I

El desarrollo humano

Desde que una persona está en el vientre de su madre comienza su desarrollo no sólo físico, sino mental y emocional. En cuanto nace empieza a ser diana de las influencias externas y también arrastra los códigos evolutivos y las propensiones genéticas. Dependiendo de su grado de sensibilidad y vulnerabilidad, el niño será más o menos herido, y dependiendo de que el entorno (familiar, escolar, social) sea más o menos armónico, se desarrollará de un modo más o menos armonizado.

Comoquiera que por lo general nadie escapa a sus condicionamientos evolutivos ni genéricos, ni tampoco a la atmósfera de la familia ni al ambiente escolar o social, rara es la persona que de forma espontánea completa su evolución consciente, se desarrolla armónicamente y madura. La mayoría de las personas son víctimas de nocivas influencias externas, no se desenvuelven armónicamente ni tampoco completan su desarrollo. Es cierto que hay personas que de modo natural tienen más aplomo, son más ecuánimes y sosegadas, pero la gran mayoría de los seres humanos quedan estancados en su proceso de evolución y la edad no es ni mucho menos signo de madurez mental y emocional.

Quien se estanca en su proceso y no madura, quien no lo completa, quien, en suma, no evoluciona conscientemente y acarrea numerosos complejos, carencias emocionales, inseguridad interna, ego no lo suficientemente controlado y maduro, inhibiciones, insuficiente autoconocimiento, heridas psíquicas diversas y represiones, padece, inevitablemente, signos y síntomas displacenteros, que pueden ser pscicosomáticos, psíquicos o emocionales, siendo muy diversa la gama, que puede ir desde la ansiedad a la depresión, los temores infundados y miedos, el tedio vital, la insatisfacción profunda y el descontento, la psicastenia, la pereza crónica, y desórdenes psicomáticos que pueden cursar como colon irritable, asma y tantos otros. Sin duda se paga un elevado diezmo a la inarmonía psicomental, y si una persona no sale de su estado de mediocridad emocional (mediocridad: a medio camino; proceso incompleto), arrastrará nocivos hábitos psíquicos, incontroladas y perniciosas reacciones emocionales, estados mentales aflictivos y, en suma, desdicha en mayor o menor grado de intensidad. De hecho, y con razón, se ha señalado que la neurosis es una detención del proceso psíquico de maduración, que da por resultado los enfoques incorrectos, la ausencia de equilibrada autovaloración, sentimientos de inferioridad o superioridad, orgullo neurótico y desproporcionado, imaginación negativa, nostalgias obsesivas del pasado y toda clase de subterfugios y autoengaños que si no se desenmascaran impiden la evolución consciente y la madurez, y, por tanto, el equilibrio interior y la armonía. La persona inmadura está interiormente dividida, sometida a condicionamientos de todo tipo que la lastran. Pero tengamos en cuenta que hasta que no ganamos la madurez mediante el trabajo interior o sobre nosotros mismos, todos estamos más o menos desarmonizados.

Dado que es muy raro hallar una persona que haya completado su desarrollo y obtenido la autorrealización de modo espontáneo y natural, lo único que asegura la culminación del proceso de autodesenvolvimiento y madurez es el trabajo interior sobre uno mismo, tema al que dedicaremos un capítulo entero por su enorme importancia existencial y práctica.

Desde la más remota antigüedad el ser humano se ha percatado de que lo más común es seguir un desarrollo inarmónico —debido a condicionamientos internos y externos— y que se queda a medio camino por un estancamiento de la consciencia. Ese semidesarrollo conlleva un estado de servidumbre, insatisfacción profunda, descontento, vacío e incluso angustia, y produce incapacidad para sentirse armónico y dichoso. Por ello, y desde hace muchos milenios, el ser humano ha concebido y ensayado métodos para poder completar el desarrollo consciente, superando las influencias nocivas y logrando una mente más penetrante, intuitiva, imperturbada, serena y lúcida, capaz de solventar muchos condicionamientos y conflictos, y así poder aspirar a un estado de verdadera dicha.

Mediante las enseñanzas y técnicas de autorrealización todo ser humano puede ir completando su desarrollo y hacerlo armónicamente, aprendiendo así a afrontar con mayor destreza, lucidez y ecuanimidad las vicisitudes inevitables de la vida y alcanzar una manera de ser más estable, madura, resistente y a la vez fluida, sagaz y armónica.

