
Hacía ya tiempo que la guerra de Troya había acabado. Los griegos habían vuelto a su tierra después de vencer a los troyanos.
Sin embargo, Ulises, cuyo nombre en griego era Odiseo, uno de los mejores guerreros griegos y el más astuto, no había llegado aún a la hermosa isla de Ítaca, donde le estaban esperando desde hacía años Penélope, su mujer, y Telémaco, su hijo.
Y es que la ninfa Calipso retenía en la isla Ogigia a Ulises, convencida de que con el tiempo accedería a casarse con ella. Ulises lloraba de rabia, porque no veía el momento de volver a su tierra y abrazar a su mujer. Pero ¿cómo salir de la isla si no había ninguna barca en ella?
La isla Ogigia estaba en el centro del mar, azotada por el viento, y tenía árboles muy altos. En una gruta de aquella isla vivía la hermosa Calipso, hija del gigante Atlante, el que sostenía con sus hombros la esfera del cielo.
En el Olimpo, por supuesto, todos los dioses conocían la situación de Ulises y a ninguno le gustaba, salvo a Poseidón, el dios del mar, que estaba muy enfadado con el héroe porque había vencido a su hijo, el gigantesco cíclope… Pero ésa es una historia que contaré más adelante.
La que estaba más preocupada por Ulises era Atenea, la diosa de ojos verdes, porque le quería mucho.
Un día que Poseidón se había ido a Egipto, Atenea aprovechó su ausencia para pedirle a su padre Zeus, el dios de los dioses, que tuviera lástima de Ulises y le ayudase a salir de la isla Ogigia y a volver a su tierra.
Le pidió que enviara allá al dios Hermes, su mensajero, para decirle a Calipso que dejara marchar a Ulises. Mientras tanto ella iría a Ítaca a dar ánimos a Telémaco. Le diría que fuera a Esparta a buscar noticias de su padre al tiempo que se daba a conocer por otras tierras.
Y a Zeus le pareció bien lo que le pedía su hija.