postiza salió expulsada de su boca y se depositó con algún estrépito encima de la pequeña mesa de formica repleta de papeles a cuyos lados nos encontrábamos los dos. La escena hubiera sido altamente embarazosa, como mínimo, para cualquiera. Sin embargo, K. K. Young, sin darle la menor importancia y sin ningún gesto o aspaviento que demostrara vergüenza o algún sentimiento parecido, recogió dulcemente sus dientes, que habían caído justo al lado del cenicero, los sacudió con un gesto casi mecánico y los introdujo de nuevo en su boca como si nada hubiera ocurrido.
Puse encima de su mesa unos gráficos elaborados a mano y con diferentes colores que confeccioné a trozos en el avión y el hotel. Lo comprendió a la perfección. Seguramente porque habría visto algo muy similar cientos de veces. Lo que para mí constituía una novedad excitante, para ese chino no pasaba de ser una vulgaridad cuyo único aspecto atractivo residía en los honorarios que percibía por ejecutarla.
El chino tomó algunas notas, más bien pocas, descolgó el teléfono, susurró algo en su jerga, volvió a colgar, me miró con aire de indiferencia y forzada amabilidad, se abrió la puerta, apareció un ejemplar humano de su raza gesticulando con las manos al tiempo que flexionaba casi sin descanso el tronco hacia delante en señal de respeto, recibió las instrucciones de su amo, se despidió manteniendo idéntica gesticulación, permanecí con el silencio pastoso de una espera sin nada que comentar, hasta que, por fin, volvió a sonar la puerta y otro chino distinto, pero de gestos idénticos, penetró en la estancia.
Tiempo después, con ocasión de un viaje a Japón, un ejecutivo de Abelló y yo nos detuvimos en Hong Kong. El hombre quería como fuera conseguir una cita en algún lugar dedicado a la prostitución. Se supone que China debía ser especialmente sofisticada en este territorio. Yo carecía de experiencia porque nunca he sido un aficionado a semejantes materias. Pero el hombre insistía. Al final, en su inglés un tanto especial, porque lo hablaba con acento estruendosamente madrileño, consiguió del encargado de recepción del hotel una dirección, una cita concreta y me pidió que fuera con él. Acepté.
Tomamos un taxi y nos desplazamos a la península, dejando la isla de Hong Kong. Atravesamos barrios repletos de carteles en letras rojas y caracteres chinos que inundaban la geografía urbana. Debajo de esos carteles, en las calles, y encima de ellos, en balcones y terrazas, reinaba la pobreza. Casi la miseria. Por fin llegamos a un edificio con aspecto pobre. El ejecutivo me dijo que eso suele ser normal, que casas lujosas de prostitución se alojan en edificios de apariencia pobre para no llamar la atención. Si él lo decía...
No tenía siquiera ascensor y la nota del hombre de recepción decía piso tercero, así que por unas escaleras metálicas bastante peculiares subimos a la planta señalada. Una encrucijada se nos presentó al alcanzarla porque frente a nosotros se abría un abanico de posibilidades y no teníamos ni idea de por cuál de ellas optar. Menos mal que un chino de edad madura, extremadamente delgado, con el cuerpo inclinado hacia adelante, como si la reverencia hubiera pasado a formar parte de su vida de modo inalterable, se acercó a nosotros. Dijo algo en un idioma irreconocible para mí que posiblemente fuera inglés con acento chino y nos ordenó gestualmente seguirle.
Recorrimos el largo pasillo dejando puertas a nuestra derecha e izquierda. Todas ellas estaban entreabiertas y podía verse con claridad que se trataba de viviendas de familia. Allí residían familias chinas, así que no veía por dónde se podía localizar un piso dedicado a la prostitución. El chino, por fin, se detuvo.