Lo que tenemos que entender es que la mente es desarrollable y perfeccionable y la consciencia puede entrenarse para hacerse más perceptiva, intensa, vital, lúcida, sosegada, ecuánime y compasiva. Pero hay que intentarlo e irse modificando para bien y así poder conquistar el equilibrio interno que favorecerá tanto a la propia persona como a aquellas otras con las que se relaciona. La misma mente que encadena es la que libera y en ella se encuentran muchas potencialidades que pueden servir de aliados en la senda hacia el equilibrio y la madurez emocional.

Realidad interior, realidad exterior

Le pregunté a un mentor de yoga quién es sabio, y repuso: «Aquel que sabe navegar en el océano de lo cotidiano y en el océano interior».

Tenemos que bregar con la vida. La vida es un reto o desafío, pero también un gran maestro. Hay muchas personas que no aprenden nunca, pero hay otras que no dejan de aprender hasta el último instante de su vida. Depende de la actitud, del grado de consciencia, de la motivación y el modo de relacionarse con la vida.

Hay una historia zen:

Un discípulo le pregunta a su maestro:

—¿Dónde está la santa verdad?

—En la vida de cada día —responde el mentor.

—Pero yo en la vida de cada día no veo verdad alguna.

Y el maestro asevera:

—Ésa es la diferencia: que unos la ven y otros no.

La vida de cada día... A veces monótona, repetitiva, injusta, pero más imprevisible de lo que en principio creemos. Es la vida. Un gran misterio, un misterio que en ocasiones parece pavoroso y en otras nos resulta fascinante, embriagador..., pero un gran misterio, por mucho que los científicos quieran explicárnoslo, por mucho que aprendamos de las leyes de la evolución. Pero no se trata de por qué se vive, sino para qué. En una ocasión le pregunté a un gran escritor y erudito de budismo si la vida tenía un sentido. Sin dudarlo un momento, repuso: «El que usted quiera darle», y rió, considerándome tal vez un ingenuo.

Fue hace muchos años, en Londres, él era Walpola Rahula, un monje de Sri Lanka. Aprendí la lección. Aparte de si la vida tiene o no un último sentido, el sentido, el propósito, el significado, se lo puede ir dando uno de instante en instante. Hay que aprender a estrenar cada día y a vivir cada minuto en armonía, como si fuera el primero y el último, en continuo aprendizaje, con una mente equilibrada, atenta y sosegada. No es fácil. Hay que entrenarse para ello, pero contamos con gran número de enseñanzas y métodos para irlo consiguiendo y para hacer de la vida una técnica de autodesarrollo y también un arte: el arte de vivir. Unos hacen de la vida un erial o un estercolero, y otros un vergel o un jardín. La vida la vive todo el que ha nacido, pero el arte del noble vivir hay que cultivarlo.

¿Qué caracteriza la vida exterior, esa vida de todos los días, esa vida a veces tan rutinaria que nos aburre porque no sabemos vivirla plácidamente, valorando cada situación inmediata y sacándole su enseñanza y energía? La vida exterior es una sucesión de circunstancias, situaciones, eventos o acontecimientos; la mayoría no son en apariencia muy relevantes, aunque uno tiene el poder de elevar al rango de sublime lo cotidiano. La vida nos va viviendo si no desarrollamos la consciencia, y los días discurren rápidamente, de manera muy mecánica, con sus momentos gratos y sus momentos ingratos, sus circunstancias favorables y desfavorables. La vida nos arrastra y acapara; a veces parece que somos nosotros los que elegimos, pero también nuestros condicionamientos internos y externos optan por nosotros. Hay una adagio que reza: «Cada vez que pones el pie en el suelo se abren mil caminos», pero los acontecimientos, además de nuestros propósitos más o menos firmes, nos llevan en una u otra dirección. Muchas veces tenemos la impresión de que controlamos muy poco o nada, pero al menos siempre podemos controlar nuestra actitud ante los acontecimientos. Otra historia:

Era un anciano al que nunca se le había visto desasosegado y hasta tal punto resultaba sorprendente su imperturbable calma que sus propios discípulos le preguntaron un día:

—Venerable anciano. ¿Qué haces para no perder nunca el equilibrio?

