«Lo del Rey parece grave, Mario. No tiene sentido tanta urgencia en operarle en Barcelona, casi con nocturnidad. Parece ser que llegó a la clínica a las siete y media de la mañana... Pueden ocurrir muchas cosas. Hay que pensar y prepararse.»
El sonido característico de un mensaje de texto que acababa de entrar en mi móvil, ese ruido que parece formar parte de nuestro equipaje ordinario del diario vivir moderno, me pilló totalmente concentrado en mis propios pensamientos, con ese grado superior de atención que proporciona el sentir asombro y tristeza mientras cavilas sobre los acontecimientos que te rodean. Sentí pereza. Decidí esperar para leerlo. Aquella mañana había amanecido claro en A Cerca.
Desde el vestidor de nuestro dormitorio contemplaba la silueta silente de la torre convertida en frontera y protección de ese mi mundo reciente en tierras gallegas. Un sueño, el de retornar, que dicen ser tan característico de los que traemos sangre confeccionada con los materiales genéticos que habitan más allá de las Portillas de Padornelo y A Canda. Almas gallegas que aseguran preñadas de nostalgia, pero, al menos para mí, no solo de nostalgia nacida del retornar por el retorno, que no es poco, sino por volver a vivir en una tierra de la que no quisimos salir. Nostalgia compuesta de futuro, que no de pasado. Nostalgia nacida del deseo de recuperar la libertad perdida de no poder habitar plenamente en tu propia tierra. Por ello, en ese sentido profundo de libertad, se alberga la que llaman natural tristeza del alma gallega. Tal vez en esta ansia de libertad de vivir allí de donde vienes, se encuentre el origen de la resignación de la vieja frase que pronuncian los ancianos cansados de vivir: «El cuerpo pide tierra, paisano». «Morir donde viviste, paisano.»
Durante el invierno, todos los días, o casi todos, apenas si podía vislumbrar la silueta de la torre, envuelta en la capa gris de las nubes bajas a las que llaman niebla. En cada amanecer invernal, el patio de A Cerca se convertía en un entorno fantasmal confeccionado a golpe de paredes de piedra gallega, suelos adoquinados, columnas silentes, hierros viejos y sobre todo un agua de suave cadencia, y niebla, mucha niebla. Uno siente en presencia de ese marco de existencia la vida real de nuestras fantasmales meigas. Pero aquella mañana, la del mensaje de texto, por alguna extraña razón, porque lo extraño es lo no corriente, amaneció claro por el naciente, el que viene desde O Penedo dos Tres Reinos, el que nos trae a estos lares de mil metros de altura, preñados de centenarios castaños, una luz sin estridencias, que ilumina piedras, hierros, suelos, tejas y casas siguiendo un singular compás de una música lejana. O no tan lejana, porque arriba, en lo más alto del cerro en el que se edificó la casa que domina el pueblo de Chaguazoso, allí, cuentan, hubo un castro, de esos que inundan la geografía gallega. Pero parece como si este castro, el de ahora, el que mira silente a Castilla, Galicia y Portugal, testimoniando el artificio llamado frontera, fuera un castro habitado por músicos capaces de atraer luces y aguas, sin violencia, envueltos en el compás de una música calma. Niebla suave, lluvia calma, piedra quieta... Parecería que por aquí los dioses de Paracelso no gustaran de la violencia.
Pero en Europa un tipo de violencia se instalaba: la financiera. El diseño de los burócratas que se autoasignaron el calificativo de inteligencia ortodoxa parecía no resistir los vientos de la realidad. Grecia agonizaba financieramente. Y Europa parecía no creer en sí misma. No en la Europa del Camino de Santiago, sino en la de los edificios metálicos de Bruselas. No en el tejido cultural confeccionado con la diversidad de sus pueblos y culturas, sino en la voluntad de equipararnos con los fórceps de un intelecto que parecía ser cliente predilecto de la cultura de papel dedicada a ningunear la realidad de la historia. La soberbia del poder, de cualquier forma de poder, pero sobre todo el poder político que se siente ungido de inteligencia, es realmente enciclopédica.
Me sentí mal. Era evidente que algo de esto tenía que suceder. Hace muchos, casi dieciséis años, allá por 1994, en el momento en que me encarcelaron por vez primera, ya había dejado constancia escrita de esta vocación de posible naufragio de un barco financiero confeccionado sobre todo con materiales genéticos nacidos de la soberbia. Llegaba la hora del lamento y, curiosamente, yo soñaba con que arribara a este puerto la esperanza. Leía en la prensa que los de Bruselas, a disgusto, decidieron decir al mercado, a esa entelequia a la que atribuyen males o bienes según la conveniencia política del momento, que se gastaría el dinero que fuera, incluso la monstruosa cantidad de 750 000 millones de euros, en defender el euro como moneda... El mercado no les creía. No es cuestión de dinero, de fiducias monetarias, sino de realidad. A pesar de los tonos épicos de los políticos anunciantes de esa buena nueva, en aquella mañana clara en A Cerca pensaba que viviríamos un nuevo episodio, otro y otro, hasta que decidieran asumir lo real como presupuesto de convivencia. Porque todo se puede confeccionar con la única condición de edificarlo sobre un suelo de realidad. De eso que, con sentido profundo, los budistas llaman Maya.
Aparqué como pude mis pensamientos sobre estas materias. Tomé el teléfono en mi mano y accioné el botón que libera los mensajes recibidos. Era de Jesús Santaella, el abogado. Se hacía eco de la noticia de la mañana: el Rey estaba siendo operado de una mancha en el pulmón. Ciertamente, como decía de forma lacónica en su texto, eso de que a don Juan Carlos lo ingresen de urgencia, llegue a un hospital a horas intempestivas de la mañana, con parte de su familia oficial fuera de España, asistido en exclusiva de cargos oficiales de su Casa, no presagiaba nada bueno.