Nos hizo entrar en una de esas casas de familia. Un hombre, una mujer, ambos de cierta edad, y dos chicas muy jóvenes. Bueno, no soy capaz de precisar la edad porque con los chinos cometo errores de bulto. Parecían muy jóvenes, pero a lo mejor no lo eran tanto. El chino hizo un gesto para que nos acercáramos al hombre mayor. Las dos chicas permanecían inmóviles con su mirada fija en el suelo. El ejecutivo de Abelló entregó la cantidad, en dólares de Hong Kong, que le había dicho el hombre de recepción en el hotel, que fue quien avisó al chino que nos recogió al llegar al piso tercero. Pagó por dos servicios.
Las dos jóvenes se levantaron sin dejar de mirar al suelo. El ejecutivo se desplazó a una habitación con una de ellas. Yo me fui a otra contigua. Ni siquiera puertas. Una cortina corrida sobre una barra de aluminio era lo que permitía sustraerse a la mirada del hombre y la mujer mayores que permanecieron impasibles en sus puestos. La chica comenzó a quitarse la ropa. Con un gesto le dije que no lo hiciera. Me miró sorprendida, casi estupefacta. Insistí en que no se desvistiera. Se sentó con un gesto chocante, entre resignado y triste, sobre la cama. Más que cama era una especie de catre singular, con unas patas muy bajas, de apenas veinte centímetros sobre el suelo y una especie de colchón muy voluminoso, como un edredón nórdico. Allí permaneció en silencio, sin sonrisas ni lágrimas, con la mirada siempre fija en el suelo. Un pastoso silencio inundó la estancia.
Al cabo de unos minutos el ruido inconfundible de que el ejecutivo de Abelló había culminado la tarea. Esperamos un poco más. Nuevos ruidos evidenciaron que ahora había regresado al salón, por decir algo, en el que seguían instalados, sin ruidos ni gestos, sin palabras ni voces, el hombre y la mujer mayores, dejando que la vida resbalara sobre sus cuerpos. Con un gesto indiqué a la chica que saliéramos, que regresáramos al punto de encuentro.
La sonrisa del ejecutivo contrastó violentamente con el gesto de la chica que estuvo sentada en la cama. Corrió a decir algo al hombre mayor mientras de modo visible lloraba. No esbozaba un llanto, sino que abiertamente lloraba. Era un llanto sincero, compungido, doliente. No tenía la menor idea de a qué era debido. El hombre llamó al intermediario que nos recibió y masculló algo a su oído en idioma chino. El «agente» puso cara de extrañeza, exagerando el gesto, algo a lo que son muy aficionados los chinos y más aún los japoneses. Se acercó al ejecutivo de Abelló, S. A., y le reprodujo el mensaje. Este me lo trasladó envuelto en sonrisa cómplice. Era algo así como «sentimos que no le haya gustado la chica. Ella está triste por eso. Ahora no tenemos otra, pero si quiere puede volver...».
Ni siquiera contesté. Sentí una punzada de dolor interior. Nos fuimos.
Después de comprobar con K. K. Young que el modelo podía funcionar, quedaba lo teóricamente más duro: exponer el modelo a los japoneses, uno de los laboratorios más importantes del mundo. Comprobar si ese modelo les parecía aceptable.
Nos presentamos en Osaka, la sede central de Takeda, y todavía aturdidos por un viaje interminable, penetramos en una de esas salas de reunión japonesas decoradas de manera tan absolutamente anodina que perdías la noción del lugar exacto en el que te encontrabas. La noche anterior, a pesar del agotamiento, no había conseguido dormir excesivamente bien. Me preocupaba que el asunto que iba a consultar tenía una textura algo especial y me inquietaba que los hijos del sol naciente, teóricamente serios de toda seriedad, máxime tratándose de una empresa farmacéutica de talla mundial, nos dijeran que esas cosas no encajaban bien con sus modos de pensar.
