
Telémaco, meditando muchas cosas, se fue a su aposento. Le acompañaba, con una antorcha encendida, una vieja y prudente criada, Euriclea, que cuidaba de él y le quería mucho. Ella le ayudó a quitarse la túnica y, después de poner bien los pliegues, la colgó de un clavo. Luego salió de la estancia, que cerró.
El joven se cubrió con una piel de oveja y se pasó toda la noche pensando en el viaje que le había aconsejado ese misterioso extranjero, que a él le parecía un dios, aunque no sabía por qué razón.
A la mañana siguiente, mandó reunir en la plaza a toda la gente de su pueblo. Él fue allá con su lanza y dos perros, y se sentó en la silla de su padre.
Estaban todos asombrados porque, desde que se había marchado Ulises, hacía ya mucho tiempo, nunca nadie los había reunido.
Al verlos a todos juntos, Telémaco les habló así:
–Estoy muy preocupado porque no sé nada de mi padre, vuestro rey, y no sé si ha muerto en el mar. Además veo cómo los pretendientes de mi madre se pasan el día en palacio comiendo los bueyes, cabras y ovejas de mi padre y bebiendo su vino tinto. Yo solo no tengo fuerza para echarlos. ¡Ved vosotros lo que están haciendo!
Todos callaban viendo la rabia y el dolor del joven. Fue uno de los pretendientes, el orgulloso Antínoo, quien le contestó:
–¿Por qué nos ofendes, Telémaco? La culpa no la tenemos nosotros, sino tu madre, que no quiere elegir marido. Durante tres años nos dio esperanzas a todos y nos dijo que se casaría al terminar de tejer una tela muy fina para vestir el cuerpo de su suegro Laertes cuando muriera. Y se pasaba el día tejiendo la tela, pero por la noche deshacía lo que había hecho. Así se pasó tres años hasta que una criada suya nos lo dijo. La sorprendimos cuando la deshacía, y no tuvo más remedio que acabar la tela. Pero ha pasado ya casi otro año, y sigue sin tomar ninguna decisión. Dile a tu madre que escoja a uno de nosotros. Es muy lista, pero vais a volveros pobres si sigue así, porque, mientras no se decida, no pensamos irnos de palacio.
–Yo no puedo decir a mi madre que haga lo que me pides. ¿Por qué no os vais a vuestras casas y coméis de lo vuestro? Pero si os gusta más devorar lo que es de mi padre, yo rogaré a los dioses que os castiguen, y tal vez algún día moriréis en este palacio.
En ese momento, aparecieron en el cielo dos águilas. Volaban muy juntas y tan rápidas como el viento. Empezaron a dar vueltas encima de la gente, en la plaza, batiendo las alas; y de pronto las dos se atacaron picoteándose cabeza y cuello. Luego se marcharon por la derecha, por encima de las casas.
Todos se quedaron asustados al verlo. Y un anciano, que sabía interpretar el vuelo de las aves, les dijo:
–Una gran desgracia les espera a los pretendientes, porque Ulises no tardará en llegar. Tal vez ya no esté muy lejos porque, cuando los griegos se embarcaron hacia Troya, le predije que, después de pasar muchos peligros, a los veinte años volvería a su patria y que lo haría sin que nadie lo reconociera. Ya no falta mucho para que regrese.
Pero los pretendientes se burlaron de él y le dijeron que se fuera a su casa y que se dedicara a adivinar el futuro de sus hijos. Estaban convencidos de que Ulises había muerto. Volvieron a decirle a Telémaco que obligara a su madre a casarse con uno de ellos si no quería ver cómo desaparecían todas sus riquezas.
Mentor, otro anciano, amigo de Ulises, gritó a la gente:
–¡No odio tanto a estos pretendientes orgullosos que comen y beben los bienes de Ulises como a vosotros, que estáis ahí, sentados y en silencio, viendo lo que hacen, y no les decís nada!
Al oír sus palabras, los pretendientes, furiosos, los amenazaron a todos. No sólo matarían a aquel que intentara acercarse a ellos, sino que iban a acabar con el propio Ulises si realmente estaba vivo y volvía a su palacio. Y mandaron a los que allí estaban que regresaran inmediatamente a sus casas.