Desde primera hora de la mañana leía en internet las referencias de prensa. Cautelosas al máximo. Parecía como si de repente todos se percataran de la importancia del Rey. Y no era para menos. Con lo que sucedía por Europa, con una crisis financiera de consecuencias imprevisibles, con un sistema que se desmoronaba ante la mezcla de impotencia y rabia de sus arquitectos intelectuales, con una España insolidaria, endeudada hasta las cejas, con cifras de paro más allá de lo humanamente tolerable, con una discusión larvada —o no tanto— sobre la forma de nuestro Estado, que ahora nos cayera encima la muerte de don Juan Carlos, anunciada a través de un diagnóstico casi mortal de necesidad como es el cáncer de pulmón, nos llevaría por un sendero que amenazaba con incertidumbres de grueso calado nuestra inmediata convivencia. La muerte del Rey parecía preocuparnos mucho, pero no por él, sino por nosotros... Como casi siempre.
¿Tendría cáncer el Rey? No había forma de adivinarlo. Por pura prudencia las noticias referidas a su salud se confeccionaban con palabras preñadas de cautela. Y de una esperanza temblorosa, la nacida del miedo secular a lo inmediato desconocido, porque se teme lo que se ignora, si se presume negativo. Busqué información escondida entre las líneas de quienes se atrevían a escribir algo. Encontré dos palabras. Una, muy técnica: PET. Otra igualmente propia del metalenguaje médico: captación.
Imposible evitar el recuerdo. Inútil intentar alejarlo. Cuando el recuerdo conduce a emociones ancladas en el alma con la fuerza del sufrimiento, la pelea racional por alejarlo, por fagocitar el estímulo potente que lo trae a la superficie del consciente, es tan inútil como devastadora. Y demoledora fue mi pelea con el tumor cerebral que se instaló en Lourdes Arroyo en el verano de 2006 y que acabó con su vida, y con más de treinta años de matrimonio, la madrugada del 13 de octubre de 2007. También fue un día claro y limpio. También ese día el Rey ocupó un espacio de mi vida.
No sé si las personas que oficialmente se encuentran en el llamado coma irreversible carecen, como afirma la ciencia oficial, de comunicación con el exterior. Aparentemente su consciente ya no refleja conexión con el mundo externo. Pero lo cierto y verdad es que no sabemos qué sucede en sus adentros. Es más que probable, al contrario de lo que asegura la ortodoxia, que puedan percibir informaciones y vivencias aunque el cuerpo físico carezca de posibilidades de reconocerlo externamente. No tiene el individuo en tal estado plenitud de lenguaje corporal, en ninguna de sus manifestaciones usuales. Pero eso no equivale necesariamente a que se produzca ruptura total de comunicación.
Lo cierto es que cuando los niveles de oxígeno que marcaba la máquina que medía el acontecer físico de Lourdes se situaron por debajo de los umbrales del vivir, convirtiéndose en señal inequívoca del caminar hacia la muerte, le pedí con voz compuesta de susurro mientras pegaba mis labios a su oído derecho que resistiera, que aguantara, que esperara al alba, porque se presagiaba limpia. No sé si me oyó, pero para sorpresa de los médicos, casi para su estupor, el corazón de Lourdes, poco después de concluida mi súplica, comenzó a latir a una velocidad inusitada. Llegó casi a las ciento sesenta pulsaciones. El esfuerzo interior resultaba descomunal. Al agitar la víscera a la que llamamos corazón con tanta intensidad, conseguía introducir mayor carga de oxígeno en el cuerpo, así que elevaba los niveles, los umbrales necesarios para la subsistencia. Llegó al indicador del 60 por ciento.
La enfermera del Ruber penetró en la habitación con ojos que evidenciaban una sorpresa ya casi pariente del temor puro. No necesitó hablar. Sabíamos que venía en ese estado porque algo no le cuadraba en los terminales de la máquina que controlaba desde su puesto de mando. No encajaba que el corazón de Lourdes pudiera alcanzar semejante ritmo. Sobre todo porque llevaban varios días, casi una semana, anunciándome, con toda clase de explicaciones técnicas, la inmediatez irreversible de su muerte.
Ni una palabra. La máquina se encontraba en el costado izquierdo de la cama. Se aproximó cautelosa a ella. Miró a Lourdes, inmóvil, gesto sereno, sensación de plenitud, de calma, mientras, curiosamente, el ritmo de su corazón físico se aceleraba. Salió de la habitación con el rostro casi del mismo color que su bata blanca, envuelta en silencio, preñada de asombro, asustada. Nos dejó sin recomendarnos nada. Eran más o menos las tres de la mañana. Así transcurrió la noche. Cuando el nivel de oxigenación descendía de nuevo al umbral irreversible, yo pasaba la mano suavemente sobre su brazo derecho y de nuevo en su oído le susurraba: «Aguanta, Lourdes, aguanta...». Y el corazón se agitaba con fuerza y el nivel de nuevo aumentaba. Ignoro si me oía, si podía entender mi lenguaje, si captaba mi vibración sonora en ese oír de los que permanecemos por aquí fuera, pero lo evidente, lo innegable, lo para muchos sorprendente, es que reaccionaba.
Llegó el alba. Las primeras luces penetraron en la habitación. Eran luces como las del alba de A Cerca, luces cálidas, serenas, que confeccionaban una atmósfera limpia, clara. No tuve necesidad de hablar. Me acerqué a su oído y con un susurro compuesto con una voz inundada de tristeza, de dolor y de nostalgia, dejé caer las palabras: «Ya llegó el alba, Lourdes, ya llegó el alba». Imposible entender racionalmente lo que costó pronunciar semejante frase. Una despedida sin retorno, un jamás, un nunca, un adiós eterno en el que ni siquiera podría caber nostalgia, una renuncia obligadamente repleta de un agradecimiento de densidad casi inhumana nacido del esfuerzo por alargar la vida una noche, por esperar a golpe de latidos forzados a entregarla con las luces de una mañana clara.
En ese instante algo extraño inundó la habitación. El corazón de Lourdes se calmó. Dejó el latir agitado para caminar hacia un silencio pausado. Tan calmo, y tan silente, tan suave y sin aristas de especie alguna que entendí la esencial fragilidad de la frontera entre lo que llamamos vivir y morir.