Ganar dinero con los medicamentos es algo que se presta con facilidad a la demagogia porque podrían sostener que, al fin y al cabo, la salud es un bien público y, en consecuencia, el beneficio a costa de ella carece de legitimidad. Sería un campo típico para la nacionalización. Lo cierto, sin embargo, es que las empresas farmacéuticas propiedad del Estado no habían funcionado en la práctica mejor que las privadas, es decir, que no conseguían innovar más y mejor, y mucho menos más barato. De ello tuve plena constancia con ocasión de varios viajes a Moscú. Pero una cosa es que no sea preciso nacionalizar la industria y otra… En fin, mantenía ciertas inquietudes acerca de la posición de los japoneses. Ya digo que me costaba aceptar que a cada paso que daba el cinismo se convertía en la única constante de un mundo plagado de aparentes variables.
Con la mejor de las delicadezas que supe utilizar y un pésimo inglés, arropado por unos orientales que, o no hablaban en absoluto esa lengua, o lo hacían con un vocabulario muy corto y un acento más bien cómico, expuse el modelo, mirando en ocasiones más hacia el tablero de la mesa que a los ojos de mis interlocutores japoneses, que, por cierto, siempre parecen estar ausentes, no solo del asunto a tratar, sino casi, incluso, de la propia reunión. Pero es solo un espejismo. El oriental escucha con exquisita atención. Tanto que yo creo que alguno de los asistentes a esas reuniones tiene como misión exclusiva aumentar el número de oídos, tal vez por eso de que a partir de un punto dado la cantidad se convierte en calidad.
Oyeron bien, desde luego. Comprendieron a la perfección, sin la menor duda. Y, además, con gestos inequívocos los japoneses nos indicaron que a ellos solo les importaba vender. No entraban en consideraciones ni tributarias, ni financieras, ni mucho menos morales. Les bastaba con que se les dijera a quién vender, además del pequeño detalle de disponer de una confirmación bancaria que acreditara la solvencia de la empresa intermediaria. Pragmatismo nipón. No solo nipón. Pronto comprobé que por otros territorios más gélidos y en los que vivía una llamada socialdemocracia avanzada, países que constituían el ejemplo vivo de toda una progresía de salón que comenzaba a causar efectos y desperfectos en Occidente, países del impuesto progresivo sobre la renta llevado a sus consecuencias últimas, los patrones de comportamiento se ajustarían a los japoneses como los guantes a la mano.
Volé a Madrid y descansé unos días mientras por dentro trataba de poner en orden los acontecimientos vividos. Realmente descubrir ese mundo era a la vez fascinante. Estaba convencido de que más tarde o más temprano esas reglas de juego se acabarían volviendo contra el propio sistema que las impulsaba, pero en aquellos días mi misión era entender, conocer, ver, contemplar el funcionamiento, al menos teórico, de esos comportamientos que no reflejaban sino el cinismo estructural del Sistema. Me quedaba lo peor.
¿Qué pasaría con las materias primas fabricadas en Suecia? ¿Aceptarían los suecos el modelo? La respuesta no tardó en llegar: más o menos lo mismo, solo que en lugar de una empresa de Asia los suecos preferían trabajar, en el caso de que algo se hiciera, con la más próxima Holanda, donde, como diré, los fenicios diseñaron un modelo fiscal muy peculiar. Se ve que, como digo, el asunto no es propio de una picaresca latina, sino uniforme en el modelo occidental y en el oriental japonés. Empecé a darme cuenta de que el cinismo moral es sustancia de vida: los países llamados avanzados, los nórdicos, dueños de una supuesta democracia idílica en la que los impuestos se utilizaban como instrumento al servicio de una cacareada igualdad humana, se comportaban de idéntica manera a unos truhanes latinos, a unos voluptuosos panameños, a unos gélidos japoneses y a unos inteligentes chinos. Todos oficiaban en la hermandad del cinismo al servicio del dinero. Doble moral con el dinero, con el sexo, con la familia, con el trabajo. Si algo define a las sociedades modernas, es la absoluta necesidad de la doble moral para soportarse a sí mismas. Cioran lo dijo: lo malo de un pensamiento conceptualmente estructurado es que más tarde o más temprano tendrá necesidad de mentir para seguir instalado.