El mentor repuso:

—No hay gran secreto en ello, amigos. Cuando algo no puedo controlarlo en el exterior, al menos sé que puedo controlar mi actitud ante ello. ¡Hay tantas cosas que se nos escapan, que no podemos controlar! Pero siempre podremos controlar nuestra actitud ante todo ello y saber tomarlo con ecuanimidad y calma. Lo que tenéis que hacer es intentarlo.

¿Qué buscamos todos? Sentirnos bien, dicha, felicidad. Pero a menudo parece que lo hacemos muy mal y en lugar de practicar el yoga del bienestar, practicamos el del sufrimiento, y alimentamos desarmonía, desequilibrio, desdicha. Saboteamos nuestro propio bienestar y nos llenamos de profunda insatisfacción, frustración y desconcierto. ¿No parece a veces que nos comportamos con nosotros mismos como si fuéramos nuestros peores enemigos? ¿Qué decir de la mente? Una mente así no se la desearía uno a nadie: agitada, confusa, vehemente, insatisfecha, impaciente, añadiendo dolor al dolor, complicación a la complicación. Creemos que para sentirnos bien basta con atiborrarnos de estímulos, divertirnos y entretenernos, pero nos damos cuenta de que no es suficiente; algo falla. Más insatisfacción, frustraciones sin digerir, traumas, sentimiento exacerbado de soledad. ¿Cómo puede hallarse la dicha estable en lo que es tan contingente? Hay diversión y aburrimiento, encuentro y desencuentro, amor y desamor, amistad y enemistad, halago e insulto... Las alternancias, las vicisitudes de la vida, e incluso a menudo la dicha es el preámbulo de la desdicha. Y por mucho que juguemos al escondite con uno mismo, al final con uno mismo se topa. Más insatisfacción, más soledad, más desconcierto. La mente y sus tretas, esa mente que, como decía Kabir, es un fraude, una casa con un millón de puertas; ni siquiera parece nuestra mente. Sus trampas son muy numerosas: si ha conseguido algo, le aburre y se propone otro logro, pero si no lo consigue, se siente muy frustrada, insatisfecha, mortificada. Porque está siempre en lo que fue o puede ser, no aprecia lo que es, no lo vive intensamente, no aprende de ello. Siempre valora más lo que no tiene que lo que tiene, y se extravía en ensueños, ilusiones, acrobacias intelectuales, charloteos innecesarios..., ruido, ruido, ruido. ¡Vaya tipo de mente! Y los maestros declaran: «Si esa mente no te gusta, cámbiala».

O sea, que la vida son eventos. A veces el viento viene del este y a veces del oeste, a veces nos favorece y a veces nos desfavorece. El antiguo adagio reza que la vida se encarga de desbaratarlo todo. Como esperes a que todo esté bien te pasarás la vida esperando. Esos eventos a veces los podemos dominar o forzar y otros no, porque no se puede empujar el río ni detener un amanecer. El ego es muy controlador. Imaginemos una pulga sobre los lomos de un elefante. La pulga piensa en ir a la derecha y casualmente el elefante gira a la derecha, y la egocéntrica pulga piensa: «¡Cómo domino al elefante!». Unos minutos después el elefante estornuda, y ya me diréis dónde va la pulga. Pero siempre podemos, insisto, cambiar la actitud. Como decía el sabio Santideva: «Si tiene remedio, ¿por qué te preocupas? Si no tiene remedio, ¿por qué te preocupas?».

Antes o después, toda persona encuentra vicisitudes en su vida. Los problemas vienen, y a veces en tropel. Nadie puede evitarlo. Aun los mayores controladores, los más grandes manipuladores, se encuentran con esas sorpresas. La vida sigue siendo impredecible e imprevisible, por muy monótona que resulte, por mucho que el egocéntrico o el narcisista crea que lo tiene todo controlado.

Y ahora vayamos al otro océano, al de la vida interior. Ya hemos dicho algo sobre lo que caracteriza la vida exterior, hagámoslo sobre nuestra vida interior, la esfera anímica.