Cuando salí del hospital con destino a mi casa, mientras conducían a otra morada el cuerpo físico de Lourdes abandonado del postulado llamado vida, miré arriba en un gesto instintivo. En efecto, la mañana era clara.
Llegué a Triana, mi casa de Madrid. Caminaba como un autómata. Entré en mi despacho. Sin propósito ni criterio. Podría haber irrumpido en cualquier otro lugar, porque no hay lugares físicos cuando el alma se inunda de un dolor absoluto, total, un dolor frío compuesto de una eterna humedad. El sonido de mi móvil me devolvió a una realidad de la que deseaba huir con todas mis fuerzas. Miré en la pequeña pantalla situada en la parte superior del aparato, allí donde aparecen los números o los nombres de las personas que nos llaman.
Era el móvil del Rey. Lo tomé casi sin fuerzas, con la indiferencia existencial propia de un alma agotada. En ese instante me daba igual rey que plebeyo, gobernante o súbdito, nada me importaba. Lo acerqué mecánicamente a mi oído izquierdo. Creo que la palabra «señor», con la que inicié la contestación a la llamada, nació endeble, casi inaudible. La voz de don Juan Carlos sonó sincera, doliente, preñada de una pena compuesta de recuerdos y afectos y hasta con algo de rebelión.
—Lo siento mucho, Mario. ¡Esto ya no! ¡Esto ya no! ¡Esto ya es demasiado!
¿Qué se puede decir en un momento así? Nada. No hay lugar ni para el recuerdo, ni para la pena, ni para el agradecimiento. No existe espacio para ningún sentimiento diferente del dolor en estado puro. No existía en ese instante ni pasado, ni presente, ni siquiera futuro, ni Rey, ni no Rey, ni yo, ni Banesto, ni Europa, ni España... Nada. Un silencio que abruma en su propia intensidad, una oscuridad interior, dioses lejanos, voces que no suenan, almas reventadas...
—Muchas gracias, señor.
No supe decir más. No era instante de sentir agradecimiento. Eran momentos de convivir como pudiera con lo insoportable compuesto de incomprensibles inevitables. Así me dije a mí mismo en los días y noches de mi experiencia carcelaria. Me tocaba afrontar la más dura de las evidencias de la convicción interna en aquellas palabras.
Y ahora, casi a punto de cumplirse los tres años de aquella mañana, leía una noticia que me apenaba. Las palabras de la medicina oficial me golpeaban. Llamé al abogado, al que me mandó el SMS. No tenía más información que la que la prensa le proporcionaba y su capacidad de reflexión, mucho más que notable de ordinario. No quise pronunciarme más que con un «ya veremos, Jesús, ya veremos». Era cuestión de esperar. A esa hora, en A Cerca, ya consumida el alba, se instalaba con fuerza la mañana.
—Don Mario, ha venido su primo don Alfredo.
La voz de Alfonso me alejó de mis ensoñaciones. Envueltos en recuerdos, el tiempo circuló quieto, con la quietud del movimiento eterno. Ni siquiera me había duchado. Así que ahora tocaba ejecutar esas tareas a toda velocidad.
—Alfonso, dile por favor a don Alfredo que me espere. Le das un café y lo que quiera. Pero dile de mi parte que intente saber algo del Rey y que piense un poco qué pasaría si algo sucediera.
Alfredo Conde, natural de Allariz, algo, pero no mucho, mayor que yo, escritor reconocido con el Premio Nadal y el Nacional de Literatura en su currículum, entre otras condecoraciones literarias, consejero de Cultura de la Xunta de Galicia con González Laxe —moderado PSOE— como presidente, con una novela como Xa vai o griffon no vento en su capítulo de creaciones, que ha sido traducida a muchos idiomas y con muchos cientos de miles, seguramente más del millón, de ejemplares vendidos. En estos días, ahora, en el tiempo de A Cerca, su mirada y su hablar son serenos, su pelo lacio sigue vivo y en su sitio, aunque inevitablemente orientado al gris el tono de fondo, y una barba blanca, extremadamente blanca y cuidadosamente cincelada, perfilando como resultado global una madurez no irritada, ni con el mero hecho de acumular años, ni con los aspectos más amargos de una experiencia, propiciados estos últimos, claro, por la estulticia de ciertos ejemplares que constituyen una especie de jauría política, aficionada a la cacería y enloquecidos con el derramamiento de sangre.
Le conocí en 1988, tal vez en 1989. Desde luego, en mis primeras andaduras en Banesto. Un día de aquellos, los periodistas gallegos decidieron darme una comida, lo que no era de extrañar porque desde siempre, nosotros, los de esas tierras que Castelao llamaba Galiza, sentimos admiración y respeto por los que son capaces de triunfar fuera de ellas. El alma del emigrante a flor de piel, sin duda. Y yo representaba un tipo de triunfador muy característico, no solo por juventud, porte y demás atributos físicos, que siempre ayudan, sino, sobre todo y por encima de todo, por encaramarme en todo lo alto del más emblemático de los grandes bancos españoles. Así que, como digo, que nadie se sorprenda de ese homenaje, y eso que los gallegos somos cortos de lisonjas, cuidadosos con el vecino y respetuosos con sus vidas privadas. Seguramente porque no queremos que entren a saco en las nuestras. Allí, en aquella mesa, en un lugar de Madrid, estaba Alfredo como conselleiro. Alguien preguntó por nuestro posible parentesco. Contesté que yo no tenía información de esa naturaleza, pero Alfredo, tomando la palabra, afirmó:
—Algo de parentesco tenemos, porque tú eres nieto de Remigio Conde, de Vilaboa.