Bueno, pues a Ámsterdam. Me encantó la ciudad, a pesar de que llegué a los canales impulsado por la misma prosaica finalidad de investigar la viabilidad de un nuevo y teórico circuito de tráfico de mercancías. En un precioso despacho de abogados holandeses nos informaron del modelo propio del país de los tulipanes. Se constituiría una sociedad holandesa cuyo dueño sería otra compañía, esta vez creada en las Antillas Holandesas, en Curaçao para ser más precisos, gracias a los buenos oficios del tal Carlos D’Abreu Da Paulo, un Steven Samos en versión de la famosa isla caribeña.
Había oído hablar de Curaçao algunas veces en mi vida, aunque no conseguiría localizarla a la primera. Su nombre, como dije, me sonaba a licor exótico y poco más. Lo de las Antillas Holandesas es ya un poco para nota. Pero lo que no sospechaba es que la razón de ser de estas islas, con independencia de que las morenas de Bonaire dicen que son extraordinariamente guapas —no pude comprobarlo in situ—, no es, desde luego, el turismo, ni la pesca, sino el trato fiscal que se les dispensa, y para que nadie se llame a engaño, hay que saber que Estados Unidos, los americanos, tan absolutamente intransigentes con temas que afecten al fisco, resulta que admitían la existencia privilegiada de dichas islas como instrumentos al servicio, legal o paralegal, de la evasión de impuestos. Eso sí, de otros Estados soberanos distintos al suyo. Por ello, precisamente por ello —me decía—, en esa isla se encontraba construida, instalada y funcionando ni más ni menos que la refinería de la Shell. En fin, cosas del Sistema.
El esquema holandés, como decía, me llamó mucho la atención porque se podía negociar con el fisco de ese país el volumen de impuestos a pagar, antes siquiera de establecer la propia empresa. A mi formación de abogado del Estado, acostumbrada a que los impuestos son algo a pagar por voluntad exclusiva del Estado, una manifestación esencial de su poder público, absolutamente ajeno a cualquier espíritu negociador con el contribuyente, el hecho de que unos señores pudieran llegar al despacho de los inspectores de Hacienda a negociar el volumen de dinero a satisfacer por los impuestos le resultaba asombroso. Pero así era: se plantea al Estado holandés en qué consiste la actividad de la empresa que quieres montar, que en el modelo de Luis Carlos era algo tan sencillo como comprar materia prima a Suecia y vendérsela a España, sin que las mercancías pasaran siquiera por Holanda. Por tanto, la «contribución» del Estado holandés a los beneficios de la empresa es prácticamente nula. Sobre esta base, negocias el volumen de impuestos a pagar, consiguiendo una resolución que se denomina tax ruling, que es una especie de pacto entre la empresa y el fisco de Holanda.
Así que ni a los nórdicos les interesaba quién compraba finalmente, ni a los holandeses unos beneficios construidos de manera tan rudimentaria. En ambos casos solo subyacía un motivo: los suecos, cobrar su precio; el fisco holandés, su dinero. Este tipo de descubrimientos eran mucho más emocionantes que los propios circuitos del dinero. Descubrir al hombre, al hombre verdadero, no al autor de palabras y frases vacías, sino de hechos llenos de contenido, es mucho más emocionante que cualquier otra cosa.