Nuestra vida interna, la más cercana y privativa, es un río de pensamientos, reacciones emocionales, hábitos psíquicos, estados de ánimo, recuerdos y fantasías, sentimientos y emociones, además de un gran número de condicionamientos subliminales o inconscientes que, desde la oscuridad del trasfondo de la mente, tienden sus hilos para controlar nuestra conducta mental, verbal y corporal, robándonos así dicha y bienestar interior.

Para progresar en la senda hacia el equilibrio, la persona que aspira a ello y que pone su voluntad en conseguirlo tiene que ir conociéndose paulatinamente y enfrentándose a muchos puntos ciegos que hay en cada uno de nosotros y que sólo después de numerosos intentos se pueden alumbrar. Uno mismo se interpone en el propio camino hacia el equilibrio, con sus resistencias psíquicas, sus autoengaños y escapismos; si bien por un lado uno de nuestros «yoes» nos impulsa (el impulso sagrado hacia la evolución consciente) hacia la evolución consciente y la madurez, otro de esos «yoes» se opone o crea resistencias y conflictos que hay que descubrir y desmantelar para que el camino quede expedito. Es una labor que exige seriedad y valentía, porque hay muchos aspectos de nosotros que no queremos ver y asumir porque todos tratamos de escapar mediante la idealización del yo y arrogándonos cualidades de las que carecemos. Por otro lado, todos utilizamos unos «salvavidas» que al final no nos salvan de nada, sino que entorpecen el proceso de maduración, y unas defensas que no sólo no nos defienden, sino que terminan por agredirnos y vulnerarnos; pero el inconsciente tiene sus propias leyes y, unas veces para bien y otras para mal, sabe imponerse al consciente y burlar la voluntad del aspirante a la transformación interior y la consecución del equilibrio.

El equilibrio es el punto equidistante entre los extremos. A ellos se refería Buda como las grandes emboscadas, las trampas; y por eso recomendaba esa vía media que se aparta de los extremos, es decir, de la desmesura, lo desorbitado, la reacción anómala y el desequilibrio.

El equilibrio es un modo de sentir, ser y «serse», relacionarse con uno mismo y con los demás. Es todo lo contrario que el desorden, la inarmonía, la reacción desorbitada e histriónica, la agitación y el desquiciamiento. Por eso el equilibrio es estar en un centro propio, en el propio ser, asido a uno mismo; y el desequilibrio es descentrarse, salirse del propio quicio o desquiciarse, extraviarse en reacciones desmesuradas. El equilibrio es el punto de quietud incluso en la inquietud, y de ahí que Buda recomendase: «Vivamos sosegados entre los que se desasosiegan». El equilibrio interior es como un centro de consciencia inafectado e imperturbado, que mantiene su inalterabilidad incluso ante los estados de ánimo fluctuantes, los pensamientos cambiantes y las contingentes influencias externas. Para poder velar por ese equilibrio, para custodiarlo, se requiere mucha consciencia de sí, autovigilancia, fortaleza anímica y la capacidad de no dejarse arrastrar ni arrebatar por los propios estados anímicos ni por las situaciones del exterior. Todo gira en una rueda, pero ese espacio que hay en su buje es el punto de quietud, lo que menos se perturba o modifica. Los yoguis samkya lo denominan lo inmóvil en lo móvil, y el sabio Nisargadatta declaraba:

En el ahora, tú eres a la vez lo que se mueve y lo inmóvil. Hasta ahora has pensado que tú eras lo que se movía y te has olvidado de lo que no se mueve. No tengas en cuenta lo que se mueve y te verás como la realidad inmutable y siempre presente, inexplicable, pero sólida como una roca.

Y también:

Las reacciones emocionales, nacidas de la ignorancia o de la distracción, no están nunca justificadas. Busca un espíritu claro y un corazón claro. Todo lo que necesitas es una vigilancia tranquila, sumergirte en tu naturaleza real. Es el único camino hacia la paz.

Incluso cuando el equilibrio se pierde, hay que reequilibrarse, como el hábil alambrista, que si se decanta hacia un lado corrige hacia el otro, y siempre recupera su centro de gravitación. En la vida habrá muchas ocasiones en que tendamos a desequilibrarnos e influencias que nos alteren, pero en esas circunstancias hay que saber reponerse y hallar ese centro de consciencia más inafectada que se sitúa más allá de las situaciones externas y de las fluctuaciones anímicas.