No le concedí excesiva importancia a un aserto pronunciado con ciertas dosis de solemnidad. La familia de mi padre, la gallega, la proveniente de Vilaboa (Allariz) carecía de presencia real en nuestras vidas, así que claro que sabía quién era mi abuelo, pero como la familia no se edifica a golpe de sangre, sino, sobre todo, de convivencia, y como los antecedentes históricos me han interesado lo justo, la admonición de Alfredo, aun efectuada con cierto empaque y proviniendo de un consejero y escritor ilustre, no recibió una entusiasmada respuesta de mi parte.
Así quedó la cosa. Alfredo, con el paso del tiempo y el correr de la vida, dejó de ser consejero de la Xunta, pero no cesó en su misión de escribir. Y yo dejé el banco, por lo que el reencuentro de nuestras vidas se produjo en circunstancias bien diferentes de aquellas en las que nació. Maduras las almas, sosegados los impulsos, fermentadas las convicciones, recompuestas las ilusiones, nació una amistad sincera en la que los antecedentes genealógicos no pasan de la dimensión de lo anecdótico.
Cuando concluí la ducha y el afeitado de urgencia, que me costó un corte pequeño de esos que no consigues que dejen de sangrar ni con la Guardia Civil, me dirigí al encuentro de Alfredo. Atravesé la galería del poniente, llegué al primer descansillo, seguí descendiendo en el casi iniciático diseño de nuestra casa gallega y me encontré en el lugar en el que Alfredo solía sentarse desde que comenzamos en A Cerca una convivencia intensa de fines de semana. Rodeado de cristales por los lados norte y poniente, con una visión del patio interior, adoquinado, empedrado, cuadrado, cercado con macetas de color caldero y vegetación de tonos verdes, «recoleto», que dicen algunos, Alfredo, auxiliado de una mesa camilla a la vieja usanza, en cuyo interior vivía un brasero eléctrico, ya había conectado su ordenador y se encontraba en plena pelea con la escasa señal wifi que se captaba en ese lugar.
—¡Qué! ¿Conseguiste saber algo del Monarca? ¿Tienes mejor información que la oficial?
—No, no sé nada, porque a los que pregunto me dicen lo mismo, que tiene mala pinta pero que confían en que se arregle con la operación que le están haciendo.
—Si es un tumor, un cáncer de pulmón, tiene arreglo complicado pero posible si es en uno solo de los pulmones. En otro caso, la noticia es auténticamente mala.
—Sí, claro. Con la que está cayendo esto puede complicar mucho las cosas. Pero supongo que te habrá traído recuerdos tristes...
Me imagino que por la expresión de mi cara y por la lógica de los acontecimientos Alfredo supuso que de un modo u otro las noticias del posible tumor del Rey me habrían conducido —como así fue— a renovar pensamientos sobre la enfermedad de Lourdes.
—Sí... claro... Alfredo, sin duda..., pero en la vida hay que no pertenecer a ese grupo de personas que se sienten cómodas instaladas en el sufrimiento. Con esa actitud reclaman la compasión de los demás y se transforman en inspiradores de lástima ajena y en ese papel se sienten cómodos y felices... Mucha más gente de la que pensamos practica este vicio. Es mucho más difícil superar el dolor y seguir viviendo, pero eso es exactamente lo que tenemos que hacer.
Alfredo prefirió no contestar de modo inmediato. Dedicó unos segundos de silencio al propósito de que estos pensamientos se desvanecieran de nuestra atmósfera mental. Pero conocía mi cariño por don Juan Carlos y la pregunta se convirtió en un inevitable lógico:
—Entiendo, pero al margen de las consecuencias políticas, supongo que te dará pena, porque siempre has dicho que tienes afecto por el Rey y por su padre...
—Y es verdad, Alfredo, así es.
Contesté de modo que evidenciaba mi deseo de profundizar con cierta soledad en los pensamientos que en ese momento me embargaban. Alfredo, rápido y atento al lenguaje corporal de quienes con él comparten tertulia, fingió prisa por confeccionar, por concluir unos artículos que tenía que entregar a los medios en los que colabora, y en darle una vuelta más a su novela en ciernes de impresión. Aproveché el capote que me tendió para caminar por la galería de A Cerca. El suelo, entarimado en castaño viejo y colocado sobre gruesas vigas procedentes del mismo árbol, provocaba una sonoridad especial a cada paso. Sonoridad y vibración, porque además del ruido, el suelo gemía, como si se sintiera agudamente lastimado por el peso que sobre él se desplazaba. Me recordó la casa de mis abuelos en Covelo. Sonidos y olores son, en mi experiencia personal, los vehículos más eficientes para viajar al mundo de recuerdos de la niñez.
Ahora se trataba de descender en la memoria al almacén de mis primeras vivencias con el Rey y su padre. Al iniciar el viaje no pude evitar una sonrisa. Algunos periodistas especializados en eso que llaman periodismo de «investigación» aseguraban sin el menor rubor que mi relación con don Juan Carlos nació en los pantalanes del club náutico de Mallorca, adonde según ellos acudí para conseguir proximidad al Monarca, siendo yo presidente de Banesto. No es que presuma mucho del poder del presidente del entonces gran banco español, pero siéndolo no necesitas, ni mucho menos, andar con bermudas blancas paseando rodeado de barcos de regatas por ningún club del mundo. Basta con pedir audiencia y te será concedida, como es lógico, natural y consustancial al poder que desempeñas. Porque el Rey es el Rey, pero ser presidente de uno de los siete grandes de entonces era mucho, medido, claro, en términos de influencia y poderío social, algo perfectamente compatible con ser endeble en calidad humana.
Conocí a don Juan Carlos mucho antes, al poco de llegar a Antibióticos, allá por 1984, más o menos. Es verdad que fue con ocasión de una regata en la que participábamos ambos, aunque en clases diferentes. El Rey en regata pura. Yo en regata crucero. Son las regatas frías porque tienen lugar en las proximidades de Semana Santa, y en esas fechas en Mallorca es normal que llueva, para desespero de los que decidieron pasar vacaciones en la isla buscando sol y calor. Se van —claro— despotricando, porque se gastaron su dinero y no recibieron la compensación que esperaban. Lo curioso, que al tiempo explicaba la gregarización humana, es que, impasible el ademán, retornaban año tras año a repetir la misma ceremonia.