Compré algunos libros destinados a profundizar en la estructura jurídica y tributaria de estos países peculiares. En esos momentos me planteé con crudeza la pregunta: ¿qué hago yo, abogado del Estado, estudiando estructuras jurídicas y financieras destinadas a conseguir reducir impuestos? Responderme que me encontraba en excedencia voluntaria y que había renunciado a ser abogado del Estado no es más que resbalar por la epidermis. Al comienzo sentía algo parecido a la incomodidad, para no dramatizar en exceso. Pero pronto me di cuenta de que esas son las reglas del modelo mundial. Los paraísos fiscales los crean y los consienten los propios Estados que implantan sistemas tributarios cercanos a lo confiscatorio. Lo cierto es que Holanda disponía de las Antillas Holandesas, Inglaterra de Hong Kong y de las islas del Canal, entre otras, y así sucesivamente. Por tanto, parecía existir un paralelismo entre la aprobación por un Estado «moderno» de leyes tributarias «modernas» y, al propio tiempo, crear un mecanismo jurídico a través del establecimiento de paraísos fiscales en territorios pertenecientes o vinculados a ese Estado «moderno» para permitir «dulcificar» el rigor de la nueva «modernidad tributaria». Descubrir lo que se esconde detrás de la llamada «modernidad» no siempre resulta especialmente reconfortante.
Si a los individuos y a las empresas se les somete a un régimen de impuestos excesivo, es lógico que traten de buscar los mecanismos adecuados para reducir el pago por sus beneficios. Siendo conceptualmente generoso, su comportamiento podría aproximarse a una legítima defensa imperfecta. Pero lo más curioso es que son los propios Estados que aprueban esas leyes tributarias los que crean regímenes especiales en determinados territorios. Así funcionan las cosas. Ya he dicho que el cinismo moral es la norma por excelencia. Claro que el acceso a este tipo de mecanismos tan sofisticados queda limitado a quienes tienen dinero y conocimientos para poderlos utilizar, con lo que las grandes fortunas pueden subsistir como tales, al menos en parte, mientras que la inmensa mayoría de los ciudadanos del país de que se trate tienen que soportar la carga tributaria íntegramente, o, al menos, las posibilidades de que disponen para reducirla son mucho más limitadas. Por ello no me extrañé cuando en un libro elaborado por un inspector de finanzas belga pude leer que desde la implantación del sistema fiscal progresivo con tipos marginales del orden del 90 por ciento se había producido el efecto contrario al pretendido, al menos en Suecia: los ricos controlaban una parte alícuota del Producto Interior Bruto de ese país superior a la que tenían cuando se implantó el nuevo modelo impositivo. Una de las razones de ello era, precisamente, el desarrollo de esos paraísos fiscales que constituían el mundo en el que me estaba moviendo en aquellos momentos. Bueno, a los espectadores siempre les quedará el consuelo de los budistas: todo es impermanente, así que ninguna fortuna será eterna. Claro que —pensarán sus dueños— mientras tanto…
Comprendo que el modelo es, como decía, exquisitamente cínico, pero surge como una especie de consecuencia de sí mismo. Por ello, cuando Arturo Romaní era subsecretario de Hacienda y yo ya tenía alguna experiencia en este tipo de asuntos, le propuse que estudiaran la posibilidad de convertir a Canarias en una especie de paraíso fiscal, porque otros Estados tenían los suyos y nosotros no. Jugar a eremitas en un burdel no tiene ni sentido ni porvenir. Esas islas reunían todas las condiciones adecuadas: buen clima, situación estratégica en el Atlántico, desarrollo turístico, posibilidad de que los «ejecutivos» de esas sociedades encuentren diversiones adicionales... Porque este aspecto resulta nada desdeñable: un paraíso fiscal que se precie debe disponer de un contexto más o menos exótico y de una infraestructura externa adaptable a las demandas de los «ejecutivos de cuentas». ¿Se imagina alguien el porvenir de un paraíso fiscal en plena Mancha castellana? ¿Serviría para esa finalidad un pueblo como, por ejemplo, Burriana o Retuerta del Bullaque? Creo que no, y eso, desde luego, nada tiene que ver con la belleza de esos parajes, sino, precisamente, con la necesidad de los consumidores de los paraísos fiscales.
Mi intento con Romaní ciertamente fracasó. Gobernaba UCD, que siempre sintió una especie de complejo curioso con la izquierda y que nunca entendió su verdadero papel, y, por ello, resultó imposible el proyecto. Pero no por eso dejó de funcionar el modelo en el mundo. Y sigue, claro. Mejor dicho, supongo.