El armador del barco que utilizaba el Rey para esas competiciones de vela en aguas de la bahía mallorquina de Palma, un industrial catalán apellidado Cusí, dueño de unos laboratorios farmacéuticos famosos por sus productos oftálmicos, me vino a decir que su majestad quería conocerme. Allí mismo, a unos pocos metros de distancia, situado junto a la barra del viejo club náutico mallorquín, se encontraba don Juan Carlos. Me acerqué aparentando tranquilidad lo mejor que pude. Me saludó con su simpatía habitual. Supongo que me conocería de algo, y ese algo debía de ser Juan Abelló, con quien el Rey compartía aficiones cinegéticas, y como Juan y yo entonces éramos ya amigos y socios, pues supongo que en algunos de esos saraos, después de matar algunas perdices de más, envueltos en alguna copa, comentarían jugadas financieras, porque de dinero y mujeres, por este orden, es de lo que hablan ciertas capas sociales españolas. No sé si de todo el mundo, pero desde luego es afición de vieja raigambre hispana.
Lo más curioso es que ese mismo día, quizá al siguiente, tal vez aquel en el que concluía la regata, don Juan Carlos me dijo que subiera a Marivent a desayunar con él. Me quedé algo acojonado porque no esperaba semejante invitación y, además, no tenía ni la menor idea de qué podía querer el Monarca de mí, un consejero delegado de Antibióticos, S. A. Un tipo listo y rico, pero eso era todo. Bueno, todo no, porque era, además y por encima de cualquier otra consideración, abogado del Estado, que eso en este país era mucho. Pero, en cualquier caso, no suficiente para ser invitado real en Marivent, el palacio de verano de los Reyes españoles, enclavado en un lugar de belleza increíble, desde el que de un solo golpe de visión dominas la bahía de Palma en dirección sureste.
Entonces ya éramos dueños de una preciosa casa mallorquina, de nombre Can Poleta, enclavada en la zona para mí de mayor belleza y contenido simbólico de la isla: Pollensa. Esa noche dormí en mi casa, no sin antes dedicar algunos minutos a pensar en el encuentro del siguiente día, aunque, a decir verdad, siempre he sido algo fatalista, en el sentido de que no problematizaba en exceso los acontecimientos, aunque, como este, resultaran algo insólitos. Es como si tuviera la certeza de que lo que sucede ocurre por alguna razón y que los humanos carecemos de la capacidad de penetrar en los designios divinos, cósmicos, kármicos o como cada uno quiera llamarlos. Pero curiosamente, antes de comenzar el ascenso a Marivent, me vino a la memoria mi única actividad política en el Colegio Mayor de Deusto, en Bilbao, en donde me licencié en Derecho.
A pesar de que no sentía especial afición por parlamentar de materias políticas, no dejé de estimular la protesta de nuestros compañeros de estancia en la residencia de los jesuitas contra el proyecto de Ley Orgánica del Estado que preparaba Franco para someter a referéndum, y el motivo sustancial de mi enfrentamiento con el texto legal residía, precisamente, en que reinstauraba la Monarquía en España, y yo no sentía siquiera simpatía por esa forma de Estado. Me parecía que reflejaba el pasado y que carecía de sentido volver a instaurarla en un país que abandonó don Alfonso XIII empujado y estimulado por el resultado de unas elecciones municipales. Recuerdo bien que entonces formulé mi arquitectura intelectual contra el modelo tradicional de régimen monárquico porque nunca creí que el primogénito fuera necesariamente mejor que los siguientes, el hombre necesariamente superior a la mujer y que la inteligencia se transmitiera vía código genético.
Pensar en aquellos momentos de mis diecinueve años me producía una sonrisa que alcanzó su esplendor cuando penetré en el palacio. Me recibió uno de los hombres de servicio. Pasé a una salita a la izquierda del vestíbulo. Enorme, frío, con una gigantesca cristalera al fondo a cuyo través se veía el mar. Esto de enorme puede ser una exageración, porque los estereotipos funcionan y si vas a ver al Rey la mente imagina que tiene que vivir en un palacio de tamaño extremadamente superior a cualquier habitación humana, de humanos ordinarios, que para eso es rey. Quizá si vuelvo otro día y lo habita un empresario de la construcción especializado en promociones inmobiliarias, o un especulador de derivados financieros o swaps contra futuros de tipos de interés, que parece menos ordinario, la impresión sea distinta. Por eso advierto, no vaya a ser que quede mal por dejarme llevar por estas emociones de juventud. Republicana de ideas, si se quiere, pero juventud temprana en cualquier caso.
Una mesa redonda con mantel blanco, y un montón de esas cosas que te suelen poner para desayunar vayas donde vayas: bollos, cruasanes, mermelada, mantequilla, tostadas, zumo de naranja… En fin, lo típico, que tampoco la sangre azul tiene por qué desayunar de manera radicalmente distinta a los mortales de a pie. ¿Me esperaba yo algo diferente? No habría estado mal, por ejemplo, huevos de codorniz cazada en alguna posesión austriaca de la familia real inglesa. Pues no. Mejor, porque no me gusta desayunar y menos cosas de esas raras.
No recuerdo en absoluto de lo que hablamos. Quizá algunos consideren esto una irreverencia y se atrevan a exclamar elevando el tono que ¡cómo es posible que me olvidara de mi desayuno con el Rey! Pues me olvidé. Del desayuno no, claro. Solo de la conversación. La forma, el hecho de acudir a su casa con él a solas, era más potente que el fondo. Si me hubiera propuesto ser presidente del Gobierno, por ejemplo, o siquiera subsecretario de Justicia, me acordaría. Pero como nada de eso sucedió, como la conversación, por amable que fuera, no superó a la media de la normalidad, me quedé con lo menos corriente, y esto era, precisamente, el hecho de estar allí, en aquel lugar, sentado a aquella mesa, a solas con el Rey. Y eso es lo que recuerdo. Poco más. ¡Ah, sí! Al concluir, un tipo alto, de buena facha, vestido con bermuda y camiseta con inscripción marina, creo que con alguna corona por algún lado de la indumentaria, nos saludó, con mucha mayor efusividad al Rey que a mí, claro. Me lo presentó el Monarca y pronunció su nombre, pero no lo retuve porque era bastante raro para los estándares hispanos. Al cabo de unos años supe que le llamaban Príncipe Chocotua, una persona que no sé dónde tenía el Principado, pero que gozó de cierta notoriedad hasta que lo implicaron en relaciones con el Rey de corte económico, y eso, junto con los amoríos, son caldos en los que fermenta el escándalo con velocidad y voracidad inigualables...
No me di cuenta, absorto en esos recuerdos reales, de realidad física y dinástica, pero el tiempo circuló a toda velocidad. Me encontré con Alfredo, que acababa de concluir el trabajo que se asignó, en parte para cumplir sus deberes y en parte porque percibió mi deseo de consumir soledad. Caía la tarde pero el sol se mantenía en lo alto. En Galicia siempre anochece una hora más tarde que en Madrid y casi dos que en Mallorca. Cosas de los meridianos. A pesar de la altura de Chaguazoso, unos mil metros sobre Alicante, que es lo mismo que sobre el nivel del mar, la tarde no era fría. Salimos al patio exterior y comenzamos a caminar dejando a nuestra derecha los castaños —retoñados y sin florecer en esa época del año— y a mi izquierda, a nuestra izquierda, porque paseábamos los dos, el inmenso valle por el que circula el sendero que conduce a una de las fronteras con Portugal, dejando atrás O Penedo dos Tres Reinos. Muy al fondo, las colinas que fronterizan Castilla, aniquilada su belleza por unos horrendos artefactos de esos que tienen aspas monstruosas y que giran al compás del viento para aprovechar la energía eólica, que será, quizá, más barata que otras, pero desde luego el impacto medioambiental en lo estético me tiene abrumado. En una de aquellas mañanas, encerrado en la clausura del monasterio cisterciense de Sobrado, me asombró la capacidad de romper la paz interior que tenían esas torres con aspas al ser contempladas a lo lejos, desde el claustro. Galicia ha sufrido la plaga. No se me va de la cabeza que algún día habrá un accidente. Quizá llegue el tiempo en el que se desmonten y las colinas gallegas recuperen su belleza original. Pero me temo que no estaré ya por aquí, en esta encarnadura vital, cuando eso suceda. ¿Quizá en otra? Eso dicen los que avalan la reencarnación.
—¿Qué, sigues dándole vueltas al tema del Rey? ¿Alguna noticia más?
—No, ninguna. Todos parecen conjurados en el silencio y es que es lo lógico. Si yo tuviera la responsabilidad de decir algo sobre la salud del Rey con la que está cayendo, negaría la mayor, sobre todo si no hay nada que hacer —contesté.
—Sí, claro. Oye, por cierto, ¿es verdad eso que cuenta Luis María Anson de que te acercaste al padre del Rey para conseguir proximidad con el Monarca?
Me extrañó que surgiera el nombre de Luis María, pero al instante recordé que en un vídeo que compuso Carlos Moro sobre mi vida —que se proyectó en Intereconomía con muchos millones de audiencia, por cierto— Anson decía precisamente eso que me preguntaba Alfredo, así que de ahí venía el interés por mi respuesta.
—Es una tontería. Luis María a veces parece pensar que don Juan, el padre del Rey, era algo casi de su propiedad, como si fuera el único que le conociera, sintiera cariño por él, le respetara.
Por eso, en el fondo, creo que sintió algo parecido a celos del afecto que don Juan sintió por mí, y del profundo cariño que mantuve para con él, hasta que el 1 de abril de 1993 falleció en Navarra.
Esa obsesión de Luis María Anson contribuyó a crear ciertas dificultades entre el Rey y su padre, entre otras cosas por el empeño de llamarle Rey a don Juan cuando, aunque le molestara en lo profundo, nunca tuvo la posibilidad de ostentar propiamente ese título. Anson se refería a don Juan como Juan III, un invento afectivo, sin duda, pero peligroso porque contribuía a crear una tensión nada confortable entre padre e hijo.
A don Juan le conocí al poco de mi ingreso en Banesto en casa de José Antonio Martín Alonso-Martínez, en Mirasierra. José Antonio, marino mercante en excedencia que montó una exitosa empresa de imagen, de nombre Gesmagen, junto con otros profesionales de la comunicación españoles, entre los que destacaban Chelala y Lalo Azcona, que había sido un rompedor presentador de TVE, entró en mi vida a raíz del escándalo organizado por el diario El País con el producto estrella de Abelló, S. A.: el Frenadol.
José Antonio mantenía relación con don Juan. El padre del Rey manifestó interés en conocerme, seguramente por la violenta irrupción que protagonizamos Juan Abelló y yo, sobre todo yo porque era más desconocido en la sociedad española, con la llegada a Banesto después de la brillante operación Antibióticos con el grupo italiano Montedison. José nos invitó a cenar, y allí fuimos Lourdes y yo, con José y Charo, y Juan Abelló, que vino solo, sin Ana Gamazo. Fue una cena agradable en la que dijimos sobre todo tonterías, pero don Juan se rió y lo pasó bien.
Tan bien que a partir de ese día comenzó a nacer entre nosotros una relación profunda que acabó convirtiéndose en afecto sincero. Era obvio que yo no pretendía nada con don Juan. Entre otras cosas, porque al Rey ya le conocía. Y no solo de aquel desayuno, sino de varios momentos posteriores que se intensificaron a raíz de mi presencia en la presidencia de Banesto. Disponía de una confianza distante, y digo distante porque cuando te mueves en esas alturas —por llamarlas de algún modo al uso— las aficiones náuticas ceden su puesto a las consideraciones de poder, entre las que las propiamente económicas no son las más alejadas del escenario. Y mi intermediario en esas relaciones con don Juan Carlos era, como dije y repito, Juan Abelló. Ignoro si el Rey le concedía el atributo de amigo, pero desde luego a mí seguro que no, porque carecía del más mínimo motivo para ello. Entre otras razones, porque salvo las cosas del mar, brillaban por su ausencia las aficiones comunes a ambos.
Pues a pesar de que no mantenía amistad o confianza excesiva, recuerdo que al poco de ser nombrado presidente sonó mi teléfono. Todavía mi despacho se encontraba en Castellana 7, en el viejo edificio de Banesto. Tan viejo como horrendo, por cierto, desprovisto del glamur del de la calle Alcalá, al que, final y felizmente, acabé trasladándome, aunque lo habité por poco tiempo.
Decía que sonó mi teléfono y al otro lado de la línea estaba su majestad el Rey. Ni siquiera me pregunté cómo había conseguido esa línea directa, pero supongo que le proporcionaría el número Juan Abelló. Su tono efusivo y casi festivo transmitía cordialidad. El objetivo consistía en recomendarme a Paco Sitges para el cargo de presidente de Asturiana del Zinc, una empresa controlada mayoritariamente por Banesto.
—Parece, Mario, que Jaime Argüelles deja la presidencia. Dicen que su hijo Pedro quiere sustituirle. Pero quizá el profesional que domina la empresa es Paco Sitges. No sé si deberías plantearte nombrarle presidente de Asturiana.
El Rey ejecutó la recomendación con extraordinaria delicadeza, sin presionarme lo más mínimo, simplemente transmitiéndome el conocimiento del personaje y avalando su integridad moral y su pericia en la empresa, pero insistiendo en que si teníamos otro candidato debíamos nombrar a quien nos pareciera más adecuado para el puesto.
No conocía a Paco Sitges. Mi única referencia consistía en que se trataba de un buen aficionado al mar y propietario de unos barcos preciosos que llevaban el nombre de Xargo, con el número ordinal correspondiente a continuación. Tiempo atrás en Ibiza admiré uno de ellos, creo que era el VI, un precioso sloop regatero tamaño maxi, pero de su dueño, de sus actividades, de su forma de ser, carecía de la menor información. La presentación del Rey caía sobre un terreno sin asperezas de tipo alguno. Además no tenía in mente ningún candidato para sustituir a Jaime Argüelles, así que le di buenas palabras al Rey y, a continuación, hablé con Arturo Romaní para decirle que nombrara a Francisco Sitges en sustitución de Argüelles en la presidencia de Asturiana. Arturo cumplió mis órdenes y Paco alcanzó su sueño. Francisco Sitges, asturiano, enamorado del mar, de los barcos, de la industria, de la construcción naval y buen conocedor del mundo de la minería, era, además, persona de confianza del Rey.
He empezado asegurando que el tono del Rey en esa conversación sobre Sitges y Asturiana rezumaba cordialidad. Y puede llamar la atención que enfatice ese extremo. Pues lo explico. Como relataba, la relación con don Juan fue creciendo en intensidad, frecuencia y afecto desde aquella cena inicial. ¿Qué nos unía? La afición al mar como único punto de encuentro en los primeros pasos de nuestro caminar juntos. Debo reconocer que no sentía especial interés por desentrañar la verdad de las discusiones dinásticas en las que parecía envuelta la Monarquía española, con don Juan, jefe de la Casa Real, sin poder alcanzar el título de Rey, y don Juan Carlos, rey de España, inaugurando el título de príncipe de España, absolutamente ajeno a la tradición monárquica española, por decisión de Franco. Ciertamente un galimatías histórico pero que a mí me cogía muy de lejos, al menos en aquellos pasos iniciales de la singladura de mis relaciones con don Juan de Borbón.
Pero, al mismo tiempo, la personalidad de don Juan me impactó, me atrajo, me resultó interesante, y tal vez naciera en el fondo de algún lugar secreto de mis almacenes internos la sensación de que vivir con ese hombre, estar a su lado, sentir su compañía, podría constituir un privilegio histórico porque, al fin y al cabo, fuera yo monárquico o republicano, era un pozo de historia, y, además, de presente, porque su hijo ejercía de rey de España.
Claro que tal posibilidad dependía sustancialmente de que yo le cayera bien, cosa que, sin duda, fue lo que sucedió. Cuando Juan Abelló se percató de que don Juan comenzaba a sentir una cierta simpatía por mí y que mis contactos con él se sucedían cada vez con mayor frecuencia, no dudó en exponerme sus ideas.
—Ten cuidado, Mario. Don Juan representa un conflicto para el Rey, porque es padre del Rey y tiene el depósito de la legitimidad monárquica.
—Ya, ¿y de dónde nace el conflicto?
—Pues de que, por decirlo claro, al Rey le gusta que la gente sea particularmente cuidadosa en las relaciones con su padre.
—¿Qué quieres decir?
—El asunto son esos derechos históricos. Tú, como eres un iconoclasta, no le das importancia a...
—Coño, es que la paternidad tiene más valor que esos supuestos derechos históricos.
—Para ti sí, pero la Monarquía funciona de acuerdo con ese tipo de parámetros. Vamos a terminar este asunto y toma nota de lo que te he dicho.
—Tomo nota.
Por supuesto que Juan no esperaba que me ajustara a sus prevenciones y, efectivamente, no lo hice. El padre del Rey me seguía llamando, interesándose por mí. Nuestra relación siguió aumentando en frecuencia de encuentros y en ascensos de afectos, intimando cada vez más. Al mismo tiempo crecía mi presencia en determinados círculos influyentes de la sociedad española.
No preveía hasta qué punto Juan podía tener razón. Tampoco era demasiado consciente, a decir verdad, de la fuerza de mi presencia social, del desarrollo del que acabaría siendo una especie de mito en la sociedad española. Yo seguía fiel a mis costumbres en muchos aspectos y por eso no acudía a ninguna de las cacerías de perdices que Juan y sus amigos organizaban por distintas partes de la geografía española. Un día de aquellos, Juan, conocedor de que no tiraba jamás a esos pájaros, insistió en que fuera a su finca de El Lobillo, en plena Mancha manchega y que, según los expertos, Juan consiguió convertir, invirtiendo mucho dinero, en uno de los mejores cotos para esos afanes cinegéticos.
Ante mi negativa Juan insistió en que no se trataba de cazar, sino de cenar con el Rey la noche anterior en su casa. Además de nosotros dos estaría presente Miguel Primo de Rivera, duque de ese nombre. Al día siguiente se celebraba la cacería y, aunque yo no participaba en ella, debía acudir a la cena de la noche anterior. Supuse por la insistencia que el objetivo de Juan al invitarme, seguramente a petición del Monarca, consistía en propiciar un encuentro y una conversación entre nosotros.
Allí nos encontramos los cuatro. Era el mes de octubre del año 1987, en plena negociación de nuestra entrada en el Consejo de Banesto. Estampamos nuestras firmas de rigor en el libro de la casa que Juan custodia con ese esmero que pone en las cosas que tienen proyección social. Cenamos los cuatro, supongo que bien, pero no recuerdo, jugamos al mus, seguramente gané porque no suelo ser condescendiente en ese juego ni con el Rey ni con mi padre, a quien también arrasé en su día en ese deporte de cartas, y consumimos algunas copas en mitad de una conversación intrascendente, como corresponde al tipo de reunión que confeccionábamos.
Avanzada la noche, entrada la madrugada, el Rey me pidió que saliéramos al jardín de El Lobillo, que todavía se encontraba en fase de construcción. Despidió en la forma real a Juan y Miguel Primo, señalándoles el camino de sus dormitorios, tomó entre sus manos una copa de güisqui escocés, me entregó otra y salimos al jardín. La noche era clara y el frío no resultaba excesivo y eso que, como digo, nos encontrábamos en octubre, que no suele ser demasiado generoso por los páramos de Castilla-La Mancha.
Por dentro el calor me parecía casi sofocante, suponiendo que las cosas circularían entre el Rey y yo por los derroteros de mi relación con don Juan. Lo suponía porque a la vista de que el Rey no quería nada y Juan insistía en mi presencia, solo quedaba ese espinoso y puñetero asunto de los derechos dinásticos.
No me equivoqué. Con cuidado, con tremenda delicadeza, don Juan Carlos fue aproximándose paso a paso, despacio, cuidadoso a pesar de la noche y las copas, hacia el asunto que le embargaba, explicándome con suavidad el problema derivado de que su padre fuera hijo de rey y padre de rey sin, al mismo tiempo, poder ser rey. Comprendía que vista con ojos críticos la situación reflejaba una patología posiblemente única en la historia, pero que en ocasiones la vida nos conduce por senderos que no diseñamos nosotros.
Procuré la suavidad de formas, relajé los tonos, emití más sonidos que palabras, en un intento de que el Rey se alejara de unos terrenos pantanosos para refugiarnos en las copas y hablar de cualquier otra materia menos comprometida. Se hacía tarde, casi las cuatro de la mañana, y una nueva copa alargó la noche. Agradecí al Rey su tremenda confianza para conmigo por hablarme con sinceridad de un asunto tan delicado y con voz que pretendía ser respetuosa y al mismo tiempo convincente le dije:
—Lo entiendo, señor. Lo que está claro es que hay solo un Rey y solo un padre del Rey y mi lealtad al Rey nada tiene que ver con el cariño que sienta por su padre y así seguirá siendo. Por cierto, señor. A diferencia de otros, jamás me refiero a vuestro padre como «el Rey». Le llamo señor y más propiamente don Juan. Porque una cosa es una cosa y otra, otra.
Quedaba poco espacio para la admonición; ni siquiera para la duda. El Rey cerró la noche. Nos fuimos a la cama. Eran más de las cinco de la madrugada cuando llegué a mi dormitorio.
A la siete y media la voz agitada, profundamente excitada, de Ana Abelló me despertó:
—El Rey ya está en la mesa y al Rey no se le puede hacer esperar.
Me vestí a toda velocidad y bajé dando saltos. El Rey, sentado en la cabecera de la mesa del comedor, me recibió con una sonrisa en los labios y un aspecto que en nada delataba ni las dos horas de sueño ni las copas de la noche anterior. Me disculpé como pude ante una aparente comprensión real y una reprimenda escondida en el brillo de los ojos de Juan y Ana.
Terminó el desayuno y comenzaron los preparativos para la cacería ante mi alivio personal porque en ese instante pensaba salir con destino a Madrid. La voz del Rey quebró mis esperanzas:
—Mario viene conmigo al puesto —dijo don Juan Carlos sin conceder la más mínima oportunidad a una alternativa diferente.
Así lo hice y asistí al espectáculo de ver caer a las perdices una tras otra y a un Rey excitado cada vez que acertaba y cabreado sin disimulo por cada fallo que cometía. De idéntica manera se sucedieron los ojeos, con el consabido taco de por medio.
No tuve ninguna conversación ni medio seria con el Rey y mucho menos referencia alguna a las relaciones con su padre que centraron la noche anterior. Todo transcurrió en mitad de una aparente placidez.
Pocos meses después, por avatares del destino, yo alcanzaría la presidencia de Banesto; Paco Sitges, como relaté, la de Asturiana del Zinc. Pero los modos de ser propios de la sociedad española acechaban agazapados, esperando su turno, preparados para cortocircuitar cualquier aventura de advenedizos, cualquier intento de adentrarse, de ocupar un espacio allí donde se cuece, se cocina y condimenta el verdadero poder. Allí donde las pasiones sustituyen a los afectos y la red tejida con intereses desconoce lealtades y agradecimientos. Allí contemplé cómo el Rey era utilizado, aunque fuera simbólicamente, en operaciones financieras. Quizá no tan simbólicamente. Por eso mi relación se enfrió. Y asistí desilusionado a espectáculos que quizá hubiera preferido no vivir.